Dioses del norte (1934)
de Robert E. Howard
traducción de Wikisource

"Dioses del norte" es un relato corto de Robert E. Howard, protagonizado por Conan, y publicado por primera vez en el número de marzo de 1934 de la revista "Fantasy Fan". Ha tenido varios títulos: "Gods of the North", "The Frost Giant's Daughter" y "The Frost King's Daughter"; en castellano, ha sido publicada como "La hija del gigante helado".


La primera adaptación en cómic de este relato fue la que Marvel Comics publicó, con el mismo título, The Frost-Giant's Daughter, en mayo de 1971 en el número 1 de la colección Savage Tales (con guion de Roy Thomas y dibujos de Barry Windsor-Smith), fue reeditada en julio de 1972 en el número 16 de la colección Conan the Barbarian, con algunas modificaciones como la primera página para añadir el título. La primera traducción al castellano de esta historieta, aunque sin título, fue publicada por Ediciones Vértice en el número 8 de su propia versión de la colección Conan el Bárbaro, en 1973. La editorial Bruguera la reeditó en junio de 1982 en el número 19 de su colección Pocket de Ases, esta vez con el título La hija del gigante helado. Planeta la reeditó con el título La hija del gigante de hielo y más tarde Forum, de nuevo con el título La hija del gigante helado.

— Fragmento de La hija del gigante helado en Wikipedia, la enciclopedia libre.



E

l ruido de las espadas había cesado ya, el griterío de la matanza fue silenciado; el silencio reposaba sobre la nieve manchada de rojo. El pálido e inhóspito sol que destellaba tan cegadoramente desde los campos de hielo y las llanuras cubiertas de nieve arrancaba brillos plateados de corazas desgarradas y espadas rotas, donde los muertos yacían tal como habían caído. La mano sin vida aún se aferraba al mango roto; cabezas con sus yelmos contraídas hacia atrás en agonía, barbas enrojecidas y barbas doradas sombríamente elevadas, como en una última invocación a Ymir el gigante de hielo, dios de una raza guerrera.

A través de los montones rojos y las formas con cota de malla, dos figuras se miraban con odio. En aquella completa desolación, sólo ellos se movían. El escarchado cielo sobre ellos, la ilimitada llanura blanca a su alrededor, los muertos a sus pies. Avanzaron lentamente sobre los cadáveres, como fantasmas acudiendo a una cita a través de las ruinas de un mundo muerto. En un siniestro silencio se enfrentaron cara a cara.

Ambos eran hombres altos, construidos como tigres. Sus escudos perdidos, sus corazas maltrechas y abolladas. Sangre seca en su cota de malla, sus espadas manchadas de rojo. Sus yelmos cornudos mostraban las marcas de fieros golpes. Uno sin barba y con densa cabellera negra. Los rizos de la barba del otro eran rojos como la sangre en la nieve iluminada por el sol.

—Hombre —dijo— dime tu nombre, para que mis hermanos en Vanaheim sepan quién fue el último de la banda de Wulfhere en caer ante la espada de Heimdul.

—No en Vanaheim —gruñó el guerrero de pelo negro— sino en Valhala será donde cuentes a tus hermanos que te encontraste con Conan de Cimmeria.

Heimdul rugió y saltó, haciendo relampaguear su espada en un arco mortífero. Conan se tambaleó, llenándose sus visión de chispas rojas al estrellarse la cantarina hoja en su yelmo, haciéndose añicos de fuego azul. Pero al retroceder lanzó una estocada con todo el poder de sus anchos hombros tras la zumbante espada. La afilada punta desgarró eslabones de bronce, huesos y corazón, y el guerrero pelirrojo murió a los pies de Conan.

El cimmerio permaneció en pie, arrastrando su espada, al asaltarle un repentino y enfermizo agotamiento. El resplandor del sol en la nieve cortaba sus ojos como un cuchillo, y el cielo parecía encogido y extrañamente lejano. Dio la espalda a la pisoteada explanada donde guerreros de barba rubia yacían entrelazados con asesinos de barba roja en el abrazo de la muerte. Dió algunos pasos, y el resplandor de los campos nevados se atenuó repentinamente. Una súbita oleada de ceguera lo envolvió, y se hundió en la nieve, sujetándose sobre un mallado brazo, intentando sacudirse la ceguera de sus ojos como un león podría sacudir su melena.

