Diez años de destierro/Parte II/XIV

CAPITULO XIV

Moscou.

Unas cúpulas doradas anuncian desde lejos Moscou; sin embargo, como la región circundante es llana, igual que toda Rusia, se llega a la gran ciudad sin que su extensión nos impresione. Alguien decía, con razón, que Moscou es una provincia más bien que una ciudad. Vense en ella, en efecto, cabañas, casas, palacios, un bazar como los de Oriente, iglesias, establecimientos públicos, estanques, bosques y parques. La diversidad de costumbres y de naciones de que se compone Rusia se manifiesta en aquel vasto recinto. ¿Queréis, me decían, comprar chales de cachemira en el barrio tártaro? ¿Habéis visto la ciudad china? Asia y Europa se juntaban en la inmensa ciudad. Gozábase en ella más libertad que en Petersburgo, donde la corte tiene que ejercer necesariamente mucha influencia. Los grandes señores establecidos en Moscou no intrigaban para obtener cargos públicos; pero demostraban su patriotismo con inmensos donativos al Estado, ya para establecimientos públicos en tiempos de paz, ya como subsidios durante la guerra. Las colosales fortunas de los grandes señores rusos se emplean en formar colecciones de todo género, en empresas y fiestas copiadas de las Mil y una noches, y se pierden también con frecuencia por las desenfrenadas pasiones de sus poseedores. Cuando llegué a Moscou sólo se hablaba de los sacrificios que se hacían para la guerra. El joven conde de Momonoff levantó un regimiento para el Estado, y quiso servir en él tan sólo como subteniente; la condesa Orloff, amable y con una fortuna asiáti.ca, donaba la cuarta parte de sus rentas. Al pasar delante de aquellos palacios rodeados de jardines, donde el espacio se prodiga, en el interior de una ciudad, tanto como en otras partes en el campo, decíanme que el dueño de una de aquellas soberbias viviendas acababa de dar mil campesinos al Estado, y tal otro, doscientos. Costábame trabajo aceptar la expresión dar hombres; pero los mismos campesinos ofrecíanse con ardor, y sus señores eran en esta guerra los intérpretes de sus sentimientos.

En cuanto un ruso es soldado, le cortan la barba, y desde tal momento es libre. Queríase que fuesen también considerados libres cuantos sirvieran en la milicia; pero entonces la nación entera se hubiese libertado, porque el alzamiento fué casi en masa. Es de esperar que la liberación tan deseada se realice sin sacudidas; pero mientras tanto valdría más que todos conservasen la barba, porque da mucha fuerza y vigor a la fisonomía. Los rusos de luenga barba no pasan nunca por delante de una iglesia sin hacer la señal de la cruz; su confianza en las imágenes visibles de la religión es conmovedora. Sus iglesias llevan el, sello de ese amor al lujo que los rusos deben al Asia; los ornamentos son de oro, plata y rubíes.

Digited Dícese que un hombre propuso en Rusia componer un alfabeto con piedras preciosas y escribir así la Biblia; quien tal propuso conocía muy bien la mejor manera de interesar en la lectura la imaginación de los rusos, la cual no ha mostrado, por lo menos hasta ahora, propensión a las artes ni a la poesía. Los rusos llegan con mucha rapidez en todas las cosas hasta un cierto límite, que ya no rebasan. Los primeros pasos se dan por impulso irreflexivo; continuarlos es obra de la reflexión; los rusos no tienen nada de pueblo del norte, y su capacidad de meditación es hasta ahora muy escasa.

Algunos de los palacios de Moscou son de madera, como de construcción más rápida, para que la natural inconstancia de la nación en todo lo que no es religioso o patriótico pueda satisfacerse cambiando fácilmente de vivienda. Varios de estos hermosos edificios se construyeron sólo para una fiesta; destinados a brillar un solo día, la riqueza del decorado les ha hecho durar hasta esta época de destrucción universal. Gran número de casas están pintadas de verde, de amarillo o de rosa, y esculpidas menudamente.

El Kremlin, ciudadela donde los Emperadores de Rusia se defendían contra los tártaros, está rodeado de una elevada muralla almenada, con torrecillas en los flancos, que, por la singularidad de sus formas, recuerdan más a los alminares turcos que a las fortalezas usadas en Occidente.

Aunque el aspecto exterior de los edificios de la ciudad fuese oriental, la huella del cristianismo reaparecía en las múltiples y muy veneradas iglesias que a cada paso atraían la atención. Moscou hacía pensar en Roma, no porque los monumentos fuesen del mismo estilo, sino porque la contigüidad de magnificos palacios y campiñas solitarias, la grandeza de la ciudad y el infinito número de templos, dan a la Roma asiática cierto parecido con la Roma europea.

