Diez años de destierro/Parte II/I

SEGUNDA PARTE


CAPITULO PRIMERO

Prohibición de mi obra sobre Alemania.—Destierro fuera de Francia.

No pudiendo permanecer en el castillo de Chaumont, cuyos dueños habían vuelto de América, fuí a instalarme en una finca llamada Fossé, que me prestó un amigo generoso[1]. Allí habitaba un militar vendeano poco cuidadoso de su vivienda, pero cuya leal bondad allanaba todas las dificultades, al mismo tiempo que todo lo alegraba su original ingenio. Apenas llegamos, un músico italiano, que nos acompañaba en calidad de profesor de mi hija, se puso a tocar la guitarra; mi hija acompañaba con el arpa la dulce voz de mi hermosa amiga la señora de Récamier; los campesinos se agolpaban debajo de las ventanas, asombrados al ver la colonia de trovadores que llegaba a turbar la soledad de su amo.

Allí pasé mis últimos días en Francia, acompañada por algunos amigos cuyo recuerdo guardo en el corazón. La verdad es que una reunión tan íntima, una residencia tan solitaria y las dukes distracciones de las bellas artes, a nadie podían causar daño. A menudo, cantábamos una canción deliciosa, compuesta por la reina de Holanda, y cuyo estribillo es: Haz lo que debas, ocurra lo que quiera. Para después de comer, se nos había ocurrido sentarnos alrededor de una mesa y escribirnos en lugar de hablar. Estas conversaciones variadas y múltiples nos divertían tanto, que se nos tardaba en concluir las comidas, donde hablábamos, para ponernos a escribir.

Cuando, por casualidad, teníamos alguna visita, no podíamos soportar la interrupción de nuestra costumbre, y nuestro correo interior (así lo llamábamos) seguía su curso. Los habitantes de la ciudad vecina se asombraban un poco de estos usos nuevos, tachándolos de pedantería, cuando sólo eran un juego para distraer algo nuestra monótona soledad. Un noble de aquellos contornos, que en toda su vida no había hecho más que cazar, vino un día en busca de mis hijos para llevarlos al monte; estuvo un poco de tiempo sentado a nuestra activa y callada mesa; y para que no se encontrara completamente ajeno a nuestro círculo, la señora de Récamier le eseribió con su linda mano una cartita; el gran cazador se excusó de admitirla, asegurando que con luz artificial no podía leer lo manuscrito. Nos reímos un poco del descalabro sufrido por la bienhechora coquetería de nuestra hermosa amiga, y pensamos que no siempre habría corrido suerte igual una carta escrita por ella. Así pasábamos la vida, y si juzgo por mí, a nadie le pesaba el tiempo demasiada.

Por entonces se hablaba mucho en París de la ópera Cendrillon; fuí a verla representar en un mal teatro provinciano, en Blois. Al salir, a pie, los habitantes de la población me siguieron con curiosicad, más ávidos de conocerme por mi calidad de desterrada que por otro motivo cualquiera. Esta especie de triunfo, proporcionado por la desgracia más que por el talento, enfadó al ministro de Policía, que escribió poco después al gobernador de la provincia diciéndole que yo vivía rodeada de una corte. "Cierto—respondí al gobernador (1); pero, al menos, no se la debo a mi poderío." Continuaba yo resuelta a irme a América, y desde allí a Inglaterra; pero antes quería terminar la impresión de mi libro sobre Alemania.

La estación estaba ya muy avanzada; llegó el 15 de septiembre, y preveía que la dificultad de embarcarme con mi hija me retendría aún otro invierno en cualquier ciudad a cuarenta leguas de París. Mi ambición entonces era ir a Vendöme, donde yo conocía algunas personas inteligentes, y desde donde había comunicaciones fáciles con la capital. Después de haber sido micasa una de las más brillantes de París, llegué a mirar como una satisfacción muy viva poder (1) El señor de Corbigny, hombre, amable e ilustrado..

instalarme en Vendôme: la suerte no me concedió una dicha tan modesta.

El 23 de septiembre corregí la última prueba del libro sobre Alemania; causábame verdadera alegría, después de seis años de trabajo, poner la palabra Fin a los tres volúmenes. Hice la lista de las cien personas de Francia y Europa a quien quería enviárselos. Daba yo gran importancia a mi libro, encontrándolo apropiado para dar a conocer en Francia ideas nuevas; a mi parecer, se inspiraba en sentimientos elevados, sin ser hostiles, y estaba escrito en un tono que ya no era corriente.

