Diez años de destierro/Parte II/III

CAPITULO III

Viaje por Suiza con el señor de Montmorency.

Resuelta a marcharme por Rusia, necesitaba un pasaporte para entrar en este país. Pero se me presentaba una nueva dificultad; tenía que pedir el pasaporte al mismo Petersburgo; esta formalidad era necesaria por las circunstancias políticas, y, aunque estuviera segura de no recibir una negativa de un carácter tan generoso como el del Emperador Alejandro, era de temer que en las oficinas de sus ministros se dijese que yo había pedido el pasaporte, y que al saberlo el embajador de Francia me mandasen detener en Suiza para estorbar la realización de mi proyecto.

Había, pues, que ir primero a Viena, y desde allí pedir y esperar el pasaporte. Las seis semanas necesarias para que mi carta llegara a su destino y pudiese tener respuesta, había de pasarlas bajo la protección de un Ministerio que había dado a Bonaparte una archiduquesa de Austria. ¿Era posible confiarse a él? Sin embargo, permaneciendo como un rehén al alcance del poder de Napoleón, no sólo tenía yo que renunciar al ejercicio de mis talentos personales, pero estorbaba que mis hijos tuviesen carrera; no podían servir a Bonaparte ni en contra de él; no podía dar estado a mi hija, puesto que, o tenía que separarme de ella o confinarla en Coppet; y con todo, si me detenían en mi huída, el porvenir de mis hijos era cosa perdida, porque hubieran querido correr mi misma suerte.

Estando en esta ansiedad, el señor de Montmorency, con quien me unía una amistad de veinte años, vino a verme, como ya lo había hecho varias veces durante mi destierro. Es verdad que desde París me escribieron que el Emperador había manifestado su desagrado contra toda persona que fuese a Coppet, y, sobre todo, contra el señor de Montmorency, si iba allá de nuevo. Pero confieso que no quise pensar en estos dichos del Emperador, que a veces los prodiga para asustar, y me opuse con poca energía a los proyectos de!

señor de Montmorency, que, generosamente, trataba de tranquilizarme en sus cartas. Hice mal, sin duda; pero ¿quién podía prever que se imputaría como un crimen a un antiguo amigo de una mujer desterrada el ir a pasar unos días con ella?

La vida del señor de Montmorency, consagrada enteramente a las obras piadosas o a los afectos de familia, le tenía de tal modo apartado de la política, que, a menos de querer desterrar a los santos, me parecía imposible que se persiguiera a un hombre así. Me preguntaba también qué utilidad sacarían de ello; pregunta que siempre me he hecho cuando se trataba de la conducta de Napoleón. Yo sé que no vacila en cometer cualquier maldad, siempre que le sea útil; pero no siempre adivino hasta dónde llega, en todas direcciones, su inmenso egoísmo, lo mismo en lo infinitamente pequeño que en lo infinitamente grande.

Aunque el gobernador me había aconsejado que no viajara por Suiza, no hice caso de su consejo, que no podía ser una orden formal. Fuí, pues, a Orbe, al encuentro del señor de Montmorency, y allí le propuse volver por Friburgo para ver el convento de monjas trapenses, no lejos del de hombres, en el Valle Santo.

Llegamos al convento con lluvia torrencial, después de habernos visto obligados a recorrer a pie un cuarto de legua. Cuando más ilusionados estábamos con visitarlo, el procurador de la Trapa, director del convento de monjas, nos dijo que no se permitía entrar a nadie. Sin embargo, llamé a la puerta de la clausura; una religiosa se acercó a la enrejada mirilla, a través de la que la tornera habla con los de fuera. "Qué queréis ?", me dijo con una voz sin modulación, como la de una sombra. "Desearía—le dije—ver el interior del convento." "Eso es imposible.", me respondió.

"Es que estoy muy mojada—le dije—, y necesito secarme." Hizo funcionar no sé qué resorte, y se abrió la puerta de una habitación exterior, donde podía descansar; pero no apareció alma viviente.

Me senté unos instantes; pero me impacientaba por no poder entrar en la casa, y llamé de nuevo. Acudió la misma tornera, le pregunté otra vez si no habían admitido a ninguna mujer en el convento; me respondió que allí entraban sólo las que tenían intención de ser religiosas. "Pero—le diDiz I !

