Diez años de destierro/Parte II/XII
CAPITULO XII
Camino de Kiew a Moscou.
Unas novecientas verstas me separaban aún de Moscou. Mis cocheros rusos me llevaban como un relámpago, cantando canciones cuya letra era, según me dijeron, de elogio y de aliento para sus caballos. "Vamos, amigos míos—les decían. Ya nos conocemos; hay que ir de prisa." Este pueblo no me parece nada bárbaro; al contrario, sus modales tienen no sé qué elegancia y dulzura que no se encuentran en otros países. Jamás un cochero ruso pasa delante de una mujer, de cualquier edad o condición que sea, sin saludarla; la mujer le contesta con una inclinación de cabeza, siempre noble y graciosa. Un anciano que no lograba hacerse entender de mí, me mostró la tiety rra y después el cielo para indicarme que la una sería pronto para él el camino del otro. Bien sé que con razón puede objetárseme las grandes atrocidades en que abunda la historia de Rusia; pero, en primer lugar, creo que deben imputarse a los boyardos, depravados por el despotismo que ejercían o que sufrían, más bien que a la nación misma. Por otra parte, las disensiones políticas desnaturalizan en todas partes y en todos los tiempos el carácter nacional; nada tan deplorable en la historia como la serie de tiranos rusos, encumbrados y derrocados por el crimen; pero tal es la condición fatal del poder absoluto en la tierra. Los empleados civiles de rango inferior, cuantos fían su prosperidad a la astucia o a las intrigas, no se parecen en nada a los habitantes de la campiña, y me explico todo lo malo que se ha dicho y se diga de ellos; pero una nación guerrera hay que estudiarla en sus soldados, y en la clase de donde salen los soldados; es decir, en los campesinos, Aunque me llevaban con mucha rapidez, parecíame, por lo monótono del país, que no avanzaba. Llanuras arenosas, algunos bosques de abedules y aldeas muy distantes unas de otras, compuestas de casas de madera cortadas por el mismo patrón, era todo lo que veían mis ojos.
Sufría una desazón semejante a la pesadilla que nos sobrecoge algunas noches, cuando se nos figura andar, andar, sin adelantar un paso. Parecíame aquel país la imagen de lo infinito, y que para atravesarlo hacía falta la eternidad. A cada momento pasaban correos a velocidad increíble; iban sentados en un banco de madera atravesado en un carricoche tirado por dos caballos, y no se detenía por nada ni un segundo. Los vaivenes los hacían dar saltos a veces de dos pies de altura sobre el banco; pero caían de nuevo sobre él con asombrosa destreza, y se apresuraban a gritar ¡adelantel, en lengua rusa, con energía semejante a la de los franceses en día de batalla. La lengua esclavona posee una sonoridad particular; diría casi que tiene un timbre metálico; cuando los rusos pronuncian ciertas letras de su lengua, completamente distintas de las que componen los dialectos de Occidente, parece que se oye el tanido del bronce.
Veíamos pasar cuerpos de reserva, que se acercaban con premura al teatro de la guerra; los cosacos iban uno por uno al ejército, sin orden, sin uniforme, una gran lanza en la mano y con una especie de hopalanda grisácea, cuyo amplio capuchón se echaban por la cabeza. Yo me había formado una idea muy diferente de estos pueblos; habitan allende el Dniéper, y allí viven en salvaje independencia; pero en la guerra se dejan gobernar despóticamente. Lo habitual es que los más temibles ejércitos lleven magníficos uniformes, de brillantes colores. Los colores apagados con que se visten los cosacos infunden un pavor de otro género; diríase que son unos aparecidos que nos acometen.
