Diez años de destierro/Parte II/V
CAPITULO V
Salida de Coppet.
Pasé ocho meses en un estado indescriptible, poniendo a prueba mi ánimo cada día y acobardándome también cada día ante la idea de la prisión. Todo el mundo la teme, sin duda; pero mi imaginación se asusta tanto de la soledad y tengo tanta necesidad de mis amigos para sostenerme, para animarme y para descubrir perspectivas nuevas cuando estoy a punto de sucumbir bajo una persistente impresión dolorosa, que nunca la muerte se me ha presentado con rasgos tan crucles como la prisión, como el silencio en que puede uno estar años enteros sin ofr una voz amiga.
Me han dicho que uno de esos españoles que defendieron Zaragoza con la más asombrosa intrepidez, no hace más que gritar en el torreón de Vincennes donde está encerrado; hasta tal punto, la soledad es pavorosa aún para los hombres más enérgicos. Por lo demás, no se me podía ocultar que yo no era una mujer valiente; mi imaginación es audaz, pero mi carácter es tímido y los Diz peligros de cualquier género se me aparecen como fantasmas. La índole de mi talento presta tal viveza a las imágenes, que si las bellezas naturales ganan con ello, también los peligros parecen más temibles. Tan pronto me asustaba la prisión, como temía a los bandidos, en caso de verme obligada a atravesar Turquía, si se me vedaba la entrada en Rusia por motivos políticos; otras veces me aterrorizaba, por mi hija y por mí, pensando en el vasto mar que habría de cruzar para ir desde Constantinopla hasta Londres. Sin embargo, sentía la necesidad de partir; la altivez me impulsaba interiormente a ello; pero, como cierto francés muy conocido, podía yo decir: "Tiemblo por los peligros a que mi valor va a exponerme." En efecto, la grosera barbarie de perseguir a las mujeres se agrava por su naturaleza irritable y débil a la vez; sufren dolores más vivos y son menos capaces de la fuerza necesaria para librarse de ellos.
Un terror de otro género pesaba sobre mí: temía que en cuanto el Emperador supiera mi marcha, mandase insertar en los periódicos uno de esos artículos en que tan diestro es cuando se propone asesinar a alguien moralmente. Un senador me decía cierta vez que Napoleón era el mejor periodista que había conocido. En efecto, si se llama así al arte de difamar a los individuos y a los pueblos, Napoleón lo posee en grado sumo.
Las naciones, al fin y al cabo, salen del paso; pero a Bonaparte le queda de los tiempos revolucioDiz narios en que vivió cierta destreza para la calumnia al alcance del vulgo, y acierta con los dichos que pueden circular mejor entre esas gentes cuyo único talento consiste en repetir las frases que el Gobierno manda publicar para su uso. Si El Monitor acusaba a alguien de haber robado en un camino, ningún periódico francés, alemán ni italiano podía publicar una rectificación. No puede uno figurarse lo que es un hombre a la cabeza de un millón de soldados y con mil millones de renta, dueñio de todas las prisiones de Europa, con los reyes por carceleros y con la imprenta a su disposición, mientras los oprimidos apenas disponen del regazo de la amistad para quejarse; capaz, en fin, de poner en ridículo al infortunio; execrable poder cuyo disfrute, como merced irónica, es el postrer insulto que los genios infernales pueden infligir a la raza humana.
Por mucha fortaleza de carácter que und tuviese, creo que era inevitable temblar viendo concitados tales medios contra sí; al menos yo experimenté, lo confieso, ese temblor. A pesar de mi triste posición, decíame a menudo que un techo para guarecerme, una mesa para mi sustento y un jardín para pasear, eran dones con los que podía darme por contenta. Pero tales como eran, no estaba segura de conservarlos en paz; podía escapárseme una palabra, podían referirsela a Bonaparte, y dónde se detendría la irritación de un hombre cuyo poderío aumenta sin cesar? Cuando brillaba el sol, mi ánimo se fortalecia; pero cuando las nieblas encubrían el cielo, me asustaba la idea de viajar, y descubría en mí gustos caseros, ajenos a mi natural, pero suscitados por el miedo; el bienestar físico me parecía de más precio que nunca, y cualquier fatiga me espantaba.
Mi salud, cruelmente quebrantada por tantas penas, debilitaba también la energía de mi carácter, y verdaderamente abusé durante aquel tiempo de la paciencia de mis amigos, discutiendo una y otra vez mis planes y abrumándolos con mi incertidumbre.
Intenté por segunda vez obtener un pasaporte para América; hiciéronme aguardar la respuesta hasta mediados del invierno, y acabaron por negármelo. Me ofrecí a no publicar nada sobre ningún asunto, aunque fuese una oda a Iris, con tal que me permitiesen irme a vivir a Roma; al solicitar este permiso recordé, por amor propio, Corina. Pero sin duda el ministro de Policía no encontró en sus registros que se hubiese tenido jamás en cuenta un motivo de tal índole, e implacablemente me negó el permiso para ir a respirar los aires del mediodía, tan necesarios a mi salud.
