Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo XIV

CAPITULO XIV

Chiloe y Concepción.—Gran terremoto.
San Carlos, Chiloe.—El Osorno, en erupción al mismo tiempo que el Aconcagua y el Coseguina.—Excursión a caballo a Cucao.—Selvas impenetrables.—Valdivia.—Indios.—Temblor de tierra.—Concepción.—Gran terremoto.—Rocas hendidas.—Aspecto de las antiguas ciudades.—El mar, ennegrecido e hirviente.—Dirección de las vibraciones.—Desplazamiento de piedras en sentido circular.—Gran ola.—Elevación permanente del suelo.—Area de fenómenos volcánicos.—Conexión entre las fuerzas elevatorias y eruptivas.—Causa de los terremotos. Elevación lenta de las cadenas de montañas.


El 15 de enero zarpamos de Puerto Low, y a los tres días anclamos por segunda vez en la bahía de San Carlos, en Chiloe. En la noche del 19 el volcán de Osorno estaba en actividad. A media noche el centinela observó algo parecido a una gran estrella, que crecía gradualmente en tamaño hasta eso de las tres, en que se presentó un espectáculo de la mayor magnificencia. Con ayuda de un anteojo se veían bultos obscuros, en sucesión constante, salir lanzados a lo alto y caer en medio de un inmenso resplandor de luz roja. La iluminación era suficiente para producir en el agua una prolongada y viva reflexión. Parece que en esta parte de la Cordillera los cráteres arrojan muy comúnmente grandes masas de materia fundida. Me aseguraron que cuando el Corcovado está en erupción grandes masas son proyectadas por el volcán, las cuales revientan en el aire, tomando multitud de formas fantásticas, como, por ejemplo, de árboles< su tamaño debe de ser inmenso, porque pueden percibirse desde las alturas de detrás de San Carlos, distantes del Corcovado lo menos 93 millas. A la mañana siguiente el volcán apareció tranquilo.

Con no escasa sorpresa supe más tarde que el Aconcagua, en Chile, 480 millas al Norte, estuvo en actividad aquella misma noche, y todavía creció mi asombro al ver que la gran erupción del Coseguina (2.700 millas al norte del Aconcagua), acompañada de un terremoto que se sintió a más de 1.000 millas, tuvo lugar dentro de las mismas seis horas. Esta coincidencia es notabilísima, porque el Coseguina había permanecido inactivo por espacio de veintiséis años y el Aconcagua rarísima vez da señales de actividad. Difícil es conjeturar si tal coincidencia es casual o indica alguna conexión subterránea. Si el Vesubio, el Etna y el Hecla, en Islandia este último (todos tres relativamente más próximos entre sí que los citados volcanes de Sudamérica), se mostraran de pronto en erupción en la misma noche, se consideraría como cosa digna de meditarse la simultaneidad del fenómeno; pero lo es mucho más en este caso, en que los tres respiraderos se hallan en la misma gran cadena de montañas, y donde las vastas llanuras a lo largo de toda la costa oriental, y las conchas recién elevadas del fondo del mar en una longitud de más de 2.000 millas, en la costa occidental, muestran de qué modo tan uniforme y relacionado han actuado las fuerzas elevatorias.

Como el capitán Fitz Roy deseaba vivamente que se tomaran algunos datos de orientación en la costa exterior de Chiloe, se convino que Mr. King y yo fuéramos a caballo a Castro, y desde allí atravesáramos la isla hasta la capilla de Cucao, situada en la costa oeste. Habiendo alquilado caballos y un guía, partimos la mañana del 22. No habíamos andado mucho cuando se nos incorporaron una mujer y dos muchachos que hacían el mismo viaje. En este camino es lo corriente tratarse como amistosos compañeros, y además se disfruta el privilegio, tan raro en Sudamérica, de viajar sin armas de fuego. En un principio el terreno se componía de una sucesión de valles y colinas, mas cerca de Castro se hace muy llano. El camino mismo constituye una verdadera curiosidad: está formado en toda su longitud, exceptuando unos cuantos trozos, de grandes troncos que, o bien son anchos y están colocados longitudinalmente, o bien estrechos y se hallan dispuestos en sentido transversal. En verano se puede caminar por él, aunque con alguna dificultad; pero en invierno, cuando la madera se pone resbaladiza con la lluvia, la marcha es mucho más penosa.

