Diez años de destierro/Parte II/XVII

CAPITULO XVII

La Familia Imperial.

Llegué por fin a ver al monarca, absoluto por las leyes y por las costumbres, y tan moderado por inclinación natural. Me presentaron primero a la Emperatriz Isabel, que me pareció el ángel protector de Rusia. Es muy reservada en sus modales; pero todo cuanto dice está lleno de vida, y sus sentimientos y opiniones se templan en el crisol de sus generosos pensamientos. Al escucharla me conmoví, por no sé qué indecible prestigio que no venía de su grandeza, sino de la armonía de su alma; hacía ya mucho tiempo que no veía yo concordes el poder y la virtud. Hablando estaba yo con la Emperatriz, cuando la puerta se abrió, y el Emperador Alejandro me dispensó Diazdy la honra de acercarse a hablar conmigo. Lo que más me impresionó en él al pronto fué una expresión de bondad y dignidad tal, que ambas cualidades parecían inseparables, como si hubiera hecho de ellas una sola. Me impresionó también mucho la noble sencillez con que abordó los grandes problemas de Europa desde las primeras palabras que tuvo a bien dirigirme. El miedo a tratar de cuestiones serias que han imbuído a la mayor parte de los soberanos de Europa, me ha parecido siempre signo de mediocridad; temen pronunciar palabras que signifiquen algo real. El Emperador Alejandro, por el contrario, habló conmigo como hubieran podido hacerlo los hombres de Estado ingleses, que ponen su fuerza en sí mismos y no en las barreras que puedan rodearlos. El Emperador Alejandro, a quien Napoleón ha querido rebajar en el aprecio público, es hombre de notable entendimiento, muy instruído, y creo que no podrá encontrar en su imperio un ministro que valga más que él en lo tocante al juicio y dirección de los asuntos de Gobierno. No me ocultó que lamentaba la admiración a que se había dejado arrastrar en sus tratos con Napoleón. El abuelo de Alejandro sintió también gran entusiasmo por Federico II. En el género de ilusión que inspira un hombre extraordinario hay siempre un motivo generoso, cualesquiera que sean los males que resulten de ella. El Emperador Alejandro pintaba, no obstante, con mucha sagacidad el efecto que le habían causado sus consy versaciones con Bonaparte, en las que éste decía cosas muy opuestas, como para suscitar la admiración con cada una, sin dejar paso a la consideración de que eran contradictorias. Me refirió también las lecciones de maquiavelismo que Napoleón había creído conveniente darle. "Miradle había dicho, yo tengo mucho cuidado en indisponer a mis generales y a mis ministros entre sí, para que los unos me descubran las faltas de los otros; mantengo en torno mío una rivalidad continua por el modo de tratar a los que me rodean; cada día se cree preferido uno, y nunca puede nadie estar seguro de mi favor." ¡Cuán vulgar e inmoral es esta teoría! ¿No habrá alguna vez un hombre superior a este que demuestre su inutilidad? Sería conveniente para la sagrada causa de la moral que ésta acompañara y favoreciera de modo ostensible los grandes triunfos en la escena del mundo; quien siente la plena dignidad de esa causa, sacrifica gustoso por ella todos los triunfos posibles; pero también habría que demostrar a los presuntuosos que ven en los vicios del alma un signo de profundidad de pensamiento, que si algunas veces el entendimiento acompaña a la inmoralidad, la virtud es un don del genio. Al convencerme de la buena fe del Emperador Alejandro en sus relaciones con Napoleón, me convencí también de que no seguiría el ejemplo de los desdichados soberanos de Alemania, y que no firmaría la paz con quien es tan enemigo de los pueblos como de los reyes. Un alma noble no se deja engañiar dos veces por la misma persona. Alejandro otorga y retira su confianza después de madura reflexión. Su juventud y su prestancia fueron las únicas causas que en los comienzos de su reinado le atrajeron la mala reputación de ligerezas; pero es tan serio como pueda serlo un hombre que haya conocido el infortunio.

Alejandro me dijo lo mucho que sentía no ser un gran capitán; a esta noble modestia respondi que un soberano era más raro que un general, y que sostener con el ejemplo el espíritu nacional era ganar la batalla más importante de todas, la primera de ese género que se había ganado. El Emperador habló con entusiasmo de su nación y de lo mucho que es capaz de hacer. Manifestó el deseo, conocido de todos, de mejorar la situación de los campesinos sometidos a la esclavitud. "Señor—le dije yo—, vuestro carácter vale por una constitución, y vuestra conciencia es su garantía." "Aunque así fuese—me respondió—, no soy más que un accidente venturoso." Hermosas palabras, las primeras de ese género que, a mi parecer, ha pronunciado un monarca absoluto. ¡Cuánta vir tud necesita un déspota para ser juez del despotismo! Y cuántas virtudes hacen falta para no abusar del poder cuando la nación gobernada se asombra casi de tan insólita moderación!