El editor me escribió diciéndome que la censura había autorizado la publicación de la obra; con esta seguridad, creí que ya no había nada que temer, y fuí con mis amigos a una posesión de M. Mathieu de Montmorency, a cinco leguas de Blois. La vivienda de esta posesión se halla en medio de un bosque, por el que estuve paseándome con M. de Montmorency, el hombre a quien más respeto en el mundo, muerto mi padre. La hermosura del tiempo, la esplendidez del bosque y los recuerdos históricos que suscita el lugar, donde se dió la batalla de Fretteval, entre Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León, predisponían mi alma a la tranquilidad y la dulzura.

Mi digno amigo, ocupado tan sólo en ganar el cielo, no tocó en sus conversaciones los asuntos candentes, y sólo trató de hacer bien a mi alma.

Al día siguiente nos fuimos. En las deshabitadas Ilanuras del Vendomesado, de aspecto uniforme como el mar, nos extraviamos. Era ya media noche, y no sabíamos qué camino tomar, en un terreno siempre igual, cuya fecundidad es tan monótona como pueda serlo en otras partes la esterilidad, cuando un joven, a caballo, adivinando nuestro apuro, nos rogó que fuésemos a pasar la noche en el castillo de sus padres (1). Aceptamos la invitación como un verdadero favor, y de pronto nos encontramos en medio del lujo de Asia, combinado con la elegancia de Francia. Los dueños de la casa habían pasado mucho tiempo en la India y tenían adornado el castillo con objetos adquiridos en sus viajes. Me encontré a las mil maravillas en aquella residencia que excitaba mi curiosidad. Al día siguiente, el señor de Montmorency me entregó una carta de mi hijo instándome para que sin tardanza volviera a mi casa, porque mi obra tropezaba en la censura con nuevas dificultades. Los amigos que estaban conmigo en el castillo me exhortaron a que partiera; no adiviné lo que me ocultaban, y ateniéndome a la carta de mi hijo, me entretuve en examinar las rarezas de la India reunidas allí, sin sospechar lo que me esperaba. Al fin, volví al coche; el militar vendeano, mi huésped, tan bueno, tan delicado, que nunca se había conmovido por sus riesgos personales, me estrechó la mano con lágrimas en los ojos; entonces compren(1) El castiko de Conán, perteneciente al señor Chevalier, que fué gobernador de la província del Var.

di que me ocultaban alguna persecución nueva, y el señor de Montmorency, a quien interrogué, me dijo que el ministro de Policía había enviado a sus agentes a destruir los diez mil ejemplares de mi libro, y que a mí me había dado orden de salir de Francia dentro de tres días.

Mis hijos y mis amigos no quisieron darme estas noticias en casa ajena; pero habían tomado todas las precauciones posibles para que no secuestrasen mi manuscrito, y consiguieron salvarlo, pocas horas antes de que fuesen a pedirmelo de parte de la Policía.

Este nuevo dolor se apoderó de mi ánimo con terrible fuerza. Me halagaba la idea de obtener nn éxito honroso con la publicación del libro. No me hubiese sorprendido que los censores me negasen el permiso de imprimirlo; pero después de acatar todas sus observaciones, después de he chas las variaciones que me pidieron, saber que iban a machacar toda la edición y que tenía que separarme de los amigos que sostenían mi ánimo, me hizo llorar. Sin embargo, una vez más trabé de sobreponerme para meditar lo que había de hacer en aquel caso, pues mis decisiones podían influir gravemente en la suerte de mi familia. Al acercarnos a nuestra casa, di la llave del escritorio, donde aún quedaban algunas notas sobre mi libro, a mi hijo menor, que saltó una cerca para entrar en las habitaciones por el jardín. Una inglesa (1), excelente amiga mía, salió a mi en(1) Miss Randall.

cuentro para referirme lo ocurrido. Vi a lo lejos unos gendarmes rondar mi casa; mas no parece que fuesen en mi busca: iban, sin duda, en persecución de otros infelices, quintos, desterrados, personas sometidas a vigilancia y otras oprimidos, de los muchos que ha creado en Francia el régimen actual.

El gobernador de la provincia de Loir y de Cher fué a pedirme el manuscrito, y para ganar tiempo le di una mala copia que me quedaba, y se dió por satisfecho. He sabido que el Gobierno le trató muy mal algunos meses después para castigarle por los miramientos que tuvo conmigo. Se dice que el pesar que le produjo haber caído en desgracia del Emperador, ha sido una de las causas de la enfermedad que le ha matado en la flor de la edad. ¡Infortunado el país en que por la fuerza de las circunstancias un hombre de valía sucumbe bajo el pesar del disfavor (1).

