Diez años de destierro/Parte I/X

CAPITULO X

Nuevos síntomas de la malquerencia de Bonaparte contra mi padre y contra mí.—Asunto de Suiza.

Al comenzar el invierno de 1802 a 1803, cuando leía en los periódicos que se reunirían en París tantos hombres ilustres de Inglaterra con tantos hombres eminentes de Francia, confieso que era muy vivo mi deseo de encontrarme entre ellos. No disimulo que para mí el punto más agradable de residencia es París; allí he nacido, allí he pasado mi infancia y mi primera juventud; sólo allí puedo encontrar a la generación que conoció a mi padre, y a los amigos que atravesaron con nosotros los peligros de la revolución. El amor a la patria, que de las almas más fuertes se apodera, nos embarga con mayor viveza aún cuando el entendimiento, el corazón y la fantasía hallan su cebo en un mismo lugar. La conversación francesa sólo existe en París, y desde la infancia ha sido la conversación mi mayor placer. El miedo de verme privada de vivir en París me causaba dolor tan vivo, que mi razón nada podía contra él. Hallábame entonces en la plenitud de la vida; cabalmente, la falta de animados goces es la que con frecuencia conduce a la desesperación, porque es más difícil resignarse, y sin resignación son insoportables las vicisitudes de la existencia.

El prefecto de Ginebra no había recibido orden de negarme los pasaportes para París; pero yo sabía que el Primer Cónsul había dicho ante su círculo de amigos que lo mejor que yo podía hacer era no volver, y en asuntos de esta indole tenía ya la costumbre de declarar su voluntad en la conversación para que le evitaran el dar órdenes, adelantándose a ellas. Si en esa forma hubiese dicho Bonaparte que tal o cual individuo se debía ahorcar, creo que hubiera llevado muy a mal que el súbdito no obedeciese sumisamente la insinuación, yendo a comprar la cuerda y a preparar la horca. Otro síntoma de la malquerencia de Bonaparte hacia mí fué la forma en que los periódicos franceses hablaron de mi novela Delfina, publicada por entonces; se les ocurrió proclamarla inmoral, y una obra aprobada por mi padre fué condenada por aquellos censores cortesanos. Podría tal vez hallarse en el libro el impulso juvenil y el ardiente deseo de ser feliz (que diez años, diez años de sufrimiento) me han enseñado a encauzar de otro modo. Pero mis críticos eran incapaces de percibir un defecto de esa índole, y no hacían más que obedecer a la misma voz que les había ordenado hacer trizas la obra del padre antes de atacar la de la hija. De todos lados nos llegaban noticias, en efecto, de que la verdadera razón de la cólera del Primer Cónsul era el último escrito de mi padre, en el que se trazaba de antemano toda la armazón de su Monarquía.

A mi padre le gustaba vivir en París tanto como a mí, y a mi madre, durante su vida, le sucedía lo propio. Me causaba profunda tristeza estar separada de mis amigos, y no poder dar a mis hijos el gusto especial por las bellas artes, que con dificultad se adquiere viviendo en el campo. Me escribió el Cónsul Lebrun, y como en su carta no había nada definitivo en contra de mi regreso, y sí solamente insinuaciones maliciosas, formé muchos proyectos para volver y para probar si el Primer Cónsul, que aún guardaba miramientos a la opinión pública, querría afrontar el escándalo que produciría mi destierro. Mi padre era tan bueno, que se reprochaba haber contribuído a estropear mi porvenir, y concibió la idea de ir personalmente a París para hablar al Primer Cónsul en mi favor. Confieso que en el primer momento acepté la prueba de abnegación que me ofrecía mi padre; tenía yo tal idea del ascendiente que debía ejercer su presencia, que me parecía imposible que nadie se le resistiera.

Su edad, la expresión tan bella de sus miradas, su mucha nobleza de alma, junto con la agudeza de su entendimiento, parecíanme que debían cautivar al mismo Bonaparte. Aún no sabía yo entonces hasta qué punto el Primer Cónsul estaba enojado contra su libro (1); pero, afortunadamente para mí, pensé que las mismas cualidades de mi padre sólo servirían para excitar en el Cónsul un deseo más vivo de humillar a su po seedor; y seguramente hubiera encontrado, al menos en apariencia, los medios de conseguirlo, porque en Francia el poder cuenta con muchos aliados, y si se ha visto a menudo desarrollarse en este país el espíritu de oposición, es porque la debilidad del Gobierno le ofrecía victorias fáciles.

Nunca se repetirá bastante que los franceses aman en todas las cosas el buen éxito, y que el Poder consigue fácilmente en este país poner en ridículo al infortunio. En fin, gracias al cielo, desperté de las ilusiones a que me había entregado, y rehusé por modo terminante el generoso sacrificio que mi padre quería hacer por mí. Sólo cuando me vió resuelta a no aceptarlo, pude medir lo mucho que le habría costado llevarlo a cabo. Quince meses después perdí a mi padre (2), y si hubiese realizado en aquella ocasión el viaje que proyectaba, hubiese atribuído yo su enfermedad a esa causa, y el remordimiento habría envenenado, por añadidura, mi dolor.

