Diez años de destierro/Parte II/IX
CAPITULO IX
Paso a Polonia.
Llegué en los primeros días de julio a la capital del círculo en que está enclavado Lanzut; mi carruaje se detuvo ante la casa de postas, y mi hijo fué, como de costumbre, a hacer visar el pasaporte. Al cabo de un cuarto de hora me extrañó que no hubiese vuelto, y rogué al señor Schlégel que se enterase del motivo de la tardanza. Volvieron juntos, seguidos de un hombre cuyo rostro no olvidaré nunca; una sonrisa amable en unas facciones estúpidas daban a su fisonomía un aspecto por demás desagradable. Mi hijo, fuera de sí, me dijo que el capitán del círculo le había notificado que no se me consentía permanecer más de ocho horas en Lanzut, y que, para asegurar el cumplimiento de esta orden, uno de sus agentes me seguiría hasta el castillo, entraría en él conmigo y no se separaría de mí hasta que me fuese.
Mi hijo había hecho notar al capitán que, hallándome rendida de cansancio, no tenía bastante con ocho horas para descansar, y que la llegada de un comisario de Policía podía causarme, por mi doliente estado, una conmoción fortísima. El capitán le respondió con la brutalidad que sólo se encuentra en los subalternos alemanes; sólo en ellos se encuentra también ese respeto obsequioso por el Poder, que reemplaza inmediatamente a la arrogancia para con los débiles. Los movimientos del alma de estos hombres se parecen a las evoluciones militares en un día de parada: dan media vuelta a la derecha y media vuelta a la izquierda, según la orden que reciben.
El comisario encargado de vigilarme se deshacía en profundas reverencias; pero no quiso modificar en lo más mínimo la consigna recibida. Montó en una calesa, cuyos caballos tocaban las ruedas traseras de mi berlina. La idea de presentarme de este modo en casa de un antiguo amigo, en un lugar delicioso, donde yo esperaba pasar como en una fiesta unos cuantos días, me lastimaba de un modo insoportable; juntábase también, creo yo, la cólera de sentir detrás de mí al insolente espía, a quien seguramente hubiera podido engañar con facilidad si me lo hubiese propuesto; pero que cumplía su cometido con una insoportable mezcla de pedanterfa y de rigor (1). A mitad de camino sufrí un ataque de nervios, y tuvieron que RA.
(1) Para explicar cuán vivas y blen fundadas eran las angustias de mi madre en este viaje, debo decir que la vigilancla de la Policía austriaca no iba contra ella sola.
Había orden de prender al Sr. Rocca, cuyaa señas personales tenfan los polizontes, por su condición de oficial francés; y aunque había presentado la dimisión, y aus heridas le inutilizaban para el servicio militar, es indudable que si le hubieran entregado al Goblerno francés, hubiese sido tratado con todo rigor. Por eso hizo el viaje solo y con nombre supuesto hasta Lanzut, donde tenía convenido reunirse con mi madre, Llegó antes que ella, y como no sospechaba que tra apearme del coche y tenderme al borde del camino. El miserable comisario pensó que había llegado el caso de compadecerse de mí, y, sin apearse de su coche, envió a su criado a buscarme un vaso de agua. No puedo expresar el enojo que contra mí misma sentía por la debilidad de mis nervios; por lo menos, la compasión de aquel hombre era una última ofensa que hubiera querido ahorrarme. Se puso en marcha otra vez al mismo tiempo que mi coche, y entré con él en el patio del castillo de Lanzut. El príncipe Enrique, que no sospechaba lo que sucedía, salió a mi encuentro con jovial amabilidad; mi palidez le asustó al pronto, y le expliqué en seguida quién era el extraño huésped que iba conmigo; desde entonces, la sangre fría, la firmeza y la amistad del príncipe para conmigo no flaquearon ni un momento.
