Odas, epístolas y tragedias
Diffugere nives...

de Marcelino Menéndez y Pelayo

 ¡Ved!... ya la vida universal fermenta
 En el regazo de la inmensa madre,
 Que rota la amplia túnica de hielo
 Su seno entrega sin cesar fecundo
 A los besos de lluvia engendradora,
 O a las caricias de amoroso viento.
 La eterna desposada
 Cede al blando alentar que hincha y entreabre
 Los poros mil de su robusta entraña,
 Y hombres, plantas y brutos,
 Y hasta el metal, y hasta la piedra, sienten
 Su vida duplicarse
 Con el olear de la existencia nueva;
 Y del halago de su madre ansiosos,
 Van a beber del néctar de sus pechos
 La irrestañable vena.

 Hermosa la mañana,
 Rica de luz y de oriental aroma,
 Imprime sobre mármoles y muros
 Las huellas de su beso luminoso,
 Y aun parece que alegra y regocija
 De mi estrecho tugurio los rincones,
 Donde alzan la cabeza,
 Como anhelando resurgir a vida,
 En mudos libros los ingenios muertos
   
 ¡Alegre día! ¡Primavera hermosa,
 Clima sereno y dulce,
 Como el clima de Atenas
 En el tiempo feliz de los Misterios!
 ¿Por qué entre tanta pródiga alegría
 Que en la inerte vejez renueva el jugo
 De la primera edad, que hasta en la tumba
 Hace saltar los conmovidos huesos,
 Sólo estoy mudo yo, y áspero, y triste?
 ¿Por qué no vuelven las vitales auras
 A refrescar mi aridecida frente?
   
 Cuando los años mi cabeza opriman,
 Jamás podré apartar de la memoria
 Aquellas horas de misterio llenas,
 En que el alma se abría
 Del primer sol al fecundante rayo,
 Y por nuevas regiones
 En rápida visión peregrinaba;
 Mirando en otros ojos
 Adivinada su fugaz ventura,
 Más alto el pensamiento,
 La voluntad más firme y poderosa,
 Y aquel instinto vencedor que guía
 A las grandes y estériles empresas.
   
 Si sangrientas dejé mis vestiduras
 En las ásperas zarzas del camino;
 Si labré por mis manos la cadena
 Cuyos férreos abrazos
 Aún en las marcas de mi cuello duran;
 Si me arrojé a luchar contra las olas
 De la inconstancia femenil, más bravas
 Que las del mar entumecido y bronco;
 Si quise detener en su carrera
 Los átomos del aire bullidores,
 El carro irreparable de las Horas,
 O el pensamiento suyo movedizo
 Aún más que el viento y que la errátil nube,
 Fue loca y temeraria mi osadía;
 Mas generosa fue; y hoy que en la arena,
 Cual gladiador rendido,
 Lanzo el escudo por mil partes roto,
 Aún la recuerdo y la bendigo y creo
 Que vivirá como perenne aroma
 Su espíritu en el mío;
 Aunque me enseñe la mundana ciencia
 Dónde la hierba de olvidar se cría.


Abril de 1881.