Discurso del cardenal Gomá en Budapest: «El tema doctrinal del Congreso y el actual momento de España» (1938)

EL TEMA DOCTRINAL DEL CONGRESO EUCARÍSTICO DE BUDAPEST Y EL ACTUAL MOMENTO DE ESPAÑA editar

¡Oh, vinculum caritatis! (August. Tr in Jn, 26,13)

Señores Congresistas:

No creo inferir agravio a ninguno de los pueblos católicos representados en el Congreso Eucarístico de Budapest si digo que España ha ido a la delantera de todos en la fe y en el amor a Jesucristo. La prontitud en abrazarla en la misma primera generación cristiana, bajo los auspicios de la Madre Santísima de Cristo que vino en carne mortal a Zaragoza, y por el magisterio personal de los dos grandes apóstoles Santiago y Pablo; su difusión rápida en nuestro país, que la hizo ya en el siglo VI, el primer factor de la unidad nacional; el profundo arraigo del pensamiento cristiano que hincó en el alma española y se tradujo en las maravillas de nuestro arte, en las grandes instituciones de nuestra vida social y en las obras profundas de nuestros teólogos, místicos y poetas; la tenacidad en defender la fe cristiana, que hizo de los pechos españoles el muro en que se estrelló el poder de la Media Luna, en el siglo XV, la herejía protestante en el seiscientos, el poder de la revolución en el ochocientos y el bolchevismo en nuestros días: la fuerza expansiva del catolicismo español, que dio misioneros para un Mundo Nuevo que sus naves acababan de descubrir, que supo inocular sus creencias en un continente en que se hablaban más de dos mil lenguas, y que lo levantó de la barbarie a la civilización por medio de las cristianísimas “Leyes de Indias”, que sólo pudo inspirar el genio cristiano de nuestros legisladores y políticos; he aquí, señores congresistas, los títulos que me place alegar para que se dé a mi patria, España, el primer puesto entre las naciones que se han sometido, en veinte siglos de historia, al cetro soberano de Cristo Rey.

Perdonad la osadía, que si pudiese ser hija del patriotismo, me parece que responde a la verdad de la historia. Cuando no fuera más que ilusión, tendría el valor de un lenitivo en esta hora terrible que pasamos los españoles. Hay dos hechos, precisamente de hoy, que confirman mi tesis: el del pasmo que ha producido en el mundo la persecución religiosa en España, considerada por ello como el país católico por antonomasia; y el otro hecho de que en pleno siglo XX, es decir, en pleno predominio de la indiferencia y del escepticismo religioso, España haya todavía hallado en su suelo millares de sacerdotes y centenares de miles de ciudadanos que han dado su vida por su fe sin contar los que, sólo por Dios y por España, salieron a los campos de batalla para luchar en defensa de su religión.

Y porque la Santísima Eucaristía es el centro vivo del catolicismo, la síntesis del pensamiento cristiano y la fragua divina en que se templan las almas, por ello España, tierra clásica del catolicismo, ha sido la tierra clásica del culto a la Santísima Eucaristía. Recordad los nombres de Pascual Baylón, del Beato Rivera, de Micaela del Sacramento, de la “Loca del Sacramento”; nuestros Autos Sacramentales, que incorporaban a nuestro pueblo a la teología del Sacramento; las fastuosas procesiones del Corpus; las famosas Custodias, únicas en el mundo por su riqueza y arte; todo ello es como el exponente de nuestro sentido católico y como la proyección externa del alma eucarística nacional.

Cuando hace cuatro años, en el Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires, vimos aquellos actos imponentes en honor de la Santísima Eucaristía, que sorprendieron por su grandiosidad espontánea a los mismos organizadores del Congreso, fuimos un sinnúmero los que coincidimos en la estimación del hecho grandioso: “Es el alma española, dijimos, que ha salvado las esencias de su pensamiento y de su amor, a través de cuatro siglos de historia de estos pueblos a quienes infundió su espíritu, y aparece hoy, en medio de la vida compleja y cosmopolita de la gran ciudad, tal como era cuando los grandes conquistadores y misioneros abordaron en el Mar del Plata, tal como era el alma de este misionero castellano que tomaba de tierras españolas un puñado de trigo que llevaba a América, que sembraba en una maceta y que se multiplicaba luego en las anchas tierras de la Argentina para que no le faltará jamás la materia del Sacramento y con él el Pan de la vida cristiana”.

Por esto España, que a todos los Congresos Eucarísticos ha mandado nutrida representación, no podía estar ausente del Congreso de Budapest, a pesar de las horas difíciles por que atraviesa nuestra nación y a pesar de que sobre la inmensa mayoría de los católicos españoles pesa, en mil formas, la terrible tragedia que nos agobia. Y estamos presentes, porque el Gobierno Nacional, que sabe lo que en el mundo de la fe y de la piedad representa un Congreso Eucarístico Internacional, ha querido que nuestra patria, aunque sangrando, viniese acá a decirle a Hungría, y en ella a todo el mundo católico, que todavía conservamos intacta la herencia de nuestros antepasados; y porque un puñado de devotos del Sacramento, venciendo dificultades económicas casi insuperables, han querido rendir sus homenajes al Dios Eucaristía, junto al Danubio, en la bella Budapest, para decirles sus hermanos los católicos de Hungría:

“Aquí nos tenéis, hermanos, honrados en ser huéspedes vuestros en estos días de gloria: la Eucaristía es Hostia blanca y pacífica como Belén, “la casa del Pan”; pero es Hostia ensangrentada como la que un día pendió de un madero en el Calvario. Vosotros, hijos de Hungría, vivís en paz, fundamento de la felicidad de los pueblos; representáis “la casa del Pan”; nosotros, los españoles, vivimos las horas trágicas de un Calvario que no tiene igual en la historia de ningún pueblo. Venimos de Bosra, os diré con el Profeta, teñidos nuestros vestidos con las salpicaduras de la sangre de millares de sacerdotes y fieles. Admitidnos en este coro de alabanzas que cantáis en honor de la Eucaristía: vosotros dais la nota blanca del amor enardecido, la que daban los ángeles cuando sobre Belén y la Hostia pacífica del Pesebre cantaban el “Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis”. Nosotros daremos la nota del dolor, la que arranca de nuestros pechos cristianos el torbellino de males que se han desencadenado sobre nuestras Iglesias y nuestro culto, sobre los sacerdotes y el pueblo fiel, sobre la misma Santísima Eucaristía”.

Dejadme que por unos momentos moleste vuestra atención para hablaros del drama de España en funciones de esta manifestación espléndida de amor a la Eucaristía y del tema doctrinal de este Congreso de Budapest.

-La Eucaristía, vínculo de caridad, y el comunismo editar

San Agustín, el genio de las concepciones profundas y de las frases sintéticas, encerraba en estos tres conceptos las funciones capitales de la Eucaristía en la vida de la Iglesia: “¡Oh, sacramentum pietatis!; ¡oh, vinculum caritatis!; ¡oh, signum unitatis!” La Eucaristía es el sacramento de la piedad, el vínculo de la caridad, el signo de la unidad.

Es el Sacramento de la piedad, porque es la piedad de Dios, que llega al extremo de darse en comida a su criatura; y es la piedad de la criatura, que se levanta por este Sacramento hasta las alturas de Dios.

Es el vínculo de la caridad, porque en ella está vivo el Hombre-Dios, que sigue haciendo en el Sacramento la obra de amor que se empezó en Belén y terminó en el Calvario y que tuvo por objeto hacer a la tierra la caridad de inmensa de la Redención.

Y es el signo de la unidad, porque, si como dijo el filósofo, no hay pueblo en la tierra en que los hombres no tengan un signo visible que les junte en unidad de religión, la Eucaristía es el centro visible que convergen la creencia, la adoración y la vida religiosa del pueblo católico.

“¡Oh, vinculum caritatis!” Tal es el lema de este Congreso de Budapest, el XXXIV de los Internacionales. Cuando Jesús hubo dado a los Apóstoles la primera comunión, pronunció aquel discurso de gracias que se contiene en el capítulo XVII de San Juan y que es la página más encendida y profunda que salió jamás de labios de hombre; ¿qué extraño, si era la palabra que el Hombre-Dios pronunciaba horas antes de morir, momentos después de que brotara de sus manos esta maravilla de las maravillas, que es la Eucaristía, que tenía todo el valor de un testamento y toda la eficacia en orden a la constitución del reino de Dios en el mundo?

Y en este discurso de Jesucristo, al que el sacramento daría especial resonancia en los pechos de los Apóstoles convertidos en sagrario, hay unas palabras culminantes que repite el Señor con insistencia, como si tratara de grabar al buril en las almas de sus discípulos el pensamiento que contienen: “Ut sint unum…” “Padre mío, que sean una sola cosa”… (Joh., 17,11). “Padre mío, que todos sean una misma cosa”: “Ut omnes unum sint…” (Joh., 17,21). “Padre mío, que tú eres una misma cosa conmigo y yo soy una misma cosa contigo, que ellos sean una cosa con nosotros...” (Joh., 17,21).

Nunca, ningún Dios, ningún filósofo, ningún jefe de multitudes, ningún bienhechor de la humanidad, dijo jamás palabras semejantes a estas. La unificación de los hombres es un anhelo, pero la historia lo contradice; la historia es guerra, y la unidad no se desgarra a sí misma.

Más; nunca la palabra de un hombre, quienquiera que sea, tuvo la eficacia de esta palabra de Dios. Porque a su conjuro, la unidad que acaba de consumar Jesucristo entre él y sus discípulos, comunicándoles su propia vida, y entre sus discípulos entre sí, reforzando los vínculos de la caridad apostólica, se dilatará en esta unidad de pensamiento y de corazón que es la Iglesia, que ha llenado la tierra y los siglos y se ha traducido en la unidad de Credo, de culto, de vida, de aspiraciones para presente y para la eternidad.

La Iglesia católica, única que ha continuado en la historia la Iglesia del Cenáculo, es la más grande realización de la unidad humana en la historia: “Et unam”… He aquí una de las notas esenciales de la Iglesia de Cristo. Unidad de Dios, unidad de Credo, unidad de culto. Unidad de autoridad, unidad de Ley, unidad de obediencia. Pero sobre todo, unidad de caridad, hija de la unidad del Espíritu de Dios, alma de la Iglesia, y que comunica a la misma esta unidad de ritmo con que sigue su camino, imperturbable, a través de la historia.

Todo cambia con los siglos; la Iglesia, no. Esta unidad que llamaríamos sustancial que Jesucristo pedía al Padre para su Iglesia en la última Cena: “Ut sint unum”… se ha proyectado en la historia en este fenómeno único que a los católicos de hoy nos hace idénticos a los de la primera generación cristiana, a los de las catacumbas, a los conquistadores espirituales de los bárbaros, a los del Sacro Romano Imperio, a los que persistimos idénticos a nosotros mismos a través de todas las defecciones de las herejías, a los que hemos conquistado en toda la redondez de la tierra.