No se cansaban de repetirme que mi vida entera transcurriría en el limitado espacio de dos leguas que separa a Coppet de Ginebra. Si me quedaba allí, tendría que separarme de mis hijos, que estaban ya en edad de emprender una carrera; e imponía a mi hija un porvenir tristí; .
simo, obligándola a correr mi misma suerte. La ciudad de Ginebra, donde tan noble huella ha dejado la libertad, fbase, no obstante, doblegando a los intereses que la ataban a los repartidores de empleos en Francia. Cada día era menor el número de personas con quien podía yo entenderme, y mis sentimientos se convertían en un peso para mi alma, en lugar de ser manantial de vida. Mi talento, mi felicidad y mi existencia eran ya cosa acabada, porque es espantoso no poder servir a nuestros hijos y ser perjudicial a nuestros amigos. En fin, de todas partes me llegaban nuevas de los formidables aprestos del Emperador; estaba claro que quería, ante todo, apoderarse de los puertos del Báltico, aniquilando a Rusia, y que contaba emplear después los restos de esta potencia, llevándolos contra Constantinopla; su intención era partir de allí en seguida a la conquista de Africa y Asia.
Poco antes de salir de París había dicho: "Me aburre la vieja Europa," En efecto, Europa ya no es bastante para la actividad de su dueño.
De un momento a otro podían cerrarse para mí las últimas salidas del continente, y estaba expuesta a encontrarme en Europa como en una plaza fuerte con las puertas guardadas por soldados.
Me decidí, pues, a marcharme, ya que aún me quedaba un medio de ir a Inglaterra; el medio era dar la vuelta a Europa entera. Señalé para mi partida el día 15 de mayo; los preparativos estaban hechos con mucho sigilo desde hacía tiempo. La víspera de aquel día perdí por completo el ánimo, y por un momento me persuadi que un terror tal sólo podía sentirse cuando se iba a cometer una mala acción. Tan pronto me ponía a consultar con la mayor insensatez todo género de presagios; tan pronto, con mejor acuerdo, interrogaba a mis amigos y a mí misma sobre la moralidad de mi resolución. La actitud de la resignación en todas las cosas parece de mayor religiosidad, y no me asombra que hombres piadosos hayan sentido escrúpulos ante las determinaciones que arrancan espontáneamenta de la voluntad. La necesidad parece que tiene carácter divino, mientras que la resolución del hombre puede nacer de su orgullo. Sin embargo, ninguna de nuestras facultades nos ha sido dada en vano, y la de decidir por nosotros mismos tiene también su empleo. Por otra parte, las gentes mediocres se asombran siempre de que el talento tenga necesidades distintas de las suyas.
Cuando triunfa, el triunfo está al alcance de todo el mundo; pero cuando acarrea dolor, cuando excita a salir de los caminos trillados, aquelas mismas gentes ya no le consideran sino como una enfermedad, y casi como un yerro. Oía yo zumbar en torno mío los lugares comunes en que todo el mundo se deja coger: "No tiene dinero? ¿No puede vivir y dormir tranquilamente en un castillo hermoso?" Algunas personas de espíritu más elevado conocían que mi triste situación era insegura, y que podía empeorar, sin esperanzas de mejora. Pero el ambiente que me rodeaba inducía a todos a aconsejarme reposo, porque desde hacía seis meses no había sobrevenido ninguna persecución nueva, y los hombres propenden a creer que lo que es, seguirá siendo. Bajo la influencia de tantas causas de inercia tenía que tomar una de las resoluciones más enérgicas que pueden verse en la vida privada de una mujer. Las gentes de mi casa, excepción hecha de dos personas de absoluta confianza, ignoraban mi secreto; la mayor parte de los que ve nían a visitarme, no tenían ni sospecha de él; de golpe, iba yo a cambiar por entero mi vida y la de mi familia. Desgarrada por la incentidumbre, recorrí el parque de Coppet; me senté en los mismos sitios en que mi padre tenía la costumbre de reposar contemplando la naturaleza, y admiré, como otras veces habíamos admirado juntos, la belleza de las ondas y de las frondas, y les dije adiós, encomendándome a su dulce influencia. El sarcófago que encierra las cenizas de mi padre y de mi madre, y en el que, si la bondad de Dios lo consiente, reposarán con el tiempo las mías, era una de las principales causas de mi pesar, al alejarme de los lugares en que moraba; pero al acercarme a él, sentíame casi siempre con nuevas fuerzas, que me parecían venir del cielo. Pasé una hora en oración ante la puerta de hierro que guarda los restos del más noble de los humanos, y allí mi alma acabó de convencerse de la necesidad de partir.
Me acordé de unos famosos versos de Claudiano, en los que expresa, esa especie de duda que se alza en las almas más religiosas, cuando van la tierra entregada a los malvados y la suerte de los mortales como flotando a merced del azar.
