Director de veraneo

​Director de veraneo​ de Joaquín Díaz Garcés


A la vuelta del veraneo no puedo menos de presentarlo en cuerpo y alma a mis lectores. Es un hombre generalmente panzón, de buena salud, de buen diente, que ha pasado todo el año metido en la oficina, asfixiado en papel escrito, con el tintero bajo las narices, la lapicera en la oreja, luchando con los sabañones, con el sueldo, con los honorarios, con las hijas y con la mujer, y que llega siempre al mes de diciembre amenazado de una neurastenia.

Recibe las vacaciones con el gozo salvaje del caballo de coche de posta lanzado al potrero, escoge un balneario barato y se va al mar resuelto a sacarle el jugo al «veraneo», a no dejar perderse un solo centavo de descanso y alegría. Me refiero a él, al que ustedes han conocido en Zapallar, Papudo, Los Vilos y Pichidangui, en Quintero, Concón, Viña del Mar, San Antonio, Cartagena, PichiIemu, Constitución, Penco y San Vicente, en Peñaflor, San Bernardo, Linderos, Limache, Salto, Calera y San Felipe, en Panimávida, Cauquenes, Jahuel, Catillo, Apoquindo y Chillán, en fin, en todas partes donde hubo una colonia veraniega, donde se bailó, representó, amó, encendieron fuegos artificiales, enviáronse listas a los diarios y abriéronse bazares de caridad. Me refiero al organizador de las fiestas, al hombre indispensable, al que manejaba familias, damas y donceles, corporaciones y autoridades desde el punto de vista del recreo y honesto pasatiempo veraniego.

Acababa de llegar a un punto de veraneo y después de los trajines consiguientes que da en Chile «la casa amoblada» cuando se acaba de comprobar que no tiene más muebles que cuatro malos catres, dos sillas desfondadas, un piano con teclas recalcitrantes y un ropero cuyas puertas no cierran y cuyos cajones entran a puntapiés, estaba sentado en un banco en el jardincillo, cuando vi entrar al hombre panzudo y de buen humor. Se sonrió con aire de viejo amigo y sin cuidarse mucho de saludarme, dijo como para sí:

-¡Hombre! ¡Ya llegaron los arrendatarios del chalet!

Después, rascándose una oreja en vista de mi acogida glacial, exclamó:

-No se arrepentirán de haber venido a esta playa. Es una maravilla. Aquí se divierte todo el mundo.

Como creí que se trataba de un monólogo, en el cual no tenía más papel que el de oyente, saqué un cigarrillo, lo encendí con calma, le arrojé el fósforo a un queltehue que corrió a picotearle y me entretuve con mis pensamientos. Después de un rato comprendí que el señor continuaba cerca de mí y esta vez parecía querer entablar una conversación a dos voces.

-¿Podría usted decirme si es el señor Pino?

-Servidor de usted -repuse.

-¿Es el mismo que escribe en la prensa?

-El mismo.

-¡Qué buena noticia para las veraneantes y para las monjas teresianas!

-¿Qué tienen que hacer las monjas con que yo sea... el mismo?

-Ya verá usted. Pasado mañana tenemos un concierto donde se representa El Zapatero y el Rey, y además se exhibe una cinta cinematográfica en veintisiete partes, y nos hacía falta un monólogo humorístico. Cuento con usted.

-No cuente, señor mío; no hago monólogos.

-Entonces, un discursito.

-Menos.

-Se lo vendrán a pedir a usted las Valenzuela.

-Lo siento; no incomode usted a esas personas.

-Son dos señoritas.

-Podrían ser cuatro y daría lo mismo. Yo vengo a descansar.

-¿A descansar ha dicho usted? Confíese usted en mí: yo he venido a lo mismo y yo sé lo que son los nervios. Usted viene neurasténico, duerme mal, está malhumorado. Siente usted dolores en el costado; su digestión es mala. Todo va a cambiar.

El hombre seguía hablando como máquina, con el mismo estilo de los avisos de drogas, lo que me hacía recordar otros y repetir mentalmente: «¿Le pica? Lugolina». Por fin lo interrumpí para preguntarle:

-¿Es usted el médico de la localidad?

-No, hombre, es decir, yo no soy profesionalmente médico, soy abogado, tengo mi oficina a dos pasos de la suya. Usted me habrá visto con seguridad. Soy Mancilla, usted sabe, el del juicio de reivindicación de los bienes de la señora Soledad Troncoso. Usted habrá leído mi estudio jurídico sobre las relaciones del público con las máquinas automáticas, romanas, cajas de chocolate, máquinas para vender estampillas, es decir, todo ingenio mecánico que recibe dinero en una verdadera transacción comercial y puede guardárselo sin devolver la mercadería. No soy médico; pero he llegado a este paraje bendito donde los días pasan como minutos, donde hay buen aire, buenos mariscos, buenos corderos, una sociedad aristocrática...

