Diez años de destierro/Parte I/XVIII

CAPITULO XVIII

Comienzo del Imperio.

La moción para proclamar Emperador a Bonaparte la presentó en el Tribunado un convencional, antiguo jacobino; fué apoyada por Jaubert, abogado y diputado del comercio de Burdeos, y secundada por Simeón, hombre de entendimiento y de buen sentido, proscrito durante la República por realista. Bonaparte quería que se reuniesen para elegirle los partidarios del antiguo régimen y los representantes de los intereses permanentes de la nación. Se convino en abrir en toda Francia unos registros para que cada cual expresara su voto respecto a la elevación de Bonaparte al trono. Pero sin aguardar el resultado de esta votación, por amañado que estuviese, tomó el título de Emperador por un Senado consulto, y aquel desdichadísimo Senado no tuvo siquiera fuerza para poner algún límite constitucional a la nueyo ganar con eso?—preguntaba—; lo que ocurrió fué que Pichegru se vió en una situación sin salida, su alma enérgica no pudo afrontar la infamia del suplicio; desesperó de mi clemencia o la desdeñó, y se dió muerte. Si hublese yo tenido intención de cometer un crimen—continuaba Napoleón—, no hubiera caído sobre Pichegru, que ya nada podía, sino sobre Moreau, que en aquellos momentos significabe para mí un grave peligro.

Si, por desgracia, el general Moreau se hubiera también suicidado en la prisión, mi exculpación hubiera sido mucho más difícil, por las grandes ventajas que me reputaba el deshacerme do 61... Una vez desenmascarado Pichegru como traldor a la nación, ya nadie se interesaría por él; al contrarlo, bastaron sus relaciones con Moreau para perder a este último," (Memorial de Santa Elena, IV. pág. 255.) .

105va monarquía. Un tribuno, cuyo nombre quisiera poder decir (1), tuvo el honor de hacer sobre esto una moción especial. Pero Bonaparte, para salir hábilmente al encuentro de esta idea, llamó a su residencia a varios senadores, y les dijo: "Me cuesta mucho trabajo ponerme en evidencia; pre—fiero con mucho mi situación actual. Pero la continuación de la República es imposible; todos están cansados de ella; creo que los franceses desean la Monarquía. Al principio pensé traer a los Borbones; pero esto hubiese sido su perdición y también la mía. Mi conciencia me dice que es nenecesario, en conclusión, poner un hombre al frenté de todo esto; sin embargo, acaso convendría esperar aún... En cuatro años he conseguido que Francia envejezca un siglo; la libertad está en un buen código civil, y las naciones modernas sólo se preocupan de la propiedad. Sin embargo, si queréis hacerme caso, nombrad un comité, organizad la Constitución, "y os lo digo con franquezaañadió sonriendo—, no dejéis de tomar precauciones contra mi tiranía, creedme". Esta fingidanaturalidad sedujo a los senadores, que no deseaban otra cosa. Uno de ellos, hombre de letras muy distinguido, pero de esos filósofos que encuentran siempre motivos filantrópicos para estar a bien con el Poder, decía a un amigo mío: "¡Es admirable! ¡El Emperador es tan sencillo que se le puede decir todo! El otro día estuve hablándole una hora para demostrarle que es absolutamente pre(1) M. Gallois, y ciso fundar la nueva dinastía en una carta constitucional que garantice los derechos de la nación." "¿Y qué os respondió?", le preguntaron. "Me dió un golpecito amistoso en el hombro, y me dijo:

"Tenéis completa razón, mi querido senador, pero, creedme, no ha llegado el momento de hacerlo." Y el senador, como tantos otros, se contentaba con el placer de haber hablado, aunque no se aceptara su opinión, ni muchísimo menos. En los franceses, los apetitos del amor propio pueder más que las exigencias del carácter.

