Discurso (Larra)
A medida que decayó nuestra preponderancia política, decayó nuestra supremacía literaria, y con nuestros capitanes desaparecieron nuestros poetas: a mediados del siglo pasado habíamos perdido nuestra antigua invención y floridez, y como no habíamos adoptado aún la clásica imitación francesa, nos hallábamos como aquel que, habiendo olvidado una lengua antes de aprender otra, se viese en la dura precisión de no hablar en ninguna. Algunas composiciones dramáticas, que a ningún género ni escuela pertenecían, sino al género fastidioso, y que sólo tenían y conservaban de los Lopes y Calderones sus defectos; una ridícula amalgama de conceptos sutiles, de metáforas metafísicas, de pedantismo escolar y del sentimentalismo que empezaba a introducirse en el teatro; amalgama desnuda además de la gala de la versificación, del primor en el decir y falta enteramente de aquellas llamaradas deslumbradoras con que el genio sabe sellar hasta los desbarros de su pluma, era todo lo que nos quedaba de nuestra antigua gloria dramática. Cierto que no eran dotes para cautivarnos y aficionarnos al género a que decían pertenecer semejantes insulseces: fastidiados acaso de aquella desenfrenada libertad que de ser siempre malos tenían nuestros poetas, los primeros que se atrevieron a chocar con los usos dramáticos establecidos hubieron de arrojarse en brazos de la regularidad clásica, que, si bien podía no abundar en bellezas de tanto resalte, les garantizaba a lo menos la ausencia de las monstruosidades que a nuestra escena se agolpaban. Luzán, Montiano, Iriarte abrieron el camino; vino después el autor de la Comedia nueva, y nuestro drama antiguo, lleno de bellezas, se desplomó en la ruina del género, que entonces no se llamaba romántico todavía, pero que no por eso dejaba de serlo. Los hombres amigos de los extremos hicieron una masa común con las grandiosas y colosales producciones de los Lopes y Calderones, y las rastreras obras de los Valladares y Comellas; todas fueron malas, porque en todas bajaban y subían los telones, porque en todas había conceptos; todo, pues, quedó enterrado en el silencio del olvido, del cual si lo sacó algún frío preceptista, fue para ridiculizarlo amargamente; si alguna obra que otra logró escaparse de la general y reglamentaria proscripción, fue merced a osadas mutilaciones con que manos inexpertas tuvieron la audacia de desfigurar los partos de los grandes poetas: a estas ridículas enmiendas que aun duran y se estilan entre nosotros con el nombre de refundiciones, debemos la conservación en la escena del Rico-hombre y del García y algunas otras, por donde de vez en cuando columbramos los destellos de los padres del Romanticismo.
El deseo de restablecer éste en su punto de vista verdadero ha movido sin duda al erudito autor del discurso cuya publicación renovamos a emplear su no común instrucción en dilucidar esta cuestión interesante: el Sr. D. A. D. parte, desde luego, de un principio luminoso, tanto más admisible cuanto que es imparcial, y no es la divisa exclusiva e intolerante de un partido literario que no quisiese capitular con el contrario; antes puede aplicarse en apoyo de entrambos: «el gusto de las naciones en materia de teatro -dice- procede de la diferencia de sus necesidades morales y de su modo de ver, sentir, juzgar y existir.» El autor, fundado en este principio, desenvuelve hábilmente las causas locales que han determinado la admisión del gusto clásico o romántico en cada país, y podemos asegurar que pocas veces hemos visto defender esta cuestión de una manera tan ingeniosa y tan cierta. Infiérese del discurso, pues, que una nación, al abrazar un género literario, no hace sino obedecer a las leyes necesarias de su existencia moral; que la crítica moderna, siguiendo una expresión enérgica del mismo autor, no ha examinado imparcialmente, sino que ha descarnado y vuelto esqueleto el teatro antiguo, como hace con una mujer hermosa el escalpelo del anatómico; y, en fin, que la cuestión del género clásico y del romántico no puede nunca ser absoluta, sino relativa a las exigencias de cada pueblo. Reconocemos en todo el discurso una mano maestra, y de buena gana recomendamos su lectura a los aficionados a estas cuestiones literarias, bien seguros de que habrán de sacar del discurso más luz que de todas las discusiones vocingleras de café, y deseosos de que su lectura haga renacer la amortiguada afición a desentrañar y estudiar las muchas y extraordinarias bellezas de nuestro teatro antiguo, que nosotros, dueños de ellas, tenemos olvidadas, al paso que la Europa entera les tributa el justo homenaje de imitación a que son tan eminentemente acreedoras.