Diez años de destierro/Parte II/X

CAPITULO X

Llegada a Rusia.

No estábamos muy habituados a considerar a Rusia como el Estado más libre de Europa; pero es tal el yugo que el Emperador de Francia hace pesar sobre todos los Estados del continente, que al entrar en un país donde no se siente la tiranía de Napoleón, parece que se llega a una República. Entré en Rusia el 14 de julio; este aniversario del primer día de la Revolución me impresionó por modo singular; así se cerraba para mí el ciclo de la historia de la Revolución de Francia, inaugurado el 14 de julio de 1789. Cuando la barrera que separa a Rusia de Austria se abrió para darme paso, juré que no volvería a poner los pies en un país sometido de algún modo al Emperador Napoleón. ¿Me permitirá este juramento volver a ver nunca la hermosa Francia ?

El primer hombre que me recibió en Rusia fué un francés, empleado antaño en las oficinas de mi padre; me habló de él con lágrimas en los ojos, y este nombre así pronunciado me pareció un buen augurio. En efecto, en el imperio ruso, tan falsamente llamado bárbaro, sólo he recibido impresiones dulces y nobles; ¡ojalá mi gratitud atraiga nuevas bendiciones sobre aquel pueblo y su soberano! En el momento de entrar yo en Rusia, el ejército francés había ya avanzado bastante en el territorio del imperio; sin embargo, ninguna persecución, ninguna molestia detuvieron ni un instante al extranjero peregrino; ni yo ni mis compañeros sabíamos una palabra de ruso; no hablábamos más que francés, la lengua de los enemigos que devastaban el imperio; por una desagradable casualidad, ni siquiera llevaba un criado que hablase ruso; y a no ser por un médico alemán el doctor Renner—, que con la generosidad mayor del mundo se prestó a servirnos de intérprete hasta Moscou, habríamos merecido en verdad el nombre de sordomudos que los rusos dan en su idioma a los extranjeros.

Pues bien; aun en esa situación, nuestro viaje hubiese sido fácil y seguro; ¡tan grande es la hospitalidad de los nobles y del pueblo rusos!

Desde nuestros primeros pasos supimos que el camino directo de Petersburgo estaba ya ocupado por los ejércitos, y que había que pasar por Moscou para llegar allá. Era un rodeo de doscientas leguas; pero ya habíamos dado otro de mil quinientas, y ahora me alegro de haber visto Moscou.

La Volhynia, primera provincia que teníamos que atravesar, forma parte de la Polonia rusa; es un país fértil, inundado de judíos como la Galitzia, pero mucho menos miserable. Me detuve en el castillo de un noble polaco, a quien iba recomendada; me aconsejó apresurar el viaje, porque los franceses marchaban sobre la Volhynia, y podían muy bien entrar allí antes de ocho días. Los polacos, en general, prefieren los rusos a los austriacos; los rusos y los polacos son de raza esclavona; han sido enemigos; pero se tienen mutua consideración, mientras que los alemanes, más adelantados que los esclavones en la civilización europea, no los hacen entera justicia.

Era fácil ver que los polacos en Volhynia no temían la llegada de los franceses; pero, aunque su opinión era conocida, no se les infligía esas perseDigited cuciones de detalle que no hacen más que excitar el odio sin contenerlo. De todos modos, el espectáculo de una nación sometida por otra era penoso; hacen falta varios siglos para que la unidad se consolide y para que los nombres de vencedor y vencido se borren.

En Gimotir, capital de Volhynia, me contaron que el ministro de Policía ruso había ido a Vilna con la misión oficial de preguntar el motivo de la agresión del Emperador Napoleón y de protestar en forma contra su entrada en el territorio de Rusia. Cuesta trabajo creer los innumerables sacrificios que el Emperador Alejandro ha hecho para mantener la paz. En efecto, lejos de poder acusar Napoleón al Emperador Alejandro de haber infringido el tratado de Tilsit, hubiera podido más bien reprochársele una fidelidad demasiado escrupulosa a un tratado tan funesto; era Alejandro quien hubiera tenido derecho a declarar la guerra a Napoleén por haber faltado el primero a lo convenido. En su conversación con el señor de Balasheff, ministro de Policía, el Emperador de Francia se entregó a esas inconcebibles indiscreciones que parecerían descuidos si no se supiera que le conviene aumentar el terror que inspira mostrándose superior a todo género de disimulo. "¿Creéis—dijo al señor de Balasheff—que a mi me importan esos polacos jacobinos?" Se asegura, en efecto, que existe una carta, dirigida hace varios años al señor de Romanzoff por uno de los ministros de Napoleón, en la que se propone borrar de los fastos europeos el nombre de Polonia y de los polacos. Es una desgracia para esta nación que el Emperador Alejandro no haya tomado el título de rey de Polonia y asociado la causa de este pueblo oprimido a la de todas las almas generosas. Napoleón preguntó a uno de sus generales, delante del señor de Balasheff, si había estado alguna vez en Moscou y cómo era aquella ciudad; el general dijo que le parecía un poblachón más que una capital. "Y cuántas iglesias tiene?"—continuó el Emperador. "Unas mil seiscientas" le respondieron. "Es inconcebiblerepuso Napoleón— en una época en que nadie es religioso." "Perdón, Señor—dijo el señor de Balasheff, los rusos y los españoles lo son todavía." Admirable respuesta, que presagiaba, así era de esperar, que los moscovitas serían los castellanos del Norte.

Entretanto, el ejército francés progresaba rápidamente, y hay tal costumbre de ver a los franceses triunfar de todo en el exterior, aunque en su país no sepan resistir a ningún yugo, que con razón temí encontrármelos en el mismo camino de Moscou. Extraña suerte la mía: tener que huir de los franceses, entre quienes he nacido, que han llevado a mi padre en triunfo, y huir de ellos hasta los confines de Asia. Pero, en fin, ¿cuál es el destino, grande o. pequeño, que el hombre, nacido para humillar al hombre, no puede derrocar? Crei que tendría que llegar hasta Odessa, ciudad que ha prosperado bajo la administración ilustrada del duque de Richelieu, para ir desde allí a Constantinopla y a Grecia; me consolaba de un viaje tan largo, pensando en el poema sobre Ricardo Corazón de León que me propongo escribir, si mi vida y mi salud lo permiten. Es un poema destinado a pintar las costumbres y la naturaleza de Oriente, y a consagrar una gran época de la historia inglesa, aquella en que el entusiasmo por las Cruzadas reemplazó al entusiasmo por la libertad. Pero como no se puede pintar más que lo que se ha visto, como tampoco se puede expresar más que lo que se ha sentido, tengo que ir a Constantinopla. a Siria y a Sicilia para seguir las huellas de Ricardo. Mis compañeros de viaje, midiendo mis fuerzas mejor que yo, me disuadieron de tal propósito y me aseguraron que, dándome prisa, podía ir por la posta con más rapidez que el ejército. En efecto, no tuve mucho tiempo de sobra, como se verá.