Diez años de destierro/Parte I/XI
CAPITULO XI
Ruptura con Inglaterra.—Comienza mi destierro.
Estaba yo en Ginebra, viviendo por mi gusto y por la fuerza de las circunstancias en mucha relación con los ingleses, cuando llegó la noticia de la declaración de guerra. En seguida se esparció el rumor de que los viajeros ingleses iban a ser hechos prisioneros; yo no lo creí, porque nunca se había visto cosa igual en el derecho de gentes europeo, y mi confianza estuvo a punto de perja!
by I I I 1800 comenzó a publicar el periódico L'Ambigu, cuyos pri— I meros números, dirigidos contra Bonaparte, se distinguían po:
una virulencia extremada. El Primer Cónsul, profundamente lastimado por los ataques de Peltier, se quejó al Ministeria inglés, después de la paz de Amiena; se le respondió que la Prensa era libre en Inglaterra, y que los que se creyesen ofendidos tenían expedita la via judicial. El embajador francés se querelló on forma contra Peltler y pidió su destierro. Citado ante el Tribunal del Banco del Rey, el libe lista fué defendido par el célebre abogado sir Jhon Mackintosh, y aunque convicto de calumnia, sólo fué condenado a una ligera multa y a las costas. Una suscripción espontá nea sufragó los gastos de la condena, pronunciada el mla mo día de la nueva ruptura do hostilidades entre Francia e Inglaterra; de suerte que, en lugar de perjudicar al buen éxito de L'Ambigu este suceso, aumentó singularmente s venta; el mismo Peltier publicó el proceso y vendió gran número de ejemplares.
dicar a varios amigos míos; con todo, se escaparon. Pero muchas personas completamente ajenas a la política, entre ellas lord Beverley, padre de once hijos, que volvía de Italia con su mujer y sus hijas, y otras cien personas más, que se dirigían con pasaportes franceses a las universidades, para instruirse, o a los países del Sur para curarse, y viajaban al amparo de las leyes admitidas en todas las naciones, fueron detenidas, y desde hace diez años llevan en las ciudades provincianas la vida más triste y lánguida que puede imaginarse. Este hecho escandaloso no fué de utilidad alguna; apenas dos mil ingleses, en su mayoría poco militares, fueron víctimas del tiránico capricho de vejar a unos cuantos pobres individuos por odio a la invencible nación a que pertenecían (1).
Durante el verano de 1803 comenzó la gran (1) La paz de Amiens no había sido para Inglaterra más Que una suspensión de hostilldades para reponer sus fuerzas, que la lucha, sin allados y sin el concurso de las potencias continentales, iba debilitando. Se había visto obligada a aceptar unas condiciones de paz onerosas; no quiso luego devolver Nápoles ni evacuar Egipto. Le pareció llegado el momento favorable para romper con Francia, cuya actividad comercial y desarrollo industrial comenzaban a inquietar sus intereses, y después de varios mensajes y de un provocador ultimátum de Inglaterra, lord Whitworth salió de París el 12 de mayo de 1803. y el 17. el Gobierno británico ordenó a Bus escuadras dar caza a los navíos, mercancías y súbditos de la República francesa y apoderarse de ellos; después, los ingleses empezaron las hostilidades por mar contra la República bátava, sin previa declaración de guerra, y cuando aún se encontraba en La Haya su ministro y en Londres el de Holanda. Entonces, el Gobierno francés declaró la guerra a Inglaterra (22 mayo), y respondió a los actos de agresión ya realizados con el arresto de todos los ingleses que se encontraban en Francia.
farsa del desembarco en Inglaterra: se encargó por toda Francia la construcción de barcos chatos, y se construyeron, en efecto, en los bosques, para transportarlos por las carreteras. Los franceses, que tienen en todas las cosas una gran fuerza de imitación, labraban tablas y más tablas, y hacían frases y frases: los unos, en Picardía, alzaban un arco de triunfo con este rótulo: Camino de Londres; otros enviaban esta misiva: "A Bonaparte el Grande: os rogamos que nos admitáis en el barco que os conduzca a Inglaterra, para cumplir los destinos y la venganza del pueblo francés." El barco que debía tripular Bonaparte ha tenido tiempo de pudrirse en el puerto. Otros ponían como divisa de sus banderas en la rada:
Un buen viento y treinta horas. En fin, toda Francia repetía las fanfarronadas que Bonaparte maneja como nadie.
