Diez años de destierro/Parte I/XVI
CAPITULO XVI
Enfermedad y muerte del señor Necker.
Mi padre llegó a conocer el asesinato del duque de Enghien, y las últimas líneas escritas de su mano que recibí, expresan su indignación por ese atentado.
En el seno de la más profunda tranquilidad me sorprendieron dos cartas que hallé sobre mi mesa, anunciándome que mi padre estaba gravemente enfermo. Me ocultaron que el correo que las trajo era también portador de la noticia de su muerte. Partí con alguna esperanza, y la conservé a pesar de todas las circunstancias que de(1) La Comisión militar designada para juzgar al duque de Enghien se reunió a media noche en Vincennes; el interrogatorio duró tres horas; después de una deliberación de dos horas a puerta cerrada, los jueces reconocieron por unanimidad que el duque de Enghien era culpable de traición y delincuente contra el Estado. En el acto se dictó sentencia de muerte. El 21 de marzo de 1804. a las acis menos diez de la mafiana, una gran detonación resonó en los fosos det castillo; el último retoño de la llustre Casa de Condé, moría por la causa realista. Se ha dicho que la Comisión mílitar hizo ejecutar la sentencia con precipitación excesiva:
que el Primer Cónsul no ordenó, ni quiso, ni slquiera previó la muerte del duque de Enghien; pero al día siguiente de la ejecución, Bonaparte fué en persona al Consejo de Estado a reclamar la piena responsabilidad de lo sucedido; y en Santa Elena volvió a reclamarla por un artículo de su testamento: "Mandé prender y juzgar al duque de Enghien por edgirlo así la seguridad, el interés y el honor del pueblo francés." (Nota de D. Lacroix.) » berían habérmela quitado. Cuando en Weimar supe la verdad, un sentimiento de terror inexplicable se juntó a mi desesperación. Me vi sin apoyo en la tierra, y forzada a sostener yo sola mi alma contra el infortunio. Aún me quedaban en el mundo muchas prendas caras; pero la admiración llena de ternura que yo tenía por mi padre, ejercía sobre mí un ascendiente sin igual. El dolor, que es el mejor profeta, me anunció que en adelante mi corazón ya no sería feliz como lo había sido, mientras aquel hombre de sensibilidad omnipotente ve laba por mi destino; y no ha pasado un solo día desde el mes de abril de 1804, en que no haya engarzado todas mis penas a la que entonces senti.
Mientras vivió mi padre, sólo la imaginación.me hacía sufrir; porque, en las cosas reales, siempre hallaba él un modo de favorecerme; después de:
su muerte, tuve que habérmelas directamente con el destino. Los restos de mis fuerzas se sostienen por la esperanza de que ruega por mí en el cielo. No por amor filial, sino por conocer íntimamente su carácter, afirmo que nunca he visto la naturaleza humana tan próxima a la perfec ción como en su alma; si no tuviese yo el conven cimiento de la vida futura, me volvería loca la idea de que un ser como él hubiese dejado de existir. Había tanta inmortalidad en sus sentimientos y en sus pensamientos, que cien veces me ha ocurrido, en los impulsos que me arrebatan y elevan sobre mí misma, creer escucharle todavía.
En el viaje fatal de Weimar a Coppet envidia.
» ba yo la vida que circulaba en la naturaleza, la de los pájaros, la de las moscas, que volaban en torno mío; sólo deseaba un día, un solo día para hablarle una vez más, para excitar su piedad; envidiaba a los árboles de las selvas, cuya duración se prolonga a través de los siglos; pero hay en el inexorable silencio de la tumba algo que confunde al espíritu humano; verdad harto conocida; mas no por eso la impresión es menos viva e imborrable. Al acercarme a la casa de mi padre, uno de mis amigos me mostró, sobre la montaña, unas nubes semejantes a una gran silueta de hombre que desaparecía en el ocaso, y me pareció que el cielo me ofrecía así un símbolo de lo que acababa de sucederme. Era grande, en efecto, el hombre que en todas las circunstancias de su vida prefirió a sus intereses más importantes sus más pequeños deberes; el hombre cuyas virtudes estaban de tal modo inspiradas por su bondad, que hubiera podido prescindir de los principios, y cuyos principios eran tan firmes, que hubiera podido prescindir de la bondad.
Al llegar a Coppet supe que mi padre, durante los nueve días que duró su enfermedad, se había ocupado constantemente de mi suerte con inquietud. Reprochábase su último libro como causa de mi destierro; con mano temblorosa escribió durante la fiebre una carta al Primer Cónsul, afirmándole que yo no había tenido nada que ver en la publicación de su obra, y que, por el contrario, me había opuesto a su impresión. ¡Era 7 tan solemne la voz del moribundo! Parecíame irresistible la postrera plegaria de un hombre que había desempeñado en Francia tan importante papel, y que como única gracia pedía el retorno de sus hijos al lugar de su nacimiento, y el olvido de las imprudencias que su hija, joven entonces, hubiera podido cometer; aunque conocía el carácter de Bonaparte, me sucedió lo que, a mi parecer, sucede naturalmente a cuantos desean con ardor la cesación de un gran sufrimiento; esperé contra toda esperanza. El Primer Cónsul recibió la carta, y sin duda ie pareció muy grande mi simpleza por haber esperado que se conmovería. En este punto soy de su misma opinión.