I I I je—, ¿cómo voy a saber si quiero quedarme en vuestra casa, no permitiéndome visitarla?" "¡Ohme respondió entonces—; estoy segura de que no tenéis vocación para nuestro estado." Y sin concluir la frase, cerró la mirilla. No sé en qué señales conocería la religiosa mi inclinación mundana; es posible que la manera viva de hablar, tan diferente de la suya, les baste para conocer a los viajeros a quienes sólo mueve la curiosidad. Llegó la hora de vísperas, y pude entrar en la iglesia a oír cantar a las religiosas; estaban detrás de una reja espesa y negra, a través de la cual nada vi. Tan sólo se oía el ruido de los zuecos que calzaban y de las banquetas de madera que levantaban para sentarse. Sus cánticos eran más bien fríos, y creí notar, ya en su manera de orar, ya en la conversación que después tuve con el trapense que las dirigía, que no era el entusiasmo religioso, tal como nosotros lo concebíamos, lo que hacía soportable tal género de vida, sino la gravedad y severidad de las costumbres. El mismo enternecimiento piadoso agotaría las fuerzas; para una existencia tan dura, es necesaria cierta aspereza de alma.

El nuevo abad de los trapenses, instalados en los valles del cantón de Friburgo, ha aumentado las austeridades de la regla de su Orden. Nadie puede formarse idea de los sufrimientos impuestos a los religiosos; se llega hasta prohibirles apoyarse en la pared, después de estar muchas horas seguidas de pie, o enjugarse el sudor del rostro; en una palabra, se llenan de dolor todos los instantes de su vida, así como los mundanos los llenan de goces. Muy pocos llegan a viejos, y los que tienen esa suerte la miran como castigo del cielo. Un régimen semejante sería una barbarie si fuese obligatorio entrar en él, o si se disimu— laran en algo sus padecimientos. Pero todo el que quiere puede leer un impreso, en el que más bien se exageran que se templan los rigores de la regla; y no obstante, se encuentran novicios que quieren adoptarla, y los que ingresan no se escapan, aunque pueden hacerlo sin la menor dificultad. Todo descansa, según he creído ver, en la poderosa idea de la muerte; las instituciones y las diversiones de la sociedad están destinadas en el mundo a dirigir nuestro pensamiento únicamente hacía la vida; pero cuando la contemplación de la muerte se apodera en cierta medida del corazón del hombre, y allí se junta a una robusta creencia en la inmortalidad del alma, la aversión que puede adquirir por todos los intereses terrenos no tiene límites; y como los padecimientos se le antojan el camino de la vida futura, está ávido de ellos, como el viajero que de buen grado se fatiga por recorrer más de prisa el camino que le lleva a la deseada meta. Pero lo que me asombraba y me entristecía al propio tiempo era ver niños educados en aquel rigor; sus cabellos rapados, sus rostros juveniles, ya surcados, y el hábito mortuorio que vestían antes de conocer la vida, antes de haberla abdicado voluntariamente, me sublevaban contra los padres que allí los habían llevado. Desde que semejante estado no se sigue por elección libre y constante del que lo profesa, inspira tanto horror como respeto en el otro caso. El religioso que me acompañaba sólo hablaba de la muerte; todas sus ideas venían de ella o a ella se referían: la muerte es el monarca soberano de aquellos lugares. Hablando de las tentaciones del mundo, dije al padre trapense que le admiraba por haberlo así sacrificado todo para sustraerse a ellas. "Somos unos cobardes—me dijo, que nos hemos retirado a una fortaleza, porque no teníamos valor bastante para batirnos en campo raso." Esta respuesta era tan espiritual como modesta (1). Pocos días después de (1) En esta excursión acompañé yo a mi madre. Impresionado por la agreste belleza del sitio, e interesado por la espiritual conversación del trapense que nos recibió, le pedi hospitalidad hasta el siguiente día, proponiéndome trasponer la montaña a ple, para visitar el gran convento del Valle Santo, y reunirme en Friburgo con mi madre y el señor de Montmorency. Al religioso, con quien continué hablando, no le costó gran trabajo descubrir mi odlo al Gobierno Imperial, y me pareció adivinar que participaba de mis sentimientos.