Hacia el otoño creí que Bonaparte se había olvidado de mí; me escribían desde París diciéndome que estaba enteramente absorto por su expe dición contra Inglaterra, que tenía el propósito de ir a la costa y de embarcarse para dirigir personalmente la operación. No creía yo gran cosa en ese proyecto; pero me lisonjeaba la esperanza de que llegase a permitirme vivir a unas cuantas leguas de París, sin otras relaciones que las del corto número de amigos que fuesen a visitar a tal distancia a una persona malquista del Gobierno. Pensaba yo además que, siendo muy conocida en Europa, el Primer Cónsul tendría in w terés en evitar el escándalo de mi destierro. En estos cálculos me dejé llevar de mi deseo; aún no conocía yo a fondo el carácter del futuro dominador de Europa. Lejos de guardar miramientos a los que se distinguían por algo, quería hacer con cuantos se encumbraban el pedestal de su estatua, ya pisoteándolos, ya empleándolos en servicio de sus proyectos.
Me instalé en el campo, a diez leguas de París, con intención de pasar los inviernos en aquel retiro mientras durase la tiranía. Me contentaba con recibir allí a mis amigos y con ir de vez en cuando al teatro y al Museo. Esto era cuanto yo apetecía de la vida de París, dados el recelo y el espionaje más en auge cada día; y confieso que no veo el inconveniente que podía haber para el Primer Cónsul en dejarme así en un destierro voluntario. Un mes llevaba yo tranquilamente en aquel lugar, cuando una mujer, como hay muchas, queriendo hacer méritos a expensas de otra mujer más conocida que ella, fué a decir al Primer Cónsul que los caminos de mi residencia estaban llenos de gente que iba a visitarme. Nada más lejos de la verdad, ciertamente. A mí no me visitaban como a los desterrados del siglo XVIII, que tenían casi tanta fuerza como los reyes que los desterraban; pero un poder a quien se resiste, no es un poder tiránico, porque sólo puede serlo mediante la sumisión general. Sea como quiera, Bonaparte se aprovechó del motivo que le dieron para desteDit zady rrarme, y un amigo mío me avisó que de allí a pocos días un gendarme me notificaría la orden de marcha. En los países en que, al menos por rutina, están los particulares al abrigo de la injusticia, no se tiene idea de la perturbación que causa la súbita nueva de una arbitrariedad. Yo soy, por otra parte, muy propensa al abatimiento, mi imaginación concibe antes el dolor que la esperanza, y aunque he experimentado muchas veces que el pesar se disipa cuando cambian las circunstancias exteriores, se me antoja, siempre que me sobrecoge alguno, que nunca me veré libre de él. En efecto, lo fácil es ser desventurado, sobre todo cuando se aspira a un puesto privilegiado en la vida.
En el acto me refugié en casa de una persona verdaderamente buena y espiritual (1), a quien me recomendó, debo decirlo, un hombre que ocupaba un importante empleo del Gobierno (2); no clvidaré nunca el valor con que él mismo se ofreció a darme asilo: si hoy conservara las mismas buenas intenciones respecto de mí, no podría portarse como entonces se portó sin hundirse para siempre. A medida que la tiranía va avanzando, crece ante nuestros ojos como un fantasma; pero subyuga con la fuerza de un ser real.
Llegué, pues, a la finca de una dama a quien apenas conocía, y me vi entre gentes por completo ajenas a mí, lacerado el corazón por un (1) Madame de la Tour.
(2) Regnaud de Saint—Jean d'Angely.
dolor acerbo que yo no quería dejar ver. Por la noche, a solas con una mujer que desde hacía varios años me servía fielmente, nos poníamos de escucha en la ventana, por si llegaba el rumor de los pasos de un caballo; por el día, me esforzaba en ser amable para ocultar mi situación. Desde mi retiro campestre escribí a José Bonaparte una carta expresando con sinceridad mí tristeza. Todo lo que yo ambicionaba era un refugio a diez leguas de París, y al comprender que si una vez me desterraban, sería para mucho tiempo, y quizá para siempre, me desesperaba. José y su hermano Luciano hicieron generosamente los mayores esfuerzos para salvarme, y no estuvieron solos en este empeño, como se va a ver.
