Diez años de destierro/Parte II/XIX

CAPITULO XIX

Establecimientos de instrucción pública.—Instituto de Santa Catalina.

Fuimos a visitar el gabinete de Historia Natural, notable por las producciones de Siberia. Las pieles de este país han excitado la avidez de los rusos, como las minas de oro de Méjico la de los españoles. Hubo un tiempo en Rusia durante el que la moneda empleada para el cambio eran las pieles de marta o de ardilla; tan universal era la necesidad de defenderse de las heladas. Lo más curioso en el Museo de Petersburgo es una rica colección de osamentas de animales antediluviaInos, y en particular los restos del mammouth gigantesco, encontrado casi intacto entre los hielos de Siberia. Según las observaciones geológicas, parece que el mundo tiene una historia mucho más antigua que la que nosotros conocemos; en todas las cosas asusta el infinito. Ahora, los habitantes y los animales de aquel confín del mundo habitado están como penetrados por el frío en que agoniza la naturaleza a unas cuantas leguas.

» más allá de esa comarca. El color de los animales se confunde con el de la nieve; la tierra parece perderse en los hielos y nieblas en que termina este bajo mundo. Me impresionó el aspecto de los habitantes del Kanchatka, perfectamente imitados en el Museo de Petersburgo. Los sacerdotes de aquel país, llamados shamanes, son una especie de improvisadores. Llevan por encima de una túnica de corteza de árbol una red de acero, a la que están unidos varios pedazos de hierro, que producen un ruido muy grande en cuanto el improvisador se agita. Tienen momentos de inspiración, muy parecidos a un ataque de nervios, e impresionan al pueblo, valiéndose de la brujería más que del talento. La imaginación en países tan tristes apenas se hace notar más que por el miedo, y la tierra misma parece rechazar al hombre, infundiéndole pavor.

Visité después la ciudadela, en cuyo recinto está la iglesia donde reposan los féretros de todos los soberanos, desde Pedro el Grande. Estos féretros no están encerrados en sarcófagos; están expuestos como en el día de los funerales; se cree uno mucho más cerca de estos muertos, de quienes sólo nos separa, el parecer, unas simples tablas.

Cuando Pablo I subió al trono hizo coronar los restos de su padre, Pedro III, que, por no haber recibido este honor en vida, no podía ser depositado en la ciudadela. Por orden de Pablo I se renovó la ceremonia del entierro de su padre y de Catalina II, su madre. Ambos fueron expues} T tos de nuevo; y de nuevo también, cuatro chambelanes guardaron sus cuerpos como si hubiesen muerto el día antes; los dos féretros están colocados el uno al lado del otro, obligados a vivir en paz bajo el imperio de la muerte. Varios de los soberanos que han poseído el poder despótico transmitido por Pedro I, han sido sangrientamente destronados por una conjuración. Los mismos cortesanos que no se atreven a decir a su amo la más inocente verdad, saben conspirar contra él; un disimulo profundo acompaña necesariamente a ese género de revolución política, pues hay que seguir colmando de respeto al mismo a quien se intenta asesinar. Sin embargo, ¿qué sería de un país gobernado despóticamente si el tirano que está sobre las leyes no tuviese nada que temer de los puñales? Esta horrible alternativa muestra por sí sola lo que son unas instituciones en las que hay que contar con el crimen como contrapeso del Poder.

Rendí a Catalina II el homenaje de ir a visitar su casa de campo (Sarskozelo). Este palacio y su jardín están dispuestos con mucho arte y magnificencia; pero, aunque estábamos apenas a primeros de septiembre, el aire era ya muy frío, y ofrecían un contraste singular las flores del Mediodía agitadas por el viento del Norte. Todos los rasgos que se cuentan de Catalina II como soberana despiertan admiración; yo no sé si los rusos no le deben más que a Pedro I la feliz persuasión de ser invencibles, persuasión que tanto » ha contribuído a sus triunfos. El hechizo mujeril templaba la acción del poder; en los triunfos que le ofrendaban mezclábase una galantería caballeresca. Catalina II poseía en grado sumo el buen sentido de gobierno; un entendimiento más bri— llante que el suyo se hubiera parecido menos al genio; su elevada razón inspiraba profundo respeto a los rusos, que desconfían de su imaginación propia y desean ser dirigidos con cordura.