Por lo demás, después de darle las gracias por su bondadno volví a verle más, y no cref que conservara el menor recuerdo de muf. Cinco años después, en los primeros meses de la restauración, recibí, no sin sorpresa. una carta del trapense. Me decía que, restaurado el rey legítimo tendría yo, sin duda, muchos amigos en la corte, y me rogaba que emplease su Influencia para que devolviesen la orden los bienes que poseía on Francia. La carta estaba firmada por el padre ... sacerdote y procurador de la Trapa; y añadla en post—scriptum: "Si veintitrés años de emigración y cuatro campañías en un regimiento de caballería del ejército de Condé, ne dan algún derecho al favor real, os ruego que lo hagáis valer." No pude por menor de reir de la influencia que me auponfa el buen rellgloso y del uso de ella que solleitaba de un protestante. Envié au carta al señor de Montmorency, cuya influencia era mayor que la mía, y creo que la petición ha nuestra visita a estos lugares, el Gobierno francés mandó detener al abad, señor de L'Estrange; confiscar los bienes de la Orden y expulsar de Suiza a los padres. No sé de qué acusaban al señor de L'Estrange; pero es poco verosímil que aquel hombre se mezclase en los asuntos de este mundo, y menos aún los religiosos, que no salían nunca de su soledad. El Gobierno suizo mandó buscar por todas partes al señor de L'Estrange, y espero, por honor del Gobierno mismo, que procuraría no encontrarlo. De todos modos, las desdichadas autoridades de los países que llaman aliados de Francia tienen muy a menudo que detener a quien les dicen, sin saber si entregan víctimas inocentes o culpables al gran Leviatán que las engulle.

Fueron confiscados los bienes de los trapenses; es decir, su sepultura, porque apenas poseían otra cosa, y dispersada la Orden. Dícese que un trapense en Génova subió al púlpito para retractarse del juramento de fidelidad que había prestado al Emperador, declarando que desde la cautividad del Papa creía a todos los eclesiásticos desligados de ese juramento. Y se dice también que al salir de aquel acto de arrepentimiento, fué juzgado por una Comisión militar y fusilado. Me parece que ya era bastante castigo, sin necesiprosperado. Por lo demás, los trapenses, retirados en los valles altos del Cantón de Friburgo no eran tan ajenos a la po lítica como su residencia y su hábito hacían creer. He sabido después que servian de intermedlarloa en la correspondencia del clero de Francia con el Papa, prisionero entonces en Saboya. Cierto que esto no excusa el rigor con que estos religiosos han sido tratados por Bonaparte, pero de la exblicación de ello. (Nota del Sr. Stäel, hljo.) dad de hacer a toda la Orden responsable de su conducta.

Fuimos a Vevey por el camino de la montaña, y propuse al señor de Montmorency hacer una excursión a la entrada del Valais, que yo nunca había visto. Nos detuvimos en Bex, última aldea suiza, porque el Valais había sido ya reunido a Francia. Una brigada portuguesa, salida de Ginebra, fué a ocupar el Valais. Singular destino el de Europa.. ¡Los portugueses guarnecen Ginebra y van a tomar posesión de una parte de Suiza en nombre de Francia! Tenía curiosidad por ver en el Valais a los cretinos, de que me habían hablado mucho. Esta triste degradación del hombre es un gran tema de meditación; pero es demasiado penoso ver la figura humana convertida así en objeto de repugnancia y de horror. Observé, sin embargo, en algunos de estos imbéciles una especie de vivacidad que nace del asombro producido por los objetos exteriores. Como nunca recuerdan lo que ya han visto, viven en continua sorpresa, y el espectáculo del mundo en sus menores detalles es todos los días cosa nueva para ellos; tal vez es ésta la compensación de su triste estado, porque alguna han de tener, seguramente.

Hace algunos años, un cretino que había cometido un asesinato fué condenado a muerte; al conducirle al suplicio creyó, viéndose rodeado de tanta gente, que le acompañaban así por honrarlo y se erguía, y se limpiaba la ropa muy risueño, para ser más digno de la fiesta. Es cosa permitida castigar a un ser semejante por el desafuero que su brazo había cometido?

A tres leguas de Bex hay una famosa cascada, en la que el agua cae desde una montaña altísima. Propuse a mis amigos ir a verla, y antes de la hora de comer estábamos de vuelta. Cierto que la cascada estaba en el territorio del Valais, entonces de Francia, y olvidé que no me permitían pisar más terreno francés que el que separaba a Coppet de Ginebra. Al volver a mi casa, el gobernador, no sólo me censuró mi viaje por Suiza, sino que me ofreció, como una gran prueba de su indulgencia, guardar silencio sobre el delito que yo había cometido al poner pie en el te rritorio del imperio francés. Yo hubiera podide decir, como en la fábula de Lafontaine:

Pelé del prado un trecho no mayor que la anchura de mi lengua.

Pero me limité a confesar el error que había cometido yendo a visitar una cascada suiza, sin pensar que estaba en Francia.