Diez años de destierro/Parte II/XVI
CAPITULO XVI
233 San Petersburgo.
Desde Novogorod a Petersburgo, casi todo el terreno es una charca, y se llega a una de las ciudades más hermosas del mundo, como si la varita encantada de un mago hiciera surgir las maravillas de Europa y de Asia en el seno del desierto.
La fundación de Petersburgo es la mayor prueba del ardimiento de la voluntad rusa, que no conoce imposibles; los alrededores son muy pobres; la ciudad está construída sobre una laguna; los mármoles reposan sobre pilotes; pero al contemplar tan soberbios edificios olvidamos la fragilidad de sus cimientos para meditar en la milagrosa construcción de tan espléndida ciudad en tan escaso tiempo. Este pueblo, que se caracteriza siempre por sus contrastes, lucha con inaudita perseverancia contra la naturaleza o contra los ejércitos enemigos. Frente a la necesidad, siempre han sido los rusos pacientes e invencibles; pero en el curso ordinario de la vida son muy inconstantes.
Su entusiasmo no se mantiene mucho tiempo en favor de los mismos hombres ni de los mismos amos; sólo la reflexión puede asegurar la permanencia de los sentimientos y de las opiniones en la calma habitual de la vida, y los rusos, como todos los pueblos sometidos al despotismo, son más capaces de disimulo que de reflexión.
Al llegar a Petersburgo, mi primer sentimiento y fué de gratitud al cielo por verme al borde del mar. Vi ondear en el Neva el pabellón inglés, emblema de la libertad, y sentí que, confiándome al Océano, podía ponerme de nuevo bajo la tutela inmediata de la Divinidad. No es posible sustraerse a la ilusión de creerse más cerca de la mano de la Providencia cuando uno se entrega a los elementos que cuando depende de los hombres, sobre todo del hombre que parece la encarnación del principio del mal en la tierra.
Frente a la casa en que yo vivía en Petersburgo se alza la estatua de Pedro I; le representa a caballo, trepando por una escarpada montaña, rodeado de serpientes que quieren detener los pasos del caballo. Es verdad que las serpientes están alli para sostener la inmensa mole del caballo y del jinete; pero la idea es poco feliz, porque, de hecho, la envidia no es temible para un soberano; sus enemigos no son tampoco los que se arrastran.
Pedro I, sobre todo, sólo tuvo que temer durante su vida a los rusos que echaban de menos las antiguas costumbres de su país. De todos modos, la admiración que por él subsiste es prueba del bien que hizo a Rusia, porque los déspotas no tienen aduladores cien años después de muertos. En el pedestal de la estatua se lee: "A Pedro, I, Catalina II." Esta inscripción, orgullosa a pesar de su sencillez, tiene el mérito de ser verdad. Los dos grandes soberanos elevaron muchísimo la altivez rusa; inculcar en el ánimo de una nación la per suasión de que es invencible, es hacerla tal, en efecto, por lo menos en su propio suelo; porque la conquista es un azar que acaso depende más de las faltas de los vencidos que del genio del vencedor.
Afírmase con razón que en Petersburgo no se puede decir de una mujer que es tan vieja como las calles: Itan moderna es la ciudad! Los edificios conservan una blancura deslumbradora, y de noche, alumbrados por la luna, parecen grandes fantasmas blancos que miran inmóviles el curso del Neva. No sé en qué consiste la belleza particular de este río; pero jamás he visto otro de ondas tan límpidas. Unos muelles de granito de treinta verstas de longitud bordean el río, y esta magnificencia del trabajo humano es digna del agua transparente que decora. Si Pedro I hubiera encauzado tales trabajos hacia el Sur del Imperio, no habría creado la marina que deseaba; pero se hubiera tal vez conformado mejor al carácter de su nación. Los rusos habitantes de Petersburgo parecen un pueblo meridional condenado a vivir en el Norte, que se esfuerza en luchar contra un clima opuesto a su naturaleza. La gente del Norte es de ordinario muy casera y temerosa del frío, precisamente porque es su enemigo de todos los días. Las gentes del pueblo, entre los rusos, no han adquirido tales costumbres; los cocheros esperan diez horas a la puerta durante el invierno, sin quejarse; se acuestan sobre la nieve, debajo de los coches, y trasladan las costumbres de los lazzaroni de Nápoles al grado 60 de latitud. Vé# selos tumbados en los escafios de las escalinatas, tan a gusto como los alemanes sobre mullidas plumas; a veces se duermen de pie con la cabeza apoyada contra la pared. Tan pronto indolentes como impetuosos, se entregan alternativamente al sueño o a increíbles fatigas. Algunos se embriagan, diferenciándose en esto de los pueblos del mediodía, que son muy sobrios; pero los rusos también lo son, y por modo increíble, cuando las dificultades de la guerra lo exigen.