Y como centro y aglutinante de esta unidad, el santísimo vínculo de la caridad, la Eucaristía, verdadero Pan de la unidad, amasado por el amor de Cristo, que ha hecho con los hombres lo que el artista de la Edad Media reprodujo en las vidrieras de una Catedral famosa; un molino, en que los granos de trigo se amasan y transforman en la blanca Hostia; una prensa en que los granos de uva se confunden y convierten en el chorro transparente del vino generoso: “¡Oh, vinculum caritatis…!”

Pero frente a la doctrina de la unidad católica, frente a la historia de esta unidad, han surgido en nuestros días una doctrina y un hecho que les son diametralmente opuestos y que pretenden cambiar el rumbo de la historia humana. Me refiero al comunismo, cuyo nombre parece encerrar también la tesis de la unidad humana. Fijaos en la semejanza fonética y de concepto de estas locuciones: “comunismo”. “Ut sint unum”; “comunismo”, “comunión”… Con todo, son dos palabras que representan una antilogía terrible.

Ved la enorme distancia que separa a los católicos de los comunistas. Nosotros fundamos nuestra unidad en Dios, vínculo universal de cuantos hacemos profesión de vivir su vida; ellos son los Sin-Dios, que no tienen más fuerza unitiva que una doctrina antihumana y la fuerza explosiva de las pasiones humanas. Nosotros nos definimos racionales, es decir, espirituales, y la unidad la buscamos en el fondo de las almas; ellos no son más que cuerpo, y el ideal de su unidad deberá lograrse por la satisfacción común de todos los apetitos que tienen la materia por objeto.

Nosotros fundamos el eje de nuestra vida, por un polo en nuestra libertad, y por el otro en la acción de Dios y en unos destinos eternos; para ellos no hay más que el desarrollo fatal de las fuerzas de la vida y el aniquilamiento de la muerte.

La ruta de nuestra historia nos la señala la Providencia y la Redención; ellos interpretan la suya según las leyes económicas, es decir, según las exigencias del estómago social.

Para ellos es más el que más puede, el superhombre, aunque lo sea por la garra y los puños; aunque lo sea por la injusticia, o por el aniquilamiento del que es menos y puede menos; para nosotros es más el que más merece en el orden espiritual, ante Dios y ante los hombres.

Nosotros tenemos un culto, una ley y una moral, y tenemos los brazos abiertos para recibir en ellos a todos los hombres a quienes llamamos hermanos; ellos, no: son los iconoclastas, los que han cegado los caminos del cielo, los amorales o inmorales, los que sólo se juntan como las fieras para la conquista de la presa y alargan sus brazos para cogerla y devorarla.

Y contra este reino que fundó Jesucristo y cuya robusta esencia se nutre de su propio Cuerpo y de su propia Sangre, que son el signo de su unidad y el vínculo de su caridad, han lanzado ellos sus ejércitos para fundar este otro reino del odio, donde con toda razón puede decirse que no hay más que el desorden, ancho campo donde tiene su asiento todo horror.

Y henos aquí en el punto de contacto actual de España con el tema doctrinal del Congreso de Budapest.

¡El momento actual de España! No estamos a bastante distancia de él para definirle y señalar su papel en la historia de Europa y de su civilización. Ni pudimos, los que desconocemos las fuerzas secretas que mueven el mundo de los hombres, cuando estalló el conflicto que creíamos nacional, barruntar que eran dos mundos espirituales los que entraban en liza en los campos de España. Hoy sí que podemos proclamarlo a la faz de la tierra, porque es una tesis que resulta de hechos múltiples, visibles, famosos.

España se ha partido en dos, más que en el área de su territorio, en el fondo de los espíritus. De un lado está la España secular, cuyo espíritu forjó la doctrina del Evangelio, con el mismo pensamiento de Cristo, con la vida que se templó, en el orden personal, poniéndose en contacto con la Eucaristía, y en el social polarizando toda ella alrededor del Sacramento, que ha tenido en nuestra patria su glorificación más espléndida de la doctrina de sus teólogos, en la obra maravillosa de sus artistas, en su literatura teológica, en sus fiestas y costumbres populares. Y del otro lado está lo que todos hemos visto y ciego será el que en lo futuro no quiera verlo: la negación de Dios, único imán que concentra a los pueblos en la unidad; el odio a Jesucristo, único que, en expresión de Él mismo, es capaz de juntar en un redil a los hombres dispersos sobre la haz de la tierra; el furor satánico contra la Iglesia, única institución que ha realizado en el mundo la unidad humana. Es decir, que en España se baten el sentido de la unidad cristiana, amasado con este otro concepto de la unidad patria, y el espíritu nihilista y dispersivo del comunismo, que es garra que penetra en lo más sustantivo de los pueblos para aniquilarlos.

Y no es sólo la ideología la que ha partido en dos a nuestra España, sino todo un sistema de hechos que de ella derivan. Por parte de la España que no quiere morir, un esfuerzo de reconstrucción espiritual y material, adentrándose en nuestra tradición y en nuestra historia para hallar en ella el nervio vivo que nos hizo ser lo que somos, y que se manifiesta en la reviviscencia de leyes, instituciones, costumbres, que da la impresión de un rejuvenecimiento nacional. Por la parte opuesta, la de la España contrahecha y extranjera, un afán de destrucción que ha convertido sus dominios en región de desolación y barbarie.