A mitad de camino, entre Kiew y Moscou, los caballos comenzaron a escasear, porque estábamos ya cerca de los ejércitos. Temí ver interrumpido mi viaje precisamente en el instante en que más me urgía correr; cuando pasaba cinco o seis horas ante una casa de postas, puesto que rara vez había un aposento en que se pudiese entrar, pensaba estremecida en el ejército que podía darme alcance en aquel extremo de Europa, poniéndome en una situación trágica y ridícula a la vez; tal ocurre siempre que una empresa como la mía fracasa; como las circunstancias que me forzaron a emprenderla eran generalmente ignoradas, la gente se hubiera preguntado el por qué del abandono de mi casa, bien que convertida en cárcel, y personas de muy buena intención no hubieran dejado de decir, con aire compungido, que era mucha desgracia la mía; pero que me hubiese estado mejor no emprender aquel viaje. Si la tiranía no tuviese a favor suyo más que sus partidarios directos, no podría subsistir; lo asombroso, lo que denota más que nada la miseria humana, es que la mayoría de los hombres mediocres son esclavos de los acontecimientos; no tienen fuerza para elevarse sobre los hechos, y cuando el opresor triunfa y la víctima perece, se apresuran a justificar, no al tirano precisamente, sino al destino, de que es instrumento. La debilidad de la inteligencia y la del carácter son, sin duda, causa de este servilismo; pero hay también en el hombre cierto prurito de dar la razón al sino, cualquiera que sea, como un modo de vivir en paz con ély Alcancé por fin aquella parte de mi camino que me alejaba del teatro de la guerra, y llegué a las provincias de Orel y de Tula, de las que tanto han hablado los Boletines de ambos ejércitos. Me recibieron en estas ciudades con la más fina hospitalidad. Varios nobles de las cercanías vinieron a mi albergue a cumplimentarme por mis escritos, y confieso que me halagó descubrir que mi reputación literaria llegaba tan lejos de mi patria. La mujer del gobernador me recibió a la manera asiática, ofreciéndome sorbetes y rosas; su aposento estaba muy elegantemente adornado con instrumentos de música y cuadros. En Europa se ve por doquiera el contraste de la riqueza y de la mise ria; pero en Rusia, ni la una ni la otra se hacen, por decirlo así, notar. El pueblo no es pobre; los grandes saben, cuando llega el caso, llevar la misma vida que el pueblo; lo característico del país es la mezcla de las privaciones más duras y de los más refinados goces. Los mismos nobles, cuyas viviendas encierran las más brillantes creaciones del lujo de las diversas partes del mundo, se alimentan en sus viajes mucho peor que los campesinos franceses, y están hechos a soportar, no sólo en la guerra, sino en diversas circunstancias de la vida, una existencia física muy desagradable. El rigor del clima, y las ciénagas, selvas y desiertos que constituyen una gran parte del país, ponen al hombre en lucha con la naturaleza. Frutas y flores sólo se obtienen en las estufas; se cultivan muy poco las legumbres; vifias no hay en parte alguna. La manera habitual de vivir los campesinos en Francia no puede obstenerse en Rusia sin dispendios muy crecidos. Lo necesario es aquí un lujo; de suerte que cuando el lujo es imposible, hay que renunciar incluso a lo necesario. Lo que los ingleses llaman confort y nosotros comodidades, es apenas conocido en Rusia. La imaginación de los grandes señores rusos no se sacia con ninguna perfección; pero cuando les falta esa poesía de la riqueza, beben hidromiel, se acuestan en una tarima y viajan noche y día en un carrillo abierto, sin echar de menos el lujo a que pudiera creérseles acostumbrados. Gustan de la fortuna más por magnificencia que por los placeres que proporciona; también en esto se parecen a los orientales, que ejercen la hospitalidad con los extranjeros, los colman de presentes y desdeñian muy a menudo el bienestar habitual de su propia vida. Esta es una de las razones que explican el robusto ánimo con que los rusos han soportado la ruina que les ha acarreado el incendio de Moscou. Más habituados a la pompa exterior que al cuidado de la persona, no están ablandados por el lujo, y el sacrificio del dinero satisface su orgullo tanto o más que la magnificencia con que lo gastan. Lo característico de este pueblo es un no sé qué de gigantesco en todos los órdenes; en nada puede aplicársele las dimensiones ordinarias. No quiero decir con esto que carezca de estabilidad y de verdadera grandeza; pero la audacia y la imaginación de los rusos no tienen límites; todo en ellos es colosal más bien que proporcionado, audaz más bien que reflexivo, y si no logran su fin es porque lo rebasan.