Diciembre: Los dos nacimientos

Las Estaciones – El otoño
Diciembre - Los dos nacimientos​ de Julia de Asensi


El príncipe Conrado era el heredero de un rey que figuró mucho en el pasado siglo. Bueno, inteligente y poco aficionado al fausto y a la adulación, el monarca había dado a su hijo dos preceptores de caracteres completamente opuestos. Era el uno un militar severo que si bien es verdad que trataba ceremoniosamente a su discípulo, usaba con él todos los rigores que a su juicio exigía su alto cargo; el otro, un hombre de ciencia, sencillo y tolerante que únicamente deseaba que el niño en quien inculcaba sus conocimientos viviese tranquilo y feliz.

El príncipe amaba a sus dos preceptores, aprovechaba la rigidez del uno para ser esclavo de su deber y aprendía del otro a mirar a sus prójimos con cariño, a perdonar las leves faltas de la etiqueta mal comprendidas o exageradamente cumplidas por sus súbditos. El militar era realmente su maestro, el otro era más que nada su amigo, un amigo de mucha más edad, un consejero desinteresado y fiel.

Conrado tenía por compañeros de estudios a algunos niños de la nobleza, ya diestros en el arte de adular, pero él no los quería ni los estimaba. Todo su afecto era para un hijo del portero de palacio, que tenía su misma edad, y cuyo trato franco y sincero le encantaba. El príncipe le regalaba juguetes, precisamente aquellos que le agradaban más, porque como continuamente le renovaban los suyos no tenía tiempo de apegarse a nada y sabía que en casa de su amiguito, que era muy arreglado y cuidadoso, encontraría siempre el muñeco predilecto, el peón que con tanto gusto había hecho bailar o la caja de soldados preferida. El hijo del portero se llamaba Adolfo.

El militar habla prohibido a este niño que pasase a las habitaciones que el príncipe tenía en palacio, pareciéndole que trataba a su señor con excesiva familiaridad; pero protegido por el hombre de ciencia, no había podido impedir que Conrado fuese muy a menudo al cuarto del portero, donde la mujer de éste le agasajaba con dulces y tortas hechas por ella, que prefería a los postres que los reposteros de la real casa le preparaban.

Allí estaba como en familia y se consideraba feliz.

Llegado el 23 de Diciembre, el preceptor militar, que se llamaba don Fadrique, o al menos así le nombraremos nosotros, regaló a su discípulo un soberbio Nacimiento con grandes montañas, hermosas casas, preciosas figuras, todo en medio de una exuberante vegetación, ramaje cogido en los jardines del rey, que eran maravillosos. Cruzaba el Nacimiento un río y en él se veían dos vaporcitos que surcaban gallardamente las aguas. Por un túnel salía, de una de las montañas, un tren que iba a meterse en las entrañas de otro monte, apareciendo de nuevo por la ancha carretera. Y arriba, y como asombrados de ver aquello, caminaban en briosos corceles los reyes magos, seguidos de sus criados llevando los ricos presentes para el Niño Dios. Los pastores y los guerreros eran de un tamaño muy desigual, y don Fadrique, poco artista, había colocado en varios sitios una figura grande junto a una casa diminuta, y un perro que resultaba mayor que su amo, desconociendo por completo la perspectiva.

Conrado se había fijado mucho en todo aquello sin manifestar ni el menor entusiasmo, y a solas con su maestro don Servando, el hombre de ciencia, le había preguntado:

-¿Había vaporcitos cuando nació Dios?

-No, hijo mío, le respondió el profesor, el vapor es cosa moderna.

-¿Y ferrocarril?

-Tampoco; eso se inventó también recientemente.

-Pues bien, replicó el niño, yo quiero la verdad en todo, hasta en mis juegos. Que don Fadrique suprima eso, que ponga las figuras del Nacimiento que sean grandes en primer término y las pequeñas en las lejanías, que los pastores y los guerreros no lleven los trajes que se usan hoy, que haya verdad en todo, como en lo que me dice, como en lo que me enseña.

Don Servando se quedó perplejo, adivinando que aquellos cambios no iban a ser del agrado de don Fadrique.

El principito subió después a casa del portero, que tenía las habitaciones para su familia en el piso más alto del palacio destinado a la servidumbre.

También a Adolfo le habían puesto sus padres Nacimiento, muy sencillo, pero con mucha propiedad. Altas montañas, palmeras y cedros, pobre caserío, figuras que podían entrar por las puertas sin andar a gatas, el humilde portal resplandeciente de luz y de colores para atraer las miradas más que las otras cosas, pastores con ofrendas, un río cristalino, una cascada que brotaba de obscuro peñasco... todo puesto con arte, con gracia exquisita.

-¡Qué hermoso es esto! Exclamó Conrado. Este es un Nacimiento verdad; aquí vendré yo a celebrar la Nochebuena.

Al día siguiente fueron convidados a ir a palacio los aristocráticos amigos del príncipe. Se iluminó el Nacimiento con luz eléctrica y los niños admiraron aquellos primores ideados por don Fadrique. Pero Conrado no parecía por ninguna parte, no asistía a la fiesta preparada exclusivamente para él.

Sus padres no se preocupaban por ello; ya conocían las genialidades de su hijo y no debían de encontrarlas mal porque ni le amonestaban ni le corregían.

-Será un gran rey, decía el soberano, tendrá voluntad propia.

-Su corazón valdrá mucho, murmuraba la reina, y todo se puede esperar del que lo tiene noble y desinteresado.

Entretanto el príncipe estaba en la sala del cuarto del portero gozando con toda su alma ante el bonito Nacimiento de Adolfo. Estaba éste con sus hermanos menores, niños y niñas, que cantaban, bailaban, tocaban tambores, panderetas y zambombas y hacían mil diabluras propias de sus años, que compartía familiarmente con ellos el hijo del rey.

Cuando las velas del Nacimiento se apagaron, se repartieron allí dulces y vino, y al llegar la hora de separarse todos lo hicieron con pena, prometiéndose volver a reunirse a la mayor brevedad posible.

Cuando el príncipe entró en el salón rojo donde estaban los aristocráticos amigos que le habían llevado para compartir con él la fiesta, en la que tanto se habían aburrido, don Fadrique le dirigió una severa mirada y don Servando se sonrió con bondad.

-Mañana, le dijo el primero, estará castigado Vuestra Alteza sin paseo por esta escapatoria incomprensible. El Nacimiento no se encenderá más, no lucirán los primores que en él se han esparcido para solaz de Vuestra Alteza y admiración de sus convidados.

Conrado no se encogió de hombros por no faltar al respeto a su preceptor; pero pensó con agrado en que, sin salir de palacio, podía ir con Adolfo y su familia a disfrutar de aquel Nacimiento que le encantaba, puesto por los modestos servidores en obsequio del príncipe y de sus niños.

En cuanto a don Servando, murmuró contemplando al heredero del trono:

-No le agrada más que la verdad, que busca con empeño por todas partes. Odiará siempre la adulación y la mentira. Será un gran rey, como dice su padre, pero ¡ay! Temo que por esto mismo sea también muy desgraciado.


Diciembre