Fijaos en otro hecho. Yo no diré que sea todo oro puro de religión y españolismo lo que aparece en el campo nacional; pero sí que en él se cree en Dios, y se reza, y se levanta la Hostia Santa en todos los campamentos, y se confiesan los pecados, y el honor tiene su culto y el heroísmo su premio, y se muere besando la Cruz y la bandera y muchas veces aclamando a Cristo Rey. Mientras que en el otro campo queda arrasado o vilmente profanado todo signo de religión y se ha hecho tabla rasa de todo lo que era un valor de espíritu en la estimación nacional.

Es decir, que en España luchan la unidad contra la anarquía, la fuerza cohesiva, que busca en el alma nacional todo elemento que la haga perdurable, y la turbulencia del pensamiento, que se traduce en la fuerza explosiva que dispersa todos los factores de unidad de un pueblo o nación.

Señores Congresistas: ante el terrible espectáculo, en el que se interesan todas las naciones por una o por otra parte, se levanta en Budapest la Hostia Santa para recibir los homenajes de todo el mundo. Y acá vienen todos los pueblos de la tierra para aprender la gran lección, que le ha debido entrar a España con la sangre de millares de sus mejores hijos.

Y la lección, Señores Congresistas, es ésta: Hay un espíritu, el de Dios, el de Jesucristo nuestro Dios, que lleva al fondo del espíritu humano y a la entraña de los pueblos la fuerza unificadora de los factores de la vida personal y social; y hay otro espíritu, que ha logrado en estos tiempos una virulencia extraordinaria, el espíritu del comunismo sin Dios, que desencadena en el fondo del alma humana los desórdenes de la libertad y de la pasión, y que corroe todo vínculo de la sociabilidad humana, lanzando a hombres y pueblos unos contra otros.

Y hay un Sacramento de virtud soberana, elemento sintético de la fuerza sobrenatural con que quiso Dios hacer del mundo humano una gran unidad, entre los hombres y con el mismo Dios: es la Eucaristía, vínculo de caridad, que entre las convulsiones de los pueblos atacados por el virus comunista, y ante el peligro de que se inocule en otras naciones y determine el mayor cataclismo de la historia, se ofrece al mundo entre las magnificencias del Congreso de Budapest como factor de unidad que puede contener el mal de disolución social que nos amenaza.

“Oh, Sacramentum unitatis; oh, vinculum caritatis!” Oh Eucaristía, Pan de unidad y caridad! Que los pueblos te adoren, y se acercarán unos a otros al acercarse a Ti; que te coman, y serán una sola cosa porque vivirán de Ti. Nosotros, españoles, llevamos a Budapest la experiencia de nuestra historia: fuimos grandes, gloriosos, y engendramos para Jesucristo veinte grandes naciones cuando el Sacramento de la unidad y de la caridad fue el alma del alma nacional. Hoy, débiles ya por años de inconsciencia religiosa y nacional, hemos sido invadidos por una raza forastera que, para aniquilarnos definitivamente, no sólo nos ha herido de muerte con el puñal envenenado de sus doctrinas, sino que con sacrílego afán ha destruido los tiempos y los altares donde se guardaba el Pan divino de la unidad y ha profanado el Santísimo Sacramento arrojándolo a lugares inmundos. La España católica está unida hoy en espíritu al Congreso Eucarístico de Budapest, y al par que ruega a Dios que no tome en cuenta los sacrilegios de sus malos hijos, formula el voto ardiente de que este Congreso sea como la voz de Dios que invita al mundo a rehacer su unidad por el culto y la comunión de la Santísima Eucaristía.

-La Eucaristía, vínculo de la caridad de nuestros mártires editar

Pero España lleva al Congreso de Budapest no sólo el ejemplo histórico de la lucha colosal que en su tierra se ha entablado entre el principio cristiano de cohesión social y la fuerza disolvente del comunismo, sino que ha ofrecido al mundo, y yo me complazco en ponerlo de relieve ante las naciones congregadas alrededor del Sacramento en la capital de Hungría, otro ejemplo que no tiene par en la historia, de la fuerza cohesiva de la Eucaristía en el orden personal: fuerza cohesiva de la caridad, que polariza todas las facultades de la vida humana en el sentido de un ideal, y que al propio tiempo arrastra toda la vida a unirse con su Dios, fuente de toda caridad, a pesar de los tormentos y de la muerte. Me refiero a la heroicidad de nuestros mártires, y especialmente al ejemplo altísimo que dado al mundo la clase sacerdotal en España.

Y he de insistir en ello porque se nos ha desconocido y hasta se nos ha calumniado. “El clero español ha sido indolente, desconocedor de sus deberes, inadaptado a su tiempo, debilitado por la molicie de una vida cómoda”; estas son las imputaciones que se nos han lanzado desde todo el mundo, hasta por quienes se llaman católicos. Y yo digo que no; que si la clase sacerdotal en España hubiese sido todo esto, no contaríamos hoy tantos mártires como fueron los sacerdotes perseguidos a muerte, ni se habrían dado los ejemplos de heroísmo que pasmarán al mundo cuando se conozcan.

El honor del sacerdote católico es el honor de la Eucaristía, que cada día se ofrece a Dios por la salvación del mundo. Y creo que será grato a Jesucristo Sacramentado que en este Congreso, que tiene por objeto general su glorificación, y por objeto especialísimo la demostración de la fuerza vinculadora de su caridad en la Eucaristía, el Primado de España, que no fue hallado digno del martirio con sus sacerdotes, diga al mundo congregado lo que ha hecho nuestra clase sacerdotal en la tremenda revolución comunista.

