Discurso de Nicolás de Sanjuan (6 de julio de 1713)
Cuando la fuerza falta, natural cosa es la imposibilidad moral en resistir al poder. La ley natural y la cristiana enseñan y persuaden a no exponer a los últimos rigores de la guerra templos, edades, mujeres indefensas, personas dedicadas a Dios, y finalmente, todo lo que comprende el pueblo católico, a las más funestas y trágicas miserias que trae consigo el furor de una licencia militar que no respeta iglesias ni considera la pueril edad, ni deja intacto el sagrado de la virginidad y del todo extermina y profana lo más reservado y religioso.
Si a las leyes fundamentales de nuestra Patria, que dan derecho a Cataluña para la defensa, acompañase la prevención, la fuerza, y el poder, sin duda sería olvidarnos de nuestra obligación el no oponernos con el mayor vigor, pero considerando el presente estado de Cataluña, exhaustos los erarios de la Diputación y Ciudad, sin dinero los particulares (efectos de los grandes donativos que se han hecho al rey Nuestro Señor, y de los préstamos graciosos que Comunes y particulares han contribuido a las urgencias, de que todavía se están debiendo sumas increíbles) y, en fin, ocupada la mayor parte de este Nobilísimo Principado, de las armas enemigas, ¿no sería desdecir la piedad católica, en no procurar hacer menos lastimosa y trágica nuestra desgracia? ¿No sería una inhumana y bárbara resolución, el querer resistir sin fuerzas, y entrar en una guerra sin los medios necesarios y forzosos, no sólo para continuarla por largo tiempo, pero ni aun para dar un principio que no parezca del todo temerario?
Yo, a lo menos no hallo ley ni razón que apoye ni apadrine semejante empeño. Considera mi corta inteligencia, que el emprender la guerra y la defensa, había de ser con la esperanza fundada de tener algunos socorros, y en este caso, nos podríamos arriesgar a cerrar las puertas de esta ciudad, y a defendernos con dificultad y trabajo, por el espacio de uno o dos meses, pero es justo considerar que los ingleses han firmado la evacuación de Cataluña, y que también la ha firmado últimamente el rey Nuestro Señor, de donde se sigue que no podemos esperar socorros de los ingleses, y que tampoco nos los podemos prometer del rey Nuestro Señor, porque, oponiéndose a un tratado que nuevamente ha firmado, se armarían en ofensa suya con sus fuerzas Inglaterra, Francia y Castilla, y vendrían a quedar expuestos todos los dominios de Su Majestad a esta unión de tantos y tan poderosos enemigos.
Si al rey Nuestro Señor, le hubiese parecido probable el poder defender a este Principado, debemos creer de su paternal amor, que nos lo hubiera prevenido con particular deliberación antes de firmar el tratado; pero el haber dejado un capitán general como el mariscal Starhemberg, tan glorioso por sus proezas y tan temido por su valor de los enemigos, para la ejecución del tratado, da claramente a entender que Su Majestad quiere observar religiosamente el tratado de evacuación.
Vemos que el Señor mariscal con premeditada eficacia exhorta y persuade a que se tomen pasaportes para pasar a conferir con el duque de Popoli ¿Quién, pues, dejará de conocer que estas instancias y persuasiones, son correlativas a las órdenes que ha tenido del rey Nuestro Señor, pues todas estas operaciones del mariscal son consiguientes a la carta que Su Majestad ha escrito a los Excelentísimos Comunes, donde dice en términos formales, que el no dejar sus tropas es por no añadir circunstancias mas lastimosas a nuestra presente desgracia?
Consta que el mariscal ha interpuesto toda su mediación con los comisarios ingleses para estipular seguridades con los comisarios enemigos, y que no ha podido recabar más declaración en este punto que la que trae el capítulo 9. Consta también que no obstante la sobredicha declaración de los comisarios enemigos, el Señor mariscal tiene ya convenido con ellos el modo de la evacuación. Consta, finalmente, que ya los enemigos van ocupando todas las fronteras que guardaban nuestras tropas, de la cuales muchas se hallan actualmente en Besós para embarcarse.