En esta época del año, el terreno de ambos lados se convierte en un cenagal, y con frecuencia se inunda: de aquí la necesidad de sujetar los troncos longitudinales mediante traviesas, que se fijan por los dos extremos con estacones clavados en tierra. Estos estacones hacen que sea peligrosa la caída de un jinete, porque hay gran probabilidad de caer sobre uno de ellos. Es notable, sin embargo, la destreza que los caballos chilotes han adquirido con la práctica. Al caminar por los pasos malos, donde los troncos se han salido de su sitio, aciertan a poner los cascos entre ellos con la seguridad y rapidez con que podría hacerlo un perro. Por ambas partes el camino está bordeado de una selva de alto arbolado, cuyos troncos se hallan entretejidos por cañas. Cuando alguna vez se presenta a la vista un gran trozo de esta avenida, sorprende su curiosa uniformidad: la blanca línea de maderos, estrechándose por un efecto de perspectiva, acaba por ocultarse en la selva sombría, o bien termina en un zigzag que asciende por una colina escalonada.

Aunque la distancia de San Carlos a Castro es sólo de 12 leguas en línea recta, la construcción del camino ha debido de costar gran trabajo. Me contaron que en tiempos pasados habían perecido varias personas al intentar atravesar el bosque. El primero que lo consiguió fué un indio, que logró abrirse camino por entre los cañaverales en ocho días, y llegó a San Carlos; el Gobierno español le premió concediéndole un gran lote de tierra. Durante el verano muchos indios vagan por las selvas (principalmente en las partes más elevadas, donde la vegetación no es tan espesa), en busca de ganado medio salvaje, que se alimenta de las hojas de caña y de ciertos árboles. Uno de estos cazadores fué el que por casualidad descubrió, hace pocos años, un barco inglés que había naufragado en la costa exterior. La tripulación empezaba a agotar las provisiones, y no es probable que sin ayuda de este hombre hubieran logrado salir de estos bosques casi impenetrables. Con todo, un marinero murió de fatiga en el camino. Los indios, en estas excursiones, se guían por el sol: de modo que cuando el tiempo persiste nebuloso no pueden viajar.

El día estaba hermoso, y el número de árboles que estaban en plena floración perfumaba el aire; pero ni con esto se disipaba el efecto de la sombría humedad del bosque. Además, los numerosos troncos secos, que se yerguen como esqueletos, nunca dejan de imprimir a estos bosques primitivos un sello de majestad solemne, de que en absoluto carecen los de otros países de remota civilización. Poco después de ponerse el Sol vivaqueamos para pasar la noche. La mujer que nos acompañaba, bastante agraciada por cierto, pertenecía a una de las familias más respetables de Castro; cabalgaba, no obstante, a horcajadas, y sin zapatos ni medias. Estaba sorprendido de la extraordinaria llaneza que mostraron tanto ella como su hermano. Llevaban comida; pero durante todas nuestras refacciones se sentaban, observándonos a Mr. King y a mí, hasta el punto de darnos vergüenza de comer delante de ellos. La noche era clara, y mientras yacíamos en nuestras camas gozamos con la vista (y es un goce supremo) de la multitud de estrellas que iluminaban la obscuridad del bosque.


23 de enero.—Madrugamos a la mañana siguiente y llegamos a la tranquila y bonita ciudad de Castro a eso de las dos de la tarde. El antiguo gobernador había muerto con posterioridad a nuestra última visita, y un chileno ocupaba su puesto. Teníamos una carta de recomendación para D. Pedro, a quien hallamos extremadamente hospitalario y bondadoso, y más desinteresado de lo que se acostumbra en esta parte del continente. Al día siguiente, D. Pedro nos procuró caballos de refresco y se brindó a acompañarnos él mismo. Caminamos en dirección Sur, generalmente siguiendo la costa, y pasamos por varias aldeas, cada una con su gran capilla de madera. En Vilipilli, D. Pedro pidió al comandante que nos buscara un guía para ir a Cucao. El anciano señor se ofreció a salir él en persona, pero en mucho tiempo no pudo persuadirse de que dos ingleses tuviesen verdadero empeño en visitar un sitio tan extraviado como Cucao. De este modo llevamos de compañeros en nuestro viaje a los dos personajes más aristocráticos del país, según se patentizó en el respeto que les demostraban los indios más pobres. En Chonchi empezamos a cruzar la isla siguiendo intrincadas veredas y rodeos, que a veces pasaban por magníficos bosques y a veces por trozos despejados, con abundantes cultivos de trigo y patatas. Este ondulado país boscoso, cultivado a trechos, me traía a la memoria las regiones más selváticas de Inglaterra, y por tanto presentaba a mis ojos un aspecto en extremo fascinador. En Vilinco, situado en las riberas del lago de Cucao, hay muy poco terreno desmontado y todos los habitantes parecen ser indios. Dicho lago tiene 12 millas de largo, y se extiende de Este a Oeste. Por un efecto de las circunstancias locales, la brisa marina sopla muy regularmente durante el día y queda en calma durante la noche, lo cual dió origen a extrañas exageraciones, pues el fenómeno, tal como nos lo describieron en San Carlos, era un verdadero prodigio.

