Diez años de destierro/Parte II/II

CAPITULO II

Regreso a Coppet.—Diversas persecuciones.

Al volver a Coppet, arrastrando el ala como lapaloma de La Fontaine, vi el arco iris aparecer sobre la casa de mi padre; y como nada en mi triste viaje me quitaba de aspirar a ello, me atreví a considerar aquel signo de paz como una promesa que se me hacía. Hallábame entonces casi resignada a vivir en aquel castillo y a no publicar nada sobre ningún asunto; pero al hacer el sacrificio de los talentos que creía poseer, necesitaba cuando menos ser feliz en mis afectos, y véase de qué modo arreglaron mi vida privada, después de haberme despojado de mi existencia literaria.

1 La primera orden que recibió el gobernador de Ginebra fué la de notificar a mis dos hijos que les estaba prohibido entrar en Francia sin una nueva autorización de la Policía. Se les castigaba así por haber intentado hablar a Bonaparte en favor de su madre. De suerte que la moral de este Gobierno consiste en desatar los lazos familiares, para sustituirlo todo con la voluntad del Emperador. Se citan muchos generales que hån declarado que si Napoleón les ordenase arrojar al río a sus mujeres e hijos, no vacilarían en obedecerle. Esto quiere decir que prefieren el dinero que les da el Emperador a la familia que deben a la naturaleza. Hay muchos ejemplos de este modo de pensar, pero hay muy pocos de la imprudencia necesaria para decirlo. Sentía yo un dolor mortal, viendo que por vez primera mi situación gravitaba sobre mis hijos, apenas entrados en la vida. No se siente vacilación en la conducta propia cuando se funda en convicciones sinceras; pero en cuanto los demás empiezan a sufrir por nuestra causa es casi imposible no dirigirse algún reproche. Sin embargo, mis dos hijos, con gran generosidad, apartaron de mí ese sentimiento y nos confortamos mutuamente con el recuerdo de mi padre.

Algunos días más tarde, el gobernador de Ginebra me escribió una segunda carta pidiéndome, en nombre del ministro de Policía, las pruebas de mi libro que aún debía tener en mi poder; el ministro sabía exactamente lo que yo había entregado y lo que conservaba; sus espías le haban servido bien. En mi respuesta le di la satisfacción de reconocer que le habían informado perfectamente; pero al mismo tiempo le dije que el ejemplar que me quedaba ya no estaba en Suiza, y que no podía ni quería entregarlo. Añadí, sin embargo, que me comprometía a no imprimirlo en el continente, y no había gran mérito en la promesa; porque ¿qué Gobierno continental hubiese entonces dejado publicar un libro prohibido por el Emperador?

Poco tiempo después, el gobernador de Ginebra fué destituído, y, en general, se creyó que por causa mía. Eramos amigos; sin embargo, no se aparto de las órdenes que le dieron: aunque era uno de los hombres más cabales e ilustrados de Francia, tenía el principio de obedecer escrupulosamente al Gobierno que servía; pero no llegaba al celo requerido, por carecer de miras ambiciosas y de egoísmo. Me afligió mucho ser la causa de la destitución de este hombre, o al menos parecerlo. En la provincia se lamentó generalmente su partida; en la creencia de que yo tenía parte de culpa en su destitución, cuantos aspiraban a algún destino se alejaron de mi casa, como si huyeran de un contagio funesto. De todos modos, me quedaban en Ginebra más amigos que en ninguna otra ciudad provinciana de Francia hubiera podido encontrar; su antigua libertad ha sembrado en Ginebra muchos sentimientos generosos; pero el temor de comprometer & los que vienen a visitarnos produce una ansiedad indescriptible. Antes de invitar a una persona, buscaba informes minuciosos de toda su parentela, porque con sólo que tuviera un primo aspirante a un cargo, o que lo paseyese, una simple invitación a comer equivalía a pedir al invitado un acto de heroísmo romano.

En fin, en el mes de marzo de 1811 llegó de París un gobernador nuevo. Era uno de esos hombres magistralmente adaptados al régimen actual; es decir, poseedores de un gran caudal de hechos en materia de Gobierno, pero con una absoluta falta de principios, quienes a toda regla fija llaman abstracción y son ciegos servidores del Poder como por deber de conciencia. La primera vez que le vi, me dijo de sopetón que un talento como el mío parecía hecho para ensalzar al Emperador, tema digno de un entusiasmo como el que yo había mostrado en Corina.

