Diez años de destierro/Parte I/IV
CAPITULO IV
Conversación de mi padre con Bonaparte.—Campaña de Marengo.
En la primavera de 1800, Bonaparte partió, ara la campaña de Italia, famosa, sobre todo, por la batalla de Marengo. Pasó por Ginebra, y como expresó descos de ver al señor Necker, mi padre le visitó en su alojamiento, más con la esperanza de serme útil que por otro motivo alguno. Bonaparte le recibió muy bien y le habló de sus proyectos del momento con la especial confianza propia de su carácter, o más bien de su cálculo, porque así es como hay que llamar siempre a su carácter. Mi padre no experimentó al verle la misma impresión que yo: ni su aspecto le impuso, ni halló nada trascendente en su conversación. He tratado de explicarme esa diferencia de nuestro juicio, y creo que, ante todo, depende de que la sencillez y sincera dignidad de maneras de mi padre le conquistaban la deferencia de cuantos le hablaban, y que, además, como la superioridad de Bonaparte procede mucho más de su destreza para el mal que de la ellevación de sus pensamientos para el bien, no pueden sus palabras dar una idea de lo que verdaderamente le distingue, porque no iba a ponerse a explicar su propio instinto maquiavélico. Mi padre no habló con Bonaparte de los dos millones que tenía depositados en el Tesoro público; tan sólo quiso interesarse en favor mío, y le dijo, entre otras cosas, que así como el Primer Cónsul gustaba de rodearse de nombres ilustres, debía también complacerse en dispensar buena acogida a los talentos célebres, como ornato de su poder. Bonaparte le respondió cortésmente, y gracias a esta conversación pude disfrutar durante algún tiempo de la residencia en Francia. Esta fué la última vez que la mano protectora de mi padre se extendió sobre mi vida; las crueles persecuciones, que le hubiesen irritado más que a mí misma, no llegó a conocerlas (1).
(1) Lauriston era el más literato de los ayudantes del Emperador, y con frecuencia lo hablaba Napoleón de las obras literarias que leía. "Imagínate—me dijo un dia Lauriston—que, estando de servicio con él (cuando el viaje a Digited Bonaparte se trasladó a Lausana para preparar la expedición del monte San Bernardo; el general austriaco, ya viejo, no creyó en un proyecto tan atrevido y se abstuvo de preparar la resistencia.
Dícese que con un puñado de tropas hubiera podido aniquilar al ejército francés en los desfiladeros por donde lo llevaba Bonaparte; pero en ésta, como en otras muchas circunstancias, pudieron aplicarse a los triunfos de Bonaparte los versos de Juan Bautista Rousseau:
"La indóell inexperiencia del compañero de Paulo—Emilio fraguó los triunfos de Anfbal." Aquisgram, septiembre de 1804). me llamó en cuanto la Emperatriz se retiró a su aposento; me habló de los premios decenales, de la tragedia de Carlon de Nisas (Pedro el Grande) y de una novela de la sefiore de Stäel, que acababa de leer y que yo no he leído aún, de suerte que me vi muy apurado para responderle, Me dijo sobre la señora de Stäel y sobre Delfina cosas muy notables. Me gustan tan poco las mujeres varoniles—exclamó como los hombres afeminados. Cada cual tiene su papel en el mundo. ¿Qué significa toda esa imaginación errabunda? ¿Y qué queda de ello? Nada. Todo eso es metafísica de los sentimientos, desorden del espíritu. No puedo sufrir a esa mujer; ante todo, porque no me gustan las mujeres que me acosan, y Dlos sabe cuántos piropos me ha echado." Me parecen dignas de crédito. las palabras de Lauriston, porque me recuerdan los términos en que Bonaparte me habló con frecuencia de la señora de Stäel, y porque yo presenclé las insinuaciones de esta sefiora con el Primer Consul y goneral en jefe del ejército de Italia.
