Discurso en la Real Academia de la Historia el día 24 de abril de 1853

​Discurso de recepción leído en la Real Academia de la Historia el día 24 de abril de 1853​ de Ángel de Saavedra
Nota: Fuente


SEÑORES:

Es tan agradable la emoción que agita mi alma al encontrarme en este lugar, en medio de un auditorio tan respetable, y en el momento de conseguir, sin yo merecerlo, entrada en la ilustre Academia de la Historia, que dudo si mis labios podrán expresar con la palabra las ideas que se agolpan en mi mente, los afectos que arden en mi corazón. Pues si es alta la honra que me ha dispensado esta Corporación insigne dignándose de abrirme sus puertas y de concederme asiento entre sus claros varones, ha llevado aún más allá el exceso de sus bondades, señalando este día solemne en los fastos de la Academia para recibirme en su seno y para que mi débil voz resuene por primera vez en el Santuario de la Historia.

Porque hoy es, señores, el día señalado para coronar el acierto de los escritores que han sobresalido en el examen de los dos puntos históricos interesantísimos que propuso esta Real Academia a las investigaciones de los que cultivan estos estudios con asiduidad y aprovechamiento, y el primero en que, en virtud del ensanche que los nuevos estatutos le conceden, manifiesta pública y solemnemente el estímulo y el empuje que da a la ciencia, premiando del modo más lisonjero y más honroso a los que en su cultivo sobresalen.

¡Digno empleo, ciertamente, de esta sabia e ilustre Corporación, el de estimular y recompensar el estudio de la Historia! De la Historia, que nos conserva vivas las edades pasadas; que da lecciones severas y graves a la presente, y que lega avisos importantísimos a las venideras. De la Historia, de esa ciencia sublime en que se sigue paso a paso el progreso de la Humanidad y el desarrollo de sus facultades intelectuales. De la Historia, en que se ve y se estudia el curso, lento, sí, pero seguro, con que, atravesando los obstáculos de sus propias pasiones y de las vicisitudes de los tiempos, ha llegado el hombre, desde el grito inarticulado, desde la rústica cabaña primitiva y desde el rudo ejercicio de la caza, para arrastrar una miserable existencia, hasta crear los idiomas; hasta fijar con sabias leyes sus deberes y sus derechos; hasta dar vida al pensamiento y cuerpo a la palabra; hasta levantar el coliseo y la cúpula de San Pedro y el monasterio de El Escorial; hasta medir y pesar los astros y predecir sus movimientos; hasta humillar los borrascosos mares, sin más impulso que el del vapor; hasta hablar instantáneamente de un extremo al otro del globo por medio de la electricidad; hasta la civilización moderna, en fin, con la que ha llegado a ser el hombre verdadero dueño y dominador del Universo.

No, no hay estudio más interesante, más alto, más sublime que el de la Historia, porque el estudio de la Historia es el estudio de la Humanidad y, al mismo tiempo, el estudio de la Providencia. Si bien se mira y se contempla en las páginas de la Historia cuanto el hombre puede y alcanza, más que por su organización física, la más perfecta de todos los seres, por la fuerza oculta del soplo de vida, del alma inmaterial e imperecedera que le infundió el Omnipotente, y se estudia y se comprende la lucha eterna en que su frágil barro y su alma inmortal están con sus pasiones brutales y con los extravíos de su inteligencia, también en las páginas de la Historia se contempla, se estudia, se comprende cómo la mano invisible de la Providencia encamina al género humano, en sus distintas razas y en todas las regiones del globo, por la misma senda, y dejándolo caminar por ella libremente, y según los impulsos del libre albedrío, lo empuja, benéfica, o lo detiene, justiciera, según marcha hacia el fin o retrocede del fin a que lo tiene destinado, para sus miras santas e inescrutables.

Si del estudio de la Historia general pasamos a la de la particular de cada raza y de cada país, aumenta en interés y en utilidad, y este interés y esta utilidad suben a su más alto punto cuando se trata de la historia de la propia nación. El interés, porque los hechos que se refieren y admiran o vituperan son los de nuestros mayores; y la utilidad, porque las lecciones del tiempo pasado son más aplicables al tiempo presente. Pues la vida de los distintos pueblos es como una cadena, cuyos eslabones van enlazados los unos en los otros desde el primero hasta el último; y en la vida de las naciones hay una lógica inflexible, porque todos los sucesos son siempre consecuencia indeclinable de los que les han precedido.

El estudio, pues, de la historia patria es el más útil, el más interesante, el de mayor importancia; y al estudio, a la rectificación y al engrandecimiento de la historia patria dedica especialmente sus trabajos, sus investigaciones y sus afanes la Real Academia a quien tengo la honra de dirigir la palabra. Y me es forzoso decir, aunque ofenda su modestia, que, cumpliendo tu honroso empeño, ha prestado y está prestando los más útiles y brillantes servicios a la ciencia y a la nación.

