Diez años de destierro/Parte II/IV
CAPITULO IV
Destierro del señor de Montmorency y de la se ñora de Récamier—Nuevas persecuciones.
Todas estas continuas mortificaciones por tan nimios pretextos me hacían odiosa la vida; y no hallaba ocupación que pudiera distraerme, porque el recuerdo de lo que habían hecho con mi libro y la certidumbre de no poder publicar nada en el porvenir me desalentaban, quitándome el estímulo que necesito para trabajar. Sin embargo, no podía aún determinarme a dejar para siempre las lindes de Francia, la casa de mi padre y los amigos que me eran fieles. Creíame resuelta a marcharme; pero nunca me faltaban pretextos para demorar la partida, hasta que recibí en el alma un último golpe. ¡Bien sabe Dios lo que me hizo sufrir!
El señor de Montmorency fué a Coppet a pasar unos días conmigo, y a la vuelta del correo que anunciaba su llegada a mi casa, recibió la orden de destierro. La maldad del dueño de tan gran imperio está perfectamente calculada hasta en sus menores detalles. El Emperador no hubiera quedado satisfecho de no comunicarse al sefor de Montmorency la orden de destierro estando en mi casa, y si en la carta del ministro no hubiese habido una frase indicando que yo era la causa de su desgracia. En vano se esforzó el señor de Montmorency en suavizar la noticia; desde aquí se lo digo a Bonaparte para que se regocije de haber dado en el blanco; al saber el infortunio que por mi causa caía sobre mi amigo lancé gritos de dolor, y nunca mi corazón, tan probado desde hacía muchos años, estuvo más cerca de desesperarse. No sabía cómo ahuyentar los desgarradores pensamientos que me invadían, y apelé al opio para calmar mi angustia durante unas horas. El señor de Montmorency, con su religioDIEZ AÑOS 10 sa calma, me invitaba a seguir su ejemplo; pero a él le sostenía la conciencia de su abnegación en mi favor, y yo me acusaba de las crueles conse cuencias de esa abnegación, que le separaba de su familia y de sus amigos. No cesaba yo de orar; pero la pesadumbre no me daba punto de reposo, y me dolía cada instante de mi vida.
En esto recibí carta de la señora de Récamier, la hermosa dama a quien toda Europa respeta, y que nunca ha abandonado a un amigo en la desgracia. Decíame que al ir a las aguas de Aix—enSaboya tenía intención de visitarme en mi casa, adonde llegaría dentro de dos días. Me estremeci pensando que podía correr la misma suerte que el señor de Montmorency. Por inverosímil que esto fuese, mi deber era temerlo todo de un odio tan bárbaro y tan minucioso, y envié un correo al encuentro de la señora de Récamier, suplicándola que no fuese a Coppet. ¡Y sabiendo que estaba a unas leguas de allí, sabiendo que estaba tan cerca de mi casa, no me era posible ver nuevamente, acaso por última vez, a quien me había consolado siempre con su amable solicitud! La exhorté a que no se detuviera en Coppet, pero no quiso eseuchar mis ruegos; no pudo pasar debajo de mi ventana sin detenerse unas horas en mi compañía, y, deshaciéndome en llanto, la vi entrar en el castillo, donde su llegada había sido siempre motivo de gran alegría. Partió al día siguiente, yéndose, sin pérdida de momento, a casa de unos parientes suyos, que vivían a cincuenta leguas de 3 il Suiza. Vana precaución: el destierro cruel se abatió sobre ella; me había visitado, y eso bastaba; habíase dejado llevar de una piedad generosa, y merecía castigo. Los reveses de fortuna que había sufrido agravaban el trastorno de su modo de vivir habitual. Meses enteros pasó en una pequena ciudad de provincia, separada de sus amigos, abandonada a la más triste y monótona soledad.
Tal es el infortunio que atraje sobre la mujer más brillante de su tiempo; el jefe de los franceses, famosos por su galantería, no tuvo miramiento alguno con la mujer más hermosa de París. El mismo día maltrató a la virtud y a la alcurnia en la persona de Montmorency, a la hermosura en la señora de Recamier, y en mí, si se permite decirlo, a un talento de cierta fama. Quizá se alabó también de poder atacar la memoria de mi padre en la persona de su hija, a fin de que fuese patente que en la tierra ni los muertos ni los vivos, ni la piedad ni las gracias, ni el talento ni la celebridad, contaban para nada bajo su cetro. No abandonar a los que incurrían en su enojo era infringir las reglas de la adulación, de matices tan delicados, y caer en falta. Dividía a los hombres en dos clases: los que se someten, y los que, sin ánimo de perjudicarle, quieren vivir por sí mismos. No tolera que en todo el universo, ni para dirigir los imperios, ni para los detalles de la vida casera, exista una voluntad que no dependa de la suya. "La señora de Stäel—decía el gobernador de Ginebra—ha logrado embellecerse la existencia en Coppet; sus amigos y los extranjeros van a visitarla; el Emperador no quiere tolerarlo." ¿Por qué me atormentaba así?