Una risa aterciopelada atravesó su mareo, y su vista se aclaró lentamente. Miró hacia arriba; había allí una extrañeza por todo el terreno que no podía ubicar o definir; un matiz poco familiar en la tierra y el cielo. Pero no se paró a pensarlo. Ante él, balanceándose como un árbol joven al viento, se alzaba una mujer. Su cuerpo era como marfil ante su aturdida mirada, y excepto por un ligero velo de gasa, estaba desnuda como el día. Su esbeltos pies desnudos eran más blancos que la nieve que rechazaban. Ella se rió del atontado guerrero. Su risa era más dulce que el correr del agua en fuentes plateadas, y venenoso con cruel burla.

—¿Quién eres tú? —preguntó el Cimmerio— ¿De dónde sales?

—¿Qué importa? —Su voz era más musical que un arpa de cuerdas de plata, pero cruelmente afilada.

—Llama a tus hombres —dijo él, agarrando su espada.— Aunque me fallen las fuerzas, no me cogerán vivo. Veo que eres una vanir.

—¿He dicho yo eso?

Su mirada se fijó de nuevo en sus rizos rebeldes, que a primera vista le habían parecido rojos. Ahora veía que no eran ni rojos ni amarillos, sino de una gloriosa mezcla de ambos colores. Los examinó embelesado. Su pelo era como el oro élfico; el sol lo golpeaba de forma tan deslumbrante que apenas podía soportar mirarlo. Sus ojos eran, de la misma forma, ni totalmente azules ni totalmente grises, pero de colores cambiantes y luces danzantes y nubes de colores que no podía definir. Sus gruesos labios rojos sonrieron, y de sus esbeltos pies a la cegadora corona de su ondulante cabello, su marfileño cuerpo era perfecto como el sueño de un dios. El pulso de Conan martilleaba en sus sienes.

—No sé —dijo él— si eres de Vanaheim y mi enemiga, o de Asgard y mi amiga. He vagabundeado mucho, pero una mujer como tú jamás la vi. Tus rizos me ciegan con su brillo. Nunca he visto un cabello así, ni siquiera entre las más rubias hijas de los aesir. ¡Por Ymir...!

—¿Quién eres para jurar por Ymir? —se burló ella.— ¿Qué sabes tú de los dioses del hielo y la nieve, tú que has venido del sur en busca de aventuras entre extranjeros?

—¡Por los oscuros dioses de mi propia raza! —gritó furioso.— Aunque yo no sea de los aesires de cabello dorado, ¡nadie me ha superado en el manejo de la espada! Este día he visto a cuatro veintenas de hombres caer, y sólo yo he sobrevivido en el campo de batalla donde los saqueadores se enfrentaron a los lobos de Bragi. Dime, mujer, ¿has visto el relampagueo de la cota de malla a través de las llanuras nevadas, o visto hombres armados moverse sobre el hielo?

—He visto el relucir de la escarcha al sol, —contestó ella.— He oído al viento susurrar a través de las nieves eternas.

Él sacudió su cabeza con un suspiro.

—Niord debería haber venido con nosotros antes de la batalla. Temo que él y sus luchadores hayan sido emboscados. Wulfhere y sus guerreros yacen muertos.

—Pensaba que no había pueblos en muchas leguas a la redonda de este lugar, porque la guerra nos arrastró lejos, pero no puedes haber recorrido mucha distancia a través de estas nieves, desnuda como estás. Llévame hasta tu tribu, si eres de Asgard, porque estoy desfallecido de los golpes y la fatiga de la lucha.

—Mi pueblo está más lejos de lo que puedes andar, Conan de Cimmeria —se rió ella. Abriendo a lo ancho sus brazos, osciló ante él, su dorada cabeza colgando sensualmente, sus centelleantes ojos medio en penumbra bajo sus largas y sedosas pestañas.— ¿No soy bella, oh, hombre?

—Como el amanecer corriendo desnudo sobre las nieves, —balbució él, sus ojos ardiendo como los de un lobo.

—Entonces, ¿por qué no te levantas y me sigues? ¿Quién es el fuerte guerrero que se derrumba ante mí? —canturreaba en enloquecedora burla.— Yace y muere en la nieve con los otros tontos, Conan de la negra cabellera. No puedes seguirme adonde te guiaría.

Con un juramento, el cimmerio se elevó sobre sus pies, sus azules ojos flameando, sus oscura y cicatrizada cara contorsionada. La furia estremecía su alma, pero el deseo por la tentadora figura ante él martilleaba sus sienes y llevaba su salvaje sangre fieramente por sus venas. Tanto la fiera pasión como la agonía física inundaban todo su ser, haciendo que cielo y tierra flotaran rojos ante su mareada vista. En la locura que lo arrasaba, el agotamiento y el desfallecimiento fueron barridos.