Una cosa extraña, y que Bonaparte descubrió con gran sagacidad, es que los franceses, tan rápidos en la percepción del ridículo, se ponen muy gozosos en ridículo, sí con ello su vanidad se sacia de algún modo. Nada más ocasionado a las burlas que la flamante nobleza creada por Bonaparte para sostén de su trono. Las princesas y las reinas, ciudadanas la víspera, no podían por menos de reirse oyéndose llamar majestad. Otros, más serios, se hacían repetir el título de monseflor, desde la mañana hasta la noche, como Monsieur Jourdain. Buscábansé en los archivos los mejores documentos relativos a la etiqueta; hombres de verdadero mérito se aplicaban gravemente a trazar los escudos y armas de las nuevas familias nobles; en fin, no pasaba día que no trajese consigo alguna situación digna de Moliére: pero el terror, telón de fondo, impedía que las escenas grotescas del proscenio se silbaran como era debido. La gloria de los generales franceses lo realDisited F zaba todo, y los cortesanos obsequiosos se deslizaban al amparo de los militares, merecedores, sin duda, de los honores serios de un país libre, pero no de las vanas condecoraciones de semejante Corte. El valor y el genio descienden del cielo, y los que están dotados de ellos no necesitan más ilustre abolengo. Las distinciones concedidas en las Repúblicas o en las Monarquías limitadas han de recompensar servicios prestados a la patria, y todo el mundo puede aspirar a ellas igualmente; pero nada huele a despotismo tanto como la lluvia de honores emanada de un solo hombre, sin más fuente que su capricho.

Infinitos chistes se hicieron a costa de la nobleza de nuevo cuño, y citábanse frases sin cuento de las señoras ennoblecidas que denotaban poco uso de los buenos modales. El más difícil de aprender es un género de urbanidad ni ceremonioso ni familiar; parece que esto no es nada, pero hay que llevarlo en el fondo del carácter; na_ die puede adquirirlo si no se lo han enseñado durante la infancia o no le inspira la elevación de su alma. Bonaparte mismo pasa algunos apuros en los actos de ceremonia; a menudo, en el interior de su casa, aun en presencia de extraños, vuelve gustoso a los modales y expresiones vulgares que le recuerdan su juventud revolucionaria. Bonaparte sabía muy bien que los parisinos se burlaban de los nobles nuevos; pero también sabía que al expresar su opinión no pasarían de las pullas sin llegar a las acciones fuertes. La energía de los oprimidos no iba más allá de unos cuantos equívocos y juegos de palabras; en Oriente el único recurso es el apólogo, pero en Francia habían caído más bajo aún, y se contentaban con el ruido de las sílabas. Un solo juego de palabras merece sobrevivir a tantos como se hicieron durante la efímera boga del género: al oír anunciar un día a las princesas de la sangre, alguien añadió: "De la sangre de Enghien." Tal fué, en efecto, el bautismo de la nueva dinastía.

Bonaparte no tenía bastante con rodearse de una nobleza hechura suya; quería mezclar la aristocracia del nuevo régimen con la del antiguo. Varios nobles, arruinados por la Revolución, se avinieron a desempeñar cargos en la Corte. Sabida es la grosera injuria con que Bonaparte les agradeció su complacencia: "Les he ofrecido—dijogrados en mi ejército, y no los han querido; puestos en la Administración, y los han rechazado; pero les he abierto las antesalas de mi palacio, y se han precipitado en ellas." Algunos nobles dieron en esta cuestión ejemplo de animosa resistencia; ¡pero cuántos se dijeron amenazados antes de que tuviesen nada que temer! ¡Y cuántos también pretendieron para sí o para sus familias empleos palatinos que hubieran debido rechazar!

Las carreras militares o administrativas son las únicas en que uno puede creer que sirve a su patria, cualquiera que sea el jefe que la gobierna; pero los empleos en Palacio os ponen bajo la de pendencia de un hombre, no del Estado.

109 Abriéronse registros para votar el Imperio (1) lo mismo que cuando se votó el Consulado vitalicio; y se contaron también como votos en pro todos los que se abstuvieron; los pocos individuos que se atrevieron a escribir "no" fueron destituídos de sus empleos. El general Lafayette, constante amigo de la libertad, manifestó de nuevo su invariable resistencia, tanto más meritoria cuanto que en este país del valor no se sabía ya apreciar la valentía. Necesario es hacer esta distinción, puesto que vemos a la divinidad del miedo reinar sobre los más intrépidos guerreros de Francia. Bonaparte no quiso sujetarse siquiera a la ley de la Monarquía hereditaria, y se reservó el derecho de adoptar o de escoger su sucesor, a la manera oriental. Como entonces no tenía hijos, no quiso otorgar derecho alguno a su familia, y aunque la ensalzaba a unas alturas a que ciertamente no tenía derecho a aspirar, la esclavizaba a su voluntad mediante esta y otras profundas combinaciones, aherrojando los tronos que había levantado.