Bonaparte no conocía en un principio a la señora de Stäel más que por ser hija de Necker, hombre a quien estimaba poco, como ya he dicho: la señora de Stäel, por su parte, sin conocerle aún más que por lo que pregonaba la fama, escribió al joven vencedor de Italla unas cartas llenas de entuslasmo. Bonaparte me leyó en alta voz algunos fragmentos de ellas, y luego, riendo, me decla: "Comprendéls algo, Bourrienne, de estas extravagancias? Esa mujer estáloca." Recuerdo que en una de sus cartas la señora de Ståel le decía, entre otras cosas, que hablan sido creados el uno para el otro; que sólo por consecuencia de un error de Ian instituciones humanas, la dulce y tranquila Josefina estaba Didi » Poco tiempo después de haber atravesado elejército francés los Alpes, llegué a Suiza para pasar el verano con mi padre, según costumbre, Continuamente veíamos recorridos por las tropas aquellos apacibles valles, que la majestuosa barrera de los Alpes parece que debía abrigar de las tormentas y de la política. Durante aquellas tardes de verane, tan bellas, al borde del lago de Ginebra, bajo un cielo tan sereno y ante unas aguas tan puras, casi sentía vergüenza de inquietarme tanto por las cosas de este mundo; pero no podía vencer mi agiunida a su suerte; que la naturaleza parecía haber destinado un alma de fuego como la suya a la adoración de un héroe como él, Tales extravaganclas producfan a Bonaparte una aversión indecible; cuando acababa de leer estas bellas epistolas, las arrojaba al fuego o las arrugaba y rasgaba con entado, y me decía: "¡Vamos, si: una mujer pedante, simuladora de sentimientos, compararse a Josefina! Bourrienne, no quiero contestar a semejantes cartas." Tuve ocasión de ver lo que puede la obstinación de una mujer talentuda. A pesar de la prevención de Bonaparte contra la sefiora de Stäel, de la que no se curó nunca, consiguió ésta ser admitida en su círculo; y si algo hublera podido hacerle aborrecer la lisonja, hubiese sido la admiración, o. por mejor decir, la especie de culto que le prodigaba: le comparaba a un dios bajado del clelo, género de comparación que más tarde me pareció exclusivamente reservado al clero; desgraciadamente, para complacer a la señora de Stäel hubiera sido menester que ese dios fuese Pluto, porque detrás de sus eloglos había una reclamación de dos millones, que el señor Nécker creía serle debidos por sus buenos y leales servicios; pero Bonaparte decía con este motivo que, por grande que fuese el precio que concedía a la admiración de la señora de Stäel, no creía deber pagarla tan caro con el dinero del Estado. Ya se sabe cómo el entusiasmo de la señora de Stäel se trocó en odio, y con cuántas pequeñas molestiasindignas de él, el Emperador la persiguió hasta cn au retiro de Coppet. Por lo demás, me he limitado a decir lo que he sabido positivamente de las relaciones de la señora de Stael con Bonaparte, y nada tengo que añadir a lo dicho, porque no he conocido las resultas de su enemistad más que por el rumor público, como todo el mundo.
(Memorias de Bourrienne, tomo VI, pág. 217.) tación interior. Deseaba la derrota de Bonaparte, como único medio de cortar el progreso de su tiranía; pero no me atrevía aún a confesar mi deseo, y el señor de Eymar, prefecto del Leman, ex diputado de la Asamblea constituyente, acordándose de los tiempos en que juntos acariciábamos la esperanza de la libertad, me enviaba correos a cada momento para noticiamme los avances de los franceses en Italia. Difícil me hubiese sido convencer al señor de Eymar, hombre, por lo demás, muy interesante, de que unos cuantos reveses hubiesen sido entonces muy útiles a Francia; la acogida que yo dispensaba a las pretendidas buenas noticias era forzada y se avenía mal con mi carácter. Hemos ido viendo después los incesantes triunfos de Bonaparte, y cómo los ha hecho gravitar sobre la cerviz de todos; pero ¿ha sacado jamás la triste Francia alguna ventura de tantas victorias?