No dijo una palabra mientras se dirigía hacia ella, con los dedos separados para agarrar su suave piel. Con un rugido de risa saltó ella hacia atrás y corrió, riéndose de él sobre su blanco hombro. Conan le siguió con un suave gruñido. Había olvidado la lucha, olvidado los guerreros con cota de malla que yacían en su sangre, olvidado a Niord y a los saqueadores que no habían logrado llegar a la pelea. Sólo pensaba en la forma blanca y esbelta que parecía flotar más que correr frente a él.

A través de la cegadoramente blanca llanura llevó la persecución. El pisoteado campo rojo se perdió de vista tras de él, pero aún así Conan se mantuvo con silenciosa tenacidad en su carrera. Sus enmallados pies atravesaron la corteza escarchada; se hundió profundamente en las pilas de nieve y los atravesó determinada por pura fortaleza. Pero la chica danzaba a través de la nieve ligera como una pluma flotando a través de una charca; sus desnudos pies apenas dejaban huella en la escarchada helada que cubría la corteza. A pesar del fuego en sus venas, el frío atravesaba la malla del guerrero y su túnica forrada de piel; pero la chica en su velo de gasa corría igualmente ligera: tan alegre como si danzara a través de los jardines de palmeras y rosas de Poitain.

Más y más allá guió ella, y Conan le siguió. Negras maldiciones babearon los parcheados labios del cimmerio. Las grandes venas en sus sienes se hincharon y latieron y sus dientes crujieron.

—¡No puedes escapar de mí! —rugió.— Llévame a una trampa, y apilaré las cabezas de tus parientes a tus pies! ¡Escóndete de mí, y destriparé las montañas para encontrarte! ¡Te seguiré hasta el infierno!

Su enloquecedora risa flotaba hasta él, y la espuma voló de los labios del bárbaro. Más y más adentro de los yermos helados le llevó. La tierra cambió; las anchas llanuras dieron paso a bajas colinas, marchando hacia arriba en rotas cordilleras. Lejos hacia el norte captó el un atisbo de imponentes montañas, azules en la distancia, o blancas con las nieves eternas. Sobre esas moontañas brillaba los fulgurantes rayos boreales. Se difundieron en abanico por el cielo, escarchadas hojas de fría y flamígera luz, cambiando de color, creciendo y haciéndose brillantes.

Sobre él los cielos brillaron y crepitaron con estrañas luces y resplandores. La nieve brilló de forma sobrecogedora, ahora azul escarcha, luego carmesí helado, luego plata fría. A través de un centelleante reino helado de encantamiento Conan insitió porfiadamente en avanzar, en un laberinto cristalino donde la única realidad era el cuerpo blanco danzando a través de la nieve destellante más allá de su alcance; siempre más allá de su alcance.

No se sorprendió de la extrañeza de todo ello, ni siquiera cuando dos figuras gigantescas se elevaron para bloquear su camino. Las escamas de sus mallas eran blancas de escarcha; sus yelmos y sus hachas estaban cubiertas de hielo. Nieve espolvoreaba sus rizos; en sus barbas había espinas de carámbanos; sus ojos eran fríos como las luces que se derramaban sobre ellos.

—¡Hermanos! —chilló la chica, danzando entre ellos.— ¡Mirad quién me sigue! ¡Os he traído un hombre al que matar! ¡Tomad su corazón para que podamos depositarlo humeante en la mesa de nuestro padre!

Los gigantes respondieron con aullidos como el chirrido de icebergs en una costa helada e izaron sus brillantes hachas mientras el enloquecido cimmerio se lanzaba sobre ellos. Una escarchada hoja relampagueó ante sus ojos, cegándolo con su brillo, y su respuesta fue un terrible golpe que atravesó el muslo de su enemigo. Con un gruñido cayó la víctima, y al instante Conan fue arrojado sobre la nieve, con su hombro izquierdo atontado por el golpe del superviviente, del cual la malla del cimmerio por muy poco había salvado la vida. Conan vio al gigante restante cernirse sobre él como un coloso esculpido en hielo, grabado sobre el cielo frío y brillante. El hacha cayó, para hundirse a través de la nieve y en la profundidad de la tierra helada mientras Conan se lanzaba a un lado y saltaba sobre sus pies. El gigante aulló y liberó su hacha de un tirón, pero, al mismo tiempo, la espada de Conan cayó. Las rodillas del gigante se doblaron y se hundió lentamente en la nieve, que se volvió carmesí con la sangre que brotó de su cuello medio cercenado.