Todavía se celebró aquel año—1804—la fiesta (1) El Imperio hereditario, pedido por el Senado en ó germinal del año XII—27 marzo 1804, propuesto por el Tribunado el 13 floreal del año XII—3 mayo 1801—, proclamado por el Senado el 28 floreal—18 mayo 1804—, fué sometido, a consecuencia del mismo Senado consulto, al sufragio del pueblo, que lo adoptó por 3.572.339 votos. En contra del Imperio sólo hubo 2,569 votos. El resultado de la votación no pudo proclamarse hasta el 15 brumario del al Emperador año XIII—6 noviembre 1804, y fué presentado el 10 frimario del año XII—1 diciembre de 1804—vispera de la ceremonia de la consagración.

del 14 de julio, porque decíase—el Imperio consagraba las conquistas de la Revolución. Bonaparte había dicho que las borrascas habían robustecido las raíces del Gobierno; pretendía que el Trono garantizaba la libertad; repitió de mil modos que Europa se tranquilizaría por el establecimiento del orden monárquico en Francia. Toda Europa, en efecto, menos la ilustre Inglaterra, reconoció su nueva dignidad: los caballeros de la antigua hermandad regia le llamaron hermano..

Ya se ha visto cómo ha recompensado su fatal condescendencia. Si hubiera deseado sinceramente la paz, hasta el anciano rey Jorge, hombre honrado, cuyo reinado es el más hermoso de la historia de Inglaterra, no habría tenido otro remedio que reconocerle por su igual. Pero a lospocos días de su coronación pronunció unas palabras que descubrían totalmente sus designios:

"Algunos se burlan—dijo—de mi nueva dinastía; dentro de cinco años será la más antigua de Eu— | ropa." Desde aquel momento no ha cesado de encaminarse a ese fin.

Necesitaba un pretexto para avanzar sin descanso, y su pretexto fué la libertad de los mares.

Es inaudita la facilidad con que al pueblo más espiritual de la tierra se le. hace tomar por estandarte de guerra una tontería. Este sería un contraste inexplicable si la infortunada Francia no hubiese sido despojada de religión y de moral por un funesto encadenamiento de malos principios y de acaecimientos desdichados. Sin religión, by 111el hombre es incapaz de sacrificio; sin moral, nadie dice la verdad, y la opinión pública se extravía. De aquí se sigue, como dijimos ya, que la conciencia se acobarda, aunque el punto de honor subsista, y que siendo admirables en la ejecuciónde los planes, nadie se da cuenta del verdadero fin que se persigue con ellos.

Los soberanos que ocupaban los tronos del continente cuando Bonaparte decidió derribarlos,eran muy buenas personas. No tenían genio político ni militar, pero los pueblos eran dichosos; y aunque en la mayor parte de los Estadosno estuviesen admitidos los principios de las instituciones libres, las ideas filosóficas esparcidas por Europa desde cincuenta años antes producían, al menos, la ventaja de preservar de la intolerancia y de dulcificar el despotismo. Catalina II y Federico II buscaban la estimación de los escritores franceses; estos dos monarcas, que no podían subyugarlo todo con su genio, teníanante sí la opinión de los hombres ilustrados y querían conquistarla. Los ánimos se inclinaban,naturalmente, al disfrute y aplicación de las ideas liberales, y apenas había un solo individuo perseguido en su persona o en sus bienes. Los amigos de la libertad estaban, sin duda, en su derecho al pretender que era necesario dar a las facultades del hombre ocasión de desarrollarse; que no era justo que un pueblo entero dependiese de un solo hombre, y que la representación nacional era el único modo de asegurar a los ciudadanos, con garantía permanente, los beneficios que un soberano virtuoso podía, por modo pasajero, conceder. Pero Bonaparte, ¿qué ofrecía?

¿Llevaba a los pueblos extranjeros más libertad?

Ningún monarca europeo se hubiese atrevido a cometer, en todo un año, las arbitrarias insolencias que Bonaparte cometía en un día solo. Iba únicamente a hacerlos cambiar su tranquilidad, su independencia, su lengua, sus leyes, sus bienes, su sangre y sus hijos por la desgracia y la vergüenza de ser aniquilados como naciones y despreciados como hombres. Iba, en fin, a comenzar la empresa de la Monarquía universal, el más temible azote que puede amenazar a la especie humana, y causa segura de eternas guerras.

A Bonaparte no le agrada ninguna de las artes de la paz; sólo se divierte en las conmociones violentas producidas por las batallas. Ha concertado muchas treguas, pero nunca se ha dicho seriamente: ¡Ya basta! Su carácter, inconciliable con el resto de la creación, es como el antiguo fuego griego, que ninguna fuerza natural puede extinguir.

3