Diez años de destierro/Parte II/XX

CAPITULO XX

Mi partida para Suecia. Paso a Finlandia.

El Emperador salió de Petersburgo, y se supo que había ido a Abo, donde tenía que avistarse con el general Bernadotté, príncipe real de Suecia.

Desde aquel momento ya no hubo duda acerca del partido que este principe había tomado en la guerra actual, y no había cosa que más importara entonces para la salvación de Rusia y, por tan de Europa. En el curso de este relato se verá desenvolverse las consecuencias de aquel suceso. Mientras conferenciaban el Emperador de Rusia y el príncipe de Suecia, llegó la noticia de la entrada de los franceses en Smolensk, y allí se comprometió el Emperador consigo mismo y con su aliado a no firmar en ningún caso la paz.

"Si toman Petersburgo—dijo—, me retiraré a Siberia. Volveré a tomar nuestras costumbres antiguas, y, como nuestros barbudos antepasados, vendremos a conquistar de nuevo el Imperio. Esa resolución libertará a Europa."—exclamó el príncipe de Suecia; su predicción comienza a cumplirse.

Vi por segunda vez al Emperador Alejandro cuando regresó de Abo, y en el coloquio que tuve el honor de mantener con él, me convenció de tal modo de su firmeza de voluntad, que, a pesar de la toma de Moscou y de todos los rumores que de este suceso nacieron, no creí que cediese jamás.

Tuvo a bien decirme que después de la toma de Smolensk, el mariscal Berthier escribió al general en jefe ruso respecto a ciertas cuestiones militares, y que terminaba su carta diciendo que el Emperador Napoleón conservaba la más tierna amistad por el Emperador Alejandro; insípida burla que el Emperador de Rusia recibió como era debido. Napoleón le había dado lecciones de política y de guerra, abandonándose en las primeras a su malsano charlatanismo, y en las segundas, al placer de mostrarse descuidado por desdén.. Se llevó chasco con el Emperador Alejandro; la nobleza de su carácter le pareció un engafio; no se dió cuenta de que si el Emperador de Rusia se dejó llevar demasiado lejos por su entusiasmo, fué porque creyó que Napoleón era partidario de los primeros principios de la Revolución francesa, que concordaban con sus opiniones propias; pero nunca tuvo Alejandro la idea de asociarse con Napoleón para esclavizar a Europa.

Napoleon, en esta circunstancia como en todas, creyó conseguir deslumbrar a un hombre con una falsa representación de sus intereses; pero tropezó con una conciencia, y sus cálculos resultaron fallidos, porque desconoce la fuerza de aquel elemento, que no entra nunca para nada en sus combinaciones.

Aunque Barclay de Tolly era un militar bien reputado, los reveses que sufrió al comienzo de la campaña concitaron contra él la opinión pública, que designaba para sustituirle a un general famosísimo: al príncipe Kutusow; el príncipe tomó el mando quince días antes de la entrada de los franceses en Moscou, y no pudo incorporarse al ejército sino seis días antes de la gran batalla que se dió casi a las puertas de la ciudad, en Borodino. Fuí a visitar al príncipe la víspera de su partida; era un anciano de muy graciosos modales y de fisonomía viva, aunque le faltaba un ojo de resultas de una de las numerosas heridas que había recibido en los cincuenta años de su carrera militar. Contemplándole, temía yo que no fuese capaz de luchar con los hombres jóvenes y vigorosos que se abatían sobre Rusia desde todos los puntos de Europa; pero los rusos, cortesanos en Petersburgo, vuelven a ser tártaros en el ejército, y el caso de Suvarow ya había probado que ni la edad ni los honores enervan su energía física y moral. Me separé del ilustre mariscal Kutusow muy conmovida; no sabía yo si abrazaba a un vencedor o a un mártir; pero vi que comprendía la grandeza de la causa que se le encomendaba. Se trataba de defender, o más bien de restablecer, todas las virtudes morales que el hombre debe al cristianismo, toda la dignidad que Dios le ha dado y toda la independencia que la naturaleza le consiente; se trataba de recuperar todos esos bienes de las garras de un solo hombre, porque los franceses son tan inocentes de los Dizitzad desmanes de sus ejércitos como los alemanes e italianos que le siguen. Antes de partir, el general Kutusow fué a orar a la iglesia de Nuestra Señora de Kazán, y todo el pueblo, que seguía sus pasos, le aclamó salvador de Rusia. ¡Qué momento para un mortal! Su edad no le permitía esperar sobrevivir a las fatigas de la campaña; pero hay instantes en que el hombre necesita morir para saciar su alma.

