Diez años de destierro/Parte I/XV
CAPITULO XV
Asesinato del duque de Enghien.
Vivía yo en Berlín en un piso bajo del muelle del Spree. Una mañana, a las ocho, me despertaron para decirme que el príncipe Luis Fernando es!
taba a caballo delante de mi casa y que me pedíaque fuese a hablarle. Muy asombrada de visitatan temprana, me levanté apresuradamente para ir a verle. Hacía muy buena figura a caballo y su emoción aumentaba la nobleza de su rostro. "; Sabéis me dijo que han raptado al duque de Enghien del territorio de Baden, le han sometido a una Comisión militar y le han fusilado veinticuatro horas después de llegar a Paris? —¡Qué locura! No comprendéis que ese rumor le han hechocircular los enemigos de Francia?" Confieso que mi odio a Bonaparte, por grande que fuese, no bastaba para hacerme creer en la posibilidad de tamaño atentado. "Puesto que dudáis de lo que oscuento—respondió el príncipe Luis—, os enviaré el número de El Monitor que trae la sentencia." Se fué diciendo estas palabras, y la expresión de su rostro presagiaba la venganza o la muerte. Un cuarto de hora después tenía en mis manos El Monitor del 21 de marzo (30 pluvioso), que insertaba la sentencia de muerte pronunciada por la Comisión militar de Vincennes, contra el llamado Luis de Enghien. ¡Había franceses que designaban de este modo al nieto de tantos héroes, gloría de su patria! Aunque se abjurasen todos los prejuicios favorables a una cuna ilustre, prejui cios que iban a revivir necesariamente con las formas monárquicas, era posible blasfemar así de los recuerdos de las batallas de Lens y de Rocroi? Ese Bonaparte que ha ganado batallas, no sabe siquiera respetarlas; para él no hay pasado.
"Ded ni porvenir; su alma imperiosa y despreciativa no reconoce nada sagrado para la opinión; sólo le parece respetable la fuerza existente. El príncipe Luis me escribía una carta que empezaba así: "El llamado Luis de Prusia ruega a la señora de Stäel, etcétera." El príncipe sentía la injuria hecha a su estirpe regia, y a la memoria de los héroes, entre quienes ansiaba contarse.¿Cómo, después de un hecho tan horrible, ha habido un solo rey en Earopa que trate con semejante hombre? ¡La necesidad!, se dirá. Hay un santuario en el alma que debe sustraerse a su imperio; si no fuese así, ¿qué sería la virtud en la tierra? Un generoso pasatiempo, que sólo cuadraría al ocio tranquilo de un particular.
Un conocido mfo me contó que fué a pasearse alrededor del torreón de Vincennes pocos días después de la muerte del duque de Enghien; la tierra, recién removida, denotaba el lugar de su sepultura; unos niños jugaban sobre un montecillo de césped, único sarcófago de tales cenizas. Un inválido viejo, de blancos cabellos, sentado no lejos de allí, estuvo un rato contemplando a los niños; al fin se levantó y, tomándolos por la mano, les dijo derramando algunas lágrimas: "No juguéis aquí, hijos míos, os lo ruego." Estas lágnmas fueron los únicos honores tributados al descendiente del gran Condé, y sus huellas se borraron bien pronto de la tierra.
Pareció que la opinión revivía en Francia; por un momento, al menos, la indignación fué general. Pero extinguida esta generosa llamarada, e!
