Diez años de destierro/Parte I/XII
CAPITULO XII
77 Partida para Alemania.—Llegada a Weimar, Vacilaba yo acerca del partido que me convenía tomar al marcharme. Volvería a casa de mi padre o me iría a Alemania? Mi padre hubiese acogido a su pobre pájaro, batido por la tormenta, con bondad inefable; pero me contrariaba volver, expulsada, a un país que ya me acusaban de encontrar un poco monótono. Tenía también deseos de desquitarme del ultraje que me hacía el Primer Cónsul con la recepción que me prometían en Alemania, y quise oponer la benévola acogida de las antiguas dinastías a la impertinencia de la que se preparaba a subyugar a Francia. Por desgracia mía, este sentimiento de amor propio pudo más que nada; si hubiese ido a Ginebra, aún habría vuelto a ver a mi padre.
Rogué a José que se enterase de si podía irme a Prusia, no fuese a resultar que el embajador de Francia híciese alguna reclamación por mi causa, considerándome francesa, mientras que en Francia me proscribían por extranjera. José partió para Saint—Cloud. Tuve que esperar la respuesta en una posada, a dos leguas de París, no atreviêndome a volver a mi casa de la capital.
Pasó un día entero sin que llegase la respuesta.
Para no llamar la atención permaneciendo demasiado tiempo en aquella posada, fuí, dando la vuelta a los muros de París, a buscar otra, también a dos leguas de la ciudad, pero en un camino diferente. Esta vida errante, a cuatro pasos de mis amigos y de mi casa, me producía tal dolor, que no puedo recordarlo sin estremecerme. Aún estoy viendo la habitación: la ventana a la que me pasaba asomada todo el día para ver llegar al mensajero, los mil detalles penosos que la desgracia lleva consigo, la generosidad excesiva de algunos amigos, el cálculo disimulado de otros, producían en mi alma una agitación tan cruel, que no se la deseo a mi mayor enemigo. En fin, llegó el mensaje sobre el que aún fundaba yo algunas esperanzas. José me enviaba muy buenas cartas de recomendación para Berlín, y se despedía de mí con nobleza y dulzura. No quedaba más remedio que partir. Benjamín Constant tuvo la bondad de acompañarme; pero, como también le gustaba mucho la estancia en París, dolíame su sacrificio. Cada paso de los caballos me lastimaba, y cuando los postillones se alababan de llevarme de prísa, no podía por menos de lamentar el triste servicio que me hacían. De este modo recorrí cuarenta leguas sin recuperar el dominio de mí misma. Cuando nos detuvimos en Chalons, Benjamín Constant reavivó su ingenio, y gracias a su conversación asombrosa, consiguió, al menos durante unos instantes, aliviar el peso que me abrumaba. Al día siguiente continuamos el viaje hasta Metz, donde me detuve a esperar noticias de mi padre. Allí pasé quince días, y encontré uno de los hombres más amables y espirituales que » pueden producir Francia y Alemania combinadas:
Carlos Villers. Su trato era encantador; pero esto me hacía sentir aún más la falta de mi placer predilecto: un coloquio donde reine perfecto acuerdo en cuanto se siente y se dice.
Mi padre se indignó por el modo como me habían tratado en París; veía a su familia proscrita, expulsada, como gente criminal, del país por quien él había trabajado tanto. Me aconsejó que pasara el invierno en Alemania, y que no fuese a verle hasta la primavera. ¡Ay! Contaba con llevarle las ideas nuevas cosechadas en mi viaje.
Desde hacía varios años decíame mi padre que su único lazo con el mundo eran mis relatos y mis cartas. Era tanta la vivacidad y la penetración de su espíritu, que el placer de hablarle excitaba a pensar. Yo observaba para tener algo que contarle, y escuchaba para repetirle lo que oía. Muerto él, veo y siento la mitad menos que cuando mi propósito era agradarle, pintándole mis impre siones.
En Francfort cayó gravemente enferma mi hija, de cinco años de edad. A nadie conocía yo en la ciudad, ignoraba el idioma, y el mismo médico a quien llamé apenas hablaba el francés. ¡Oh!
¡Cómo compartía mi padre estos dolores! ¡Qué cartas me escribía! ¡Cuántas consultas de médicos, copiadas de su mano, me envió desde Ginebra! Nadie ha llevado tan lejos como él la armonía de la sensibilidad y de la razón; nadie se ha conmovido tan vivamente como él por los dolores de sus amigos, ni los ha socorrido con tanta presteza, ni ha sido tan prudente en la elección de los medios, ni tan admirable en todo, en fin. Digo esto por desahogar mi corazón, porque ahora, ¡qué le importa ni la misma voz de la posteridad!
Llegué a Weimar y me reanimé al descubrir, a través de las dificultades del idioma, inmensas riquezas intelectuales fuera de Francia. Aprendí a leer el alemán, escuché a Goethe y Wieland, que, por fortuna, hablaban muy bien francés. Comprendí el alma y el genio de Schiller, a pesar de su dificultad para expresarse en una lengua extranjera. La amistad del duque y de la duquesa de Weimar me agradaba mucho, y allí pasé tres me ses, durante los cuales el estudio de la literatura alemana dió a mi espíritu el pasto que necesita para no devorarse a sí mismo.