En este momento apareció la cocinera llorando. Es decir, yo creí que lloraba; pero se trataba simplemente de que el cañón de la cocina estaba hollinado y el humo se le entraba por los ojos y por la boca y por todas partes, y la infeliz protestaba de que no pondría jamás un pie en la cocina. «Malditas casas amobladas», exclamé. Pero el hombre tendió rápidamente su mano gorda y gelatinosa y la colocó sobre mi boca.

-Esto no es nada, amigo Pino. Venga una quila.

Y esto diciendo, arrojó su chaqueta sobre el banco, desprendió su cuello y puños postizos y corrió llevando a la maritornes de un brazo. Yo lo seguí balbuceando no sé qué cosas; pero debían ser agradecimientos mezclados con las más sinceras negativas. No quería que se metiera en mi casa; pero realmente no había medio de detenerlo. En menos que canta un gallo, el hombre estaba trepado en la cocina, en medio de una humareda infernal, y metía la quila por el cañón haciendo salir racimos de chispas por todos lados. La cocinera retiraba las ollas cubiertas de ceniza, tierra, carboncillo, humo y otras materias volcánicas.

-Ya está bien -dijo el hombre-, hay que tomarlo todo con alegría. Dos palos al cañón y se acaban los llantos de la niña. ¿No necesita usted nada más?

-No, gracias.

Pero en ese momento, una voz angustiosa grita desde uno de los cuartos:

-¡Ángel! Estos catres están todos chuecos.

Yo miro aterrorizado a este hombre que el hado fatal ha puesto en mi camino y que se precipita a la puerta por donde salía el clamor. Tras de él entré yo y vi el eterno cuadro que presenta la casa amoblada el primer día que se llega a ella. Por el suelo, tendidos en diversa posición, dos sirvientas y el mozo, tratan vanamente de unir los largueros a los travesaños en una lucha cruenta. El mozo se chupa un dedo que se ha atortillado con la llave inglesa y del cual mana sangre. Mi mujer está desfallecida en la única silla del cuarto. El catre ha vencido las resistencias. Es un verdadero problema económico. Pero el abogado, antes de saludar a nadie se arroja al suelo como para componer un automóvil, golpea aquí, recoge allá una tuerca, descubre que se han confundido las piezas de dos diversos catres, y después de una afanosa lucha, logra armar la débil construcción de fierro. Enseguida se levanta, hace una venia a todos y sale a lavarse las manos en la pila del jardín.

-Como le decía, amigo Pino -continúa-, no soy médico, pero lo voy a curar a usted. Aunque su tarea de decir cosas graciosas no puede compararse, en utilidad y en trabajo y en desgaste, a la de decir cosas legalmente atinadas, usted está neurasténico y en pocos días voy a dejarlo como nuevo. No en vano somos y hemos sido amigos. La carne se compra a veinte metros de aquí en el Mercadillo; las verduras no son buenas sino en el despacho del Tropezón, al lado del estero; los fósforos de bengala y los faroles chinescos al frente, precisamente. Hasta muy luego... Me olvidaba: soy encargado de la lista de veraneantes. Su nombre lo sé; pero el de su señora y el de sus hijitas...

En vano protesto de que no me gusta aparecer en esa famosa sección de veraneantes y que, como hombre de prensa, tengo una soberana indiferencia por la letra de molde. Pero debo rendirme.

-¡Ah! Ustedes tienen dos niñas. Hay aquí excelentes jóvenes; acabo de hacer un matrimonio...

-Descuide usted, señor Mancilla; mis hijas necesitan una vaca.

-No comprendo.

-Maman, señor mío; todavía maman.

-¡Ah! Entonces mañana tendrá usted la mejor leche del pueblo.

Y todavía volvió de la puerta exclamando:

-¡Pero qué distraído soy! ¿Necesita tal vez una ama? Tengo una de cuatro meses, que le sobra... -e hizo con la mano el amplio gesto de quien describe una cascada.

-¿Quién es ese hombre? -me preguntaban todos los de casa.

-¡Mi padre, nuestro padre, el padre común, el padre eterno! -respondí yo con un grito trágico, dejándome caer en el banco del jardín, único mueble que resiste una caída sin seguir el ejemplo.