Para ello no tengo que hacer más que poner un simple comentario a la oración sacerdotal de Jesús en la última Cena, cuando acababa de ser instituido el sacerdocio católico y, junto con la participación de sus poderes sacerdotales, había dado a los primeros sacerdotes la participación de su Cuerpo y Sangre. Porque Jesús, en aquel sermón admirable, que con razón se ha llamado el “Sancta Sanctorum” de los Evangelios, no sólo trazó los cimientos de la unidad de la Iglesia, sino que delineó las características del cuerpo sacerdotal en la perduración de la Iglesia misma.

El sacerdocio es la prolongación de Jesús. La unción sacerdotal que a Jesús le vino por el contacto sustancial con la divinidad -porque Jesús no es sacerdote como Dios, sino como Hombre-, ha venido con toda su eficacia sobre el cuerpo sacerdotal que ha de continuar en el mundo la obra de la Redención y santificación. Y gloria es de la Cabeza que los miembros sean solidarios de ella; y justo es que el discípulo sea como su Maestro. Y los seis u ocho mil sacerdotes que en España han dado su sangre por el Sacerdote Jesús han sido dignos de su Cabeza y de su Maestro.

Vedlos a nuestros sacerdotes, santificados por el martirio. Jesucristo los hizo suyos por la vocación: “Eran tuyos y me los diste” (Joh., 17, 6), puede decir Jesús ante la hecatombe inmensa de los sacerdotes españoles. “La palabra que tú me diste, Padre mío, yo se la di a ellos; y ellos la recibieron y creyeron que yo era tu enviado” (Joh., 17, 8). ¡Maravillosa apología la que contiene esta profecía de Jesús de nuestro sacerdocio español, sacrificado a la furia de la revolución! ¡Qué luz de fe, y qué constancia en profesarla hasta la muerte! Se santiguan muchos de ellos al morir; bendicen no pocos a sus verdugos; uno de ellos besa la mano al que le ha de matar; otros van al lugar del suplicio enseñando la religión a sus verdugos; uno de ellos muere en domingo y tiene para sus matadores la homilía sobre el Evangelio del día; otros gritan al morir: ¡Viva Cristo Rey! En verdad que recibieron la palabra de Jesús y creyeron que eran enviados del Padre.

Esto es un fenómeno que no se explica sin la asistencia especial de Dios. Nuestros sacerdotes la tenía asegurada por la oración de Jesucristo, siempre eficaz: “Yo vengo a Ti, Padre Santo; ya que me los diste, conservarlos en tu nombre” (Joh., 17, 11). Dos mil años ha que se pronunció esta oración, y aún tiene fuerza, porque es oración del Hombre-Dios, para producir este fenómeno de seis, ocho, diez mil sacerdotes, incardinados por su consagración al sacerdocio de Cristo, que, sin previo acuerdo, sin contacto mutuo, miles de ellos a solas con sus asesinos, pudiendo escapar de sus manos con una palabra, dan este ejemplo de resistencia y solidaridad sacerdotal que no ha sido bastante ponderado.

“Cuando estaba con ellos, seguía Jesús, en la oración sacerdotal, era yo quien los guardaba en tu nombre, y ni uno de ellos pereció más que el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura” (Joh., 17, 12). Y cuando Jesús los ha guardado desde el cielo, no hay, no ya entre doce, sino entre millares de sacerdotes españoles, ni un solo desertor, ni un solo pérfido, ni un cobarde, que sepamos. ¡Y son seis, ocho, diez mil; no los contaremos hasta que nos haya dejado la pesadilla que nos abruma!

Pudieron congraciarse con el mundo con una palabra; y el mundo les hubiese llevado en palmas. No quisieron porque, como Jesús, “no eran del mundo” (Joh., 17, 14).

Una última palabra de Jesús explica el misterio de este heroísmo colectivo: “Por ellos, dice Jesús al terminar la oración por sus sacerdotes, yo me sacrifico a mí mismo” (Joh., 17, 19), es decir, es mi voluntad la que me lleva al martirio, que sufriré mañana en la Cruz; “para que ellos sean sacrificados en la verdad”. A la cabeza bastó su propia voluntad para dar la vida; a los miembros, partícipes de su sacerdocio, los sacrificó el ejemplo del Maestro y la fuerza de su verdad; por Él y por ella dieron testimonio con su muerte.

Señores Congresistas: Cuando os hablen de las riquezas, de la molicie, de la pereza, del enervamiento del sacerdote español del siglo XX, no os entretengáis en refutar las razones de nuestros calumniadores. Responded con este hecho: que de 30.000 han dado la vida 6.000 sin una defección; igual hubiesen hecho los restantes con la gracia de Dios. Y yo digo que una raza que sabe morir, pudiendo vivir, aunque fuese con vilipendio, no está enervada; y que una clase que está todavía encuadrada en las grandes líneas que le trazó su Fundador hace dos mil años, tiene derecho a seguir su historia haciendo el bien al mundo, entre la admiración de amigos y adversarios. El sol tiene sus manchas, y es la vida de un mundo; ¿qué son las flaquezas de algunos ante el vigor de la masa, puesta a prueba con la terrible prueba de la muerte?