La Academia ha sacado del oscuro polvo de los archivos a la luz pública los documentos más preciosos, que refieren y atestiguan hechos gloriosísimos de nuestros mayores, y que patentizan los progresos de la civilización en nuestro suelo y los pasos que ha ido dando desde los más remotos siglos. La Academia ha evocado de la tumba del olvido esclarecidos nombres y notables hechos, sin cuya noticia era imposible dar el verdadero valor a posteriores hazañas, ni comprender y explicar posteriores acontecimientos. Y no sólo ha hecho un gran servicio a la ciencia con la publicación de interesantes documentos casi desconocidos y que dan gran luz a la historia de nuestro país, sino también restableciendo el texto íntegro y correcto de antiguas crónicas y aclarando completamente la verdad de los hechos, que andaban desfigurados por la tradición o en las obras de ligeros, apasionados y extraños escritores. Y no es menor servicio el que ha prestado esta ilustre Academia salvando de su total ruina o desaparición documentos del mayor interés, que estaban diseminados en manos ignorantes que no conocían su valor, o que en las mismas antiguas bibliotecas hubieran emigrado o perecido en los modernos trastornos y en tiempos fatales, en que se miraban estas preciosas joyas, ora con extremada codicia, ora con extremada indiferencia.

Y no sólo los documentos escritos han sido objeto de las investigaciones científicas de este ilustre Cuerpo y el fundamento de sus trabajos. No; con igual afán y no menor acierto, me complazco en decirlo, se ha desvelado por investigar, por estudiar, por adquirir otros aún más importantes, aún más auténticos, aún más elocuentes que los escritos. Los que lo están con caracteres de piedra y de metal en los antiguos monumentos injuriados por los siglos, en las murallas derruidas y castillos desmantelados, que pregonan una lucha encarnizada de ocho siglos entre dos razas, entre dos religiones distintas; en las basílicas, testimonio de la piedad de nuestros héroes; en los quebrantados sepulcros, en las rotas lápidas, en las casi borradas inscripciones y en los incompletos utensilios de hierro, y en las armas enmohecidas, y en las medallas y en las corroídas monedas que se encuentran sepultadas en la tierra y sobre las que en vano se estampó la huella asoladora de los siglos. Documentos todos de altísima importancia, porque son irrefragables y aseguran la existencia y la autenticidad de grandes nombres, de grandes hechos; porque atestiguan de un modo positivo el estado de las creencias, de la civilización, de las artes en el tiempo en que se construyeron; y porque sus fechas y las épocas que por su forma, por su esencia, por su uso, por su carácter particular designan de una manera positiva e incontestable, dan seguros datos a la cronología, sin la que nada vale, nada dice, nada enseña la Historia.

Pero no eran bastantes para satisfacer el celo ardiente de esta sabia Corporación los servicios que acabo de recordar a tan respetable auditorio, y que ha prestado sin desmayar ni un punto en sus sabias tareas desde que debió su fundación a la munificencia del señor rey don Felipe V, de feliz memoria. Pues animada hoy con la altísima protección que le dispensa, bondadosa, la augusta descendiente de aquel monarca, la ínclita Isabel II, que para bien de las Españas ocupa, felizmente, el trono de San Fernando, ha querido llevar aún más allá sus esfuerzos y promover y estimular a los escritores españoles a que trabajen para ilustrar la historia patria, ofreciéndoles los honrosos premios que hoy van a adjudicarse, y proponiendo los asuntos que le parecieron más convenientes para que se ejercitasen los entendimientos y las plumas de los que quisieran disputar la corona en tan honrosa y lucida palestra.

¿Y qué asunto más grande, más filosófico, más trascendental que el «Examen histórico-crítico del influjo que haya tenido en la población, industria y comercio de España, su dominación en América»? Este fue uno de los asuntos propuestos por la Academia. Y fue el otro la «Historia del combate naval de Lepanto y juicio de la importancia y consecuencias de aquel suceso». ¿Quién podrá desconocer, señores, el acierto de la elección y el ancho campo que ofrecen tan oportunos argumentos al estudio, a la reflexión y a la crítica?