Conan se giró, para ver a la chica de pie a corta distancia, contemplándolo con los ojos muy abiertos de horror, toda burla desparecida de su cara. Él gritó fieramente y gotas de sangre volaron de su espada mientras su mano temblaba en la intensidad de su pasión.

—¡Llama al resto de tus hermanos! —gritó— ¡Daré sus corazones a los lobos! ¡No puedes escapar de mí...!

Con un grito de miedo se giró y corrió velozmente. Ya no reía, ni se burlaba de él sobre su blanco hombro. Corría por su vida, y aunque él estaba al límite de todos sus nervios y su vitalidad, hasta el punto de que sus sienes parecían a punto de estallar y la nieve flotaba roja a su vista, ella se alejaba de él, menguando bajo el fuego brujo de los cielos, hasta ser una figura no mayor que una niña, luego una danzante llama blanca sobre la nieve, y luego un débil borrón en la distancia. Pero, chirriando sus dientes hasta que la sangre brotó de sus encías, él perseveró, y vió el borrón convertirse en una danzante llama blanca, y la llama en una figura tan grande como una niña; y luego ella estaba corriendo a menos de cien pasos por delante, y lentamente el espacio se estrechó, pie a pie.

Ella corría ahora con esfuerzo, sus dorados rizos volando libres; él oyó el rápido jadeo de su respiración, y vio un destello de miedo en la mirada que lanzaba sobre su blanco hombro. La siniestra persistencia le había servido bien. La velocidad menguó de sus piernas de un blanco relampagueante; se tambaleaba al andar. En su indómita alma brincaron los fuegos infernales que ella había avivado tan bien. Con un inhumano rugido la alcanzó, justo cuando ella se giraba con un acosado grito y estiraba sus brazos para alejarlo.

Su espada cayó sobre la nieve mientras la apretó contra él. Su flexible cuerpo doblado hacia atrás mientras luchaba con frenética desesperación en sus brazos de hierro. Su dorado cabello volaba en torno a su cara, cegándolo con su halo; la sensación de su esbelto cuerpo retorciéndos en sus enmallados brazos lo llevaba a una locura aún más ciega. Sus fuertes dedos se hundieron profundamente en su suave carne; y aquella carne era fría como el hielo. Era como si abrazara no a una mujer de carne y sangre humana, sino a una mujer de hielo flamígero. Ella torcía su dorada cabeza a un lado, intentando evitar los fieros besos que magullaban sus rojos labios.

—Eres fría como las nieves —balbució aturdido—. ¡Te haré entrar en calor con el fuego de mi propia sangre...!

Con un grito y un desesperado grito, ella se escabulló de entre sus brazos, dejando su única prenda de gasa en sus manos. Se recuperó y se enfrentó a él, sus dorados rizos en salvaje desorden, su blanco busto jadeando, sus bellos ojos brillando de terror. Por un instante él permaneció helado, asombrado de su terrible belleza mientras posaba desnuda contra el fondo nevado.

Y en ese instante ella echó sus brazos hacia las luces que brillaban en los cielos sobre ella y chilló en una voz que resonó en los oídos de Conan por el resto de sus días:

—¡Ymir! Oh, padre mío, ¡sálvame!

Conan saltaba hacia adelante, brazos abiertos para reducirla, cuando con un crujido como el de una montaña de hielo al partirse, los mismos cielos cayeron como fuego helado. El cuerpo marfileño de la chica fue envuelto de pronto en una fría llama azul tan cegadora que el cimerio alzó sus manos para escudar sus ojos del intolerable brillo. En un fugaz instante, cielos y colinas nevadas fueron bañadas por crujientes llamas blancas, azules dardos de helada luz, y escarchados fuegos carmesíes. Entonces Conan se pasmó y gritó. La chica había desaparecido. La brillante nieve yacía vacía y desnuda; en lo alto sobre su cabeza las luces brujas relampagueaban y jugaban en un enloquecido cielo escarchado, y entre las distantes montañas azules sonaba el estruendo de truenos como si un gigantesco carro de guerra corriera tras monturas cuyas frenéticas pezuñas arrancaran relámpagos de las nieves y ecos de los cielos.

De pronto, la boreal, las colinas cubiertas de nieve, y los cielos flameantes vacilaron ebrios ante la vista de Conan; miles de bolas de fuego surgieron con lluvias de chispas, y el mismo cielo se convirtió en una titánica rueda que llovió estrellas mientras giraba. Bajo sus pies las nevosas colinas ondearon como una ola, y el cimmerio se desplomó en la nieve para yacer inmóvil.