Para obligarme a escribir en su alabanza. ¿Qué podían importarle mis elogios entre las miles de frases laudatorias que el temor o la esperanza le brindan? En una ocasión dijo Bonaparte: "Si me dieren a escoger entre realizar una bella acción o inducir a mi adversario a cometer una bajeza, sin vacilar preferiría el envilecimiento de mi enemigo." Esta es la explicación del especial cuidado con que ha desgarrado mi vida. Conocía mi adhesión a mis amigos, a Francia, a mis libros, a mis gustos, a la vida de sociedad; prívándome de cuanto constituía mi felicidad, quiso, a fuerza de desazones, reducirme a escribir una bajeza para ganar con ella mi indulto. Resistiéndome, no he contraído el mérito de un sacrificio, lo declaro: el Emperador quería de mí una bajeza, pero una hajeza inútil; porque en estos tiempos en que el buen éxito todo lo diviniza, no hubiese quedado yo completamente en ridículo si llego a conseguir volver a París por cualquier medio. Lo que le hubiera gustado a nuestro amo, maestro en el arte de degradar a las almas altivas que aún quedan en el mundo, hubiese sido que yo me deshonrase para lograr volver a Francia, y que, después de hacer mofa de mi celo en alabar a quien tanto me había perseguido, ese celo no me sirviese de nada. Me resistí a proporcionarle ese placer verdaderamente refinado; y ese es mi único mérito en la larga lucha que ha entablado entre su omnipotencia y mi debilidad.
La familia del señor de Montmorency, desesperada con su destierro, deseó, como era justo, apartarlo de la tristeza que le había causado, y me despedí de este amigo, ignorando si alguna vez volvería a honrar con su presencia mi casa en la tierra. El 31 de agosto de 1811 rompí este lazo, el primero y último de los que me ligaban con la patria; lo rompí, por lo menos, en cuanto a las relaciones humanas, que no pueden ya existir entre nosotros; pero siempre que alzo los ojos al cielo pienso en mi respetable amigo y me atrevo a creer también que me responde en sus oraciones. El destino no me concede ya otra comunicación con él.
Cuando se supo el destierro de mis dos amigos, me agobiaban muchos pesares; pero una desgracia grande parece que nos hace insensibles a nuevos dolores. Se esparció el rumor de que el ministro de Policía había declarado su intención de poner una guardia a la entrada de la avenida de Coppet para detener a cuantos fueran a verme.
El gobernador de Ginebra, encargado por orden del Emperador, según decfa, de anularme, esta era su expresión, no perdía ocasión de insinuar, y aun. de anunciar, que cuantos tuvieran algo que temer o que esperar del Gobierno, no debían ir a mi casa.
El señor de Saint—Priest, ex ministro del rey y colega de mi padre, se dignaba honrarme con Diz ty su afecto; sus hijas, temiendo, con razón, que le expulsaran de Ginebra, unieron sus ruegos a los míos para que no me visitara. Con todo, fué desterrado en pleno invierno, a la edad de setenta 3 ocho años, no sólo de Ginebra, sino de Suiza, porque es cosa admitida, como se ha visto en mi caso, que el Emperador destierra de Suiza lo mismo que de Francia; y cuando a los agentes franceses se les arguye que se trata, a pesar de todo, de un país extranjero, cuya independencia está reconocida, se encogen de hombros, como si se les aburriera con sutilezas metafísicas. Es, en efecto, una verdadera sutileza querer descubrir en Europa algo más que prefectos con el título de rey, prefectos que reciben directamente órdenes del Emperador de Francia. Si los que se llaman países aliados difieren en algo de las provincias francesas, es en que los tratan un poco peor que a ellas. Subsiste en Francia cierto recuerdo de haber sido llamada la gran nación, que obliga a veces al Emperador a ciertos miramientos; por lo menos, así era antes, aunque vaya siendo cada día menos necesario. El motivo confesado del destierro del señor de Saint—Priest fué que no había logrado que sus hijos renunciasen 3 seguir al servicio de Rusia. Sus hijos habían encontrado, durante la emigración, generosa acogida en Rusia; allí fueron educados, y allí también encontró su valor justa recompensa; estaban cubiertos de heridas; habían descollado entre los primeros por sus talentos militares; el mayor pasaba ya de los treinta años. ¿Cómo un padre podía exigir a sus hijos el sacrificio de la existencia que se habían labrado, tan sólo por el honor de ir a ponerse bajo la vigilancia de la Policía en territorio francés? Porque tal era la envidiable suerte que les aguardaba. Tuve la triste fortuna de no haber visto al señor de Saint—Priest desde cuatro meses antes de ser desterrado; sin eso, todos habrían creido que yo le había contagiado mi desgracia.
