Diez años de destierro/Parte II/XIII
CAPITULO XIII
Aspecto del país.—Carácter del pueblo ruso.
Estaba yo cada vez más cerca de Moscou, y nada me anunciaba la proximidad de una capital.
Las aldeas de madera seguían estando muy distantes unas de otras; ni era mayor el movimiento de las vastas planicies llamadas carreteras, ni aumentaba el ruido; tampoco las casas de campo eran muy numerosas; hay en Rusia tanto espacio que todo se dispersa en él, las viviendas y las poblaciones. Diríase que se atraviesa un país cuyos habitantes acaban de marcharse. La falta de pájaros aumenta el silencio; los rebaños son también raros, o, por lo menos, están a gran distancia del camino. Todo desaparece en aquella extensión, excepto la extensión misma, que persigue a la imaginación, como ciertas ideas metafísicas de que la mente no puede desembarazarse una vez que hacen presa en ella.
Al atardecer de un día muy caluroso, víspera de mi llegada a Moscou, detúveme en una pradera muy agradable; unas labradoras, vestidas con los pintorescos trajes del país, volvían del trabajo cantando esas canciones de Ukrania, cuyas palabras ensalzan el amor ye la libertad, con dejos de melancolía y añoranza. Las rogué que bailaran, y accedieron. No he visto nada más gracioso que estas danzas del país; poseen toda la originalidad que la naturaleza presta a las bellas artes; adviértese en ellas una voluptuosidad recatada; las bayaderas de la India deben de tener algo semejante a esta mezcla de indolencia y vivacidad, encanto de la danza rusa. La indolencia y la vivacidad denotan el ensueño y la pasión, dos elementos del carácter ruso no modelados ni domados todavía por la civilización. Me impresionó la dulce alegría de las campesinas, como, en grados diferentes, la de la mayor parte de la gente del pueblo con quien había tratado en Rusia.
Comprendo que han de ser terribles cuando se exciten sus pasiones; como carecen de instrucción, no saben dominar su violencia. Por lo mismo que son ignorantes, tienen muy pocos principios de moral; el robo es muy frecuente en Rusia, pero también la hospitalidad; dan y quitan, según que en su fantasía hable la astucia y la generosidad, porque una y otra excitan la admiración de este pueblo. Este modo de ser se parece un poco al de los salvajes; pero creo que ahora las naciones europeas sólo tienen energía cuando son lo que se llama bárbaras, es decir, no ilustradas, o cuando son libres. Las naciones a quienes la civilización sólo ha enseñado a ser indiferentes a todo yugo, con tal de que su hogar no se perturbe; las naciones a quienes la civilización sólo ha enseñado a explicar la tiranía y a razonar la servidumbre, están destinadas a ser vencidas. A menudo me pongo a pensar en lo que serán ahora aquellos lugares de Rusia que yo vi tan en calma, lo que será de aquellas muchachas, de aquellos barbudos campesinos que seguían en paz la senda trazada por la Providencia; habrán muerto o habrán huído, porque ninguno se ha puesto al servicio del vencedor. Una cosa digna de notarse es el vigor del espíritu público en Rusia. La reputación de invencible que han dado a esta nación sus repetidos triunfos, la altivez natural de los grandes, el carácter abnegado del pueblo, la religión, de tan arraigado poderío, el odio a los extranjeros que Pedro I trató de extirpar, pero que alienta en el corazón de los rusos y se yergue en las ocasiones propicias, son causas que conjuntamente hacen de esta nación un pueblo muy enérgico. Algunas anécdotas aviesas de los reinados precedentes, los rusos entrampados en París y ciertas frases ingeniosas de Diderot, han hecho creer a los franceses que Rusia consiste en una corte corrompida, en unos oficiales palatinos y en un pueblo de esclavos; es un gran error. Es cierto que a una nación como ésta no se la conoce en circunstancias ordinarias, sino después de detenidísimo examen; pero cuando yo la observé, todo adquiría en ella gran realce; no puede contemplarse un país a una luz más favorable que la del infortunio arrostrado con valor. No me cansaré de repetir que esta nación presenta los contrastes más llamativos, procedentes acaso de la mezcla de la civilización europea y del carácter asiático.