En un oscuro y frío universo, cuyo sol sel extinguió hace eones, Conan sintió el movimiento de la vida, alienígena e inimaginable. Un terremoto lo alcanzó, y lo hizo sacudirse hacia adelante y hacia atrás, irritando a la vez sus manos y pies hasta que chilló de dolor y furia y tanteó su espada.

—Está volviendo en sí, Horsa —dijo una voz—. De prisa; debemos restregar la escarcha de sus miembros, si queremos que pueda volver a blandir una espada.

—No abre su mano izquierda —gruñó otro—. Se aferra a algo.

Conan abrió sus ojos y miró fijamente las barbudas caras que se inclinaban sobre él. Estaba rodeado de altos guerreros de cabello dorado en cotas de malla y pieles.

—¡Conan! ¡Estás vivo!

—Por Crom, Niord —resopló el cimmerio—. ¿Estoy vivo, o estamos todos muertos y en Valhalla?

—Vivimos —gruñó el aesir, ocupado con los pies medio congelados de Conan—. Tuvimos que pelear nuestro camino a través de una emboscada; si no, te hubiéramos alcanzado antes de que empezara la batalla. Los cadáveres apenas estaban fríos cuando llegamos al campo de batalla. No te encontramos entre los muertos, así que seguimos tu rastro. En nombre de Ymir, Conan, ¿por qué vagaste hasta los yermos del norte? Hemos seguido tu pista por la nieve durante horas. Si hubiera habido una ventisca y las hubiera ocultado, jamás te habríamos encontrado, ¡por Ymir!

—No jures tanto por Ymir —susurró incómodo un guerrero, atisbando las montañas distantes—. Estas son sus tierras y el dios mide su tiempo entre aquellas montañas, según las leyendas.

—Vi a una mujer —Conan contestó confuso—. Nos encontramos con los hombres de Bragi en las llanuras. No sé por cuánto tiempo luchamos. Sólo yo sobreviví. Estaba confuso y desfallecido. La tierra yacía como un sueño ante mí. Sólo ahora las cosas parecen naturales y familiares. La mujer vino y me tentó. Era bella como una llama helada del infierno. Una extraña locura cayó sobre mí cuando la miré, que me hizo olvidar todo el resto del mundo. La seguí. ¿No visteis sus huellas? ¿O los gigantes en cota de malla helada que maté?

Niord sacudió su cabeza.

—Sólo encontramos tus huellas en la nieve, Conan.

—Entonces debo estar loco —dijo Conan confuso—. Y, sin embargo, tú mismo eres no más real para mí que lo que fue la bruja de dorados rizos que huía desnuda de mí a través de las nieves. Y, sin embargo, se desvaneció de entre mis propias manos en llama helada.

—Está delirando —susurró un guerrero.

—¡No es así! —gritó uno más viejo, cuyos ojos eran salvajes y extraños—. ¡Ha sido Atali, la hija de Ymir, el gigante de hielo! ¡A los campos de los muertos viene, y se muestra a los moribundos! Yo mismo de niño la vi, cuando yacía medio muerto en el sangriento campo de Wolraven. La via andar entre los muertos en las nieves, con su cuerpo desnudo brillando como el marfil, y su dorado cabello insoportablemente brillante bajo la luz de la luna. Yací y aullé como un perro moribundo porque no pude arrastrarme tras ella. Atrae a los hombres de los campos atacados hacia los yermos para ser asesinados por sus hermanos, los gigantes de hielo, que dejan los rojos corazones de los hombres sobre la mesa de Ymir. ¡El cimmerio ha visto a Atali, la hija del gigante de escarcha!

—¡Bah! —gruñó Horsa—. La mente del viejo Gorm fue tocada en su juventud por un corte de espada en la cabeza—. Conan deliraba por la furia de la batalla; mirad cómo su yelmo está mellado. Cualquiera de esos golpes bastaría para confundir su cerebro. Fue una alucinación a la que siguió hasta los yermos. Él es del sur; ¿qué sabe él de Atali?

—Quizá estés en lo cierto —musitó Conan—. Era todo extraño y raro... ¡Por Crom!

Se interrumpió, mirando con sorpresa el objeto que aún pendía de su cerrado puño izquierdo; los otros miraron en boquiabierto silencio al velo que sujetaba. Un retal de gasa que jamás fue tejido por rueca humana.