Sentí que ya no tenía fuerza para alimentar aquel entusiasmo que fomentaba todo lo que en mf puede haber de bueno, y que necesitaba comunicarme con los que pensaban como yo, para recuperar la confianza en mi propia manera de pensar y conservar el culto que mi padre me había inspirado. Invocaba muchas veces en mi ansiedad la memoria de mi padre, de aquel hombre, Fenelón de la política, cuyo genio era en todo opuesto al de Bonaparte; fué, en efecto, un genio, pues para estar, como él estuvo, en armonía con el cielo, hace falta tanto genio, por lo menos, como para abocar a sí todos los medios de acción desencadenados por el olvido de las leyes divinas y humanas. Fuí a ver el gabinete de mi padre, donde su sillón su mesa y sus papeles siguen en el mismo lugar que él los dejó; besé sus reliquias queridas, tomé su capa, que por mi orden había estado hasta entonces sobre su silla, y me la llevé para envolverme en ella, si se me acercaba el emisario de la muerte. Terminada esta despedida, evité cuanto pude todas las demás, que me hacían sufrir mucho, y escribí a los amigos de quienes me separaba, teniendo cuidado de que mi carta no llegase a sus manos hasta varios días después de mi partida. Al día siguiente, sábado 23 de mayo de 1812, a las dos de la tarde, monté en mi coche, diciendo que volvería a la hora de comer; no llevaba conmigo equipaje alguno; tenía en la mano mi abanico, y mi hija, el suyo; mi hijo y el señor Rocca llevaban en los bolsillos lo necesario para unos días de viaje. Al bajar por la avenida de Coppet, abandonando así aquel castillo que había llegado a ser para mí como un antiguo y buen amigo, estuve a punto de desmayarme; mi hijo me tomó la mano, diciéndome: "Madre mía, piensa que vas a Inglaterra" (1). Estas palabras me reanimaron. Estábamos, sin embargo, a cerca de dos mil leguas de una meta a la que hubiéramos llegado com prontitud por el camino natural; pero, al menos, cada paso que daba me acercaba a ella. A pocas leguas de allí envié a uno de mis criados a mi casa para avisar que no volvería hasta el día siguiente, y continué mi camino día y noche, hasta una granja más allá de Berna, donde había dado cita al señor Schlégel, que se prestaba a acompañarme; allí era también donde iba a separarme de mi hijo mayor, educado hasta la edad de catorce años en el ejemplo de mi padre, con quien tiene bastante parecido. De nuevo me faltó el ánimo; aquella Suiza, todavía tan en calma, y siempre bella; aquellos habitantes, que saben ser libres por sus virtudes, aun a pesar (1) Inglaterra era entonces el refugio de cuantos sufrian por la causa de la libertad. ¿Por qué sus ministros, después de la victoria, habrán engañado tan cruelmente la esperanza de Europa? (Nota del Sr. Stäel, hijo.) Dizd N .
163 de haber perdido la independencia política, detenían mis pasos; todo en aquel país parecía decirme que no le abandonara. Aún era tiempo de volver; aún no había hecho yo nada irreparable.
Aunque el gobernador me había prohibido viajar por Suiza, era por temor de que me fuese más lejos. Aún no había traspasado la barrera que me quitaría la posibilidad de volver; este pensamiento atormentaba mi imaginación. Por otro lado, la resolución de volver era también irreparable; porque, pasado aquel momento, sentía yo, y así lo han demostrado los acontecimientos, que ya no podría escaparme. Además, causa cierto rubor volver a empezar una despedida tan solemne; es difícil resucitar para los amigos más de una vez. No sé qué hubiera sido de mí si la incertidumbre, en el momento mismo de la acción, hubiera durado más tiempo, porque mi cabeza comenzaba a desvariar, Mis hijos me decidieron, y particularmente mi hija, que apenas contaba catorce años. Me entregué, por decirlo así, a ella, como si la voz de Dios se hiciese oír por la boca de un niño (1). Mi hijo se fué, y cuando le perdí (1) Era poca cosa haber conseguido marcharse de Coppet burlando la vigilancla del gobernador de Ginebra; para atravesar Austria habla que obtener pasaportes, extendidos con un nombre que no llamase la atención de las diversas pollcias que se repartían el territorio de Alemania. Mi madre me encargó de esta gestión, y no olvidaré en toda mi vida la emoción que con ello senti. Era aquel, en efecto, un paso decisivo negados los pasaportes, mi madre caía en una situación mucho más cruel; descubiertos sus planes, toda fuga se hacfa imposible, y los rigores de su destierro bubieran sido más intolerables de día en dia. Me pareció lo mejor dirigirme al ministro de Austria, con la confianza natude vista, pude decir, como lord Russel: "Ya es pasado el dolor de la muerte." Subí al coche con mi hija; concluída la incertidumbre, concentre todas las fuerzas de mi alma, y hallé que tenía para obrar las que para deliberar me habían faltado.