Diez años de destierro/Parte II/XI
CAPITULO XI
Kiew Resuelta a proseguir mi viaje por Rusia, me dirigí a Kiew, principal ciudad de Ukrania, y en otro tiempo de toda Rusia, porque este imperio comenzó por establecer su capital al Sur. Los rusos tenían entonces relaciones continuas con los griegos establecidos en Constantinopla, y en general con los pueblos de Oriente, cuyas costumDiz
bres han tomado en muchas cosas. La Ukrania es un país fertilísimo, pero nada agradable; vense grandes llanuras de trigo que parecen cultivadas por manos invisibles, tan escasos son los habitantes y las viviendas. No hay que figurarse que las cercanías de Kiew, ni de la mayor parte de las que en Rusia llaman ciudades, recuerden en nada a las ciudades de Occidente; ni los caminos están mejor cuidados, ni hay casas de campo que anuncien una comarca más poblada. Al llegar a Kiew, lo primero que vi fué un cementerio; así supe que me hallaba cerca de una aglomeración humana. La mayor parte de las casas de Kiew parecen tiendas; desde lejos, la ciudad tiene aspecto de campamento; es fuerza creer que las viviendas ambulantes de los tártaros han servido de modelo para edificar estas casas de madera, que no parecen tampoco muy sólidas. Pocos días bastan para construirlas; frecuentes incendios las consumen, y los habitantes van al bosque en busca de una casa, como quien va al mercado a hacer provisiones para el invierno. Sin embargo, en medio de esas cabañas se alzan palacios, y, sobre todo, iglesias, cuyas cúpulas verdes y áureas fascinan la mirada. Al caer la tarde, el sol flecha con sus rayos los cimborrios brillantes, y sus destellos parecen los de una fiesta luminosa, y no arrancados a un edificio perenne.
Los rusos no pasan nunca ante una iglesia sin hacer la señal de la cruz; su luenga barba aumenta mucho la expresión religiosa de su fisonomía.ty Casi todos llevan una gran túnica azul ajustada al cuerpo por un cinturón rojo; también el vestido de las mujeres tiene algo de asiático, observándose en él un gusto por los colores vivos, propio de los países en que el sol es tan brillante que nos agrada hacer resaltar su esplendor en los objetos que alumbra. Me aficioné en poco tiempo a estos trajes orientales de tal modo, que no me gustaba ver a los rusos vestidos como los demás europeos; parecíame en estos casos que iban a entrar en la gran uniformidad del despotismo de Napoleón, que empieza por obsequiar a todas las naciones con la conscripción, después con los tributos de guerra y luego con el código Napoleón, para regir de igual manera naciones enteramente distintas.
El Dniéper, que los antiguos llamaban Borístenes, pasa por Kiew; la tradición del país afirma que un barquero, al atravesar el río, hallá sus aguas tan puras, que fundó una ciudad en la: margen. Son, en efecto, los ríos la mayor belleza natural de Rusia. Apenas si se encuentran arroyos, porque la arena obstruye su curso. No hay tampoco variedad de árboles; el triste abedul se repite sin cesar en aquella naturaleza de poca inventiva; y hasta echaría uno de menos las piedras; tanto fatiga no encontrar nunca colinas ni valles y avanzar siempre sin ver objetos nuevos. Los ríos descansan a la imaginación de esta fatiga; así los sacerdotes los bendicen. El Emperador, la Emperatriz y toda la Corte asisten a la ceremonia de la bendición del Neva, en el momento más crudo del invierno. Dícese que Vladimiro, en los comienzos del siglo XI, declaró sagradas las ondas del Borístenes, y que bastaba sumergirse en ellas para ser cristiano; como el bautismo de los griegos se hacía por inmersión, millares de hombres fueron al río a abjurar la idolatría. El mismo Vladimiro envió emisarios a diversos países para saber cuál religión le convenía más adoptar; se decidió por el culto griego, a causa de la pompa de sus ceremonias. Tal vez lo prefirió también por motivos más importantes, porque el culto griego, al excluir la supremacía del Papa, daba al soberano de Rusia el poder espiritual juntamente con el temporal.
La religión griega es por necesidad menos intolerante que el catolicismo: acusada de cismática, difícilmente podría quejarse de los herejes; así, todas las religiones están toleradas en Rusia, y desde las orillas del Don hasta las del Neva, la fraternidad patria reúne a los hombres, aunque las opiniones teológicas los separen. Los sacerdotes griegos se casan; los nobles casi nunca adoptan aquel estado; de ello resulta que el clero no tiene gran ascendiente político; influye sobre el pueblo, pero es muy sumiso al Empe rador.