Los grandes señores rusos ostentan a su modo los gustos de los habitantes del mediodía. Deben visitarse las casas de campo que han construído en medio de una isla que forma el Neva dentro del recinto de Petersburgo. Plantas meridionales, perfumes de Oriente, divanes de Asia, embellecen estas viviendas. Inmensas estufas, donde maduran frutos de todos los países, forman un clima artificial. Los dueñios de esos palacios no quieren perder el más mínimo rayo de sol, mientras brilla sobre su horizonte, y le festejan como a un amigo a punto de ausentarse, a quien conocieron antaño en más venturosas comarcas.
Al día siguiente de mi llegada comí en casa de uno de los negociantes mejor reputados de la ciudad; ejercía la hospitalidad a la rusa, es decir, colocando una bandera sobre el techo de su casa, en señal de que se quedaba a comer en ella; esta invitación bastaba a todos sus amigos.
Nos dió de comer al aire libre, por gozar de uno de aquellos pobres días de verano, de los que aún quedaban varios, a los que con dificultad daríamos ese nombre en el Sur de Europa. Era muy agradable el jardín, embellecido por árboles y flores; pero a cuatro pasos de la casa comenzaban el desierto o la laguna. La naturaleza, en los alrededores de Petersburgo, parece un enemigo que recupera sus derechos en cuanto el hombre cesa un solo instante de luchar contra él..
A la mañana siguiente fuf a la iglesia de Nuestra Señora de Kazán, edificada por Pablo I, según el modelo de San Pedro de Roma. El interior de la iglesia, decorado con gran número de columnas de granito, es de gran belleza; pero el edificio mismo desagrada precisamente porque recuerda a San Pedro, y difiere de él tanto como quisieron imitarlo. No puede hacerse en dos años lo que costó un siglo a los primeros artistas del universo. Los rusos intentan sobreponerse por la rapidez al tiempo y al espacio; pero el tiempo sólo conserva lo que él mismo funda, y las bellas artes, aunque tengan por primera fuente la inspiración, no pueden prescindir del trabajo reflexivo.
Desde Nuestra Señora de Kazán fuí al convento de San Alejandro Newsky, lugar consagrado a uno de los héroes soberanos de Rusia, que extendió sus conquistas hasta las márgenes del Neva. La Emperatriz Isabel, hija de Pedro I, mandó construir en su honor un ataúd de plata, sobre el que es costumbre depositar una moneda como prenda de la petición que se encomienda al santoty El sepulcro de Suvarow está en ese convento de Alejandro, y no tiene más ornamento que su nombre; es bastante para él, mas no para los rusos, & quienes prestó grandes servicios. Por lo demás, esta nación es tan militar, que se asombra menos que otras de las proezas de esa índole. Las familias más ilustres de Rusia han construído sus panteones en el cementerio contiguo a la iglesia de Newsky; pero ninguno de esos monumentos es digno de nota; no son bellos desde el punto de vista del arte, ni impresionan nuestra imaginación con ninguna idea grande. Es verdad que el pensamiento de la muerte causa poco efecto a los rusos; sea valor, sea inconstancia de sus impresiones, su carácter se presta poco a las tribulaciones duraderas; son más capaces de superstición que de emoción; la superstición atañe a esta vida, y la religión a la otra; la superstición está ligada a la fatalidad, y la religión a la virtud; la viveza de los deseos terrenales nos hace supersticiosos, y, por el contrario, el sacrificio de tales deseos nos hace religiosos.
El señor de Romanzoff, ministro de Negocios Extranjeros de Rusia, me colmó de amabilísimas cortesías; a pesar mío, pensaba yo que este ministro, tan compenetrado con el sistema del Emperador Napoleón, hubiera debido retirarse, a la manera de los ministros ingleses, cuando tal sistema fué desechado. Sin duda, en una Monarquía absoluta, la voluntad del amo lo explica todo; pero la dignidad de un primer ministro exige tal vez que no salgan de una misma boca palabras contradictorias. El soberano representa al Estado, y el Estado puede cambiar de política cuando las circunstancias lo reclaman; pero el ministro no es más que un hombre, y, en cuestiones de tal importancia, un hombre no debe tener más que una opinión en el curso de su vida. Las maneras del señor de Romanzoff son de insuperable cortesía, y nobilísimo su modo de recibir a los extranjeros.
Estaba yo con él, cuando anunciaron al enviado de Inglaterra, lord Tirconnel, y al almirante Bentinck, ambos de notable presencia; eran los primeros ingleses que reaparecían en el continente, de donde los había expulsado la tiranía de un solo hombre. Después de diez años de terrible lucha, después de diez años durante los que, en los triunfos y en los reveses, los ingleses habían permanecido siempre fieles a su conciencia, brújula de su política, volvían al fin al país que primeramente se emancipaba de la Monarquía universal.
Su sencillez, su tono, su altivez, restauraban en el alma el sentimiento de lo verdadero, enturbiado por Napoleón, en aquellos que sólo leen sus periódicos o escuchan sólo a sus agentes.