despotismo se afirmó mucho más, por la inutilidad de las tentativas de resistencia. El Primer Cónsul estuvo unos cuantos días bastante intranquilo por el estado de los ánimos. El mismo Fouché censuraba el hecho; había pronunciado esta frase, tan característica del régimen actual: "Eso es peor que un crimen; les una pifia!" Muchos pensamientos se encierran en esta frase; por fortuna, podemos volverla del revés para afirmar con entera verdad que la mayor piñia de todas es el crimen. Bonaparte preguntó a un senador, hom bre honrado: "¿Qué se dice de la muerte del duque de Enghien? —General—le respondió—, todos la deploran mucho. No me extraña—replicó Bonaparte; una familia que ha reinado tanto tiempo en un país, siempre despierta interés." Con esto pretendía ligar a sus intereses de partido el sentimiento más natural que puede experimentar el corazón humano. Otra vez hizo la misma pregunta a un tribuno, quien, movido por el afán de agradarle, respondió: "Pues bien, general; si nuestros enemigos adoptan contra nosotros medidas atroces, tenemos razón para hacer otro tanto"; no se daba cuenta de que calificaba la medida de atroz. El Primer Cónsul aparentaba considerar este acto como inspirado por la razón de Estado. Un día, por esta época, discutía con un hombre de letras acerca de las obras de CorneiHe. "Ya veis—le dijo—, la salvación pública, o por mejor decir, la razón de Estado, ocupa entre oogle los modernos el lugar de la fatalidad entre los:
antiguos; tal hombre, que por su natural seríaincapaz de una mala acción, la comete obedeciendo a la ley de las circunstancias políticas. El único que ha mostrado conocer la razón de Estado es Corneille en sus tragedias; por eso, si hubiera vivido en mi tiempo, le hubiese nombrado primer ministro." Toda esta sencillez aparente en la discusión se dirigía a probar que no había habido pasión en la condena del duque, y que las circunstancias, de las que sólo es juez el jefe del Estado, motivaban y justificaban todo. Es completamente cierto que no le movió ninguna pasión al ordenar la muerte del duque de Enghien; se ha dicho que la ira le inspiró, pero no hay tal cosa. ¿De qué podía provenir la ira? El duque de Enghien no había provocado en nada al Primer Cónsul; Bonaparte esperó primeramente apoderarse del duque de Berry, quien, según se dice, estaba dispuesto a desembarcar en Normandía en cuanto Pichegru le mandara aviso. Este príncipe se halla mucho más cerca del Trono que el duque de Enghien, además, al desembarcar en Francia, hubiera infringido las leyes vigentes. Por todos conceptos le convenía más a Bonaparte hacer desaparecer al de Berry; pero, a falta de éste, escogió al duque de Enghien, discutiendo el caso friamente. Entre la orden de apoderarse de él y ¹a de condenarle pasaron más de ocho días; Bonaparte ordenó el suplicio del duque de Enghien muy de antemano, con tanta tranquilidad como ha sacrificado después millones de hombres a sus ambiciosos caprichos.
Pregúntase ahora cuáles han podido ser los móviles de una acción tan terrible; yo creo que podemos descubrirlos con facilidad. Por de pronto, Bonaparte quería tranquilizar a los revolucionarios, contrayendo con ellos una alianza sangrienta.
Un antiguo jacobino exclamó al recibir la noticia: "¡Me alegro! El general Bonaparte se ha hecho de la Convención!" Durante mucho tiempo los jacobinos pretendieron que sólo pudiera ser primer magistrado de la República quien hubiese votado la muerte del rey; a esto lo llamaban haber dado prendas a la revolución. Bonaparte, al llenar la condición de crimen, puesta en lugar de la condición de ser propietario, exigida en otros países, daba la certidumbre de que no serviría nunca a los Borbones; así, los realistas que se pasaban a su partido quemaban las naves sin posibilidad de retorno En vísperas de hacerse coronar por los mismos que habían proscrito la realeza, y de restablecer una aristocracia por las fautores de igualdad, creyó necesario tranquilizarlos con la espantosa garantía del asesinato de un Borbón. Bonaparte supo que en la conspiración de Pichegru y Moreau, los republicanos y los realistas se habían unido contra él; esta extraña coalición, anudada por el odio que inspira, le asombró. Muchos hombres que le debían los puestos que ocupaban, estaban comprometidos a servir la revolución que intentaba derrocarle: le importaba, pues, que en adelante todos sus agentes se creyeran perdidos sin remedio, si caía su amo; y, sobre todo, al apoderarse de la corona, deseaba inspirar tal terror, que nadie le resistiera. Con un solo acto violó el Derecho de gentes europeo, la Constitución, tal como aún estaba vigente, el decoro público, los sentimientos humanitarios y la religión. No era posible ir más allá de tal acción; luego todo era de temer de quien la había cometido. Durante algún tiempo se creyó en Francia que la muerte del duque de Enghien era la señal de un nuevo período revolucionario, y que el patíbulo iba a levantarse otra vez.
Pero Bonaparte sólo quería enseñar una cosa a los franceses, y era que lo podía todo, a fin de que le agradeciesen el mal que dejaba de hacer, como se agradece a otros un beneficio. Con sólo dejar vivir parecía clemente, pues ya se había visto con cuánta facilidad daba la muerte.
Rusia, Suecia, sobre todo Inglaterra, se quejaron de la violación del Imperio germánico; pero los príncipes alemanes se callaron, y el débil soberano, en cuyo territorio se cometió el atentado, pidió, en una nota diplomática, que no se hablase más de lo ocurrido. Esta frase benigna y velada para designar un hecho de tal calibre, caracteriza la bajeza de esos príncipes, para quienes su soberanfa sólo consistía ya en sus rentas, y que V 4 95 trataban al Estado como un capital cuyos intereses hay que hacer por cobrar con la mayor tranquilidad posible (1).