Diez años de destierro/Parte I/IX
CAPITULO IX
París en 1802.—Bonaparte, presidente de la República italiana. Regreso a Coppet.
Cada paso del Primer Cónsul anunciaba con creciente claridad su ambición sin límites. Mientras se negociaba en Amiens la paz con Inglate rra, reunió en Lyón la Consulta cisalpina, o sea, a los diputados de toda la Lombardía y Estados adyacentes, constituídos en República durante el Directorio, y que preguntaban ahora qué nueva forma debían adoptar. Como aún no estábamos acostumbrados a ver convertida la unidad de la República francesa en el mando único de un solo hombre, nadie se figuraba que Bonaparte quisie se reunir en su persona el Consulado de Francia y y la Presidencia de Italia, de suerte que se espe raba la elección del conde Melzi, designado para tal puesto por sus luces, su ilustre cuna y el respeto de sus conciudadanos. De pronto, se esparció el rumor de que Bonaparte quería que lo eligiesen a él; la noticia reavivó un poco los espíritus. Decíase que, según la Constitución, el que aceptaba un empleo en país extranjero perdía la ciudadanía en Francia; pero ¡era ya francés quien sólo se servía de esta gran nación para eprimir a Europa, ni de Europa más que para oprimir a esa gran nación? Bonaparte escamoteó el nombramiento de presidente a todos aquellos italianos, que sólo supieron que habían de nombrarle a él, pocos horas antes de comenzar el escrutinio. Dijéronles que unieran el nombre del conde de Melzi, como vicepresidente, al de Bonaparte. Diéronle seguridad de que sólos los gobertaría su compatriota, y que el otro no deseaba sino un título honorífico. El mismo Bonaparte dijo con su énfasis habitual: "Cisalpinos, únicamente conservaré la alta dirección de vuestros asuntos." Y la alta dirección quería decir la omnipotencia. Al día siguiente de la elección, continuaron muy en serio elaborando la constitución, como si pudiera subsistir alguna al lado de aquella mano férrea. Dividieron la nación en tres clases:
los possidenti, los dotti y los commercianti, para gravar a los propietarios, para obligar a callar a los hombres de letras y para clausurar todos los puertos a los comerciantes. Las palabras sonoras Dizd del italiano se prestan al charlatanismo aún más que el francés.
Bonaparte cambió el nombre de República cisalpina por el de República italiana, y amenazaba así a Europa con futuras conquistas en el resto de Italia. Tal determinación estaba muy lejos de ser pacífica, y, sin embargo, no retrasó la firma del Tratado de Amiens: ¡tan vivo era el deseo de paz en Europa y en la misma Inglaterra! Estaba yo en casa del embajador de este país, cuande recibió el texto del Tratado de paz. Lo leyó a los que cenábamos con él, y no puedo expresar el asombro que me produjo cada uno de los artículos. Inglaterra devolvía todas sus conquistas, incluso Malta, de la que se dijo cuando los franceses la tomaron, que de haber estado la fortaleza desguarnecida no la habrían conquistado jamás.
Inglaterra lo cedía todo sin compensación a una potencia constantemente vencida por ella en el mar. Singular efecto del ansia de paz! Y el mismo hombre que alcanzaba como por milagro tales ventajas, no tuvo siquiera la paciencia de aprovecharse de ellas unos cuantos años para porer a la Marina francesa en situación de medirse con la de Inglaterra!
Apenas se firmó al Tratado de Amiens, Napoleón, por un senado—consulto, reunió el Piamonte a Francia. Un año duró la paz, y todos los días aparecían proclamas nuevas dirigidas a romper el Tratado. Con facilidad se descubre el motivo de esta conducta. Bonaparte querfa deslumbrar a los franceses, tan pronto con paces inesperadas, como con guerras que le hiciesen necesario. Creía que en todos los órdenes, las borrascas favorecían la usurpación. Los periódicos encargados de ensalzar las dulzuras de la paz en la primavera de 1802 decían entonces: "Nos acercamos al momento de la anulación de la política." En efecto, si Bonaparte hubiese querido, hubiera podido dar con facilidad veinte años de paz a Europa, despavorida y arruinada.