No sé siquiera si los adversarios de Napoleón en el continente, rodeados como están de continuo por una opinión falsa, que los aturde sin descanso, podrán dejarse llevar con serenidad de sus propios sentimientos. Juzgando por mí, sé que muchas veces, después de escuchar los consejos de prudencia o de bajeza que nos coDiz rroen en la atmósfera bonapartista, no sabía ya qué pensar de mi opinión propia; mi sangre me prohibía renunciar a ella; pero no siempre bastaba mi razón para defenderme de tantos sofismas. Por eso sentí una viva emoción al oír de nuevo la voz de Inglaterra, con la que casi siempre hay seguridad de hallarse de acuerdo, cuando trata uno de merecer la estimación propia y la de las personas de bien.
Al día siguiente, el conde Orloff me invitó a pasar el día en la isla que lleva su nombre. Es la más agradable de todas las del Neva; las encinas, producción rara en este país, sombrean el jardín. El conde y la condesa Orloff emplean su fortuna en recibir a los extranjeros con tanta facilidad como magnificencia; se encuentra uno en su casa tan a gusto como en un retiro campestre, y se disfruta de todo el lujo de las ciudades. El conde Orloff es uno de los grandes señores más instruídos de Rusia; su amor a su país es de tal profundidad, que conmueve sin remedio. El primer día que pasé en su casa acababa de proclamarse la paz con Inglaterra; era domingo; en su jardín, abierto aquel día a los paseantes, vefanse gran número de esos comerciantes barbudos que conservan en Rusia el traje de los mujiks, es decir, de los campesinos. Varios de ellos se agruparon para escuchar la orquesta del conde Orloff, que es excelente; ofmos la canción inglesa God save the King—Dios proteja al rey—, canto de la libertad en un país donde el monarca es el primer guardián de ella. Estábamos todos conmovidos, y aplaudimos aquel himno nacional en nombre de todos los europeos; porque ya no hay más que dos clases de hombres en Europa: los servidores de la tiranía y los que la odian. El conde Orloff se acercó a los comerciantes rusos, y les dijo que se festejaba la paz de Inglaterra con Rusia; entonces hicieron la señal de la cruz, y dieron gracias al cielo porque el mar quedaba de nuevo libre para ellos.
La isla de Orloff está en el centro de todas las que los grandes señores de Petersburgo y el Emperador y la Emperatriz mismos han escogido para su residencia estival. No lejos de allí está la isla Strogonoff, cuyo rico propietario había llevado a ella antigüedades griegas de gran valor.
Su casa estaba abierta todos los días de su vida, y el que una vez era presentado en ella podía volver cuando quisiera. Nunca invitaba a comer o a cenar para día determinado; era cosa convenida que todos los presentados fuesen bien recibidos siempre; a menudo no conocía ni a la mitad de las personas que comían con él; pero le agradaba esta hospitalidad suntuosa, como cualquier otro género de magnificencia. Muchos casas en Petersburgo siguen, sobre poco más o menos, igual costumbre; es fácil deducir de esto que aquí no existe el placer de la conversación tal como en Francia lo entendemos; las reuniones son demasiado numerosas para que pueda entablarse un coloquio de alguna fuerza. Las personas de la Didz DIEZ AÑOs 16 buena sociedad son perfectas en los modales; pero los nobles no tienen instrucción suficiente, ni reina confianza bastante entre personas sometidas al influjo de una Corte y de un Gobierno despóticos, para que puedan conocerse los encantos de la intimidad.
La mayor parte de los grandes señores de Rusia se expresan con tanta gracia y moderación, que, a menudo, podemos forjarnos ilusiones acerca del grado de ingenio y de conocimientos de las personas con quienes hablamos. Los comienzos son casi siempre de hombre o de mujer de mucho ingenio; pero a veces también, a la larga, no se pasa del comienzo. En Rusia no hay costumbre de descubrir en la conversación el fondo del alma; hasta hace poco era tal el temor a los Zares, que aún no se ha habituado la gente a la discreta libertad debida al carácter de Alejandro.
4 Algunos nobles rusos han tratado de brillar en literatura, y han dado pruebas de talento en esa aplicación; pero, como las luces están poco extendidas, no existe una opinión pública formada por las opiniones particulares. El carácter de los rusos es tan apasionado, que las ideas, a poco abstractas que sean, no gustan; sólo les divierten los hechos; aún no han tenido tiempo ni gusto para reducir los hechos a ideas generales. Por otra parte, cualquier pensamiento de alguna significación es siempre más o menos peligroso en una Corte donde todos se observan, y donde, la mayoría de las veces, se envidian.
El silencio de Oriente se transforma aquí en palabras amables; pero que no penetran de ordinario hasta el fondo de las cosas. Esta atmósfera brillante, que disipa agradablemente la vida, es grata por un momento; pero, a la larga, ni instruye ni desenvuelve las facultades del entendimiento, y los hombres que pasan así el tiempo no adquieren capacidad alguna para el estudio ni para la política. No ocurría así en la sociedad de París, donde hemos visto hombres formados tan sólo por los coloquios agudos o serios que la reunión de los nobles y los literatos suscitaba.