En los primeros días de Agosto visité el interior del Kremlin; llegué por la misma escalera que el Emperador Alejandro había subido pocos días antes rodeado de una multitud inmensa que le bendecía y le prometía defender el imperio a toda costa. El pueblo ha cumplido su palabra. Me franquearon primero las salas donde se guardaban las armas de los antiguos guerreros de Rusia; los arsenales de este género son más interesantes en los otros países de Europa. Los rusos no participaron en la vida caballeresca medioeval ni se mezclaron en las cruzadas. En constante guerra con tártaros, polacos y turcos, su espíritu militar se formó en medio de las atrocidades de todo género que llevaba consigo la barbarie de los pueblos asiáticos y la de los tiranos que gobernaban a Rusia. Durante muchos siglos, brilló en este país, no el valor generoso de un Bayardo o de un Percy, sino la valentía fanática e intrépida. En las relaciones sociales, tan nuevas para — ellos, no se distinguen los rusos por el espíritu caballeresco, tal como lo entienden los pueblos occidentales; pero siempre han sido terribles con sus enemigos. Tales degollinas se han visto en Rusia antes y después del reinado de Pedro el Grande, que la moralidad de la nación, y, sobre todo, la de los grandes señores, tiene que haberse resentido mucho. Los Gobiernos despóticos, cuya única limitación es el asesinato del déspota, acaban por arruinar en la mente de los hombres las nociones de honor y de deber; pero el amor a la patria y la fidelidad a las creencias religiosas han conservado la plenitud de su fuerza en medio de una historia tan sangrienta; nación que posee tales virtudes puede asombrar al mundo.

Desde el antiguo arsenal fuf a visitar los aposentos ocupados antaño por los Zares, donde se guardan las vestiduras que llevaban en la cere monia de la coronación. Tales aposentos no tienen mérito alguno; pero concuerdan muy bien con la vida dura que llevaban y llevan aún los Zares.

Esplendorosa es la magnificencia del palacio de Alejandro; pero el Emperador duerme en tosco lecho y viaja como un oficial cosaco.

En el Kremlin me enseñaron el doble trono que en un principio ocupaban juntos Pedro I y su hermano Ivan. La princesa Soffa, su hermana, colocábase detrás de Ivan y le apuntaba lo que tenía que decir; esta fuerza postiza no resistió mucho tiempo a la fuerza nativa de Pedro I, que a poco reinaba solo. Desde su reinado dejaron los Zares de llevar la vestimenta asiática. La gran peluca del siglo de Luis XIV fué introducida en Rusia por Pedro I, y, sin menoscabo de la admiración que este grande hombre inspira, hay no sé qué desagradable contraste entre la ferocidad de su genio y la regularidad ceremoniosa de su vestido. Tuvo razón al desarraigar, en cuanto estuvo de su parte, las costumbres orientales de su nación? ¿La tuvo para colocar la capital al Norte y en un extremo de su imperio? Esta importante cuestión aún no está resuelta; a tan vastos pensamientos, sólo los siglos pueden ponerles un digne comentario.

Subí a la torre de la catedral, llamada Ivan—Veliki, desde donde se domina la ciudad; desde allí veía el palacio de los Zares, que conquistaron con sus armas las coronas de Kazan, de Astrakán y de Siberia. Ofa los cánticos de la iglesia, en que el católico príncipe de Georgia oficiaba en medio de los habitantes de Moscou, formando una unión cristiana de Asia y Europa. Mil quinientas iglesias atestiguaban la devoción del pueblo moscovita.

Los establecimientos comerciales de Moscou tenían carácter asiático; hombres con turbante, vestidos otros con la variedad de trajes del Oriente, mostraban las más raras mercancías; las pieles de Siberia y los tejidos de la India brindaban los placeres del lujo a esos grandes señores cuya imaginación se deleita con las cibelinas de los samoyedos y con los rubíes de los persas. Aquí, el jardín y el palacio Rosamuski encerraban una magnifica colección de plantas y minerales; más DIZ AÑOa 15 allá estaba la hermosa biblioteca que el conde de Buterlin tardó treinta años en reunir; entre sus libros había algunos anotados por el propio Pedro I. Este grande hombre no sospechó que la misma civilización europea, tan envidiada, iría a devastar los establecimientos de instrucción pública que él fundó en el corazón de su imperio para dar fijeza, mediante el estudio, al espíritu inquieto de los rusos.

Más lejos estaba la Inclusa, una de las instituciones más conmovedoras de Europa; en cada barrio de la ciudad había notables hospitales para todas las clases de la sociedad; en fin, por doquiera se mostraban la beneficencia y las riquezas; no se veían más que edificios de lujo o de caridad, iglesias o palacios, construídos para el bienestar y esplendor de una vasta porción de la especie humana. Veía también el curso sinuoso del Moskowa, río que desde la última invasión de los tártaros no había recibido una gota de sangre en sus ondas. El día era espléndido; el sol parecía recrearse en derramar sus rayos sobre las cúpulas resplandecientes. Pensé en el anciano arzobispo Platón, que acababa de escribir al Emperador Ale jandro una carta pastoral, cuyo estilo oriental me había conmovido profundamente; desde los confines de Europa, el arzobispo enviaba una imagen de la Virgen para conjurar, lejos de Asia, al hombre que quería echar sobre los rusos el peso de todas las naciones que había ido encadenando a su paso. Por un momento, pensé que Napoleón !

podría pasearse por la misma torre desde donde admiraba yo la ciudad que iba a destruir con su presencia; un momento consideré con qué orgullo reemplazaría Napoleón en el palacio de los Zares al jefe de la gran horda que también logró en otro tiempo apoderarse de él; pero la hermosura del cielo disipó mi temor. Un mes más tarde, la espléndida ciudad estaba hecha ceniza, para que pudiera decirse que todo país aliado una vez con aquel hombre sería arrasado por el fuego de que a su antojo dispone. ¡Pero los rusos y su monarca han rescatado con creces aquel error! El mismo infortunio de Moscou ha regenerado al imperio; la ciudad religiosa ha perecido como un mártir, cuya sangre, al verterse, da fuerzas nuevas a los hermanos que le sobreviven.

