Diez años de destierro/Parte I/XIII
CAPITULO XIII
Berlín. El príncipe Luis Fernando.
Salí para Berlín, y allí conocí a la encantadora reina, a quien el destino reservaba tantas desgracias. El rey me acogió con bondad, y puedo decir que durante las seis semanas que permanecí en aquella ciudad a nadie oí que no alabase la justicia del Gobierno. No es que yo crea deseable siempre para un país la posesión de formas contitucionales que le aseguren, merced a la coope ración constante de la nación, aquellas mismas ventajas que se derivan de las virtudes de un buen rey. Bajo el reinado de su soberano actual, Prusia poseía, sin duda, la mayor parte de esas ventajas; pero aún no existía el espíritu público, suscitado allí después por el infortunio; el régimen militar impedía que la opinión adquiriese fuerza, y la falta de una Constitución, dentro de la que cada individuo pudiese darse a conocer según su mérito, dejó al Estado desprovisto de hombres de talento capaces de defenderlo. El favor de un rey, necesariamente arbitrario, no basta para despertar la emulación; circunstancias puramente relativas a las interioridades de la corte pueden apartar a un hombre de mérito del timón del Estado, o colocar en él a un hombre mediocre. La rutina domina también singularmente en los países donde el Poder real no tiene contradictores; el mismo sentimiento de justicia que pueda tener el rey, le lleva a conservar a todos en sus puestos, para establecer así una barrera a su propio poder; casi no había ejemplo en Prusia de que un hombre hubiese perdido sus empleos civiles o militares por razón de incapacidad. ¡Cuán grande no sería, pues, la superioridad del ejército francés, compuesto casi todo de hombres nacidos de la Revolución, como los soldados de Cadmo de los dientes del dragón! ¡Y cuán grande no sería su superioridad sobre los comandantes de las plazas y de los ejércitos prusianos para quienes todo lo nuevo era desconociDIEZ AÑ08 » sy 6 do! Un rey concienzudo que no tiene la dicha—y de propósito empleo esta expresión, la dicha de poseer un parlamento, como en Inglaterra, de todo hace costumbre, por miedo de usar demasiado de su propia voluntad; pero en los tiempos actuales hay que desdeñar los usos antiguos, y buscar por todas partes la fuerza de carácter y la superioridad del entendimiento. Sea como quiera, Berlín era uno de los países más venturosos de la tierra, y de los más ilustrados.
Los escritores del siglo xvIII hacían, sin duda, un gran bien a Europa por el espíritu de moderación y por la afición a las letras que sus obras inspiraban a la mayor parte de los soberanos; con todo, el aprecio en que los amigos de las luces tenían al espíritu francés, ha sido una de las causas de los errores que por tanto tiempo han perdido a Alemania. Muchas gentes veían en los ejércitos franceses los propagandistas de las ideas de Montesquieu, de Rousseau o de Voltaire, cuando, si quedaba huella de las opiniones de esos grandes hombres en los agentes del poder de Bonaparte, era para emanciparse de lo que ellos llamaban prejuicios, y no para establecer un solo principio regenerador. Pero había en Berlín y en el Norte de Alemania, en la primavera de 1804, muchos antiguos partidarios de la Revolución francesa que no se habían aún enterado de que Bonaparte era un enemigo mucho más encarnizado de los principios fundamentales de esta revolución que la antigua aristocracia europea.
Tuve el honor de conocer al príncipe Luis Fernando, quien de tal modo se dejó arrastrar por su ardimiento bélico, que casi precipitó con su muerte los primeros reveses de su patria (1). Era hombre ardoroso y entusiasta, pero que, a falta de gloria, buscaba con exceso las emociones que pueden agitar la vida. Lo que más le irritaba en Bonaparte era su modo de calumniar a cuantos temía, y de rebajar ante la opinión incluso a sus secuaces, para, a todo evento, tenerlos mejor bajo su dependencia. Muy a menudo me decía: "Admito que mate; pero me subleva que asesine moralmente." Y, en efecto, pensemos en la situación a que hemos llegado desde que ese gran detractor se apoderó de todos los periódicos del continente, y pudo, cosa que ha hecho con frecuencia, llamar cobardes a les más valientes, y decir que eran despreciables las mujeres más puras, sin que hubiese medio de contradecir ni de castigar tales asertos.