Y ahora, Señores Congresistas, dejadme que os pregunte, para entroncar este fenómeno de valor y de sincronismo colectivo con el tema doctrinal de este Congreso de Budapest: ¿quién les dio a nuestros sacerdotes esta coherencia consigo mismos, con la Iglesia de la que eran pastores y particularmente con Jesucristo, que les solidarizó a todos con su única unción sacerdotal? Yo digo que fue la Eucaristía, que cada día brotaba de sus manos y mantenía por la comunión el vigor de sus almas. Ella es el vínculo de la caridad que ata fuertemente al sacerdote, más que al simple fiel, a su deber de cooperación con Cristo. Ella, que es el vínculo de la caridad, es la que imana todos los elementos de la vida del sacerdote y los hace converger en el pensamiento y en la voluntad del Sumo Sacerdote Jesús; la que le solidariza con la Iglesia; la que le hace una cosa con Cristo: ¡”Señor -le dice a Jesús el sacerdote, cada día, antes de comulgarse con su Cuerpo y Sangre-, no mires mis pecados, sino la fe de tu Iglesia: pacifícala, coadúnala…!” Señor Jesucristo, que por tu muerte diste vida al mundo… No permitas que jamás me separe de Ti…” (Orat. Ante Commun).

Sacerdotes, que os habéis congregado en Budapest para glorificar a la Eucaristía. Ved la luz que os viene de esos miles de sacerdotes españoles que empuñan la palma del martirio en pleno siglo XX, cuando la debilidad del pensamiento religioso ha enervado los caracteres. Ante la santísima Eucaristía, donde está la vida que les dio el vigor del espíritu; ante el pueblo cristiano, para quien la palabra y la acción sacerdotal derivan la vida de Dios por la palabra del Evangelio y la acción santificadora de los Sacramentos; yo pido a Dios que la sangre de nuestros miles de sacerdotes españoles tenga la eficacia que tuvo siempre el martirio. Que sea holocausto a Jesús Sacramentado que les dio temple espiritual para afrontar por Él la muerte; lección para el pueblo cristiano que así es adoctrinado por sus pastores; gloria y estímulo para la clase sacerdotal, que contará en lo futuros esta gesta como florón magnífico de su historia. Y que la santa Eucaristía, vínculo sagrado de caridad, estreche los lazos espirituales de los sacerdotes entre sí, de éstos con el pueblo que han de salvar, y de todos con Jesucristo para que se verifique la palabra eucarística de Jesús: “Ut et ipsi in nobis unum sint”: “Que todos sean una cosa con nosotros” (Joh., 17, 21).

-El arte cristiano, la Eucaristía y la barbarie comunista editar

Voy, para terminar, a presentar ante los ojos de los congresistas, el cuadro de mayor desolación que nos ofrece España y que tiene relación profunda con el tema doctrinal de este Congreso. Me refiero a la inmensa catástrofe del arte religioso español. Me atrevo a afirmar que la revolución comunista producido en nuestro país la mayor mutilación que el orden artístico ha visto en la historia.

El arte es la proyección de la vida de un pueblo: es el reflejo de su alma; es la cristalización de lo más profundo y delicado de su espíritu. Y cuando se trata del arte religioso, es la conjunción, en forma social y visible, de la vida de Dios y de los hombres; es, sobre todo cuando se trata de nuestro arte cristiano, la expresión de la benignidad y de la filantropía de Dios –“apparuit benignitas et humanitas Salvatoris nostri Dei” (Tit., 3, 4)- que quiere convivir con los hombres, y la del esfuerzo del hombre que quiere remontarse a las alturas de Dios.

Ningún arte como el arte cristiano, porque no hay belleza como la de nuestro Dios, en su doctrina y en su historia; ni ha habido jamás percepción tan profunda, delicada y universal de la belleza, como la del espíritu cristiano. El arte griego supo hallar formas inimitables de la belleza física; pero le supera cien veces el arte cristiano en la reproducción de la belleza espiritual. Los griegos no sintieron jamás la emoción estética que produce la visión del cuadro del Angélico “La Coronación de la Virgen”, en el Louvre, o la de los “Pórticos” de las catedrales de Chartres y Santiago.

Ninguna civilización produjo, por otra parte, una profusión tal de obras de arte como la civilización cristiana. El arte antiguo era patrimonio de grandes ciudades y magnates: el cristiano ha sido ya de siglos el espejo de la vida cristiana hasta en los villorrios, al alcance de toda capacidad intelectual. Pues bien; yo creo poder afirmar que la Eucaristía, directamente o por sus influencias, como es el centro del culto y del sistema sacramental, así ha sido el principal generador del arte cristiano. “¿Qué hay más bello, diré con el Sabio, que este pan candeal de los elegidos, y este vino que engendra vírgenes?” En la Eucaristía está la suma belleza del Verbo de Dios y la suma belleza del Hombre-Dios; ella es la que está destinada a producir en el mundo la belleza de la santidad en su expresión más alta; ella es, en frase de San Buenaventura, “la fuente de la vida, de la sabiduría y de la ciencia, de la luz eterna; de ella brota el torrente de todo deleite; ella es la exuberancia de la casa de Dios”: “ubertas domus Dei”. Cuando Jesucristo la quiso instituir ordenó que se prepara un cenáculo “magnum stratum”, para que entre las bellezas de la mano del hombre naciera esta belleza de las manos de Dios.