Contiguo a Sarskozelo está el palacio de Pablo I, vivienda encantadora, obra maestra del talento y del buen gusto de la Emperatriz viuda y sus hijas. Este lugar recuerda la admirable paciencia de esa madre y de sus hijas, que por nada del mundo han abandonado sus virtudes domésticas.

Me dejé llevar de los goces que me causaban los objetos nuevos que veía a diario, y, no sé cómo, llegué a olvidarme de la guerra de que pendía la suerte de Europa; me causaba tan vivo placer ofr expresar a todo el mundo las mismas opiniones tanto tiempo ahogadas por mí en el fondo del alma, que me parecía que ya nada había que temer, y que la fuerza de tales verdades, una vez conocidas, era irresistible. Sin embargo, los reveses se sucedían unos a otros sin que el público se enterase. Un chistoso dijo que todo era misterio en Petersburgo, aunque no hubiese nada secreto; se concluyó, en efecto, por descubrir la verdad; pero es tal el hábito de callar de los cortesanos rusos, que disimulan la víspera lo que ha de ser público al día siguiente, y si revelan lo Diz I I I F I que saben es siempre contra su voluntad. Un extranjero me dijo que Smolensk había sido tomado, y que Moscou corría grandísimo peligro. El desaliento se apoderó de mí. Creí que volvía a empezar la deplorable historia de las paces de Austria y de Prusia, producidas por la conquista de las capitales. Era, por tercera vez, la misma jugada, que podía salir bien una más. La aparente movilidad de las impresiones de los rusos me impedía observar el verdadero estado del espíritu público. El abatimiento había congelado los ánimos; ignoraba yo que en hombres de impresiones tan vehementes, aquel abatimiento era precursor de un despertar terrible. De igual manera se ve en las gentes del pueblo una inconcebible pereza hasta el instante en que su actividad se reanima; entonces no conocen obstáculos ni temen peligro alguno, y lo mismo vencen a los elementos que a los hombres.

Sabía yo que la administración interior, lo mismo la de guerra que la de justicia, caían con frecuencia en manos muy venales, y que por las dilapidaciones que se permitían los empleados subalternos era imposible saber fijamente el número de las tropas ni las medidas tomadas para su aprovisionamiento; la mentira y el robo son inseparables, y en un país de civilización tan nueva, la clase intermedia carece de la simplicidad de los campesinos y de la grandeza de los boyardos; aún no existe opinión pública que refrene a esa clase intermedia, de vida tan reciente, que ha perdido la candorosa fe popular sin haber adquirido el culto al honor. También la envidia minaba las relaciones entre los jefes del ejército. El Gobierno despótico despierta por su naturaleza, y a pesar suyo, los celos entre sus servidores; como la voluntad de uno sólo puede cambiar totalmente la suerte de cada individuo, el temor y la esperanza tienen tal campo de acción, que sin cesar fomentan la envidia, excitada además por otro sentimiento: el odio a los extranjeros. El general que mandaba el ejército ruso, Barclay de Tolly, aunque nacido en territorio del imperio, no era de raza esclavona bastante pura; esto era sobrado para que no pudiese llevar a los rusos a la victoria; además, había aplicado su distinguido talento a un sistema de guerra de posiciones y de maniobras, mientras que el arte militar que conviene a los rusos es el ataque. Hacerlos retroceder, aunque sea por un cálculo discreto y bien fundado, es enfriar en ellos la impetuosidad, que constituye su fuerza. Los auspicios de la campafa eran, pues, tristísimos, y el silencio que acerca de este asunto se guardaba, aún más pavoroso.

Los ingleses insertan en sus papeles públicos noticia exacta de los heridos, prisioneros y muertos en cada batalla; noble candor de un Gobierno que es tan sincero con la nación como con el monarca, reconociendo a los dos el mismo derecho a saber el estado de los asuntos públicos. Paseábame yo con tristeza profunda por aquella hermosa ciudad de Petersburgo, que podía ser presa del vencedor. Cuando al caer de la tarde volvía de las islas y veía la cima dorada de la ciudadela brotar en los aires como un trazo de fuego, cuando vefa reflejados en el Neva los muelles de mármol y los palacios que le rodean, representábame yo tantas maravillas mancilladas por la arrogancia de un hombre, que iría a decir çomo Satán en la cumbre de la montaña: "Los reinos de la tierra son míos." Todo lo bello y bueno que había en San Petersburgo pareciame abocado a la destrucción, y no podía gozar de ello sin que me persiguiese tan doloroso pensamiento.

