Diez años de destierro/Parte II/XVIII
CAPITULO XVIII
Costumbres de los grandes señores rusos.
Fui a pasar un día en la casa de campo del sefor de Narischkin, gran chambelán de la Corte, hombre amable, de trato cortés y fácil, pero que no sabe vivir más que en continua fiesta; en él se descubre claramente la vivacidad en los gustos que explica los defectos y las cualidades de los rusos. La casa del señor de Narischkin está siempre abierta para sus amigos, y cuando sólo tiene veinte invitados, le parece que vive en una soledad de filósofo, y se aburre. Servicial con los extranjeros, siempre en movimiento, tiene, sin embargo, toda la capacidad de reflexión necesaria para conducirse bien en la Corte; ávido de los goces de la imaginación, sólo encuentra esos placeres en las cosas, nunca en los libros; impaciente en todas partes, menos en la Corte, espiritual cuando le conviene serlo, suntuoso más bien que ambicioso, busca en todo cierta grandeza asiática, en que la fortuna y el rango destacan mucho más que las cualidades inherentes a la persona.
Su casa de campo es todo lo agradable que una naturaleza creada por la mano del hombre puede serlo; todo el país circundante es árido y pantanoso; aquella residencia es un oasis. Desde la azotea se ve el golfo de Finlandia, y se vislumbra en la lejanía el palacio que Pedro I mandó construir en la costa; pero el terreno que hay hasta el mar y el palacio está casi inculto, y el parque del señor Narischkin es el único regalo que encuentran los ojos. Comimos en la casa de los Moldavos, es decir, en una sala construída según el gusto de estos pueblos; estaba dispuesta para defenderse del calor del sol, precaución harto inútil en Rusia. Sin embargo, la imaginación se aferra de tal modo a la idea de que el pueblo ruso vive en el Norte por puro azar, que parece natural volver a encontrar allí las costumbres del Mediodía, como si más tarde o más temprano los rusos hubieran de trasladar a Petersburgo el clima de su antigua patria. Frutas de todos los países cubrían la mesa, según la costumbre oriental de no mostrar en aquélla más que ese manjar, mientras que una multitud de servidores presentan a cada invitado las verduras y las carnes necesarias para su alimento.
Oímos después una música de trompas, peculiar de Rusia, de la que se ha hablado mucho.
De veinte músicos, a cada uno le está encomendada una sola nota que repite siempre que la obra lo requiere; así, cada uno de estos hombres lleva el nombre de la nota que está encargado de ejecutar. Viéndolos pasar se dice: éste es el sol, el mi o el re del señor de Narischkin. Las trompas van engrosando de una en otra fila; alguien ha llamado con razón a este conjunto un órgano viviente. Desde lejos, el efecto es muy hermoso; la precisión y pureza de la armonía despiertan muy nobles pensamientos; pero el placer disminuye al acercarse a los pobres músicos que están allí como tubos, emitiendo un sonido sin poder participar en la emoción que producen; no es agradable ver transformadas las bellas artes en artes mecánicas, susceptibles de ser enseñadas a la fuerza, como el ejercicio.
Unos habitantes de Ukrania, vestidos de rojo, vinieron después a cantar aires de su país, sumamente agradables, unos alegres, otros melancólicos, a veces las dos cosas al mismo tiempo.
Estas canciones acababan a veces bruscamente en la mitad de la melodía, como si la imaginación de estos pueblos se fatigara antes de terminar lo que al pronto le agradaba, o como si le pareciera más sabroso destruir el encanto en el momento mismo de su mayor efecto. Así, la sultana de las Mil y una noches interrumpe su relato cuando el interés es más vivo.
En medio de tantas diversiones, el señor de Narischkin propuso un brindis por el triunfo de las armas rusas e inglesas reunidas, y en el mismo instante dió la señal a su artillería, casi tan ruidosa como la de un soberano. La embriaguez de la esperanza se apoderó de todos los invitados; yo me sentí basada en lágrimas. Fuerte cosa que un tirano extranjero me redujese a desear la derrota de los franceses. "Deseo—dije yo entonces la caída del opresor de Francia y de Europa, porque los verdaderos franceses triunfarán si es vencido." Los ingleses y los rusos, el señor de Narischkin el primero, aprobaron mi parecer, y el nombre de Francia, semejante en otro tiempo al de Armida, se oyó de nuevo con benevolencia por los caballeros de Oriente y del mar que iban a combatir contra ella.
Los grandes señores rusos crían en sus palacios algunos kalmucos de facciones aplastadas, como para conservar algún ejemplar de aquellos tártaros vencidos por los esclavones. Por el palacio Narischkin corrían dos o tres kalmucos semisalvajes. Son bastante agradables en la infancia, pero a los veinte años pierden el encanto juvenil; testarudos, a pesar de ser esclavos, divierten a sus amos con su resistencia, como una ardilla que forcejea tras los hierros de una jaula. Es penoso contemplar tales ejemplares de la especie humana envilecida; me parecía estar viendo, en medio de todas las pompas del lujo, una imagen de lo que puede ser el hombre cuando ni la religión ni las leyes le dignifican; tal espectáculo abatía el orgullo que pueden inspirar los goces de la fortuna.