Y ved la belleza producida por la Eucaristía en el terreno del arte cristiano. Estos templos maravillosos, esos retablos, desarrollo a veces gigantesco, como sucede en las iglesias de España, de los antiguos dípticos del altar cristiano; esos sagrarios cargados a veces de simbolismo eucarístico; telas y frescos como la de la “Sagrada Forma”, del Escorial, o estas “Cenas”, de Vinci o de Juan de Juanes, o la “Disputa del Sacramento”, de Rafael, o esos Santos con rostros divinos transformados por la Comunión eucarística; esas maravillas de la orfebrería religiosa, particularmente estas “Custodias”, cargadas de arte y de riqueza, que fueron la gloria de centenares de Iglesias en España. Todo ello constituye un inmenso poema en piedra, en colores, en bronces y metales preciosos; las artes mayores y menores, los mejores artistas del mundo han colaborado en él, y a fuerza de siglos y de generosidad del pueblo cristiano, se ha podido elaborar este monumento colosal del arte cristiano, que podría ser la gloria de una civilización, y que a mí se me antoja una inmensa custodia, obra del pensamiento y del amor del pueblo católico en cuyo centro brilla con fulgores divinos la Hostia santa que un día brotara de las mismas manos de Dios.

Pues bien, señores congresistas. Todo este inmenso cúmulo de arte ha desaparecido en su totalidad de la zona española ocupada por la revolución marxista. Ha sido una ráfaga de barbarie y de locura la que ha pasado por casi la mitad de España y ha aniquilado nuestra riqueza artística. Más de 20.000 templos han sido destruidos o profanados; sus retablos han ardido en inmensas piras; telas preciosas han sido convertidas en guiñapos; el mazo o el martillo han hecho pedazos de las famosas estatuas. A la destrucción ha sustituido el pillaje, cuando se preveía un alto precio para la obra de arte. No hace mucho que un periódico de la zona roja desafiaba a un gobierno que quiso engañar al mundo con la profesión de su tolerancia religiosa a que se dijera una sola misa en una gran ciudad: “No ha quedado un cáliz ni una ara para ello”, decía el diario impío. Ante la inmensidad de la catástrofe no temo decir que la hecatombe del arte español supera al desastre producido en el mundo del arte por bárbaros, iconoclastas y hugonotes, acumulando las ruinas de todos.

¿Qué relación tiene la terrible tragedia del arte español con el tema doctrinal de este Congreso? Tiene una relación de antítesis, señores congresistas. El arte cristiano, como la ciencia, como la virtud cristiana, como las instituciones de orden cristiano social, arranca del profundo sentido de Cristo -el “sensus Christi”, del Apóstol- que es la característica de nuestro pueblo católico. Porque nuestro Dios no es el de los paganos, que no salvaba al dintel de los templos y de los lares, sino que vive en cada uno de nosotros, arrancando de nuestra propia vida, del pensamiento, de la voluntad, del sentimiento, las maravillas de su vida divina. Es el Emmanuel. “Dios con nosotros”, que absorbe nuestra pobre mortalidad, es palabra del Apóstol, y la utiliza para transparentarse a través de ella, en el orden personal y social.

Bajo este aspecto, la Santísima Eucaristía tiene una doble eficiencia en el orden a la manifestación social de la vida cristiana. La Eucaristía hace personalmente presente a Dios entre los hombres; y la presencia de Dios, como el sol en nuestro sistema planetario, hace que toda la actividad humana se oriente hacia él y gire alrededor de él. Por esto, ya que el arte es el espejo de la vida, no ha habido jamás en la historia pueblo alguno como los pueblos católicos que haya proyectado en la sociedad con mayor profusión, delicadeza y profundidad los aspectos múltiples de nuestra vida religiosa.

Más aún: hay una relación profunda entre el amor y la belleza. Es el Espíritu de Dios, amor esencial, el que en el orden natural cubre la creación con manto rozagante de toda belleza: “Emittes Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae”. “Amor forma de eternas sustancias la eminente”, ha dicho el Dante; y esta eterna sustancia ha comunicado a toda criatura un destello de su belleza. La Eucaristía es amor, porque es la suma amabilidad como Sacramento y es abrazo de Dios con su criatura como Comunión. Es más; la Eucaristía es mensaje y factor de la obra del divino espíritu en nosotros; sacramento de la gracia, más que ninguno, es el que nos sella con la marca del Espíritu Santo y nos preforma según la divina semejanza y nos prepara para la transformación de la gloria eterna. ¿Qué extraño que la acción profunda del Sacramento en el alma de los pueblos católicos haya podido arrancar de ella formas nuevas de belleza, como ha producido formas nuevas de sabiduría y de virtud, y las haya proyectado, en esta forma social del arte, por el genio creador de los grandes artistas?

Señores congresistas: yo no sé si en el orden de las manifestaciones sociales del sentido religioso haya nada comparable con nuestras representaciones españolas de los “Autos” y “Loas” sacramentales, o con la procesión del “Corpus” de Toledo, que valía un viaje a través de los mares, o con este monumento de orfebrería, quizás la pieza más representativa y más armónica en su género, que se llama la “Custodia”, de Toledo, de nuestro gran Arfe.

Es que la Eucaristía es el vínculo de la caridad que, desde el Cenáculo acá, ha captado en el fondo de las almas, y en el fondo de los siglos cristianos, todos los elementos de la belleza de nuestra religión divina y los ha armonizado en síntesis maravillosas por el genio de sus artistas.

Todo ha desaparecido en la zona roja de nuestra patria. Lo que el amor de la Eucaristía, el “vinculum caritatis” había producido con el esfuerzo de siglos, el odio de lo divino, que es el más profundo de los rencores y que es el dogma fundamental del comunismo, lo ha aventado en pocos meses.