Ya tenía a Mancilla metido en casa y dándoselas de mi amigo íntimo. Al amanecer se presenta un vendedor de corvinas y congrios enviados por el director general del veraneo. Poco más tarde, un arguenero con melones, y luego una mujer que vendía leche al pie de ella misma. Mancilla se había propuesto mostrarme los enormes recursos alimenticios de ese paraje. Pero no quiso detenerse allí, porque apenas terminado mi almuerzo penetró ruidosamente a ofrecerme un paseo por los alrededores. Me excusé como pude. Era necesario abrir maletas, arreglar la ropa, instalarme, en fin, como pudiera en este campamento que afuera tenía forma de «chalet» como decía el aviso, pero dentro era una habitación de trogloditas, obscura, húmeda, mal distribuida.

-Todo esto es sencillo -dijo el abogado, mientras empujaba vanamente los cajones de la cómoda no abiertos desde la primera vez que su dueño los tiró del sitio en que, a fuerza de martillo, los había embutido el artífice. A las dos tengo el ensayo del coro, a las tres repetición del drama, después hay que arreglar el cinematógrafo que no funciona bien. Pero dispongo de veinte minutos libres. ¡Ánimo, amigo Pino! Venga un martillo. ¡Corre niña! (se dirigía a una criada), pregunta por la casa del señor Mancilla y pide el cepillo, el atornillador, el formón, el cincel, el serrucho, el barreno y un alicates! Vente como un viento.

Entre tanto, la chaqueta volaba por los aires y en pocos minutos todos los cajones yacían en orden disperso por el suelo.

-Es necesario ensayar si alguno cabe en el hueco por casualidad. Vamos a ver el último. ¡Nada! Este otro parece más chico. ¡Ya! ¿Ve Ud.? Este cajón era de aquí.

Luego llegaron las herramientas y en diez minutos de un trabajo febril, el cuarto se llenó de virutas y los cajones entraron todos.

-Vamos ahora al ropero. ¡Uf! ¡Qué puerta!

Y formonazo aquí, golpe allá en la puerta, quedó más o menos corriente.

-Ahora hay que plantar clavos y poner perchas.

-No señor -protesto yo.

-Sí señor; Ud. no sabe nada. Vamos a ver señora, ¿dónde vamos a poner las sábanas de baño? Hay que colgarlas en el corredor... -y ¡paf! un clavo se fija en un pilar.

-¿Y qué dirá la niña de la cocina?

La cocinera pide que le pongan uno. Luego comienza una de martillazos por todas partes. Mancilla tiene la furia de la carpintería. Se le pasa el tiempo y una aglomeración en la puerta lo reclama a grandes voces.

-¡Señor Mancilla, el coro está listo!

Y Mancilla sale escapado diciéndome: «Hasta muy luego. Volveré con las perchas». Las sirvientes quedan encantadas de que las llamen niñas.

Medito, bajo un sauce, sobre mi triste situación. O resisto a Mancilla y me parapeto cerrando la puerta de calle y soportando un sitio en regla, o me entrego incondicionalmente. Recuerdo lo que dicen ciertos tertuliadores nocturnos cuando se ven envueltos por algunos amigos que han empinado más de una copa y con cuya alegría forman contraste molesto:

-Es necesario igualarse.

Opto, pues, por igualarme con la jovial borrachera veraniega del abogado y vibrar con él. Y así, apenas acabada la comida, cuando Mancilla, capitaneando una cadena de jóvenes y niñas con faroles chinescos, mandolines y pitos, pasan haciendo estruendo infernal y gritándome sin ceremonias:

-¡A la playa, Pino! ¡A la playa!

Yo salgo, corro, hago cabriolas, le doy una palmada en la espalda al estrepitoso director de los honestos pasatiempos, tiro al aire mi sombrero y lanzo un rebuzno en medio de los aplausos generales.

-Eso es -me grita el panzón-, fuera las neurastenias.

-Este es otro milagro de la playa, que apuntará en sus crónicas.

En la playa cada cual escoge su rincón y yo quedo solo. Se ha averiguado mi estado civil y no encuentro pareja. Un grupo de gente más joven ensaya un coro: «somos los camaroncitos», etc. Es una novedad, según parece; pero seguramente un pretexto para que muchachos y muchachas se balanceen tomándose del talle.

-Esto lo he descubierto yo, me dice Mancilla; así los jóvenes se tratan.

-Exacto: trato y tacto.

-Entendido, ¡bravo!

La noche pasa como siempre, versos al mar. La voz de una niña entona la canción romántica. Un joven es invitado a tocar algo en la guitarra. La ola inevitable corretea a los paseantes y yo aprovecho para llegar de dos saltos a mi casa.