La acogida de los rusos es tan afectuosa, que pudiera uno creerse ligado amistosamente con ellos desde el primer momento, y acaso al cabo de diez años no llega uno a estarlo todavía. El silencio ruso es cosa extraordinaria; versa únicamente sobre aquello que les inspira vivo interés. De todo lo demás hablan cuanto se quiera, pero su conversación prueba tan sólo su cortesía; jamás descubre sus sentimientos ni opiniones. Con frecuencia se les ha comparado a los franceses; esta comparación me parece la más falsa del mundo.
Su flexibilidad orgánica les facilita la imitación en toda cosa; son ingleses, franceses o alemanes en sus modales, cuando las circunstancias les incitan a ello; pero nunca dejan de ser rusos, es decir, impetuosos y reservados al mismo tiempo, más capaces de pasión que de amistad, más altivos que delicados, más devotos que virtuosos, más valientes que caballerescos, y de tal modo violentos en sus deseos, que nada les detiene cuando se trata de saciarlos. Son mucho más hospitalarios que los franceses; pero el trato social no consiste para ellos, como para nosotros, en reunirse varios hombres y mujeres de buen ingenio que se recrean conversando. Reúnense como quien va a una fiesta, para ver mucha gente, para gozar con los frutos y los productos raros de Europa y Asia, para oír músicas, para jugar; en fin, para entregarse a las vivas emociones suscitadas por los $ 218 objetos exteriores, más bien que a los deleites del ingenio y del alma; reservan la fuerza de su espíritu para la acción, y no para el trato social. Por lo demás, como son poco instruídos en general, las conversaciones serias no les divierten, y no empeñan su amor propio en brillar en ellas a fuerza de ingenio. La poesía, la elocuencia, la literatura no existen en Rusia; el lujo, el poderío y el valor son los principales objetos del orgullo y de la ambición; todas las otras maneras de distinguirse parecen aún vanas y afeminadas a esta nación.
Pero el pueblo es esclavo—se dirá, ¿cómo puede atribuírsele un carácter? Cierto; no necesito decir que todas las personas ilustradas desean que el pueblo ruso salga de ese estado, y quien acaso lo desea más es el Emperador Alejandro; pero esta esclavitud de Rusia no se parece en sus efectos a lo que nos imaginamos en Occidente; no hay aquí, como en el régimen feudal, unos vencedores que han impuesto su dura ley a los vencidos; las relaciones de los grandes con el pueblo se parecen más bien a lo que los antiguos llamaban la familia de los esclavos que al estado de los siervos entre los modernos. En Rusia no existe el tercer estado; esto es un grave inconveniente para el progreso de las letras y de las bellas artes, porque, de ordinario, en ese tercer estado es donde las luces se propagan; pero esa falta de intermediarios entre los grandes y el pueblo permite a unos y otros amarse más. La e distancia entre ambas clases parece mayor, porque no hay gradación entre los extremos; pero de hecho están más en contacto, porque no les separa una clase media. Esta organización social es completamente desfavorable para la ilustración de la clase elevada, pero no para la felicidad de la clase baja. Por lo demás, allí donde no hay Gobierno representativo, es decir, en los países donde aún el monarca decreta la ley que ha de ejecutar, los hombres están a menudo más envilecidos por el sacrificio de su razón y de su carácter que en este vasto imperio, donde unas cuantas ideas sencillas de religión y de patria mueven a una gran masa guiada por pocos je fes. La inmensa extensión del imperio ruso hace también que el despotismo de los grandes no pese en detalle sobre el pueblo; en fin, sobre todo, el espíritu religioso y militar dominan de tal modo en la nación, que bien pueden perdonarse muchos errores en consideración a esas dos grandes fuentes de bellas acciones. Un hombre de mucho ingenio decía que Rusia se parece a las obras de Shakespeare, donde todo lo que no es defectuoso es sublime, donde todo lo que no es sublime es defectuoso. Nada más justo que esta observación; pero en la gran crisis que sufría Rusia cuando yo la visité era fuerza admirar la enérgica resistencia y la resignación al sacrificio que manifesta ba la nación, y casi no se atrevería uno, al ver tales virtudes, a notar lo que en otras circunstancias hubiese parecido censurable.