Diez años de destierro/Parte II/VII

CAPITULO VII

Estancia en Viena.

Llegué felizmente a Viena el ó de junio, dos horas antes de salir un correo que el conde de Stackelberg, embajador de Rusia, enviaba a Wilna, donde estaba a la sazón el Emperador Alejandro. El conde de Stackelberg se portó conmigo con la noble delicadeza que es uno de los rasgos más salientes de su carácter, y despachó aquel correo con la petición de mi pasaporte, asegurándome que dentro de tres semanas podía tener ya la respuesta. Tenía yo que buscar un sitio donde pasar aquellas tres semanas; mis amigos austriacos, que me habían recibido con gran amabilidad, me aseguraron que podía quedarme en Viena sin temor. La Corte se había ido a Dresde para asistir a la gran reunión en que todos los príncipes alemanes juntos iban a rendir pleitesía al Emperador de Francia. Napoleón se había detenido en Dresde, pretextando nuevas negociaciones para evitar la guerra con Rusia; es decir, para obtener, mediante la política, el mismo resultado que por las armas. Al principio no quería admitir al rey de Prusia en el banquete de Dresde; sabía demasiado la repugnancia que este desgraciado monarca siente por las cosas que la necesidad le obliga a hacer. Dícese que Metternich obtuvo para el rey de Prusia aquel humillante favor. El sefor de Hardenberg, que acompañaba a Metternich, hizo notar al Emperador Napoleón que Prusia había pagado un tercio más de las contribuciones prometidas. El Emperador le respondió, volviéndole la espalda: "Cuentas de mercachifles."; porque siente un íntimo placer en usar expresio—nes vulgares para humillar más a quien habla.

Puso mucho empeño en hacerse grato al Emperador y a la Emperatriz de Austria, porque tenía gran interés en que el Gobierno austriaco tomase parte activa en la guerra contra Rusia. "Ya comprenderéis—asegúrase que dijo a Metternichque no puedo tener el menor deseo de disminuir la potencia actual de Austria; primeramente, porque me conviene que mi suegro sea un príncipe de gran consideración, y además, porque me fío más de las dinastías antiguas que de las nuevas.

¿Pues no se le ha ocurrido al general Bernadotte hacer la paz con Inglaterra?" En efecto, el príncipe real de Suecia, como se verá más adelante, se había puesto valerosamente al lado de los intereses permanentes del país que gobernaba.

Cuando el Emperador de Francia se marchó de Dresde para revistar sus ejércitos, la Emperatriz fué a pasar una temporada en Praga con su familia. Napoleón, al marcharse, dejó reglamentada la etiqueta que había de observarse en las relaciones del Emperador Francisco y su hija, etiqueta nada sencilla, como puede suponerse, puesto que Napoleón es aficionado a la etiqueta, no sólo por vanidad, sino por desconfianza; es deDicked cir, como un medio de aislar a una persona de otra, so pretexto de señalar su jerarquía.

Ni la más ligera nube vino a turbar los diez primeros días que pasé en Viena; me encontraba yo allí muy a gusto, bien relacionada con personas de agradable trato, y cuyo modo de pensar era igual al mío; la opinión no era favorable a la alianza con Napoleón, y el Gobierno la había concertado sin el asentimiento nacional. En efecto, cómo podría participar en una guerra cuyo objeto ostensible era la restauración de Po lonia, la misma potencia que había contribuído a desmembrarla, y que retenía aún entre sus manos, con más obstinación que nunca, la tercera parte de aquel país? El Gobierno austriaco había enviado 30.000 hombres para restablecer la Confederación de Polonia en Varsovia; al mismo tiempo, un número de espías casi igual seguía los pasos a los polacos de Galítzia, que querían enviar diputados a aquella Confederación. De suerte que el Gobierno austríaco tenía que hablar contra los polacos, sin dejar de sostener su causa, y decir a sus súbditos de Galitzia: "Os prohibo tener la opinión que yo defiendo." Esto es pura metafísica, harto enrevesada si el mie do no lo explícase todo.

Entre las naciones que Bonaparte arrastra en pos de sí, la única digna de interés es Polonia.

Creo que los polacos saben tan bien como nosotros que no son más que el pretexto de la gue rra, y que al Emperador no le importa nada su independencia. Bonaparte no ha podido por menos de expresar varias veces al Emperador Alejandro su desdén por Polonia, simplemente porque aspira a ser libre; pero le conviene lanzarla contra Rusia, y los polacos se aprovechan de las circunstancias para restaurar su nación. Yo no sé si lo conseguirán, porque el despotismo otorga difícilmente la libertad, y lo que ganen en su causa particular lo perderán en la causa de Europa. Serán polacos, pero tan esclavos como las tres naciones de cuya dependencia se hayan librado. Con todo, los polacos son los únicos europeos que pueden servir sin avergonzarse en las banderas de Bonaparte. Los príncipes de la Confederación del Rhin creen ventajoso servirle, aunque sacrifican el honor; pero Austria, por una combinación verdaderamente notable, sacrifica a la vez su honor y su conveniencia. El Emperador Napoleón quería que el archiduque Carlos mandase aquellos 30.000 hombres; pero el archiduque, afortunadamente, rechazó la oferta, y cuando le vi pasearse solo, vestido de gris, por las avenidas del Prater, senti renacer mi antiguo respeto hacia él.

