Diez años de destierro/Parte II/VIII

CAPITULO VIII

Salida de Viena.

Obligada a escoger, me decidí por Galitzia, porque era camino del país que yo prefería, Rusia.

Tenía la persuasión de que, en marchándome de Viena, cesarían todas las molestias suscitadas, sin duda, por el Gobierno francés, y que, en todo caso, podría, si era necesario, ir desde Galitzia a Bucarest por Transilvania. La geografia de Europa, Didi zad 3 CHE € tal como Napoleón la ha rehecho, se aprende demasiado bien en la escuela del infortunio; los rodeos que hasta entonces llevaba dados para esquivar su poder eran casi de dos mil leguas, y al marcharme de Viena para huir de él, tenía que meterme por territorio asiático. Me puse, pues, en camino sin haber recibido el pasaporte de Rusia, esperando calmar así la inquietud que la Polieía subalterna de Viena sentía por la presencia de una persona desavenida con Napoleón. Rogué a uno de mis amigos que en cuanto llegara la respuesta de Rusia saliera a mi alcance, caminando día y noche, y emprendí el viaje. Hice mal en tomar esta decisión, porque en Viena me defendían mis amigos y la opinión pública; allí podía dirigirme fácilmente al Emperador o a su primer ministro; pero una vez confinada en una ciudad de provincia, tenía que habérmelas yo sola con la torpe maldad de un subalterno francés que quería adquirir méritos ante su Gobierno a costa mía; véase cómo se portó:

Detúveme unos días en Brunn, capital de la Moravia, donde estaba internado un coronel inglés, Mr. Mills, hombre bondadoso y amable como el que más, y, según la expresión inglesa, completamente inofensivo. Le trataban del peor modo posible, sin pretexto ni utilidad alguna. Pero el Ministerio austriaco cree, a lo que parece, que con sus persecuciones dará impresión de fuerza; los discretos no se dejan engañar con tan poco, y, como me decía un hombre de ingenio, su modo Dici: zad ty de gobernar, en materia de Policía, recuerda a los centinelas colocados en la ciudadela de Brunn, medio derruída; monta puntualmente la guardia en torno de unas ruinas. Apenas llegué a Brunn, me suscitaron todo género de dificultades acerca de mis pasaportes y de los de mis compañeros de viaje. Pedí permiso para enviar a mi hijo a Viena, con el fin de dar las explicaciones necesarias; pero me manifestaron que ni mi hijo ni yo podíamos volver atrás ni una legua. Ignoro si el Emperador de Austria o Metternich conocían tan necia conducta; pero todos los empleados del Gobierno en Brunn, con raras excepciones, tenían un miedo a las responsabilidades que cuadraba muy bien, a mi parecer, con el actual régimen de Francia; y es preciso reconocer, en descargo de los franceses, que su temor es disculpable, porque bajo el Emperador Napoleón se arriesga cuando menos el destierro, la prisión o la muerte.

El gobernador de Moravia, hombre por lo demás muy estimable, me comunicó la orden de atravesar Galitzia con la mayor rapidez posible, y la prohibición de detenerme más de veinticuatro horas en Lanzut, adonde tenía intención de ir.