Segura ya de la generosa opinión y de la noble conducta del príncipe de Suecia, me confirmé más que nunca en la determinación de ir a Estocolmo antes de embarcarme para Inglaterra (1); y hacia el fin de septiembre salí de Petersburgo para ir a Suecia por Finlandia. Mis nue(1) La señora de Stäel estaba en Londres en abril de 1815. Su existencia era uno de los más terribles reproches dirigidos a Napoleón. Es innegable que no tiene excusa lo que ha hecho contra ella. Ningún motivo le justifica en este caso, a diferencia de otros actos suyos muy severos, que tal vez podrían juzgarse más favorablemente de lo que se usa.

La señora de Stäel era una víctima inocente, a pesar de los yerros que Napoleón la imputaba. Yo quiero mucho a la señora de Stäel por su gloria, por su hermosa nombradía, tan bien y tan noblemente conquistada; la quiero por su bondad, y por la brillante aureola que a su genio debemos las mujeres. Era, además, grande y generosa, y au alma sabla amar, como yo comprendo muy bien que se ame. Con cuánta alegría pensaba yo en au regreso a Francia! Era francesa ante todo, a mi parecer, y uno de los motivos de mi afecto por ella es que no se olvidó de esa cualidad.

Un reproche podría hacérsele, sin embargo: la excesiva la titud que ha dado a su resentimiento con Napoleón. Por mi parte, me siento naturalmente Inclinada a guardar silenclo sobre los que me ofenden. Nunca pronuncio su nombre, y si lo hago, es sin acritud. Tal vez les molesto más callando que hablando. Así lo creo. Me parece que la venganza del silenclo es la más noble, la más digna. La señora de Stael no pudo resistir a la tentación placentera de golpear al coloso ahatido. Al fin, por algo era mujer. (Memorias de la duquesa de Abrantes. T. X, pág. 478.) Dz vos amigos, los que por conformidad de sentimientos se habían aproximado a mí, vinieron a decirme adiós; sir Roberto Wilson, que busca por todas partes las ocasiones de combatir y de inflamar el ánimo de sus amigos; el seflor de Stein, carácter antiguo, que sólo vive de la esperanza de ver libertada a su patria; el enviado de España, el ministro de Inglaterra, lord Tirconnel; el espiritual almirante Bentink, Alejo de Noailles, el único francés, emigrado como yo por no someterse a la tiranía imperial, que hubiese allí para dar testimonio por Francia; el coronel Dornberg, natural de Hesse, hombre intrépido y perseverante, y varios rusos que después han ilustrado sus nombres con sus hazañas. Nunca había corrido mayor peligro la suerte de todos; nadie lo ignoraba, pero no se atrevían a decirlo; yo sola, por ser mujer, no estaba amenazada; pero bien podía tomar en cuenta mis pasados sufrimientos. Al decir adiós a tan dignos paladines de la raza humana, no sabía yo a cuantos de ellos volvería a ver; dos han muerto ya. Cuando las pasiones humanas se encrespan y chocan, cuando las naciones se atacan con furor, reconocemos en esas desventuras el destino de la humanidad y gemimos por ella; pero cuando un solo hombre, semejante a los ídolos de los lapones incensados por el miedo, esparce a torrentes el mal sobre la tierra, un terror supersticioso nos sobrecoge y nos lleva a considerar a todas las personas honradas como otras tantas víctimas.