El famoso conde Rostopschin, de cuyo nombre están llenos los Boletines del Emperador, fué a visitarme y me invitó a comer en su casa. Había sido ministro de Negocios Extranjeros de Pablo I; su conversación era, original, y fácilmente se adivinaba que su carácter se mostraría con mucho vigor en cuanto las circunstancias lo reclamasen.

La condesa Rostopschin tuvo a bien regalarme un libro que había escrito sobre el triunfo de la Religión, de estilo tan puro como su moral. Fuí a visitar a la condesa en su posesión, dentro de Moscou; para llegar a su casa había que atravesar un lago y un bosque; el propio conde Rostopschin puso fuego a esta casa, una de las residencias más agradables de Rusia, al acercarse el ejército francés. Un hecho semejante debería despertar cierta admiración, aún entre los enemigos. Sin embargo, el Emperador Napoleón ha comparado a Rostopschin con Marat, olvidando que el gobernador de Moscou sacrificaba sus propios intereses, y que Marat incendiaba las casas ajenas; lo que no deja de ser un poco diferente. Hubiera podido reprocharse al conde Rostopschin haber ocultado demasiado tiempo las malas noticias del ejército, ya porque se engañase a sí mismo, ya porque creyese necesario engañar a los demás.

Los ingleses, con la admirable rectitud que distingue todos sus actos, dan cuenta de sus reveses tan verídicamente como de sus triunfos, y el entusiasmo se sostiene en ellos por la fuerza de la verdad, sea la que fuere. Los rusos no pueden aún llegar a esta perfección moral, resultado de una constitución libre.

Ninguna nación civilizada tiene tanto de salvaje como el pueblo ruso; y cuando los grandes tienen energía, se aproximan también a los defectos y cualidades de la naturaleza primitiva y sin freno. Mucho se ha alabado la famosa frase de Diderot: "Los rusos se pudren antes de madurar." No conozco nada más falso; sus mismos vicios, con raras excepciones, no nacen de la corrupción, sino de la violencia. "Un deseo rusodecía un hombre superior—haría volar una ciudad." El furor y la astucia los dominan alternativamente cuando quieren cumplir un propósito cualquiera, malo o bueno. Su naturaleza no se ha modificado por la civilización improvisada que les dió Pedro I; hasta ahora sólo ha modificado sus modales; afortunadamente para ellos, siguen siendo lo que llamamos unos bárbaros; es decir, gente guiada por un instinto a menudo generoso, siempre involuntario, que no admite reflexión más que en la elección de los medios, no en el examen del fin; al decir afortunadamente para ellos, no pretendo ensalzar la barbarie; lo que hago es designar con ese nombre cierta energía primitiva, única que en las nacionese puede sustituir a la fuerza concentrada de la libertad.

Conocí en Moscou a hombres muy versados en ciencias y letras; pero allí, como en Petersburgo, casi todos los empleos de profesor están desempeñados por alemanes. En Rusia hay gran escasez de hombres instruídos, en cualquier ramo de que se trate; la mayor parte de los jóvenes no van a la Universidad más que para entrar con mayor rapidez en la carrera militar. En Rusia, los empleos civiles confieren una categoría correspondiente a un grado en el ejército; el espíritu de la nación propende enteramente a la guerra; en todo lo demás, administración, economía política, instrucción pública, etc., los otros pueblos de Europa son hasta ahora superiores a Rusia. Sin embargo, los rusos comienzan a ejercitarse en la literatura; la dulzura y sonoridad de su lengua son notables, aún para los que no la comprenden; debe de ser muy apropiada para el canto y la poesía. Pero los rusos, con otros pueblos del Continente, cometen el error de imitar la literatura francesa, que, por sus mismas cualidades, sólo cuadra a los franceses. Me parece que los rusos deberían derivar sus estudios literarios de los griegos más que de los latinos. Los caracteres del alfabeto ruso, tan semejantes a los del griego, las antiguas relaciones de los rusos con el imperio de Bizancio, sus destinos futuros, que tal vez los llevarán hacia los ilustres monumentos de Atenas y de Esparta, son razones que deben inclinar a los rusos al estudio del griego; pero, sobre todo, hace falta que sus escritores beban la poesía en lo más íntimo y profundo de su alma. Hasta ahora sus obras no pasan, por decirlo así, de sus labios; una nación tan vehemente como ésta no se conmoverá con tan débiles acordes.