Lanzut es una posesión de la princesa Lubomirska, hermana del príncipe Adán Czartorisky, mariscal de la Confederación polaca, sostenida por las tropas austriacas. La princesa Lubomirska gozaba de consideración general por sus prendas de carácter; sobre todo, por la generosidad con que empleaba su fortuna en obras benéficas; además, su adhesión a la Casa de Austria era conocida, y, aunque polaca, no participaba del espíritu de oposición que siempre ha existido en Polonia contra la dominación austriaca. El príncipe Enrique y la princesa Teresa, sobrinos suyos, de quienes tengo el honor de ser amiga, poseen brillantísimas y muy agradables cualidades; muy amantes de su patria polaca, era difícil imputarles como un crimen ese amor, precisamente cuando Austria enviaba al príncipe Schwarzenberg a la cabeza de 30.000 hombres, a batirse por la restauración de Polonia. ¿A qué extremo no puede llegar uno de esos desdichados principes, a quienes se dice a todas horas que deben acomodarse a las circunstancias ? Es lo mismo que proponerles gobernar con todos los vientos. La mayor parte de los gobernantes de Alemania envidian los triunfos de Bonaparte; atribuyen sus propias derrotas a exceso de honradez, cuando en realidad las deben a no haber sido bastante honrados. Si los alemanes, imitando a los españoles, hubiesen dicho: suceda lo que quiera, no soportaremos el yugo extranjero, serían aún una nación, y sus príncipes no se arrastrarían por las antecámaras, no ya del Emperador Napoleón, sino de todos a quienes ilumina un destello de su favor. El Emperador de Austria y su espiritual consorte llevan, sin duda, su situación con la dignidad posible; pero es una posición tan falsa la suya, que vale más no hablar de ella. Todos los actos del Gobierno austriaco en favor de la doDizd minación francesa proceden del miedo, y esta nueva musa inspira cantos muy tristes.

Intenté demostrar al gobernador de Moravia que si me empujaban así, con tanta cortesía, hacia la frontera, no sabría qué hacerme si el pasaporte ruso no llegaba, y me vería obligada, al no poder avanzar ni retroceder, a pasar mi vida en Brody, ciudad fronteriza entre Rusia y Austría, donde los judíos se han establecido para comerciar con ambos Imperios. "Todo eso es verdad me respondió el gobernador—; pero tengo esas órdenes." Desde hace algún tiempo, los Gobiernos propenden a someter a sus agentes civiles a la misma disciplina que los militares; nunca, o rara vez, se permite a estos últimos reflexionar; pero unos hombres responsables ante la ley, como son todos los funcionarios ingleses, no admitirían fácilmente que no pueda juzgarse las órdenes recibidas. ¿Y qué resulta de esa obediencía servil!

Si no tuviese más ídolo que un jefe supremo, podría acaso concebirse en una Monarquía absoluta; pero en ausencia del jefe supremo o de sus representantes, cualquier subalterno puede abusar a su antojo de esas medidas discrecionales de Policía, infernal descubrimiento de los Gobiernos arbitrarios, que la verdadera grandeza se negará sicmpre a usar.

Me puse en camino para Galitzia; confieso que esta vez mi abatimiento era completo; el espec tro de la tiranía me perseguía por doquiera; los alemanes, en otro tiempo tan honrados, estaban ahora depravados por la funesta y desigual alianza que parecía haber sido tan perniciosa para los súbditos como para el soberano. Creí que ya no había Europa sino más allá de los mares o de los Pirineos, y desesperé de hallar un asilo grato a mi alma. El espectáculo que ofrecía Galitzia no era muy a propósito para reanimar las esperanzas en el destino de la raza humana. Los austriacos no saben hacerse amar de los pueblos extranjeros que tienen sometidos. Lo primero que hicieron al dominar en Venecia fué prohibir el Carnaval, que era ya, por decirlo así, una institución; tanto tiempo hacía que se hablaba de él. Para gobernar una ciudad tan alegre se escogió a los hombres más rígidos de la Monarquía; por eso los pueblos del Sur prefieren ser saqueados por los franceses a ser regentados por los austriacos.