Coogle Al entrar en Finlandia se echa de ver en seguida el cambio de país, y que hay allí una raza que no es la raza esclavona. Dicen que los fineses proceden inmediatamente del Norte de Asia, y que su idioma no tiene relación con el sueco, lengua intermedia entre el inglés y el alemán. La mayoría de los finlandeses, no obstante, son de aspecto completamente germánico; sus cabellos rubios y su blanca tez no se parecen en nada a la vivacidad de los rostros rusos; también sus costumbres son más dulces; las gentes del pueblo son de una probidad reflexiva, que deben a la instrucción del protestantismo y a la pureza de las costumbres. Los domingos vese a las muchachas volver del sermón a caballo, y los jóvenes las siguen. En Finlandia es fácil hallar hospitalidad en casa de los pastores, que consideran deber suyo alojar a los viajeros; nada tan dulce y tan puro como la acogida que dispensan estas familias; y como apenas hay casas señoriales, los pastores son, de ordinario, lo más importante de la población. En algunas canciones finlandesas, las muchachas ofrecen a sus enamorados renunciar por su amor incluso a la morada de un pastor, si por acaso quisiera compartirla con ellas. Esto recuerda la frase de un zagalillo, que decía: "Si yo fuese rey, guardaría las ovejas a caballo." Ni la imaginación puede apenas ir más allá de lo que se conoce.

El aspecto de la naturaleza en Finlandia es muy distinto que en Rusia; en lugar de las lagunas y planicies que rodean a Petersburgo, vense peñascos, que a veces son casi montañas, y selvas; pero a la larga se da uno cuenta de la monotonía de las montañías, y de que los bosques están formados por los mismos árboles: el pino y el abedul. Los enormes bloques de granito que hay esparcidos por el campo y al borde de las carreteras dan al país cierto aspecto de rudeza; pero en torno de esas grandes osamentas del globo, la vida escasea, y en la latitud de Finlandia la vegetación va ya decreciendo hasta los últimos confines de la tierra animada. Atravesamos una selva medio consumida por el fuego; los incendios, lo mismo en las ciudades que en el campo, son muy frecuentes, porque los vientos del Norte acrecen la actividad de las llamas; el hombre lucha trabajosamente contra la naturaleza en estos climas helados. En Finlandia hay pocas ciudades, y las que hay están poco pobladas. No hay un centro de actividad, ni emulación, ni nada que decir, y muy poco que hacer en una provincia del Norte sueco o ruso, y durante ocho meses del año, la naturaleza viviente se adormece.

El Emperador Alejandro se apoderó de Finlandia a consecuencia del tratado de Tilsit, en un momento en que la perturbación de sus facultades ponía al rey que entonces reinaba en Suecia, Gustavo IV, en la imposibilidad de defender a su país. El carácter moral de este príncipe era muy digno de estimación; pero desde su infancia había reconocido él mismo que no podía llevar las riendas del Gobierno. Los suecos se batieron en Finlandia con grandísimo valor; pero cuando una nación poco numerosa no tiene en el trono un rey guerrero, no puede triunfar de un enemigo poderoso. El Emperador Alejandro se hizo dueño de Finlandia por conquista y por tratados basados en la guerra; pero es justo reconocer que ha gobernado con moderación su nueva provincia y respetado la libertad de que gozaba. Reconoció todos los privilegios de los finlandeses relativos a los tributos y al servicio militar; socorrió generosamente las ciudades incendiadas, y su protección compensó hasta cierto punto la pérdida de lo que los finlandeses poseían por su derecho, si es que hay hombres libres que acepten voluntariamente un cambio de esa especie. En fin, una de las ideas dominantes del siglo xix, la idea de los límites naturales, hacían a Finlandia tan necesaria para Rusia como Noruega lo es para Suecia; y puede afirmarse con verdad que donde esos límites naturales no han existido, las guerras han sido constantes.

Me embarqué en Abo, capital de Finlandia. En la Universidad que allí hay, tratan de cultivar un poco el espíritu; pero los osos y los lobos están tan próximos durante el invierno, que la necesidad de asegurarse una vida física tolerable absorbe todos los pensamientos; el trabajo necesario para esto en los países del Norte consume una gran parte del tiempo que en otras partes se consagra a los goces de las artes y del ingeniot Puede decirse, en cambio, que las mismas dificultades de que la naturaleza rodea al hombre, robustecen su carácter y no consienten que el espíritu se pervierta en la ociosidad. Sin embargo, a cada momento echaba yo de menos aquella luz del Mediodía que había inundado mi alma.