La señora de Récamier, mujer celebérrima por su hermosura, y cuyo carácter se refleja en su belleza, me envió a decir que fuese a instalarme en su casa de campo de Saint—Brice, a dos leguas de París. Acepté el ofrecimiento, no creyendo perjudicar con eso a una persona tan ajena a la política; me parecía que, a pesar de su carácter generoso, no tenía nada que temer. Reuníanse en su casa muchas personas muy agradables, y allí gocé por vez postrera los placeres que iba a perder. En aquellos tempestuosos días recibí la defensa de Mackintosh: en sus páginas leí el retrato de un jacobino que, después de mostrarse implacable durante la revolución contra los niños, los ancianos y las mujeres, se doblegaba bajo la férula del Corso, que le arrebataba hasta la más mínima parte de la libertad, en cuya defensa pretendía haber luchado. La pura elocuencia de estas páginas me conmovió hasta el fondo del alma: los grandes escritores pueden a veces, sin saberlo, aliviar a los desgraciados en todos los tiempos y países. Era tan profundo el silencio de Francia, que aquella voz, al responder súbitamente a mi alma, me parecía bajada del cielo: venía de un país libre. Después de pasar unos cuantos días en la casa de la señora de Récamier, sin que se hablase nuevamente de mi destierro, creí que Bonaparte renunciaba a su proyecto. Es muy corriente tranquilizarse respecto de cualquier peligro, cuando no aparecen síntomas de él en torno nuestro. Tan ajena vivía yo a todo proyecto y todo procedimiento hostiles, aun contra aquel hombre, que se me antojaba imposible que no me dejase en paz; y al cabo de unos días volví a mi casa de campo, convencida de que Bonaparte aplazaba toda determinación contra mí, y se contentaba con haberme asustado. Con eso, en efecto, había de sobra, no para hacerme cambiar de opinión ni para obligarme a renegar de ella, sino para refrenar los hábitos republicanos que me quedaban, y que me habían impulsado el año anterior a hablar con demasiada franqueza.
Un día de fines de septiembre hallábame yo a la mesa con tres amigos míos, en una sala desde donde se veía la carretera y la puerta de entrada.
A las cuatro, un hombre, vestido de gris, a caballo, se detuvo junto a la verja y llamó; no me cupo duda de mi suerte. Preguntó por mí y le recibí en el jardín. Al acercarme a él, admiraba yo el aroma de las flores y la hermosura del cielo. ¡Qué sensaciones tan distintas debemos a la sociedad y a la naturaleza! El recién llegado me dijo que era el comandante de la gendarmería de Versalles; pero que tenía orden de venir sin uniforme para no asustarme; me enseñó una carta firmada por Bonaparte, con la orden de llevarme a cuarenta leguas de París, y la conminación de emprender el viaje dentro de veinticuatro horas; pero tratándome con los miramientos debidos a una mujer de renombre. Bonaparte sostenía que yo era extranjera, y que, como tal, estaba sometida a la Policía; este escrúpulo por la libertad individual duró muy poco; muy pronto otros franceses y francesas fueron desterrados sin forma alguna procesal. Respondí al oficial de gendarmería que ponerse en camino a las veinticuatro horas sería bueno para los quintos, pero no para una mujer — y unos niños; por tanto, le propuse que me acompañase a París, donde tenía que pasar tres días para preparar el viaje. Subí a mi coche con mis hijos y el oficial, escogido para el caso por ser un . gendarme muy literario. En efecto, me habló con elogio de mis libros. "Ya veis, señor—le dije, a lo que conduce esa vocación; bien haréis en prohibírsela a las personas de vuestra familia si se os presenta el caso." Trataba yo de crecerme apelando a mi altivez; pero sentía en mi corazón la garra del tirano.