Señores Congresistas: la Catedral de Toledo guardaba un tesoro que no lo tenía igual ninguna iglesia del mundo: ornamentos y tallas, pinturas y broderías, códices miniados, vasos sagrados que eran el pasmo de los visitantes. Destacaba sobre todo la famosa “Custodia”, con sus doscientas estatuas; su dulce sonería que anunciaba al pueblo el paso de su Dios; su ostensorio, con dieciséis kilos de oro puro cuajado de perlas y pedrería: era un monumento alado, espiritual, de cuatro metros de alto, rematado en cruz de grandes perlas, que parecía labrado por manos de los ángeles que le daban guardia. Cuando, dos días después de la reconquista de Toledo, entraba yo en el recinto en que se guardó nuestro tesoro, vi con pena el inmenso expolio que había sufrido nuestra Iglesia; habían desaparecido las sesenta y cuatro mejores piezas de orfebrería, muchas de ellas únicas en el mundo. La “Custodia” quedaba allí, deshecha, dispersas sus partes por el suelo; la rapidez de la fuga no les había dado tiempo a los sacrílegos ladrones de llevarse el preciado monumento, aunque sí fue robado el precioso viril de oro puro cuajado de pedrería.

Y me pareció un doble símbolo. Aquel ostensorio de la Hostia divina había representado la convergencia de toda la vida cristiana en el centro vivo de la humanidad que es la Eucaristía, cristalizada alrededor de ella por la fuerza inmensa de este vínculo de caridad. En los fragmentos dispersos de la “Custodia”, y en el furor satánico que deshizo la magnífica pieza, me pareció ver la fuerza del moderno Belial, el comunismo, que no quiere nada con Cristo, que quiere destruir su obra, y el terrible estrago que ha causado en los pueblos cristianos al descentrarlos del eje secular de la civilización cristiana. Señores Congresistas: La habilidad de nuestros artistas cogerá religiosamente los fragmentos de nuestra “Custodia” y la rehará, y las generaciones futuras podrán adorar al Dios de sus padres que pasará triunfante por las calles de la ciudad. Es otro símbolo. La fuerza de nuestro apostolado, del apostolado sacerdotal y del apostolado seglar, que recibe su vigor del Pan divino de la caridad, bajará al fondo de las almas extraviadas y penetrará en las entrañas de nuestra sociedad engañada y lo aglutinara todo otra vez con Cristo y lo hará revivir para Cristo.

Lo esperamos en el mismo Jesucristo, que no querrá que perezca nuestra nación, madre de naciones cristianas. Lo esperamos de la sangre de los miles de sacerdotes y católicos que clama al cielo la única venganza digna de un mártir: la venganza de la misericordia de Dios que doblegue con su gracia la protervia de sus enemigos. Lo esperamos de la fuerza del pensamiento y del amor cristianos que todavía pueden reconquistar lo perdido, si la generación de hoy reconoce que no hay salvación posible más que en Jesucristo.

Cuando anteayer, en el silencio de la noche obscura, se deslizaba sobre las aguas del Danubio la nave, profusamente iluminada, que servía de ostensorio a la Santísima Eucaristía, recordamos las metáforas evangélicas de la luz, representativas de la persona y de las funciones de Cristo en el mundo: “La luz brilla en las tinieblas” (Joh., 1, 5); “Yo soy la luz del mundo” (Joh., 8, 12); “Yo, Luz, vine al mundo”. A ambas orillas del río agitábanse millares de antorchas, mientras que otras naves, convertidas en constelaciones, seguían a la nave capitana en que viajaba el Gran Rey. De repente, en lo alto de la fortaleza de Saint Gellert apareció una inmensa cruz luminosa que atrajo las miradas de la gran ciudad. El espectáculo era maravilloso. Era el cortejo que los hijos de la luz hacían al que es la Luz sustancial que vino a iluminar a todo hombre que viene al mundo.

Y salió de nuestros labios una plegaria: “Señor, que vean”. Que los que andan todavía en tinieblas y en sombras de muerte se dejen iluminar por esta luz, fuerte y viva, de la Eucaristía y de la Cruz. En las tinieblas cerradas del mundo de hoy no hay más luz que Tú, Señor Jesucristo, que eres el Dios-Luz. Haz, Señor, que las tinieblas te reciban. Que esta luz que brilla hoy en Budapest inunde el mundo espiritual y que a su claridad aprendan los hombres que para la solución de los grandes problemas que los torturan, no hay más recurso que la luz de tu pensamiento, porque Tú solo eres el Pensamiento sustancial de Dios; ni más fuerza que la de tus mandamientos, que son la regla eterna del bien obrar; ni más vida que la que viene de Ti, vida del mundo, que quisiste encerrarte en la Santísima Eucaristía para que los hombres viviesen la misma vida de Dios.

Y toda vez que el mundo ansía formar una unidad inmensa, que deje sus utopías comunistas, que han acarreado ya inmensas ruinas y se nutre de Ti, Señor; de tu pensamiento y de tu amor, y sobre todo del Sacramento de tu Cuerpo y Sangre, vínculo de caridad, al que en tu sermón de la última Cena pusiste como factor y símbolo de la unidad espiritual del mundo: “Ut sint unum”…


Fuente: "Por Dios y por España". Pastorales,instrucciones, discursos, etc. 1936-1939, del Excmo sr. D. Isidro Gomá y Tomás, cardenal-arzobispo de Toledo. Barcelona, 1940