(1) La señlora de Stäcl cuidaba entonces de la impresión de su obra sobre Alemania; cuando estuvo para publicarsela remitió a Bonaparte, con la siguiente carta:

"Sefior: Me tomo la libertad de ofrecer a V. M. mi obra sobre Alemania. Si V. M. se digna leerla, paréceme que encontrará en ella la huella de un espíritu capaz de reflexión ilegado a su madurez. Señor, hace doco años que no he visto a V. M. y que estoy desterrada. Doce años de infortunio modifican todos los caracteres, y el destino enseñia a resignarse a los que sufren. A punto de embarcarme, suplico a V. M. que me conceda media hora de conversación. Tengo que decirle algunas cosas, que creo han de interesar a V. M., y por esta razón le suplico que me conceda el favor de hablarle antes de mi partida. En esta carta sólo me permitiré explicar los motivos que me obligan a marcharme del continente, si no obtengo de V. M. permiso para vivir en el campo lo bastante cerca de París, para que mis hijos puedan residir en la capital. Las personas que están en deagrazad Supe por los periódicos que habían llegado a los puertas del Norte unos barcos americanos, y me decidí a usar mi pasaporte para América, espe cla con V. M. padecen en Europa tal descrédito, que no puedo dar un paso sin tropezar con sus efectos. Los unos temen comprometerse visitándome, los otros se creen verdaderos héroes, porque vencen ese temor. Las más sencillas relaciones sociales se convierten asf en favores que un alma altiva no puede soportar. Algunos de mis amigos se han asociado a mi suerte con generosidad admirable; pero también he visto quebrantarse los más intimos sentimientos ante la necesidad de vivir conmigo en la soledad. Desde hace ocho años vivo fluctuando entre el temor de que nadie me ofrezca un вacrificio y el dolor de ser objeto de ellos. Esacaso, ridiculo contar así en detalle las proplas impresiones al soberano del mundo; pero lo que os ha hecho duefio de él, Señor, ha sido vuestro soberano genio. Como observador del corazón humano. V. M. se hace cargo de los móvlles más violentos y de los más delicados. Mis hijos no tienen carrera:

mi hija ha cumplido trece años; dentro de poco tendrá que tomar estado; sería gran eogísmo obligarla a vivir en las inslplaas residencias a que estoy condenada. ¡Tendré, pues también que separarme de ella! Esta vida no es tolerable ni sé como remedlarla en el continente. ¿Qué ciudad puedo escoger, donde la desgracia en que estoy con V. M. no ponga obstáculo Invencible al acomodo de mis hijos y a mi personal reposo? V. M. ignora, acaso, el miedo que los desterrados causan a la mayor parte de las autoridades en todos los países; podría contar cosas de este orden, que seguramente rebasan las órdenes de V. M. Han dicho a V. M. que yo echaba de menos París, a causa del Museo y de Talma. Eso es un modo agradable de brontear sobre el destierro; es decir, acerca del infortunio más insoportable de todos, según declaran Cicerón y Bolinghoke; poro aunque yo amase las obras maestras que Francia debe a las conquistas de V. M.aunque amase esas hermosas tragedias, imágenes del heroismo, sería V. M. quien me censurase por ello? ¿No depende la felicidad de cada individuo de la naturaleza de sus facultades? Y si el cielo me ha concedido imaginación y talento. ¿no serán necesarios para mi los placeres del arte y del ingenio? Cuando tantas gentes piden a V. M. ventajas positivas de toda especie, ¿por qué he de ruborizarme al pedir que me deje gozar de la amistad y de las artes que idealizan la existencia, sin apartarme de la sumisión deblda al monarca de Francia?" (Chateaubriand: Memorias de Ultratumba. Ed. Garnler, tomo IV. pág. 416.) rando poder desembarcar en Inglaterra. En todo caso necesitaba varios días para preparar el viaje, y tuve que dirigirme al ministro de Policía pidiéndole un breve aplazamiento. Ya se ha visto que el Gobierno francés tiene la costumbre de dar orden a las mujeres, como si fueran soldados, de ponerse en camino en término de veinticuatro horas. Véase la respuesta que me dió el ministro, y repárese en su singular estilo.

POLICIA GENERAL.

Secretaria del Ministro.

París, 3 de octubre de 1810.

Señora: He recibido la carta que me habéis hecho el honor de escribirme. Ya vuestro señor hijo os habrá dicho que no tengo inconveniente en que retraséis vuestro viaje siete u ocho días. Deseo que basten para los preparativos que os quedan por hacer, porque no podría concederos nuevo plazo.