En Petersburgo, sobre todo, los grandes señores tienen menos liberalidad de principios que el Emperador. Acostumbrados a ser los amos absolutos de los campesinos, quieren que el monarca, a su vez, sea omnipotente, para mantener la jerarquía del despotismo. La clase media no existe aún en Rusia, pero ya empieza a formarse; los hijos de los sacerdotes, los de los negociantes, algunos campesinos que han obtenido de sus sefiores la libertad de consagrarse al arte, pueden considerarse como un tercer estado. La nobleza rusa, además, no se parece a la de Alemania y Francia; en Rusia es noble todo el que posee un grado militar. Sin duda, las grandes familias, como los Narischkin, los Dolgoruki, los Gallitzin, etcétera, estarán siempre en primera línea en el Imperio; pero no es menos cierto que los privilegios aristocráticos pertenecen a hombres ennoblecidos por la voluntad del príncipe, y toda la ambición de los burgueses consiste en que sus hijos sean oficiales, para que ingresen en la clase privilegiada. De aquí se sigue que la educación de los jóvenes concluye a los quince años; se precipitan en la carrera militar lo antes posible, y desdeñan lo demás. Cierto que no es este el momento de censurar un orden de cosas que ha producido tan hermosa resistencia; si los tiempos fuesen más tranquilos, podría decirse con verdad que, en el orden civil, hay grandes lagunas en la administración interior de Rusia. La nación tiene energía y grandeza; pero en el Gobierno y en la conducta privada de los individuos faltan a menudo orden e ilustración. Pedro I, al introducir en Rusia la civilización europea, proporcionó indudablemente a su país grandes ventajas; pero se Die las hizo pagar con el establecimiento de un despotismo preparado por su padre y consolidado por él. Catalina II, por el contrario, templó el poder despótico que encontró establecido. Si las circunstancias políticas de Europa trajesen la paz, es decir, si dejase de ser un solo hombre el dispensador del mal sobre la tierra, veríamos a Alejandro ocupado únicamente en el mejoramiento de su país, y en buscar por sí mismo las leyes que asegurasen a Rusia la felicidad con que ahora sólo puede contar durante la vida de su actual dueño.

Visité después a la respetable madre del Emperador, una princesa a quien la calumnia no ha podido nunca imputar sentimientos que no estuviesen dedicados a su esposo, a sus hijos, o a los infelices a quienes protege. Más adelante contaré cómo dirige este imperio caritativo, que ejerce en medio del imperio omnipotente de su hijo.

Vive en el palacio de Tauride, y para llegar a su aposento hay que atravesar una sala edificada por el principe Potemkin; esta sala es de incomparable grandeza; un jardín de invierno ocupa parte de ella, y se ven las plantas y los árboles por entre las columnas que forman el recinto central.

En esta vivienda todo es colosal. El príncipe que la edificó tenía ideas tan extrañas como gigantescas. Construyó ciudades en Crimea, tan sólo porque la Emperatriz las viese a su paso. Mandaba asaltar una fortaleza para agradar a una hermosa dama, la princesa Dolgoruki, que le había desdeñado. Gracias al favor de su soberana, el príncipe se mostró tal como fué; pero en la mayor parte de los grandes hombres de Rusia, como Menzikoff, Souvarow, el mismo Pedro I, y anteriormente Ivan Basiliewitch, se descubre un temperamento fantástico, violento e irónico a la vez.

El ingenio era para ellos un arma, más que un placer; su guía era la imaginación. En su carácter hallábanse reunidas la generosidad y la barbarie, pasiones desenfrenadas y religión supersticiosa. Aun hoy, la civilización no ha penetrado hasta el fondo en Rusia, ni siquiera en los grandes señores; imitan en lo exterior a los demás pueblos, pero son enteramente rusos de alma; en esto consiste su fuerza y su originalidad, porque el amor a la patria es, después del amor a Dios, el sentimiento más hermoso que los hombres pueden albergar. Para que la patria inspire un amor violento, es necesario que se distinga con fuerza de los países que la rodean; los pueblos que se diferencian de otros por leves matices, o que están divididos en varios Estados distintos, no se consagran con verdadera pasión a la asociación convencional que designan con el nombre de patria.