Cuando España, después de la reunión de los dos grandes reinos en que estaba dividida, formó un verdadero cuerpo de nación; y cuando acababa de lanzar de su suelo los últimos restos de las razas de Oriente, que por espacio de ocho siglos fueron sus opresoras; y cuando se constituían en una sola y grande monarquía, cuyo dominio no se encerraba sólo en el ámbito de la Península, sino que se extendía por la rica y esclarecida Italia, llamó a sus puertas un hombre oscuro, un soñador extranjero, un pobre piloto genovés, a quien Dios había marcado con el sello de su omnipotencia, dándole una fe ardiente, una perseverancia heroica y una idea sola y fija, tan nueva como lo desconocido, tan elevada como los astros, tan grande como el Universo. Los monarcas y los poderosos de la Tierra le habían negado su acceso, como a un absurdo arbitrista; los sabios de la Tierra le habían desdeñado, como a un iluso extravagante; los pueblos de la Tierra le habían escarnecido, como a un desdichado demente. Pero la grande Isabel, gloria de su siglo y predilecta del Señor, vio a aquel hombre y lo oyó, y conoció que era un instrumento de la Providencia, instrumento para llevar a cima un altísimo designio. Y comprendió al ente extraordinario y lo admiró y le ayudó a la obra desconocida con su convencimiento, con sus tesoros, con firme y soberana voluntad. Y España, que ya tenía un cardenal Mendoza, un Cisneros y un Gran Capitán, tuvo como donativo de su reina un Cristóbal Colón, y con él un nuevo y desconocido mundo.

Sí; conducido por la mano de Dios aquel instrumento de su omnipotencia, atravesó en frágiles naves españolas desconocidos mares, siguiendo el curso del sol, y descubrió las inmensas y ricas regiones de Occidente, que el heroísmo y la noble espada de Hernán Cortés y el arrojo y la dura lanza de Francisco Pizarro añadieron, con eterna gloria del nombre español y exaltación de la religión cristiana, a la monarquía española, haciéndola la más grande, la más opulenta, la más poderosa de la Tierra.

Este acontecimiento, de tanta influencia en el mundo, ¿cómo no había de tenerla en la nación que lo había llevado a cabo? Aquellas regiones inmensas, despobladas, vírgenes, las más feraces del globo, ¿cómo no habían de llamar a su seno a sus señores de Europa, del país trabajado y empobrecido con tantas y tan pertinaces guerras, y poco después despedazado con tantas disensiones y ensangrentadas controversias? Aquellas montañas, preñadas de preciosos metales, ¿cómo no habían de despertar la codicia de sus nuevos poseedores? Aquellos extensos páramos y aquellos enmarañados bosques, ¿cómo no habían de necesitar de los esfuerzos de la industria para ser fructíferos y debidamente beneficiados? La necesidad de estar en continuo contacto con aquellas remotas playas, ¿cómo no había de influir en la navegación? Y los ricos productos de aquellos climas, y las necesidades de sus nuevos señores, ¿cómo no habían de dar un nuevo impulso al cambio, un nuevo ensanche al comercio? Y ¿qué influencia no debieron ejercer en las costumbres y en el carácter de nuestros padres el orgullo de tan prodigiosas conquistas, las inesperadas riquezas que se derramaron por la Península, las nuevas necesidades, que el uso de las producciones peculiares de América introdujeron, y por el ancho campo que aquellos vastos y remotos países ofrecían a peregrinas aventuras, al rápido engrandecimiento, al hallazgo de tesoros incalculables y hasta al refugio e, impunidad de los díscolos y malhechores?

Si la influencia de aquel portentoso, descubrimiento y de la conquista y posesión de aquellas vastísimas regiones fue perjudicial o provechosa para España, es cuestión muy debatida por filósofos y economistas, y en que se han exagerado, como siempre acontece, las razones de unos y de otros, ya con graves y fundados argumentos, ya con sutiles y brillantes sofismas. No es de mi propósito entrar en ella; pero diré de paso que, ciertamente, el descubrimiento de aquellos vastos países, y las riquezas que ofrecían, ocasionaron una emigración de que pudo resentirse nuestro suelo; que el raudal de oro y de plata que envió América a nuestros puertos hizo innecesario el trabajo, con perjuicio notable de la industria y de la agricultura; que creció entre nosotros el amor a las aventuras y a buscar fortuna sin más medios que la osadía. Pero creo firmemente que si nuestros reyes, empeñados, por desgracia nuestra, en las guerras de Flandes y en contrariar la dominación francesa en Italia, hubieran conocido la importancia del Nuevo Continente; y si se hubieran aplicado principios económicos más acertados a la administración de aquellos países; y si la elección de los funcionarios públicos enviados a regirlos y administrarlos hubiese sido más severa y acertada; y si se hubiera, en fin, dado mejor empleo a los inmensos caudales que de allí venían, acaso aún se llamaran españolas aquellas extensas regiones y fuera hoy mi adorada Patria la primera nación del mundo.