El camino de Cucao se hallaba en estado tan desastroso, que resolví embarcarme en una piragua. El comandante, del modo más autoritario, mandó a seis indios que se prepararan a llevarnos, sin dignarse decirles si les pagaría o no. La piragua es una especie de bote tosco y extraño, pero la tripulación lo era todavía más: dudo mucho que se hayan podido reunir jamás en una pequeña embarcación seis hombrecillos más feos. Sin embargo, bogaron bien y muy contentos. El remero principal charlaba en indio y profería gritos salvajes que superaban a los de los porqueros conduciendo sus cerdos. Partimos con viento contrario, aunque suave, y llegamos a la capilla de Cucao antes de atardecer. El país, a uno y otro lado del lago, era un bosque no interrumpido. En la misma piragua donde íbamos hubo que embarcar una vaca. Difícil parece a primera vista meter una bestia de tal tamaño en una embarcación tan pequeña; pero los indios resolvieron la dificultad en un minuto. Colocaron la vaca a lo largo del bote, y luego metieron dos remos por debajo del vientre del animal, apoyando los extremos en la borda. Apalancaron con fuerza, y bonitamente tumbaron a la pobre bestia patas arriba en el fondo de la embarcación, hecho lo cual, la ataron con cuerdas. En Cucao hallamos una choza desierta (que es la residencia del «padre» cuando visita esta capilla), y allí encendimos lumbre, preparamos la cena y lo pasamos con toda comodidad.

La región de Cucao es la única que está habitada en toda la costa occidental de Chiloe. Contiene unas 30 ó 40 familias indias, dispersas a todo lo largo de la playa, en un espacio de cuatro o cinco millas. Viven muy aislados del resto de Chiloe, y apenas tienen comercio alguno, como no sea el de la venta de un poco de aceite sacado de la grasa de las focas. Andan vestidos un poco decentemente con ropas de propia manufactura, y disponen de alimentos en abundancia. Sin embargo, parecían descontentos y moralmente abatidos en términos que daba pena. Esta abyección, a mi juicio, debe atribuirse sobre todo al duro trato que reciben de sus gobernantes, que les hablan siempre del modo más imperativo y autoritario. Nuestros acompañantes, en medio de la exquisita cortesía que usaban con nosotros, se portaban con los indios como si fueran esclavos más bien que hombres libres. Les mandaron traer provisiones y facilitar caballos, sin dignarse decirles cuánto importaba todo ello, ni siquiera si recibirían paga alguna. Por la mañana, habiendo quedado solos con esta pobre gente, nos captamos en breve sus simpatías regalándoles puros y mate. Un terrón de azúcar blanca fué repartido entre todos los presentes, y lo gustaron con la mayor curiosidad. Después de exponernos sus quejas acababan siempre diciendo: «Y todo porque somos unos pobres indios, que nada sabemos; pero no sucedía así cuando teníamos un rey.»

Al siguiente día, después de desayunar, cabalgamos unas cuantas millas en dirección Norte, hacia la Punta de Huantamó. El camino corre a lo largo de una ancha faja costera, en la que, a pesar de tantos días hermosos, rompía una terrible marejada. Se me aseguró que después de un fuerte temporal podía oirse el rugido del mar por la noche hasta en Castro, a una distancia no inferior a 21 millas marinas y al través de un país montañoso y cubierto de bosque. Tropezamos con alguna dificultad para llegar al término de nuestra excursión, a causa de los frecuentes pasos casi intransitables, porque dondequiera que estaba en sombras, el suelo se había convertido en un barrizal. La punta misma es un promontorio de roca y se halla cubierto de una planta afín, según creo, a la Bromelia, llamada por los naturales «chepones». Al trepar por un espeso ramaje nos llenamos las manos de arañazos. Me hizo gracia la precaución usada por el guía indio, que se recogió los pantalones, creyéndolos, sin duda, más delicados que su propia piel. La referida planta produce un fruto de forma semejante a una alcachofa, lleno de cápsulas de semillas que contienen una pulpa dulce y agradable aquí muy estimada. En Puerto Low vi a los chiiotes hacer chicha o sidra con ese mismo fruto: tan cierto es, como observa Humboldt, que todos los pueblos hallan modo de preparar alguna bebida fermentada con materiales del reino vegetal. Sin embargo, los salvajes de Tierra del Fuego, y creo que de Australia, no han progresado en estas artes.

La costa hasta el norte de Punta Huantamó es por extremo escabrosa y quebrada, y tiene enfrente numerosos rompientes, en que el mar hace oír sin cesar su eterno bramido. Míster King y yo ansiábamos regresar, si hubiera sido posible, a pie por la costa; pero los mismos indios nos dijeron que era del todo impracticable. Según nos refirieron, algunos habían podido, ir desde Cucao a San Carlos atravesando directamente los bosques, pero jamás por la costa. En tales expediciones los indios llevan por todo alimento trigo tostado, y lo comen, con parsimonia, sólo dos veces al día.