Respondí que, hallándome perseguida por el Emperador, cualquier alabanza que yo le dirigiese parecería una súplica, y que estaba convencida de que el Emperador mismo encontraría ridículos mis elogios, dadas las circunstancias. Combatió con calor esta opinión, y volvió a mi casa varias veces para rogarme, en interés mío, según dijo, que escribiese algo en favor de Napoleón, aunque sólo fuese un pliego de cuatro caras, asegurándome que eso bastaría para que todos mis sufrimientos acabaran. Lo que a mí me decía, repetíalo a todas mis amistades. En fin, un día me propuso que cantase el nacimiento del rey de Roma. Le respondi riendo que yo no tenía idea alguna sobre el asunto, y que me limitaría a hacer votos para que tuviese una nodriza robusta. Esta broma puso fir: a las negociaciones del gobernador conmigo acerca de la necesidad de escribir en favor del actual Gobierno.

Poco tiempo después, los médicos mandaron a mi hijo menor a los baños de Aix—en—Saboya, a veinte leguas de Coppet. Escogí para el viaje los primeros días del mes de mayo, época en que estas aguas están desiertas todavía. Advertí al gobernador de este corto viaje, y fuí a encerrarme en una especie de aldea, donde aún no había ninguna persona conocida mía. Apenas llevaba yo allí diez días, llegó un correo del gobernador de Ginebra, mandándome volver. El gobernador de la provincia de Mont—Blanc, donde yo estaba, temió también que desde Aix me fuese a Inglaterra a escribir, según decía, en contra del Emperador; y aunque Londres no está muy próximo a 77 Aix—en—Saboya, puso en movimiento a los gendarmes para prohibir que me diesen caballos de posta en el camino. Ganas de reir me da hoy aquella actividad gobernadoresca contra tan pobre cosa como yo; pero entonces, sólo con ver un gendarme me morfa de miedo. Siempre estaba temiendo que un destierro tan riguroso se convirtiera pronto en prisión, cosa para mí más terrible que la muerte. Sabía que una vez presa, una vez arrostrado el escándalo, el Emperador no consentiría que le hablasen más de mí, si alguien tenía valor para tanto, cosa poco probable en una corte donde reina el terror a todas horas del día y en todas las circunstancias de la vida.

Volví a Ginebra, y el gobernador me notificó que, no solamente me prohibía ir, bajo pretexto alguno, a las regiones incorporadas a Francia, sino que me aconsejaba que no viajase por Suiza y que no me alejara en ninguna dirección más de dos leguas de Coppet. Le objeté que, hallándome domiciliada en Suiza, no concebía con qué derecho una autoridad francesa podía prohibirme viajar en un país extranjero. Sin duda debí de parecerle algo tonta al querer discutir en estos tiempos una cuestión de derecho, y me repitió su consejo, sumamente parecido a una orden.

Me atuve a mi protesta; pero al día siguiente supe que uno de los más distinguidos literatos de Alemania, el señor Schlégel (1), que desde hacía (1) Guillermo Schlégel, poeta, crítico, flólogo y escritor político alemán, vivió doce afios junto a la señora de Staelformando parte del cfrculo de gentes distinguidas de que ells 37 .