Pero es concebible un orden de cosas en el que un comisario de Policía se instala en la mesa de un gran sefior, como el príncipe Enrique, o en la de quien quiera, sin su consentimiento? Después de cenar, el comisario se acercó a mi hijo, diciéndole con ese tono de voz meloso que tanto aborrezco cuando sirve para decir palabras mortifijese por escolta un comisario de policia, salió a su encuentro, muy conflado y alegre. El peligro a que sin saberlo se exponía heló de terror a mi madre, que apenas tuvo tlempo de hacerle una seña para que retrocediera; y sin la generosa presencia de ánimo de un noble polaco, que suministro a Rocca los medios de fugarse, hubiera sido infaliblemente reconocido y detenido por el comisario. Ignorando la suerte que podía correr au manuscrito y las circunstancias públicas o privadas que rodearían su apariclón, mi madre se creyó obligada a suprimir estos detalles, que hoy puedo dar a conocer. (Seflor Stäel, hljo.) DIE AÑOS Disa 13 cantes: "Conforme a las órdenes que tengo, debería yo pasar la noche en el aposento de su se ñora madre, para tener la seguridad de que no habla con nadie; pero no lo haré, por consideración hacia ella." "Podéis decir también que por consideración hacia vos mismo — respondió mi hijo, porque si de noche ponéis un pie en el aposento de mi madre, os arrojaré por la ventana." "¡Ah, señor barón!"—respondió el comisario, doblando la cintura mucho más bajo que de costumbre, porque la amenaza tenía un fingido aire de poderío que no pudo por menos de impresionarle.
El policía se acostó, y al día siguiente durante el almuerzo, el secretario del príncipe se apoderó de él, dándole de comer y de beber hasta el punto de que hubiese podido, creo yo, quedarme allí unas cuantas horas más; pero me avergonzaba de que por mi causa se produjera aquella escena en casa de mi amable huésped. No quise ni aprovechar el tiempo necesario para visitar los hermosos jardines, que por sus frutos recuerdan el clima del mediodía, ni la casa donde los emigrados franceses perseguidos encontraron asilo, y a donde los artistas han enviado el tributo de sus obras en reconocimiento de la amable hospitalidad de la señora del castillo. Era intolerable el contraste de estas dulces y brillantes impresiones con el dolor y la indignación que yo sentía; el recuerdo de Lanzut, amable por tantos motivos, me estremece cuando revive en mi espíritu.
Me alejé, pues, de aquella casa, vertiendo amarDited go llanto y sin saber lo que me esperaba en las cincuentas leguas de territorio austriaco que me faltaba por recorrer. El comisario me acompañó hasta el límite de su círculo, y cuando se separó de mí me preguntó si estaba contenta de él; la estupidez de aquel hombre desarmó mi cólera.
Todas estas persecuciones, desusadas antaño por el Gobierno austriaco, ofrecen la particularidad de que sus agentes las ejecutan con tanta rudeza como desmaña; las gentes que han sido honradas ponen en las cosas viles que les obligan a hacer la escrupulosa exactitud que ponían en las buenas, y como no entienden gran cosa en este nuevo modo de gobernar, que desconocen, cometen tonterías a centenares, ya por torpeza, ya por grosería. Emplean en matar moscas la maza de Hércules, y mientras malgastan así su esfuerzo, cosas de verdadera importancia pueden escapárseles inadvertidas.
Al salir del círculo de Lanzut, fuí encontrando hasta Leopold, capital de Galitzia, granaderos apostados para cerciorarse de mi marcha. Hubiera lamentado el tiempo que hacían perder a aquellos pobres hombres, si no pensara que mejor estaban allí que en el malaventurado ejército que Austria ponía en manos de Napoleón. Llegué a Leopold, donde encontré de nuevo las maneras de la antigua Austria en el gobernador y en el comandante de la provincia; me recibieron con perfecta cortesía, y me dieron lo que yo apetecía más: la orden para pasar de Austria a Rusia. Así terminó mi estancia en aquella Monarquía, que conocí poderosa, honrada y justa. Su alianza con Napoleón, mientras duró, la redujo a una nación de última fila. La historia no olvidará, sin duda, las dotes bélicas demostradas por Austria en sus largas guerras con Francia, ni su último esfuerzo para resistir a Bonaparte, inspirado por un entusiasmo nacional muy digno de elogio; pero el soberano de aquel país, cediendo a sus consejeros más que a su propio carácter, apagó por completo el entusiasmo, deteniéndolo en su desarrollo.
Los infelices sacrificados en los campos de E88ling y de Wagram, para que hubiese aún una Monarquía austriaca y un pueblo alemán, no esperarían acaso que sus compañeros de armas irían a batirse tres años más tarde para que el imperio de Bonaparte se extendiera hasta la frontera de Asia, y para que en Europa entera no quedase ni siquiera un desierto donde los proscritos, fuesen reyes o súbditos, pudiesen encontrar asilo; porque tal es el fin, y el único fin, de la guerra de Francia contra Rusia.