La batalla de Marengo estuvo perdida durante dos horas; la negligencia del general Melas, demasiado seguro del triunfo, y la audacia del general Desaix, devolvieron la victoria a las armas francesas. Mientras el éxito de la batalla era desesperado, Bonaparte se paseaba lentamente a caballo por delante de sus tropas, pensativo, inclinada la cabeza, más animoso contra el peligro que contra el infortunio, sin intentar nada, pero esperando la buena suerte. Muchas veces se ha conducido así, y le ha ido bien. Pero sigo creyendo que si entre sus adversarios hubiese habido un hombre de tanto carácter como probidad, Bonaparte se.hui www.
+ 3 E Jif re 29 biese estrellado contra el obstáculo. Su principal talento consiste en asustar a los débiles y en sacar partido de los inmorales. La honradez, dondequiera que la encuentre, diríase que desconcierta sus artimañas, como la señal de la cruz ahuyenta a los demonios.
El armisticio que siguió a la batalla de Marengo, en el que se pactó la cesión de todas las plazas fuertes del Norte de Italia, fué muy desventajoso para Austria. No hubiera logrado más Bonaparte, aun con nuevas victorias. Diríase que las potencias continentales han tenido a gala abandonar lo que en todo caso hubiese sido mejor dejarse quitar; se apresuraron a sancionar las injusticias de Napoleón, a legitimar sus conquistas, cuando lo que hacía falta era no secundarle, ya que no era posible vencerlo. Pedir esto a los antiguos Gabinetes europeas no era mucho pedir; pero no supieron comprender una situación tan nueva; Bonaparte los aturdía con amenazas y promesas, de suerte que creían ganar cediendo, y se regocijaban con la paz, como si esta palabra conservase el mismo significado que en otro tiempo. Las iluminaciones, las reverencias, las comidas y las salvas con que se fezbejaba la paz eran en un todo iguales a las de antaño; pero, lejos de cicatrizar las heridas, esta paz introducía en el Gobierno que la firmaba un germen mortifero de efecto seguro.
Donde la buena suerte de Napoleón se mostró más acentuadamente fué en el carácter de los soberanos que ocupaban los tronos. Pablo I, sobre todo, le prestó servicios incalculables; tan entusiasmado por Bonaparte como su padre lo estuvo por Federico II, abandonó al Austria cuando aún intentaba seguir luchando. Bonaparte le convenció de que Europa entera quedaría pacificada durante siglos si los dos grandes imperios de Oriente y de Occidente marchaban de acuerdo, y Pablo I, que tenía un alma algo caballeresca, se dejó coger en la red de esta mentira. Fué una gran suerte para Bonaparte encontrar una testa coronada tan propensa a la exaltación, y que juntaba la violencia a la debilidad; así es que sintió mucho a Pablo I, porque le engañaba fácilmente.
Luciano, ministro del Interior, que conocía perfectamente los proyectos de su hermano, hizo publicar un folleto destinado a preparar los ánimos para el establecimiento de una nueva dinastía. La publicación, prematura, produjo mal efecto, y Fouché lo aprovechó para hundir a Luciano; a Bonaparte le dijo que aquello era descubrir el secreto demasiado pronto, y al partido republicano, que Bonaparte desautorizaba a su hermano. En efecto, Lanciano fué entonces enviado a España de embajador (1). El sistema de Bonaparte consistía en (1) Después de la tentativa de asesinato del Primer Cónsul, por Cerncchi y Arena, el 10 de octubre de 1800, en la Opera, creció aún más el cntusiasmo por Bonaparte. Con el título de Paralelo entre César, Cromwell, Monck y Bonaparte, circuló un folleto que proponía nada menos que el restablec!miento de la Monarquía, en honor del vencedor de Marengo.
"Es creible—decía el foileto—que el bastón de mariscal o la espada de condestable basten al hombre ante quien el universo enmudece?" El inal efecto del anónimo folleto, atribuído a Luciano, pero escrito en realidad por Fontanes, fué viy ļ 31 avanzar sin descanso por el camino del poder; a fin de tantear la opinión, esparcía como rumores las resoluciones que deseaba adoptar. De ordinario cuidaba incluso de que exagerasen sus proyectos, para que, al realizarse, dulcificasen el temor del público. La vivacidad de Luciano le arrastró esta vez demasiado lejos, y Bonaparte creyó necesario sacrificarle en apariencia durante cierto tiempo.