Los polacos aman a su patria como a un amigo infortunado; el país es triste y monótono; el pueblo, ignorante y perezoso; siempre han pedido libertad, pero nunca han sabido establecerla. Pero los polacos creen que deben y pueden gobernar a Polonia, y este sentimiento es muy natural. Sin embargo, la educación del pueblo está tan abandonada y tan ajeno es a toda clase de industrias, que los judíos son los amos del comercio, y compran a los campesinos toda la cosecha de un año a cambio de abastecerlos de aguardiente. La distancia entre los señores y los labradores es, tan grande, el lujo de los unos y la espantosa miseria de los otros ofrecen tan lastimoso contraste, que, probablemente, los austriacos han aportado leyes mejores que las que allí existían. Pero un pueblo altivo, y éste lo es en su miseria, no gusta de que le humillen ni aun para hacerle el bien, y los austriacos le han humillado. Han dividido Galitzia en círculos, y cada uno de estos círculos está mandado por un funcionario alemán; algunas veces ocupa este cargo un hombre distinguido; pero casi siempre es un bruto de ínfima categoría, que manda despóticamente a los más grandes señores de Polonia. La Policía, que ha sustituído al Tribunal secreto, autoriza las medidas más vejatorias. Imagínese lo que es confiar la Policía, es decir, lo más sutil y arbitrario del Gobierno, a las manos groseras del capitán de uno de esos círculos. En cada parada de Galitzia, tres clases de personas rodean el coche de los viajeros; los comerciantes judíos, los mendigos polacos y los espías alemanes. Parece que el país sólo está habitado por esas tres clases de hombres. Los mendigos, con sus luengas barbas. y su antigua vestidura sármata, inspiran profunda lástima; es verdad que si quisieran trabajar no se verían en ese estado; pero no se sabe si es orgullo o pereza lo que les hace desdeñar el cultivo de la tierra esclavizada.

Se tropieza en los caminos con procesiones de mujeres y hombres, que llevan el estandarte de la Cruz y cantan salmos; profunda expresión de tristeza reina en su semblante; y cuando recibían, no dinero, sino alimentos mejores que los acostumbrados, miraban al cielo con asombro, como si no se creyeran nacidos para gozar de tales dones. En Polonia, las gentes del pueblo tienen por costumbre besar las rodillas de los señores que encuentran; no se puede dar un paso en una aldea sin que las mujeres, los niños, los ancianos os saluden de este modo. Por medio de este cuadro de miseria, pasan a veces algunos hombres mal vestidos de frac: son los espías; espían la desgracia, único objeto que se presenta a sus ojos.

Los capitanes de los círculos negaban pasaportes a los señores polacos, temiendo que se vieran o que fuesen a Varsovia; obligaban a estos señores a presentarse cada ocho días, para comprobar su residencia. Los austriacos proclamaban así en todas las formas que sabían que Polonia los detestaba; dividían sus tropas en dos mitades: una, encargada de sostener en el exterior los intereses de Polonia, y otra que debía impedir a los polacos servir la misma causa en el interior. No creo que país alguno haya sufrido nunca Gobierno tan miserable, al menos en la parte política, como el que tenía entonces Galitzia; por ocultar este espectáculo se ponfan, según parece, tantas dificultades a los extranjeros para residir en el país y aun para cruzarlo.

Véase cómo se portó conmigo la Policía austriaca para acelerar mi viaje. Mi pasaporte tenía que ser visado por el capitán de cada uno de los círculos que iba yo atravesando, y de cada tres postas, una correspondía a la capital de un círculo. En las oficinas de Policía de estas ciudades esDidirzad ty taba expuesta al público la orden de vigilarme cuando pasara. Si no fuese una impertinencia sin igual tratar así a una mujer, y a una mujer perseguida por haber hecho justicia a Alemania, no habría más remedio que reírse de la enorme tontería de anunciar con letras mayúsculas órdenes policíacas cuya mayor fuerza estriba en el sigilo.