También fué en el invierno de 1802 a 1803 cuando Suiza tomó las armas contra la constitución unitaria que le habían impuesto. Singular manía la de los revolucionarios franceses, que obligan a (1) Derniéres vues de politique et de finances offertes d la nation française; en ella proponia al Primer Cónsul dos planes de Gobierno: uno republicano y otro monárquico.

(2) Murió en Coppet el 9 de abril de 1804.

todos los países a organizarse políticamente de la misma manera que Francia. Existen, sin duda, principios comunes a todos los países: son los que aseguran los derechos civiles y políticos de los pueblos libres; pero ¿qué importa que se organicen en monarquía limitada como Inglaterra, o en república federada como los Estados Unidos o los trece cantones suizos? Y ¿por qué reducir Europa a una sola idea, como el pueblo romano a una sola cabeza, a fin de poder mandar y cambiar todo en un solo día?

El Primer Cónsul no concedía seguramente importancia alguna a esta o a aquella forma de constitución, ni aun a cualquier constitución posible; lo que le importaba era sacar de Suiza el mejor partido en favor de sus intereses, y a este respecto se condujo con prudencia. Combinó los diversos proyectos que le presentaron, y formó con ellos una constitución que conciliaba bastante bien las costumbres antiguas con las aspiraciones nuevas; y haciéndose nombrar mediador de la Confederación suiza, sacó de este país muchos más hombres de los que hubiera obtenido gobernándolos inmediatamente. Convocó en París a los diputados nombrados por los cantones y por las principales ciudades de Suiza, y el 29 de enero de 1803 tuvo una conferencia de siete horas con diez delegados escogidos en el seno de aquella diputación general. Insistió en la necesidad de restablecer los cantones democráticos, tales como habían existido, pronunciando a este propósito máximas declamatorias sobre la crueldad que se cometería privando a los pastores relegados en las montañas de su única diversión, que eran las asambleas populares; y añadió—cosa que le tocaba más de cerca—las razones que tenía para desconfiar de los cantones aristocráticos. Insistió mucho en la importancia que Suiza tenía para Francia. He aquí sus mismas palabras, tal como están consignadas en un relato de aquel coloquio: "Declaro que desde que estoy al frente del Gobierno, ninguna potencia se ha interesado en favor de Suiza; soy yo quien ha hecho reconocer la República helvética en Luneville; Austria no se ocupaba de eso lo más mínimo. Quise hacer lo mismo en Amiens, e Inglaterra se negó; pero Inglaterra no tiene nada que ver con Suiza. Si esa potencia hubiese expresado el recelo de que yo pretendiera ser vuestro landamman, lo hubiese sido inmediatamente. Se ha dicho que Inglaterra favorecía vuestra. insurrección última; a la menor gestión oficial de su Gobierno, y con una sola palabra de este asunto, publicada en la Gaceta de Londres, os hubiera incorporado a Francia." ¡Increíble lenguaje! Así, la existencia de un pueblo que ha conquistado su independencia en el centro de Europa, mediante esfuerzos heroicos, y que durante cinco siglos la ha conservado por su moderación y su cordura, hubiese sido destruída por un impulso de mal humor que la menor cosa podía provocar en un ser tan caprichoso. Bonaparte añadió en esta misma conversación que era desagradable para él tener que redactar una constitución, porque eso le exponía a que le silbaran, cosa que no deseaba. Esta expresión lleva el sello de vulgaridad, falsamente afable, que a menudo se complace en mostrar. Roederer y Desmeunier redactaron el acta de mediación que él les dictó, y todo esto ocurría mientras sus tropas ocupaban Suiza. Después las ha retirado de allí, y hay que convenir en que ese país ha sido mejor tratado por Napoleón que el resto de Europa, bien que se halle política y militarmente bajo su total dependencia; así permanecerá tranquilo en el alzamiento general. Los pueblos europeos tenían tal cantidad de paciencia acumulada, que sólo Bonaparte ha podido agotarla.

Los periódicos de Londres atacaban con bastante acritud al Primer Cónsul; la nación inglesa tenía demasiada ilustración para no ver el fin a que tendían las acciones de este hombre. Cada vez que le llevaban una traducción de los periódicos ingleses tenía un altercado con lord Whitworth, quien le respondía, con tanta serenidad como razón, que el propio Rey de la Gran Bretaña no estaba al abrigo de los sarcasmos de los periódicos, y que la Constitución no permitía coartar su libertad en este punto. Sin embargo, el Gobierno inglés quiso procesar a Peltier (1) por los artícu (1) Juan Gabriel Peltier ora un libelista monárquicoque desde los primeros días de la Revolución escribió contra la Asamblea y contra el duque de Orleáns. Publicó después Les Actes des Apotres, famoso libro dirigido contra los Poderes constituídos. Después del 10 de agosto, se fué a Londres, y alli continuó sus sátiras contra la Revolución. En DIEZ AÑOB 5 los de su periódico dirigidos contra el Primer Cónsul. Peltier tuvo el honor de ser defendido por Mr. Mackintosh, que pronunció en esta ocasión una de las defensas más elocuentes de los tiempos modernos; más adelante diré en qué circunstancias llegó a mis manos esa defensa.