No sólo a los franceses, sino a los extranjeros, se les advertía que no fuesen a verme. El gobernador estaba en guardia para impedir que incluso mis artiguos amigos me visitaran. Un día, entre otros muchos, me privó, por su solicitud oficial, del trato de un alemán cuya conversación me agradaba mucho; le dije aquella vez que bien podía haberse ahorrado tal refinamiento en la persecución. "¡Cómo—me respondió—. Me he conducido así por haceros un favor, demostrando a vuestro amigo que os comprometía con sus visitas." No pude por menos de reirme de tan ingenioso argumento. "Si—continuó con gravedad imperturbable. El Emperador, al ver que os prefieren a él, se enojaría." "De manera—le dijeque el Emperador exige que mis amigos particulares, tal vez muy pronto mis hijos, me abandonen para serle gratos; eso me parece un poco fuerte. Además—añadí, no veo claro cómo pue de comprometerse a una persona que está en mi situación, y eso que decís me recuerda a un reDiz 27 volucionario, del tiempo del Terror, a quien visitaban para que tratase de salvar del cadalso a uno de sus amigos: "Temería perjudicarle—respondió, hablando en sú favor." El gobernador sonrió al oír esta cita, pero continuó los razonamientos, que, por apoyarse en cuatrocientas mil bayonetas, suelen parecer henchidos de razón. Un hombre me decía en Ginebra: "No os parece que el gobernador declara sus opiniones con mucha franqueza?" "Sí—respondí yo—, confiesa sinceramente su abnegación por el hombre poderoso, y dice con valor que es del partido más fuerte; no veo claro el mérito de esa franqueza." Varias personas independientes continuaban demostrándome en Ginebra una buena voluntad, de la que guardaré siempre profundo recuerdo. Pero hasta los empleados de las Aduanas guardaban conmigo una etiqueta diplomática, y un terror profundo se habría ido apoderado de todos, de prefectos en subprefectos, y de unos en otros parientes, si no les hubiese ahorrado, en lo que de mí dependía, la ansiosa duda en que estaban de visitarme o no. A cada correo se esparcía el rumor de que otros amigos míos habían sido desterrados de París por conservar relaciones conmigo; mi deber consistía en no tratarme con ningún francés de nota, y muy a menudo temía perjudicar hasta a las personas del país en que vivía, cuya valerosa amistad hacía mí no se desmintió ni un momento. Experimentaba yo dos movimientos contrarios, y a mi parecer igualmenDijitza te naturales: me entristecía cuando me abandonaban, y sentía cruel inquietud por los que me mostraban su adhesión. Es difícil que vuelva a presentarseme en la vida una situación tan dolorosa en todo momento. Cerca de dos años duró, y no vi amanecer una vez sola sin entristecerme por tener que soportar la existencia que empezaba de nuevo con el día.
Pero ¿por qué no os marchabais?—se me dirá; y ya entonces me lo decían por todas partes. Un hombre, a quien no puedo nombrar (1), pero que conoce, creo yo, lo mucho que aprecio la elevación de su carácter y de su conducta, me dijo:
"Si permanecéis aquí, os tratará como a María Estuardo: diez y nueve años de infortunio, y al final, la catástrofe." Otra persona de mucho ingenio, pero poco mesurada en sus palabras, me escribió que era deshonroso permanecer allí después de tan malos tratamientos. No necesitaba yo estos consejos para desear con pasión marcharme; desde el momento en que no podía ver a mis amigos, y en que no era más que una traba en la vida de mis hijos, ¿no estaba obligada a decidirme? Pero el gobernador repetía en todos los tonos que si me marchaba me detendrían en el camino; que si llegaba a Viena o a Berlín, pedirían mi extradición, y que no podría hacer siquiera preparativos de viaje sin que él lo supiese al momento, porque, decía, estaba enterado de todo lo que sucedía en mi casa. Esto era una jac(1) El conde Elzear de Sabrón.
Ded tancia; los hechos probaron que en punto a espionaje era un fatuo. Pero ¿quién no se hubiera asustado de la seguridad con que decía a mis amigos que yo no podría dar un paso sin que me detuvieran los gendarmes?