El mismo funcionario que tan indignamente aconsejó el abandono de los tiroleses, hallábase en Viena, ausente el señor de Metternich, encargado de la Policía de los extranjeros, y véase en qué forma cumplía su cometido. Durante los primeros días me dejó tranquila. Yo había pasado ya un invierno en Viena, muy bien recibida por X d el Emperador, por la Emperatriz y por toda la Corte, de suerte que no podían venir a decirme que no me recibían esta vez por hallarme en desgracia de Napoleón, mucho menos habiéndose producido esta desgracia, en parte, por los elogios tributados en mi libro a la moral y al genio literario de los alemanes. Pero era mucho más difícil todavía arriesgarse a desagradar en lo más mínimo a una potestad a quien, después de todo, bien podían sacrificarme, reconozcámoslo, habiendo sacrificado ya tantas cosas por ella. Creo, pues, que cuando ya llevaba yo varios días en Viena, De llegaron al jefe de la Policía informes más precisos sobre mi actitud respecto de Bonaparte, y r se creyó por tanto obligado a vigilarme; púsome k espías a la puerta de la calle, que me seguían a pie cuando mi coche iba despacio, y que tomaban un carruaje para no perderme de vista en mis paseos por el campo. En este proceder de la Policía se juntaban, a mi parecer, el maquiavelismo francés y la terquedad alemana. Los austriacos tienen la persuasión de que los franceses los han vencido por la superioridad de su talento, y creen que el talento de los franceses consiste en sus medios policíacos; en consecuencia, se han dedicado al espionaje con gran método, y organizan ostensiblemente lo que, en todo caso, debían mantener oculto; y aunque por naturaleza son gentes honradas, se han impuesto como deber la imitación de un Estado jacobino y a la par despótico.

Tuve que preocuparme de este espionaje, bien Diz »

je que en Cur

f que el simple sentido común bastaba para ver que mi único propósito era la fuga. Alguien me dijo que el pasaporte ruso tardaría varios meses en llegar, y que entonces la guerra me impediría continuar el viaje; esto me alarmó. No era difícil comprender que en cuanto el embajador de Francia volviese a Viena, no podría yo permanecer allí un momento. ¿Qué sería de mí entonces?

Supliqué al conde de Stackelberg que me buscase un modo de ir a Odessa, para dirigirme desde allí a Constantinopla; pero como dessa es rusa, necesitaba también un pasaporte de San Petersburgo para llegar allá; no me quedaba abierto más camino que el directo de Turquía por Hungría, camino que, por pasar junto a los confines de Servia, estaba expuesto a mil peligros. También podía ir a Salónica, atravesando Grecia; el archiduque Francisco había seguido ese camino para ir a Cerdeña. Pero el archiduque Francisco monta muy bien a caballo, y yo no; menos aún podía decidirme a exponer a mi hija, niña todavía, a semejante viaje. Por mucho que me doliera, no me quedaba más remedio que separarme de ella, para enviarla por Dinamarca y Suecia, en compañía de personas de mi confianza. Hice a todo evento un contrato con un armenio para que me llevase a Constantinopla. Mi propósito era ir desde allí por Grecia y Sicilia a Cádiz y Lisboa; y, aunque el viaje era aventurado, ofrecía grandes atractivos a la imaginación. Pedf en las oficinas de Negocios Extranjeros, dirigidas por un subalterno en ausencia de Metternich, un pasaporte que me permitiese salir de Austria por Hungría o por Galitzia, según me dirigiese a Constantinopla o a San Petersburgo. Me dijeron que tenía que decidirme de antemano, porque no podían darme un pasaporte para salir por dos fronteras diferentes, y que, además, para ir a Presburgo, primera ciudad de Hungría, a seis leguas de Viena, se necesitaba una autorización del Comité de los Estados. Cierto, no pude por menos de pensar que Europa, abierta con tanta facilidad en otro tiempo a todos los viajeros, se ha convertido, bajo la influencia del Emperador Napoleón, en una especie de inmensa red que a cada paso os envuelve. ¡Cuántas molestias y trabas para el menor movimiento! Es concebible que los infelices Gobiernos oprimidos por Francia se consuelen haciendo pesar de mil modos sobre sus súbditos los miserables restos de poder que les han dejado?