Esto me recordaba al señor de Sartines, que propuso vestir de librea a los espías. El inspirador de todas estas medidas rastreras no carece, según dicen, de cierto entendimiento; pero tiene tan vivos deseos de agradar al Gobierno francés, que ante todo busca la manera de ganar estos méritos lo más ostensiblemente que puede. Esta vigilancia pregonada se ejercía con igual agudeza que estaba concebida; un cabo o un agente, o los dos juntos, fumando una pipa, se acercaban a mirar el coche, y después de dar una vuelta alrededor se iban, sin dignarse siquiera decirme si encontraban el carruaje en buen estado; por lo menos, entonces hubieran servido de algo. Caminaba yo lentamente para esperar al pasaporte ruso, mi única salvación en tales circunstancias. Una mañana me desvíé del camino para visitar un castillo en ruinas. Para llegar a él pasé por caminos inconcebibles para quien no haya viajado por Polonia. Al atravesar con mi hijo una especie de desierto, pasó a caballo un hombre que me saludó en francés; cuando quise responderle, ya estaba lejos. No puedo expresar el efecto que me produjo este idioma familiar en un momento tan cruel.

¡Ah, cuán bien quistos serían los franceses si recobrasen la libertad! Ellos serían los primeros en despreciar a sus aliados de hoy. Me apeé en el patio del castillo derrumbado; el guarda, su mujer y sus hijos vinieron a besarme las rodillas. Valiéndome de un mal intérprete, les dije que conocía a la princesa Lubomirska; este nombre bastó para ganar su confianza; aunque me presentaba con un arreo menos que modesto, no pusieron en duda lo que les dije. Me abrieron una sala parecida a un encierro; en el momento de entrar llegó una mujer a quemar perfumes. No había allí pan blanco, ni carne; pero sí un exquisito vino de Hungría, y por doquiera veíanse restos de magnificencia junto a la mayor miseria. Este contraste abunda en Polonia; en las casas mismas donde reina una refinada elegancia, no hay camas. Todo parece esbozado en este país, y nada concluído; pero la bondad del pueblo y la generosidad de los grandes excede a toda ponderación; unos y otros se conmueven fácilmente por todo lo bueno y lo bello; los agentes de Austria parecen hombres de palo, comparados con una nación tan sensible.

Por fin llegó el pasaporte de Rusia, causándome tal alegría, que mi agradecimiento durará toda mi vida. Al mismo tiempo, mis amigos de Viena habían conseguido apartar de mí el maligno influjo de los que me atormentaban para agradar a Francia. Acaricié la idea de verme ya esta vez al abrigo de nuevos contratiempos; pero olvidaba que la circular ordenando a los capitanes de círculo que me vigilasen estaba vigente aún, y que la promesa de concluir con todos aquellos ridículos tormentos habíala recibido yo directamente del Ministerio. Creí poder realizar mi primer proyecto, deteniéndome en Lanzut, castillo de la princesa Lubomirska, muy famoso porque encierra cuanto el gusto y la magnificencia pueden apetecer. Me prometía ver de nuevo al príncipe Enrique Lubomirski, a cuyo trato y al de su encantadora mujer debía yo momentos muy agradables, pasados en Ginebra. Mi propósito era estar con ellos dos días y continuar con rapidez el viaje, pues por todas partes corría la noticia de haberse declarado la guerra entre Francia y Rusia. No veo claro qué amenaza para el reposo de Austria encerraría mi proyecto; asustarse de mis relaciones con los polacos era una idea descaminada, pues los polacos servían entonces a Bonaparte. Sin duda, lo repito, no puede confundirse a los polacos con los demás pueblos tributarios de Francia; es espantoso no poder esperar la libertad más que de un déspota, y no aguardar la independencia de la propia nación, sino de la esclavitud del resto de Europa; pero, en fin, en la causa polaca, el ministerio austriaco era más sospechoso que yo, porque enviaba tropas para defenderla, y yo consagraba mis pobres fuerzas a proclamar la justicia de la causa europea, defendida entonces por Rusia. Por lo demás, el ministerio austriaco y los Gobiernos aliados de Bonaparte no saben ya lo que es una opinión, una conciencia, un afecto; la inconsecuencia de su propia conducta y el arte con que la diplomacia de Napoleón los agarrota, no les han dejado más que una idea clara: la de la fuerza, y hacen cuanto pueden por complacerle.