Digitzad Me detuve unos momentos en casa de la señora de Récamier; allí me encontré con el general Junot, que, por amistad con ella, prometió hablar de mi asunto al día siguiente con el Primer Cónsul. Así lo hizo, en efecto, con mucho calor. Cualquiera creería que un hombre tan útil por su ardor bélico al poderío de Bonaparte debía tener sobre él influencia bastante para proteger a una mujer; pero los generales de Bonaparte, que logran para sí innumerables mercedes, no gozan de influencia alguna. A Bonaparte le parece muy bien que sus generales le pidan dinero o destinos, porque el ponerse así bajo su dependencia es prueba de la conformidad con su poder; pero si quisieran, cosa que les sucede rara vez, defender a un desdichado u oponerse a una injusticia, no tardarían en advertir que no son más que brazos encargados de sostener la esclavitud, a la que deben empezar por someterse personalmente.
En París fuí a una casa alquilada poco antes, en la que aún no había habitado, y escogida con mucho tiento en el barrio y con la exposición que más me agradaban; ya con la fantasía me había instalado en el salón, rodeada de algunos amigos, cuya plática es, para mi gusto, el mayor goce que el espíritu humano puede disfrutar. Entré en aque lla casa con la seguridad de tener que abandonarla, y las noches se me iban en recorrer los aposentos, deplorando por anticipado la pérdida de una felicidad mayor aún que la ofrecida por mi esperanza. El gendarme iba todas las mañianas, como en el cuento de Barba Azul, a instarme para que partiese al siguiente día, y siempre tenía yo la debilidad de pedirle un nuevo aplazamiento.
Mis amigos íban a comer conmigo, y a veces, como para apurar la copa de la tristeza, parecíamos alegres, a fin de ser unos para otros al separarnos por tanto tiempo, tan amables como fuese posible. Decíanme que el hombre que a diario venía & intimarme la marcha les recordaba los tiempos del Terror, cuando los gendarmes iban en busca de víctimas.
No faltará quien se asombre al ver que comparo el destierro a la muerte; pero hombres muy grandes de la antigüedad y de los tiempos modernos han sucumbido bajo tal pena. Son más valientes ante el cadalso que ante la expatriación.
En todos los códigos, el destierro perpetuo es una pena severísima, y el capricho de un hombre impone en Francia, como por juego, el castigo que los jueces concienzudos imponen con pesar a los criminales. Por circunstancias muy especiales contaba yo con un asilo y con medios de fortuna en Suiza, patria de mis mayores; desde este punto de vista, merecía yo menos lástima que otros, y, sin embargo, pasé crueles sufrimientos. Creo, pues, que haré una obra útil al mundo señalando las razones por las que no debe dejarse nunca a los soberanos la potestad de desterrar arbitrariamente. Ningún diputado ni escritor expresará con libertad sú pensamiento si puede ser desterrado cuando su franqueza desagrade; nadie hablará con .
76 sinceridad si ello puede costarle la felicidad de toda su familia. las mujeres, sobre todo, destinadas a sostener y recompensar el entusiasmo, tratarán de ahogar sus propios sentimientos generosos, si de ellos ha de resultar que las aparten de los objetos de su amor, o que éstos les sacrifiquen su existencia siguiéndolas en el destierro.
La víspera de expirar el plazo concedido, hizo José Bonaparte una nueva tentativa en mi favor; y su mujer, persona de gran dulzura y de perfec ta sencillez, me hizo la merced de venir a mi casa a proponerme que fuese a pasar unos días en su posesión de Mortefontaine. Acepté con gratitud, y no dejó de conmoverme la bondad de José, que me admitía en su casa no obstante la persecución de su hermano. Tres días pasé en Mortefontaine; a pesar de la exquisita amabilidad de los dueños de la casa, mi situación era muy difícil. Sólo veía a hombres, adictos al Gobierno, vivía en la atmósfera de una autoridad, enemiga mía declarada, pero no podía exteriorizar mi pensamiento, so pena de infringir las reglas más elementales de la cortesía y la gratitud. Sólo estaba conmigo mi hijo mayor, demasiado niño aún para hablar de tales asuntos. Horas enteras me pasaba contemplando el jardín de Mortefontaine, uno de los más bellos de Francia, y cuyo poseedor, tranquilo entonces, me parecía muy digno de envidia. Estoy segura de que en los tronos a que después le han desterrado, echará de menos su hermoso retiro.