Unos carruajes de paseo muy largos, tirados por magníficos caballos, nos llevaron al parque después de comer. Era a fines de agosto; sin embargo, el cielo estaba pálido, y el verdor de las praderas era casi artificial, porque sólo se conservaban a fuerza de cuidados. Las mismas flores parecían un goce aristocrático, por lo mucho que cuesta lograrlas. No se oía el piar de los pájaros en las arboledas; no se fiaban de un verano tan fugaz; tampoco se veía ganado en las praderas, para que no destrozaran las plantas que tanto trabajo costaba cultivar. El agua fluía trabajosamente, y tan sólo con ayuda de las máquinas que la llevaban al jardín; todo este paisaje parecfa una decoración que iba a desaparecer en cuanto los espectadores se marcharan. Nuestros carruajes se detuvieron ante unos pabellones que Diaz representaban un campamento tártaro; allí se reunieron todos los músicos, y nuevamente comenzaron a tocar; el ruido de las trompas y de los címbalos ahuyentaba el pensamiento. Para acabar de aturdirse mejor, los rusos imitaban durante el verano la rapidez de los trineos, que les sirve de consuelo en el invierno; con la velocidad de un relámpago se deslizaban sobre unas tablas desde lo alto de una montaña de madera. Hombres y mujeres se divertían mucho en este juego, por el que participaban un poco en los placeres de la guerra, que consisten en la emoción del peligro y en la viva prontitud de los movimientos. Casi todos los días se renovaban estas escenas, que a mí me parecían de una fiesta, y así se pasaba el tiempo. La mayor parte de las grandes casas de Petersburgo viven, con poca diferencia, de igual modo; como se ve, no hay que buscar en ellas coloquio alguno de interés; la instrucción es inútil en una sociedad de esta índole; pero cuando se pone empeño en reunir un gran número de personas, estas fiestas son, después de todo, el único modo de evitar el aburrimiento que produce una multitud congregada en los salones.
Y en todo este estrépito, qué es el amor?preguntarían las italianas, que apenas encuentran en la vida de sociedad otro interés que el gusto de ver al hombre de quien desean ser amadas. He pasado en Petersburgo muy poco tiempo para formarme cabal idea de lo que ocurre en el interior de las familias; sin embargo, me ha parecido, por un lado, que hay muchas más virtudes domésticas de lo que me habían dicho; pero que, de otro, el amor sentimental es muy poco conocido. Las costumbres de Asia, que aquí reaparecen a cada paso, hacen que las mujeres no se ocupen para nada del interior de su casa; el marido lo dirige todo; la mujer no hace más que adornarse con sus regalos y recibir a quien él invita. El respeto a las buenas costumbres es ahora en Petersburgo mucho mayor que en tiempo de aquellos soberanos y soberanas que depravaban a la opinión con su ejemplo. Las dos Emperatrices actuales suscitan el amor a las virtudes de que son modelo. Sin embargo, en este respecto, como en otros muchos, los principios de la moral no están sólidamente asentados en la cabeza de los rusos. El ascendiente del Zar ha sido siempre tan fuerte, que de un reinado a otro pueden cambiar las máximas sobre todos los asuntos. Los rusos, tanto los hombres como las mujeres, ponen de ordinario en el amor su impetuosidad característica; pero su versatilidad los lleva también a renunciar fácilmente al objeto elegido.
Hay un cierto desarreglo de la imaginación, que no permite ser feliz con lo duradero. La cultura del espíritu, que, mediante la poesía y las bellas artes, multiplica el sentimiento, es muy rara entre los rusos, y en estas naturalezas fantásticas y vehementes, el amor es una fiesta o un delirio, más bien que un afecto profundo y reflexivo. La buena sociedad en Rusia es, pues, un perpetuo torbellino; quizá la extremada prudencia a que hay que acostumbrarse bajo un Gobierno despótico hace que a los rusos les agrade sobremanera el no verse expuestos a hablar, arrastrados por la conversación, de asuntos de alguna importancia. La falta de veracidad de que se les acusa debe atribuirse a esa reserva que, bajo diferentes reinados, les ha sido harto necesaria. Los refinamientos de la civilización alteran en todos los países la sinceridad del carácter; pero cuando el soberano tiene el poder ilimitado de desterrar, encarcelar o relegar a Siberia, su poderío es de masiado fuerte para la naturaleza humana. Hubieran podido encontrarse hombres con altivez suficiente para desdeñar la privanza; mas para desafiar la persecución hay que ser un héroe, y el heroísmo no puede ser cualidad universal.
Ya se sabe que ninguna de estas reflexiones se aplica al Gobierno actual, puesto que su jefe es, como Emperador, perfectamente justo, y como hombre, de singular generosidad. Pero los súbditos conservan los defectos de la esclavitud aun mucho tiempo después que el soberano mismo quisiera quitárselos. Sin embargo, la guerra ha mostrado las muchas virtudes que poseían los rusos, incluso los de la corte. Cuando yo estaba en Petersburgo, apenas vefa hombres jóvenes en sociedad; todos se habían marchado al ejército.
Hombres casados, hijos únicos, nobles de inmensa fortuna, servían como simples voluntarios, y cuando vieron sus tierras y sus casas devastadas no pensaron en lo que perdían más que para vengarse, no para capitular con el enemigo. Tales cualidades pesan mucho más que cuantos abusos, desórdenes e irregularidades hayan podido acarrear una administración defectuosa, una civiliza..ción reciente y unas instituciones despóticas..