Las ceremonias del culto griego son, por lo menos, tan bellas como las del católico; los cánticos de iglesia son arrebatadores; es un culto en que todo lleva al ensueño; hay en él no sé qué de poético y de conmovedor; pero me parece más apto para cautivar la imaginación que para dirigir la conducta. Al salir el sacerdote del santuario donde está encerrado mientras comulga, diríase que se abren las puertas de la luz; la nube de incienso que le rodea, la plata, el oro y la pedrería que brillan en sus vestiduras y en la iglesia, parecen venir del país donde se adoraba al sol. El recogimiento que inspira la arquitectura gótica en Alemania, en Francia y en Inglaterra, no puede compararse en nada al efecto de las iglesias griegas, más parecidas a las mezquitas de los turcos y de los árabes que a nuestros templos. Que nadie espere encontrar en ellas, como en Italia, la pompa de las bellas artes; su ornamento más notable son las vírgenes y los santos coronados de diamantes y de rubíes. La magnificencia es lo característico de Rusia; estas bellezas no nacen del genio humano ni de los dones de la naturaleza.
El ceremonial de los matrimonios, de los bautizos y de los entierros es noble y conmovedor; encuéntranse en él algunas antiguas costumbres del paganismo griego; pero solamente las que, por no tocar en nada al dogma, pueden aumentar la impresión que causan las tres grandes escenas de la vida: el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Entre los campesinos rusos subsiste la costumbre de hablar al muerto antes de separarse para siempre de sus restos. "Por qué—le dicen—nos has abandonado? Eras desgraciado en este mundo? No era tu mujer hermosa y buena ? Entonces, ¿por qué la has dejado?" El muerto no responde nada, pero así se proclama ante los que aún la conservan el valor de la existencia.
Enseñan en Kiew unas catacumbas que recuerdan algo a las de Roma; a ellas acuden peregrinos desde. Kazán y otras ciudades limítrofes de Asia; pero estas peregrinaciones son menos penosas en Rusia que en ninguna otra parte, aunque las distancias sean mucho mayores. Este pueblo, por su carácter, no teme ni la fatiga ni los sufrimientos corporales; es una nación paciente y activa, jovial y melancólica. Vense reunidos en ella los contrastes más chocantes, y esto es lo que hace presagiar para la nación grandes cosas; porque, de ordinario, sólo los seres superiores poseen cualidades opuestas; las masas son, en su mayor parte, de un solo color.
En Kiew probé la hospitalidad rusa. El general Miloradowitsch, gobernador de la provincia, me colmó de amabilísimas atenciones; había sido ayudante de campo de Suvarow, y no era menos intrépido que él; acertó a aumentar mi confianza en los triunfos militares de Rusia. Había encontrado hasta aquel momento solamente oficiales de la escuela alemana, que no participaban en nada del carácter ruso. En el general Miloradowitsch vi un ruso verdadero, impetuoso, valiente, confiado, y no arrastrado en manera alguna por el espíritu de imitación, que a veces roba a sus compatriotas hasta el carácter nacional. Me contó algunos rasgos de Suvarow, que prueban que este hombre estudiaba mucho, aunque conservó siempre el instinto original que tiende al conocimiento inmediato de los hombres y de las cosas. Ocultaba sus estudios para herír más la imaginación de sus tropas, dándoselas en todo de inspirado.
Los rusos tienen, a mi parecer, mucha más semejanza con los pueblos del Mediodía, o más bien de Oriente, que con los del Norte. Lo que tienen de europeos se lo deben a los rusos de la corte, que es igual en todos los países; pero su naturaleza es oriental. El general Miloradowitsch me contó que un regimiento de kalmucos fué enviado de guarnición a Kiew, y un día el príncipe de estos kalmucos se le presentó confesándole que no podía soportar el vivir un invierno entero encerrado en la ciudad, y pidió permiso para acampar en el vecino bosque. No había modo de negarle un placer tan fácil, y se fué con sus tropas a vivir en la nieve, instalándose en los carromatos que les sirven también de chozas. Sobre poco más o menos, los soldados rusos soportan lo mismo las fatigas y los sufrimientos del clima que los de la guerra; todas las clases del pueblo sienten un desprecio por los obstáculos y los trabajos corporales, que puede conducirles a muy grandes cosas. Aquel príncipe kalmuco, a quien las casas de madera parecían en pleno invierno una vivienda demasiado refinada, regalaba diamantes en los bailes a las damas que le agradaban; como no podía hacerse entender de ellas, reemplazaba los cumplidos con regalos, como ocurre en la India by y en las calladas comarcas de Oriente, donde la palabra tiene menos fuerza que entre nosotros.
El general Miloradowitsch me invitó a un baile en casa de una princesa moldava. Sentí vivamente no poder ir; pero aquel era el día de mi partida.
Todos estos nombres de países exóticos, de naciones que apenas si son europeas, excitan singularmente la imaginación. En Rusia nos sentimos en la linde de otras tierras, cerca de ese Oriente, de donde han salido tantas creencias religiosas y que aún encierra en su seno increíbles tesoros de perseverancia y de reflexión.