Las ideas mitológicas de los habitantes del Norte los hacen ver sin cesar aparecidos y fantasmas; el día es allí tan propicio a las apariciones como la noche; el ambiente pálido y nuboso parece invitar a los muertos a volver a la tierra, a respirar el aire frío como la tumba que rodea a los vivos. En estas comarcas, los casos extremos son más frecuentes que los términos medios; o la ocupación única es luchar con la naturaleza para subsistir, o los trabajos del espíritu adquieren con facilidad un tono místico, porque el hombre no recibe inspiración alguna de los objetos exteriores, y todo lo extrae de sí mismo.

Las crueles persecuciones del Emperador me han hecho perder por completo la confianza en la suerte; sin embargo, creo más en la protección de la providencia, aunque no bajo la forma de venturas terrenales. De esto se sigue que cualquier resolución me espanta, pero el destierro obliga a menudo a tomarlas. Tenía miedo al mar, y todos me decían: "Todo el mundo hace esa travesía, y a nadie le ocurre nada." Razones como éstas tranquilizan a casi todos los viajeros; pero la imaginación no se deja encadenar por consuelos de ese género, y la idea de aquel abismo, de que tan débil defensa nos separa, es una tortura.

El señor Schlégel advirtió el pavor que me inspiraba la frágil embarcación que iba a llevarnos a Estocolmo. Cerca de Abo me enseñó la prisión en que uno de los más infortunados reyes de Suecia, Eric XIV, había estado encerrado durante algún tiempo, antes de morir en otra prisión cerca de Gripsholm. "Si estuviéseis ahí—me dijo, ¡cómo envidiaríais la travesía por mar que ahora os asusta!" Esta reflexión tan justa cambió el curso de mis ideas, y los primeros días de navegación fueron bastante agradables. Pasábamos entre islas, y aunque el peligro cerca de la costa sea mucho mayor que en alta mar, no se siente nunca el terror que infunde la vista de las olas, que al parecer se confunden con el cielo. Esforzábame por ver la tierra en el horizonte, en cuanto la distancia me lo permitía; lo infinito es tan terrible a nuestros ojos como placentero al alma.

Pasamos ante la isla de Aland, donde los plenipotenciarios de Pedro I y de Carlos XII trataron la paz e intentaron poner límites a su ambición sobre aquella helada tierra, que sólo la sangre de sus súbditos había calentado por un momento.

Esperábamos llegar al día siguiente a Estocolmo; pero el viento, decididamente contrario, nos obligó a echar el ancla en la costa de una isla rocosa, en la que crecían algunos árboles, no mucho más altos que las piedras entre que brotaban.

Sin embargo, nos apresuramos a ir a pasear por la isla, para sentir la tierra bajo nuestros pies.

Siempre he sido muy propensa al fastidio, y lejos de saber entretenerme en los instantes completamente vacíos, que parecen destinados al aStudio...

(Aquí termina el manuscrito. Después de una travesía no exenta de peligros, mi madre desembarcó en Estocolmo. Fué recibida en Suecia con mucha bondad, y pasó allí ocho meses, durante los que escribió el relato que antecede. Poco después partió para Londres, y allí publicó su obra sobre Alemania, que la Policía imperial había prohibido. Pero su salud, ya rudamente quebrantada por las persecuciones de Bonaparte, sufrió mucho con tan largo y fatigoso viaje, y mi madre se creyó obligada a emprender sin demora la historia de la vida política del Sr. Necker, aplazando todos los demás trabajos hasta dar cima a lo que su piedad filial miraba como un deber. Concibió entonces el plan de sus Consideraciones sobre la Revolución francesa. No terminó la presente obra, y el manuscrito de sus Diez años de destierro quedó en su cartera, tal como le publico. (Nota del señor de Stäel, hijo.) FIN