La causa de la orden que os he notificado no debéis buscarla en el silencio que se guarda respecto del Emperador en vuestro último libro; eso sería un error: no hay en el libro lugar digno de él; vuestro destierro es una consecuencia natural de la conducta que desde hace varios años seguís constantemente. Me ha parecido que los aires de este país no os convienen, y aún no tenemos por qué ir a buscar modelos en los pueblos que tanto admiráis.

Vuestro último libro no es francés; he sido yo quien ha prohibido la impresión. Lamento la pérdida que con ello se causa al librero, pero no me es posible permitir que se publique.

Ya sabéis, señora, que se os permitió salir de Coppet, sólo porque manifestaisteis el deseo de marcharos a América. Si mi antecesor os ha permitido vivir en la provincia de Loir y Cher, no debéis mirar esa tolerancia como revocación de las disposiciones que os conciernen. Hoy me veo obligado a cumplirlas estrictamente, y a nadie más que a vos misma debéis culpar.

Envío a decir al señor Corbigny (1) que ponga mano en la ejecución de las órdenes que le he dado, en cuanto termine el plazo que os cancedo.

Deploro, señora, que me hayáis obligado a empezar mi correspondencia con vos por una medi da rigurosa; hubiera sido más agradable para mí ofreceros tan sólo un testimonio de la alta consideración con que tengo el honor de ser, señora, vuestro muy humilde y obediente servidor.

Firmado: El Duque de Rovigo.

P. D. Tengo razones, señora, para indicaros que los únicos puertos en donde podréis embarcar son los de Lorient, La Rochela, Burdeos y (1) Gobernador de Loir y Cher.

Rochefor. Os invito a decirme cuál es el que escogéis (1).

Son dignos de notar el tono meloso con que me decía que los aires del país no me convenían, y la denegación de la verdadera causa de la prohibición de mi libro. El ministro de Policía mostró, en efecto, mayor franqueza al tratar verbalmente de mi asunto: preguntó por qué en mi obra sobre Alemania no aludía yo al Emperador ni a sus ejércitos. Como la obra es puramente literaria, le respondieron, no era fácil tratar en ella de semejante asunto. "¿Se figura alguien—dijo entonces el ministro—que hemos hecho la guerra en Alemania durante diez y ocho años para que una persona tan conocida imprima un libro sin hablar de nosotros? El libro será destruído, y, además, deberíamos haber encerrado al autor en Vincennes." Al recibir la carta del ministro de Policía, sólo puse atención en la frase que me prohibía embarcar en los puertos de la Mancha, Ya sabía yo que, sospechando mi intención de ir a Inglaterra, trataban de impedírmelo. Este nuevo pesar era, en verdad, superior a mis fuerzas: al abandonar mi patria natural necesitaba ir a mi patria adoptiva; al apartarme de mis amigos de toda la vida, necesitaba encontrarme entre esos amigos de lo bueno y lo noble, con quienes el alma simpatiza sin conocerlos personalmente. Se derrumbó de gol(1) Este post—scriptum es fácil de comprenderse: se proponla impedirme ir a Inglaterra.

1 pe la armazón de mis ensueños; por un momento aún pensé embarcarme para América, esperando que el navío fuese apresado en el camino; pero mi salud estaba harto quebrantada para una determinación tan enérgica, y como sólo podía elegir entre América o Coppet, me decidí por lo último; un profundo sentimiento me llevaba siempre hacía Coppel, no obstante las desazones que allí me hacían pasar.

Mis dos hijos fueron a ver al Emperador en Fontainebleau, donde entonces se encontraba, pero les dijeron que si continuaban allí los prenderían; menos aún podía yo ir. Tenía que volverme a Suiza desde Blois, sin acercarme a París a menos de cuarenta leguas. El ministro de Policía declaró en lenguaje de corsario que a treinta leguas se me consideraría buena presa. De suerte que cuando el Emperador ejerce el arbitrario derecho de destierro, ni la persona desterrada, ni sus hijos, ni sus amigos, pueden llegar hasta él para defender la causa del infeliz a quien separan de sus afectos y costumbres. Y los destierros, que ahora son irrevocables, sobre todo cuando se trata de mujeres, esos destierros que el Emperador mismo ha llamado con razón proscripciones, se decretan sin escuchar excusa alguna, suponiendo que el yerro de desagradar al Emperador la admita.