El concierto fue un escándalo público. La escena improvisada por los cuidados de Mancilla no tenía la solidez necesaria, y las bambalinas se vinieron al suelo en medio de la representación, sepultando, en sus pliegues y en nubes de polvo, a los actores. La señorita que debía cantar un trozo de Zazá se puso a llorar entre bastidores a causa de una riña con su mamá. Mancilla nos había reservado para el final una sorpresa humorística que fue un espectáculo digno de conmiseración. Salió con ademán seguro; carraspeó, y cuando ya parecía que iban a escaparse las palabras, hizo una venia de despedida y se entró de nuevo, en medio de ruidosos aplausos. Para una vez bastaba con la gracia; pero el hombre fue implacable, como era su carácter, y repitió diez veces la misma falsa salida, seguro del éxito. Las risas disminuyeron, luego se levantaron de varias partes voces lastimeras que decían:

-¡Pobre Mancilla!, tiene buena intención.

Algunas señoras se enjugaban una lágrima compasiva. A la sexta vez estallaron algunos silbidos y las tres últimas salidas causaron el tumulto consiguiente. Antes del cinematógrafo era necesario arreglar la escena, y el trabajo se ejecutaba a vista y paciencia de todos. El infeliz abogado continuaba con sus gracias de tony, estrellándose con el piano, tropezando en las alfombras, haciendo muecas al público. Había tomado una especie de porfía en no salir de la escena y fue sacado por fuerza por algunos veraneantes que se ocupaban de su prestigio.

Algunos días después habló de cierto record automovilístico que debía terminar en nuestra playa; Mancilla se agita en el acto paro organizar una recepción a la entrada del pueblo y enseguida un baile. La actividad desplegada por este hombre fue digna de una empresa mucho mayor. Todo el pueblo fue tomado por el contagio. Manejaba a la policía, a los carabineros, a los inquilinos del fundo vecino. Cinco o seis hombres a caballo galopaban todo el día llevando y trayendo órdenes, acarreando ramas verdes, banderas, escudos, estrellas, tules y cintas. Mancilla estaba al mismo tiempo en la organización de un sistema de estafetas para tener el oportuno anuncio de la llegada del automóvil, que en el arreglo de la improvisada sala en el corral de la policía, que en la dirección de los vestidos de las señoritas Valenzuela y de otras, en las disposiciones del buffet. Ha encargado a Santiago lápices rojos para que las señoritas se tiñan los labios, y los reparte a domicilio. En los intervalos que le dejan estas tareas ha seguido entrando a casa como a la suya para corregir mis muebles, arreglarme un lavaplatos y mil otros detalles.

Los automovilistas vienen efectuando un record que es un verdadero martirio. Al pasar por una cuesta han encontrado cierto terreno gredoso donde la máquina se ha embutido a medio metro de hondura. Sacada de allí, por el esfuerzo combinado de catorce hombres a caballo y cinco de a pie, han caído al estero. En la fragua de un herrero se hizo fabricar una tuerca, lo que ha demorado el record algunas horas más. Por fin se anuncia la aparición de los denodados sportsmen al caer la tarde. Vienen los infelices todos manchados de aceite, alquitrán y grasa. Uno de ellos tiene aceite hasta en el pelo, que se le ha erizado con la tierra y substancias extrañas acumuladas en el viaje. Además, los pobres han comido poco y mal, y bebido mucho y bien, porque de esto habían hecho almacén en la máquina. Al querer saludar y ponerse de pie en el fondo del coche, caen unos sobre otros, en hacinamiento lastimoso. Mancilla los llama intrépidos en un discurso en que asegura que el automovilismo significa la exploración del país, de sus riquezas y encantos naturales.

Uno de los automovilistas cree que ha sido insultado por el orador, se consulta brevemente con sus compañeros y cae sobre Mancilla, que al principio se cree abrazado, pero luego comprende que se trata de golpes y da la voz de «sálvese quien pueda». Sin embargo, todo se arregla, se cruzan mutuas explicaciones y el baile se efectúa por fin. Los automovilistas se quedan dormidos y uno de ellos reposa su cabeza alquitranada sobre el hombro de la señora Valenzuela.

No quiero fatigar con toda la crónica de los hechos veraniegos de Mancilla. Terminadas las vacaciones, he llegado hace tres días y he ido a su oficina. ¡Qué transformación! El abogado parece aquí un hombre apagado, sin sonrisas, humilde, de pocas palabras. Está sentado frente a una mesa cargada de papeles y escribe... en silencio. Ya no lleva los rutilantes trajes de franela, los sombreros de variadas formas, las corbatas rojas o verdes. Su indumentaria es sobria: una levita verdosa y gastada. Mancilla me dice misteriosamente que ya está economizando para su veraneo de 1915. ¡Que Dios se apiade de nosotros y lo lleve antes a gozar de su compañía!