Fuf a visitar los establecimientos de educación fundados por la Emperatriz, y allí más que en los palacios, redoblaba mi ansiedad; porque basta que el hálito de la tiranía de Bonaparte se acerque a las instituciones encaminadas al mejoramiento de la especie humana, para que su pureza se corrompa. El Instituto de Santa Catalina se compone de dos casas, y cada una alberga doscientas cincuenta doncellas nobles o burguesas, educadas allí con un esmero muy superior incluso al que las familias ricas podrían consagrar a sus hijos. El — orden y la elegancia imperan en los menores detalles del Instituto; los más puros sentimientos religiosos y morales presiden en el cultivo de las bellas artes. Las mujeres rusas tienen tanta gracia natural, que al entrar en la sala donde las educandas nos saludaron, no vi ni una sola que no pusiera en aquella reverencia cuanta cortesía y modestia pueden expresarse en una acción tan y sencilla. Invitáronlas a lucir sus talentos delante de mí, y una de ellas, que sabía de memoria tro zos de los mejores escritores franceses, recitó algunas de las páginas más elocuentes de mi padre, en su Curso de moral religiosa. Esta delicada atención fué sugerida acaso por la misma Emperatriz. Sentí emoción vivísima al escuchar unos pensamientos que desde hacía tantos años no tenían más asilo que mi corazón. En los países libres de la opresión de Bonaparte, comienza la posteridad a hacer justicia a los que hasta en la tumba fueron víctimas de las calumnias imperiales. Las educandas del Instituto de Santa Catalina cantahan a coro unos salmos antes de sentarse a comer; aquellas voces, numerosas, dulces y puras, me causaron un enternecimiento mezclado de amargura. Qué estragos haría la guerra en aquellas pacíficas fundaciones? ¿ Adónde irían las pobres palomas huyendo de las armas del vencedor? Después de la comida, reuniéronse las muchachas en una magnífica sala, donde bailaron todas juntas. La belleza de sus facciones no tenía nada de particular, pero su gracia era extraordinaria; son hijas de Oriente, con toda la decencia que las costumbres cristianas han difundido entre las mujeres. Primero ejecutaron una danza antigua, con la música de ¡Viva Enrique IV, viva el rey valiente! 1 Cuán distantes de nuestra época los tiempos evocados por esa canción! Dos niñas de diez años, de cara redonda, terminaron el baile con un paso ruso; este baile tiene a veces el carácter voluptuoso del amor; pero, ejecutado por unas niñas, la inocencia de la edad se mezciaba a la originalidad nacional. Es indecible el interés que despertaban aquellas gracias amables, cultivadas por la mano delicada y generosa de una mujer y soberana.

También están bajo la inspección de la Emperatriz un Instituto para ciegos y otro para sordomudos. El Emperador, por su lado, pone mucha atención en la Escuela de cadetes, dirigida por un hombre de espíritu superior, el general Klinger. Todas estas fundaciones. son muy útiles; pero podría reprochárseles su excesivo. esplendor.

Al menos sería de desear que en diversas localidades del Imperio se fundaran, no escuelas tan magníficas, sino establecimientos que diesen al pueblo conocimientos elementales. En Rusia todo ha comenzado por el lujo, y la cúspide ha precedido, por decirlo así, a los cimientos. Sólo hay en Rusia dos grandes ciudades: Petersburgo y Moscou; las otras no merecen apenas ser citadas; están, además, separadas por distancias enormes; los mismos castillos de los grandes señores están tan apartados unos de otros, que los propietarios apenas pueden comunicarse. En fin, la población del Imperio está tan diseminada, que difícilmente los conocimientos de los unos pueden ser útiles a los otros. Los campesinos hacen sus cuentas valiéndose de una máquina de calcular, y hasta los empleados de correos siguen ese método. Los popes griegos saben mucho menos que los curas católicos, y sobre todo que los ministros protestantes; de manera que en Rusia el clero no sirve para instruir al pueblo, como en otros países de Europa. El lazo nacional consiste en la religión y en el patriotismo; pero falta un foco de cultura, cuyos rayos se esparzan por todo el Imperio; las dos capitales no pueden aún comunicar a las provincias su caudal literario y artístico. Si Rusia hubiera podido gozar de paz, sus adelantos en todo orden hubiesen sido grandes bajo el reinado bienhechor de Alejandro. Pero ¿quién sabe si la regeneración de las naciones no se funda precisamente en virtudes como las que esta guerra suscita?