Conviene, pues, que confesemos que todo lo que al presente está en nuestro poder se reduce a sola esta ciudad, porque se debe considerar que el mariscal pondrá en manos de los enemigos las plazas de Tarragona, Cardona, y Hostalrich, y aunque el mariscal (lo que no se debe presumir) dejase en nuestro poder las referidas plazas, ¿ dónde están los dineros para proveerlas y municionarlas? ¿Donde los soldados para guarnecerlas con una fuerza regular y suficiente para su defensa, hallándose toda Cataluña fatigada, destruida, y exhausta de medios, por los grandes servicios que en el transcurso de tantos años ha hecho en tan larga guerra?
Añádase a todo lo referido el perdón general y los manifiestos que en las fronteras han publicado los generales enemigos, haciendo entender a los pueblos el desamparo en que los dejan las tropas alemanas y que los ingleses han reconocido por rey de España al Serenísimo duque de Anjou, impresionando al mismo tiempo los ánimos de estos naturales por sus emisarios de la piedad con que este príncipe admite por su clemencia a todos los catalanes sin distinción de personas, con olvido eterno de todo lo sucedido en la presente guerra.
Es notorio a todos con cuántas veras contribuye el señor mariscal a que nos entreguemos así con obras como con palabras, castigando con el mayor rigor a los soldados que desertan de su campo, con nuestro grave prejuicio, pues si no usase de esta severidad, podríamos tener la esperanza de unir un número considerable de soldados para nuestra defensa. Los enemigos, poderosos en caballería, se harán dueños de Cataluña sin algún contraste ni oposición de los pueblos que, persuadidos de amigos y enemigos, se reducirán fácilmente a la quietud.
En vista, pues, de estas evidencias querría yo saber cuál es la esperanza que nos puede quedar de podernos defender. No ignoro que algunos están persuadidos a que el rey Nuestro Señor, sabida de nuestra resolución de defendernos, nos ayudará con copiosos socorros, pero esta esperanza es vana y sin fundamento, porque aunque supongamos y demos por constante que el rey Nuestro Señor compadecido de nuestra infelicidad, deseara con las mayores veras socorrernos, díganme: ¿por dónde pueden venir estos socorros? Hallase nuestra Patria en medio de Castilla y Francia; las puertas del mar, cerradas por las fuerzas marítimas de Francia, a que se llega también la aprensión y justo recelo que debemos tener de los ingleses que, como han hecho empeño de entregarnos, es muy de temer que lo prosigan con todos los medios.
Pregunto: ¿dónde tiene el rey Nuestro Señor un armamento marítimo que sea superior al de estas dos potencias para poder transportar los socorros? En orden a los caudales que Su Majestad puede enviarnos, ¿qué sumas serán las que pueda suministrar en ayuda nuestra, si consideramos la guerra que hoy tiene pendiente en Flandes y el Rin?
De todo esto que manifiestamente nos consta se infiere con evidencia que en el infeliz estado a que nos vemos reducidos, no nos queda a dónde apelar ni a dónde recurrir, y así mi voto es que siguiendo el consejo del Señor mariscal Starhemberg, se pase desde luego a elegir enviados para que con las instrucciones necesarias y los oportunos pasaportes, que se pedirán al mismo Señor mariscal Starhemberg, pasen sin la menor pérdida de tiempo a encontrar al duque de Popoli y le presten la obediencia en nombre de todo el Principado, pidiéndole su permiso para pasar a Madrid a hacer este acto de sumisión al Serenísimo duque de Anjou, para cuyo fin será conveniente que escriban a este príncipe los Excelentísimos Brazos Generales, como también a los Grandes de España que tienen estados en Cataluña, y a todos los catalanes que se hallan en la corte de Madrid, distinguidos por los empleos que ocupan, así militares como políticos, para que interpongan con las mayores veras (como no se puede dudar que lo harán) sus instancias y oficios, a fin de que se nos conserven y se nos mantengan nuestras Leyes y Privilegios.
Este es mi dictamen nivelado a las fatales coyunturas del tiempo en que nos hallamos, a las forzosas y duras leyes de la necesidad, y a las reglas de la religión que profesamos, que nos obligan a no exponer sin fruto los templos, las honras, y generalmente toda Cataluña, a la mayor y más lamentable desgracia.
Nicolás de Sanjuan. Barcelona y 6 de julio, 1713.