El combate de Lepanto, si no es asunto de tanta magnitud como el que acabo de mencionar, fue suceso de tal importancia para la Cristiandad y para Europa, y tuvieron en él tan señalada participación las fuerzas navales españolas, que su recuerdo, su descripción y el examen de sus consecuencias son empleo digno del ingenio descriptivo, del estudio observador y del vuelo de una elegante pluma. En Lepanto se hundió para siempre el formidable poder otomano, azote de la Cristiandad y de la civilización, propagador de la esclavitud y del despotismo y último representante de las irrupciones de los bárbaros, que tantas veces trastornaron el mediodía y el occidente de Europa. En Lepanto las naves españolas figuraron en primer término; un excelso príncipe español mandó en jefe la Escuadra católica; allí se distinguió, como siempre, acrecentando su gloria, el famoso don Álvaro de Bazán, primer marqués de Santa Cruz; y allí, en una de las galeras vencedoras, de las que más levantaron el nombre español, perdió la mano izquierda un oscuro soldado de ninguna importancia; pero este oscuro soldado de ninguna importancia era Miguel de Cervantes, a quien el Cielo conservó la mano derecha para que, manejando con ella, en vez de la espada la pluma, eternizara la lengua española, escribiendo un libro gigante, que es nuestra primera gloria literaria, y que vivirá cuanto viva el mundo.

Pero ¿cómo los trabajos de la Real Academia de la Historia no habían de ser de tanta utilidad para la ciencia, de tanto alcance para la instrucción pública, de tanto lustre para la nación, y no había de merecer el mayor aprecio de otras sabias Corporaciones extranjeras, si han cooperado siempre a ello los más claros y estudiosos varones, y los primeros sabios de nuestro país, que han dejado al público, al archivo de esta Corporación y a la memoria de sus discípulos e imitadores luminosos rastros de su saber y de sus fructíferas tareas?

Prolijo sería hacer un catálogo de hombres eminentes que han pertenecido a esta Real Academia desde su fundación. Pero me es imposible no hacer mención en este día solemne de esclarecidos académicos cuya reciente pérdida lamentamos, y que han dejado, al bajar al descanso del sepulcro, un nombre eterno coronado con la gratitud que siempre tributan las naciones a los que han contribuido eficazmente a su ilustración.

¿Quién no pronuncia con profundo respeto el esclarecido nombre de don Martín Fernández Navarrete, que trabajó por espacio de sesenta años en averiguar, referir e ilustrar las hazañas de nuestros célebres marinos desde los más remotos tiempos? ¿Quién olvidará al modesto don Diego Clemencín, cuyos trabajos históricos son de los que más lustre han dado a esta Academia? ¿Quién no admira la alta capacidad del noble conde de Toreno, que en una obra monumental ha eternizado el período más glorioso de nuestra historia? ¿Quién, en fin, no elogia al egregio duque de Frías, que tan profundos conocimientos poseía en historia patria, que tan importantes servicios hizo, militares y diplomáticos, y a quien los inspirados acentos de su lira, siempre grandes, siempre aristocrática, siempre española, aseguran un lugar distinguido en el templo de la inmortalidad?

No porque recuerde sólo estos personajes se crea que desestimo y dejo en olvido otros no menos célebres de beneméritos académicos, cuyos nombres y cuyos trabajos merecen eterna gloria y gratitud imperecedera. Pero siéndome imposible recordarlos a todos en este discurso, aunque a todos admire y aprecie, la amistad con que me honraron y favorecieron estos de que he hecho mención, las lecciones sabias que me dieron en su trato familiar, íntimo y frecuente; el haber corrido con ellos casi las mismas vicisitudes en estos azarosos tiempos y el estar aún calientes sus cenizas, me han arrancado esta demostración sentida de una verdadera amistad. Sean, pues, mis palabras como las flores que se esparcen sobre las tumbas que encierran restos queridos y venerados.

Si tan altas, tan importantes, tan fructíferas han sido siempre las tareas de la Real Academia de la Historia; si tan sabios y esclarecidos varones se han honrado llamándose sus individuos, ¿cuál será mi confusión y mi gratitud al verme, tan sin merecerlo, llamado a formar parte de esta sabia Corporación? ¡Ojalá me hubiese dotado el Cielo con la más alta inteligencia, y concedido una vida más sosegada y menos angustiosa, para haber podido dedicarme con más aprovechamiento a los elevados estudios de la ciencia de la Historia, por la que siempre he tenido particular predilección! Tal vez me sería ahora posible traer el tributo de mis vigilias y desvelos a este ilustre Cuerpo. Mas ya que no me sea concedido tanto, le ruego humildemente que se digne recibir, benévolo, el pobre homenaje de mi profundo reconocimiento.