133 ocho años había tenido a bien encargarse de la educación de mis hijos, acababa de recibir orden de salir, no sólo de Ginebra, sino de Coppet. Quise hacer ver nuevamente que el gobernador de Ginebra no tenía autoridad para dar órdenes en Suiza; pero me dijeron que si prefería que esa orden pasara por el embajador de Francia, no tenía más que decirlo; que el embajador se dirigiría al landamman, y éste al cantón de Vaud, que expulsaría de mi casa al señor Schlégel. Obligando al despotismo a dar ese rodeo, sólo conseguiera el centro, y donde Schlégel ejerció Influencia notable por au saber y su ingenio. Tuvo por la señora de Stael sentimientos que ella rechazó, recompensándole, en cambio, con una amistad que durá tanto como su vida. Ejerció, Indudablemente, grave influencia en los trabajos y en las ideas de esta mujer de genlo, influencla manifesta de un modo particular en el libro de Alemania, Fué a Francia en 1808 y publicó en francés, después de haber asistido al teatro Francés y oído a Talma, un folleto famoso, titulado Comparación entre la Fedra de Racine y la de Euripides, escrito, hay que reconocerlo, con clencia e ingenio, pero con excesiva pasión, en favor del poeta griego, y muy injusto para la tragedia francesa, que promovió gran escándalo entre los literatos clásicos del imperlo. El folleto fué considerado como una injurla al genio de Racine y al buen gusto. Por lo demás, Schlegel no dejó nunca de manifestar su odio de alemán contra nuestra literatura; y puede decirse que, a través de la tragedia, atacaba al imperio. Así se explican las medidas que el ministro de Policia adoptaba contra él. En 1812, Schlegel, al pasar por Estocolmo, donde Bernadotte, que acababa de romper con Napoleón, le acogió afectuosamente, eseribió su belo Del sistema continental enero 1813—, donde rebaja el genio de Napoleón y anatematiza su ambición desenfrenada. Este folleto fué seguido de otro, titulado Cuadro del imperio francés en 1813, donde publica los despachos sorprendidos en el extranjero, con aviesos y pérfidos comentarios, excusables tal vez por el destierro de su amiga y el suyo. Durante las campañas a Bernadotte en calidad de biógrafos, quien redactó las Suecla contra Francia. (Nota de 1813 y 1814, Schlágel siguló secretario, y él fué, dicen sus proclamas del príncipe real de de D. Lacroix.) by ría ganar diez días, pero nada más. Quise saber por qué me privaban de la compañía del señor Schlégel, amigo mío y de mis hijos. El gobernador, que, como la mayor parte de los agentes del Emperador, tenía la costumbre de envolver en frases dulzonas actos durísimos, díjome que el Gobierno, en interés mío, alejaba de mi casa al señor Schlégel, que me volvía antifrancesa. Verdaderamente conmovida por la paternal solicitud del Gobierno, pregunté qué había hecho el sefior Schlégel contra Francia; el gobernador me objetó sus opiniones literarias, y entre ellas un folleto en el que, al comparar la Fedra de Euripides con la de Racine, daba la preferencia a la primera. Era fina delicadeza en un monarca corso tomar así partido por los más sutiles matices de la literatura francesa. Pero la verdad era que desterraban al señor Schlégel por amigo mío, porque su conversación animaba mi soledad y porque empezaban a aplicar el sistema que más adelante se manifestó de encerrarme en mi alma como en una cárcel, privándome de todos los placeres del ingenio y de la amistad.

Tomé de nuevo la resolución de irme, a la que tantas veces había renunciado ya por no separarme de mis amigos ni de las cenizas de mis padres. Pero antes tenía que resolver una gran dificultad: decidir de qué modo me marcharía. El Gobierno francés ponía tales trabas al pasaporte para América, que ya no me atrevia a recurrir a este medio. Además, temía con fundamento que en el momento de embarcar alegaran haber descubierto que intentaba irme a Inglaterra, y me aplicasen el decreto que castigaba con cárcel a los que intentaban ir allá sin permiso del Gobierno. Me pareció, pues, infinitamente mejor ir a Suecia, noble país, cuyo nuevo jefe dejaba adivinar ya la gloriosa conducta que después ha mantenido. Pero ¿qué camino seguir para ir a Suecia? El gobernador me había dicho en todos los tonos que dondequiera que Francia mandaba me prenderían; y ¿cómo llegar adonde no mandaba? Era absolutamente necesario pasar por Rusia, puesto que toda Alemania estaba sometida a la dominación francesa. Pero para llegar a Rusia había que atravesar Baviera y Austria. Yo tenía confianza en el Tirol, aunque unido a un Estado confederado del imperio francés, en castigo del valor de sus infelices habitantes. En cuanto a Austria, a pesar del funesto rebajamiento en que había caído, aún tenía yo a su monarca en suficiente estima para esperar que no me entregaría; pero sabía también que no podría defenderme. Después de sacrificar el antiguo honor de su casa, ¿qué fuerza le quedaba en ningún terreno? Pasaba, pues, mi vida estudiando el mapa de Europa para escaparme, como Napoleón lo estudiaba para hacerse el amo de ella, y mi campaña, igual que la suya, tenía a Rusia por objetivo. Esta potencia era el postrer refugio de los oprimidos, y, por tanto, el dominador de Europa se proponía abatirla.