En el Tribunado, los amigos de la libertad trataban aún de luchar contra la autoridad, sin cesar creciente, del Primer Cónsul; pero la opinión pública ya no los secundaba. La mayoría de los tribunos de la oposición, merecían desde todos los puntos de vista la estimación más completa; pero tres o cuatro individuos que figuraban en sus filas habían participado en los excesos de la Revolución, y el Gobierno tenía buen cuidado de extender a todos la censura que sólo pesaba sobre algunos. Sin embargo, los hombres reunidos en una asamblea pública concluyen siempre por electrizarse en el sentido de la elevación de alma, y el Tribunado, tal como era, hubiese cortado el paso a la tiranía si le hubieran dejado subsistir. Por mayoría de votos, nombró candidato para el Senado a un hombre no muy del agrado del Primer Cónsul, Daunou, republicano probo e ilustrado, pero, ciertamente, nada de temer. Esto bastó para decidir al Primer Cónsul a la eliminación del Tribunado; es decir, a renovar uno tras otro, por designación de los senadores, a los veinte miembros más enérgicos de la asamblea, sustituyéndolos por veinte hombres fieles al Gobierno. Los ochenta tribunos que quedaban tenían que someterse por cuartas partes a la renovación anual. Con esa lección quedaban advertidos de lo que debían hacer para conservar sus puestos; es decir, sus quince mil francos de renta; porque el Primer Cónsul quería conservar aún cierto tiempo esta asamblea mutilada, que iba a servirle durante dos o tres años como máscara popular de sus actos de tiranía.
Entre los tribunos proscriptos se encontraban algunos amigos míos; pero mi opinión en el asunto no dependía de mis afecciones. Sin embargo, sentí quizás una irritación mayor por la injusticia que recaía en personas de mi amistad, y creo que me permití algunos sarcasmos sobre aquel modo hipócrita de interpretar la misma desdichada constitución en que ya se había tenido buen cuidado de no dejar entrar el más leve soplo de libertad.
Formábase entonces en torno del general Bernadotte un partido de generales y senadores, que querían saber de él si no sería cosa de tomar algunas determinaciones contra la usurpación que a más andar se avecinaba. Propuso el general diversos planes, fundados todos en medidas legislativas, porque cualquier otro medio era opuesto a sus principios. Mas para llegar a esas medidas, era indispensable una moción de algunos miemby bros del Senado, y ninguno de ellos se atrevió tanto. Mientras se tramitaba esta peligrosa negociación, venían a verme con frecuencia el general Bernadotte y sus amigos: no hacía falta tanto para mi perdición si llegaban a descubrirse sus planes. Bonaparte decía que siempre se salía de mi casa menos afecto a él que al entrar; en fin, iba disponiéndose a no ver otro culpable que yo entre tantos como lo eran mucho más, pero con quienes tenía interés en contemporizar.
En esto andábamos cuando salí para Coppet, y llegué a casa de mi padre en un estado penosísimo de ansiedad y abatimiento. Por cartas de París supe que, después de mi partida, el Primer Cónsul se había expresado muy vivamente en contra de mis relaciones amistosas con el general Bernadotte. Todas las señales eran de que estaba dispuesto a castigarme por ello; pero se detuvo ante la idea de molestar al general Bernadotte, ya porque necesitase de sus talentos militares, ya porque le detuviesen los lazos de familia (1), ya porque la popularidad de este general en el ejército francés era mayor que la de ningún otro, ya, en fin, porque el singular atractivo de los modales de Bernadotte haga difícil, aun para Bonaparte, declararse resueltamente enemigo suyo. Lo que más ofendía al Primer Cónsul no eran las opiniones que me atribuía, sino el número de extranjeros que iban a verme. El príncipe de Oran(1) Bernadotte se había casado con Desideria Clary, hermana de Julia Clary, mujer de José Bonapartet ge, hijo del Stathuder, me hizo el honor de comer en mi casa, y Bonaparte se lo reprochó.
Poca cosa era la existencia de una mujer, a quien se visitaba por su reputación literaria; pero esa poca cosa no dependía de él, y eso era lo bastante para que quisiera aplastarla.
Este año 1802—se discutió el asunto de los príncipes hereditarios de Alemania. Toda esta negociación se llevó en París, con gran provecho, según se dice, de los ministros encargados de ella. Como quiera que sea, en esta época comenzó el despojo diplomático de Europa entera, que sólo se detuvo en sus confines. Vefase a los más grandes señores de la feudal Germania desplegar en París su ceremonial, cuyas fórmulas obsequiosas agradaban al Primer Cónsul más que la desenvoltura de los franceses, y pedir lo que les pertenecía con un servilismo tal, que debiera bastar para perder los derechos más evidentes, por el menosprecio que supone de la autoridad de la justicia.
Los ingleses, nación eminentemente altanera, no estaban del todo libres en esta época de una curiosidad por la persona del Primer Cónsul, que tenía mucho de admiración. El partido ministerial juzgaba a este hombre tal como era; pero el partido de la oposición, que debía aborrecer más la tiranía, puesto que se le supone un mayor entusiasmo por la libertad, el partido de la oposición, digo, y el mismo Fox, cuyo talento y bondad no pueden recordarse sin admiración y enterneciby I miento, cometieron el error de tratar con miramientos excesivos a Bonaparte, y prolongaron la equivocación de los que querían aún confundir la revolución de Francia con el enemigo más resuelto de los primeros principios de esta revolución.