No obstante las cuarenta leguas prescritas, tuve que pasar por Orleáns, ciudad bastante triste, pero en la que habitaban personas muy piadosas, allí retiradas en busca de asilo. Paseándome a pie por la ciudad, me detuve ante el monumento levantado a la memoria de Juana de Arco. "La verdad es, pensé yo entonces, que cuando Juana libertó a Francia del poder de los ingleses, esta Francia era mucho más libre y macho más Francia que ahora." Singular sensación la de vagar así por una ciudad donde no conoce uno a nadie,ni nadie nos conoce. Hallaba una especie de placer amargo empapándome en mi aislamiento y contemplando una vez más aquella Francia que iba a abandonar, acaso para siempre, sin hablar con nadie y sin que nada me distrajera de la impresión que el país por sí sólo me causaba. Algunas veces los transeuntes se detenían para mirarme, porque creo que, a mi pesar, tenía yo una expresión dolorida; pero al punto continuaban su camino: ya es muy añeja la costumbre de ver sufrir.

A cincuenta leguas de la frontera de Suiza, Francia está erizada de ciudadelas, de cárceles, de ciudades que sirven de prisiones, y sólo se ve por doquiera individuos oprimidos por la voluntad de uno solo, reclutas del infortunio, encadenados todos en lugares distantes de donde quisieran vivir. En Dijón, los prisioneros españoles que se habían negado a prestar el juramento de fidelidad, iban a la plaza de la ciudad a tomar el sol al mediodía, por considerarlo entonces un poco compatriota suyo; embozados en sus capas, muchas de ellas rotas, que llevaban con nobleza, se by enorguellecían de su miseria, hija de su altivez, y se complacían en unos sufrimientos que los asociaban al infortunio de su intrépida patria. Veíaselos, a veces, entrar en un café sólo para leer el periódico, a fin de descubrir la suerte de sus ami—, gos a través de las mentiras de sus enemigos; su rostro permanecía entonces inmóvil, pero no inexpresivo, y en él se descubría la fuerza reprimida por la voluntad. Más lejos, en Auxonne, residían los prisioneros ingleses que, la víspera, habían salvado de las llamas una de las casas de la ciudad donde los tenían encerrados. En Besançon había más españoles. Por toda Francia se tropieza con desterrados franceses. Una joven angelical vivía encerrada en la ciudadela de Besançon para no separarse de su padre. Hacía ya mucho tiempo que, arrostrando toda clase de peligros, la señorita de San Simón compartía la suerte del autor de sus días (1).

A la entrada de Suiza, en la cumbre de las montañas que la separan de Francia, está el castillo de Joux, en el cual se encierra a los prisioneros de Estado, de quienes ni sus padres vuelven a saber nada por lo general. En esta prisión (1) El duque de San Simón, ex coronel del regimiento de Poitou, diputado de la nobleza del Angoumois en los Estados generales, emigró a España, donde llegó a ser mariscal de campo, coronel de la Legión real de los emigrados. Cuando el sitio de Madrid por los franceces en 1808, se encontraba en la ciudad, y la defendió. Hecho prisionero y condenado a muerte por un Consejo de guerra, iba a ser fusilado, cuando su hijn corrió a implorar a Napoleón, que concedió una conmutación do la pena. Fué encerrado en la ciudadela de Besançon, dondo su hija única. compañera voluntaria de eu prisión, le cuidó con la más tierna solicitud.

!

murió de frío Santos Louverture; merecía su desgracia por haber sido cruel; pero quien menos derecho tenía a imponérsela era el Emperador, puesto que se comprometió a garantizarle la libertad y la vida. El día en que yo pasé al pie de este castillo hacía un tiempo horrible; pensé enaquel negro, trasladado de pronto a los Alpes, para quien tal residencia era un infierno de hielo; pensé en otros seres más nobles que habían estado encerrados allí, y en los que aún lo estaban, y me dijo que si yo estuviese como ellos no saldría de allí con vida. Nada puede dar idea al corto número de pueblos libres que aún quedansobre la tierra, de lo que es la falta de seguridad, situación habitual de todas las criaturas humanas bajo el imperio de Napoleón. En los demás.

Gobiernos despóticos hay unos usos, unas leyes, una religión que el amo no infringe nunca, por absoluto que sea; pero en Francia, como todo esnuevo, el pasado no puede servir de garantía, y todo se puede temer, o se puede esperar, según:

que se sirvan o no los intereses del hombre que:

se atreve a presentarse a sí mismo, y sólo a sí mismo, como fin de la raza humana entera.

  1. Mr. de Salaberry.