Hasta el presente, los rusos sólo han tenido hombres de genio en la carrera militar; en las demás artes sólo son imitadores; bien es verdad que la imprenta tampoco entró en Rusia hasta hace ciento veinte años. Los demás pueblos europeos se han civilizado casi simultáneamente, y han mezclado a su genio natural los conocimientos adquiridos; en los rusos no se ha producido aún esa mezcla. Lo mismo que dos ríos, después de su confluencia, corren por el mismo cauce sin confundir sus aguas, la naturaleza y la civilización se han reunido en los rusos, sin identificarse una con otra; y, según las circunstancias, un mismo hombre os parece tan pronto un europeo, rigurosamente sujeto a las formas sociales, como un esclavón impulsado por las más desenfrenadas pasiones. Arribarán al genio en las be29 llas artes, y sobre todo en la literatura, cuando encuentran el modo de expresar con el lenguaje su natural verdadero, del mismo modo que lo expresan con sus acciones.

He visto representar una tragedia rusa, cuyo asunto era la liberación de los moscovitas cuando rechazaron a los tártaros hasta más allá de Kazán. El príncipe de Smolensk aparecía vestido con el traje antiguo de los boyardos, y. el ejército tártaro se denominaba la Horda dorada. La obra estaba compuesta casi por entero segúm las reglas de la dramaturgia francesa; el ritmo de los versos, la declamación, el corte de las escenas, todo era francés; una sola situación se inspiraba en las costumbres rusas: el profundo terror que inspiraba a una muchacha la amenaza de la maldición paterna. La autoridad del padre es casi tan fuerte en el pueblo ruso como en China, y la verdadera savia nacional hay que buscarla en el pueblo. La buena sociedad de todos los países se parece; el mundo elegante es muy poco adecuado para suministrar asuntos de tragedia. Entre los que se leen en la historia de Rusia, uno me impresionó sobremanera, Iván el Terrible, siendo ya viejo, sitiaba a Novogorod. Los boyardos, viéndole débil, le preguntaron' si no querría confiar a su hijo el mando del asalto. Su furor al oír esta proposición fué tan grande, que con nada se le pudo calmar; su hijo se prosternó a sus plantas; Iván le rechazó con un golpe tan violento, que el infortunado príncipe murió a los dos días. Entonces el padre, desesperado, no quiso ocuparse ya más de la guerra ni del Poder, y sobrevivió muy pocos meses a su hijo. Esta rebeldía de un déspota viejo contra la marcha del tiempo es grande y solemne; el enternecimiento que en aquella alma feroz sucede al furor, nos muestra al hombre tal como sale de las manos de la naturaleza, tan pronto irritado por el egoísmo como retenido por el afecto.

Una ley rusa imponía la misma pena al que mutilaba el brazo de un hombre que a su matador.

En efecto, en Rusia el hombre vale sobre todo por su fuerza militar; los demás modos de energía sólo se aprecian en virtud de instituciones y costumbres no desenvueltas aún en Rusia. Las mujeres, sin embargo, parecían penetradas, en Petersburgo, de aquel sentimiento del honor patrio, que constituye la fuerza moral de un Estado.

La princesa Dolgoruki, la baronesa de Strogonoff y otras varias, sabían ya que una parte de su fortuna había padecido gravemente por la devastación de la provincia de Smolensk, y no parecían pensar en ello más que para animar a sus iguales a sacrificarlo también todo. La princesa Dolgoruki me contó que un anciano de luenga barba, encaramado en un altozano que domina a Smolensk, decía llorando a su nieto que tenía en las rodillas: "Hijo mío, en otros tiempos, los rusos iban a ganar batallas a los confines de Europa; ahora vienen los extranjeros a atacarnos 1 " 1 !

en nuestra casa." Este dolor del viejo no fué inútil; pronto veremos cuán caras se han pagado esas lágrimas.