26 de enero.—Volvimos a embarcar en la piragua, y después de cruzar el lago montamos en nuestros caballos. Todos los moradores de Chiloe se aprovecharon de esta semana de buen tiempo—cosa desacostumbrada en el país—para limpiar de arbolado el terreno por medio del fuego. En todas direcciones se veían surgir densas humaredas en remolino. Pero aunque los chilotes se afanaban por incendiar la selva en una infinidad de puntos, no vi una sola hoguera extenderse. Comimos con nuestro amigo el comandante, y no llegamos a Castro hasta después de obscurecer. Al día siguiente, por la mañana, partimos muy temprano. Después de haber cabalgado por algún tiempo, tuvimos la satisfacción (rara en este camino) de tender la vista por una amplia extensión de la inmensa selva desde el viso de una escarpada colina. Sobre el horizonte de árboles destacaba preeminente el volcán del Corcovado y una gran cima plana hacia el Norte: apenas se alzaba en la prolongada sierra ningún otro pico que dejara ver su nevada cima. Espero que ha de pasar mucho tiempo antes que se borre de mi memoria la impresión que me causó esta vista última de la magnificente Cordillera frente a Chiloe. Por la noche vivaqueamos bajo un cielo sin nubes, y a la mañana siguiente llegamos a San Carlos. Con oportunidad lo hicimos, pues antes de atardecer empezó a caer un copioso aguacero.


4 de febrero.—Hemos zarpado de Chiloe. Durante la última semana efectué varias cortas excursiones. Una de ellas tuvo por objeto examinar un gran lecho de conchas hoy existentes, elevado cien metros sobre el nivel del mar; entre ellas crecía una gran vegetación forestal. Otra fui a Punta Huechucucuy. Llevé conmigo un guía que conocía demasiado bien el país, porque se empeñó en decirme los interminables nombres indios que había para cada pequeña punta, riachuelo y abra. De igual modo que en Tierra del Fuego, el lenguaje indio parece prestarse admirablemente a denominar los accidentes más triviales del terreno. Si no me engaño, todos nos alegramos de dar nuestro adiós a Chiloe; sin embargo, prescindiendo de la triste lluvia de invierno, Chiloe podría pasar por una isla encantadora. Hay además algo muy atractivo en la sencillez y humilde cortesía de sus pobres habitantes.

Navegamos hacia el Norte a lo largo de la costa; pero a causa del mal tiempo no llegamos a Valdivia hasta la noche del 8. A la mañana siguiente el bote se dirigió a la ciudad, que dista unas 10 millas. Seguimos el curso del río, pasando a veces ante algunas cabañas y trozos de terreno desmontado, que parecían islas en un mar de boscaje interminable, y encontrábamos de cuando en cuando alguna canoa con una familia india. La ciudad está situada en las bajas riberas de la corriente, y está tan completamente sepulta en un bosque de manzanos, que las calles parecen los paseos de un huerto. Nunca he visto país alguno en que los frutales mencionados crezcan tan lozanos como en esta húmeda región de Sudamérica: en los mismos bordes de los caminos se veían muchos arbolitos tiernos, que evidentemente brotaban espontáneos. En Chiloe, los naturales usan un procedimiento prodigiosamente rápido para multiplicar los manzanos. En la parte inferior de casi todas las ramas salen unas puntitas cónicas, parduscas y rugosas, que propenden a convertirse en raíces, como puede verse siempre que accidentalmente se pega barro al árbol. A principios de primavera se eligen ramas gruesas y se las corta por debajo de esas puntas; se limpian los brotes más pequeños y se planta la mayor a unos dos pies de profundidad. Durante el verano siguiente el plantón echa largos tallos y a veces produce frutos: me enseñaron uno que había dado hasta 23 manzanas; pero este caso se consideró como excepcional. En la tercera estación, el nuevo árbol se hace corpulento (como yo mismo he visto), cargándose de fruto. Un anciano de cerca de Valdivia, en comprobación de su lema: «La necesidad es la madre de todas las invenciones», enumeraba los diversos productos útiles que había obtenido de sus manzanas. Después de hacer sidra y vino, sacaba de las materias de desecho una esencia de delicado aroma; mediante otro procedimiento se procuraba un melado dulce o miel, según su propia expresión. Durante esta estación del año los chiquillos y los cerdos se pasaban la vida en el huerto y en él se alimentaban.


11 de febrero.—Salí con un guía para una breve excursión, en la que logré ver muy poco, así de la geología del país como de sus habitantes. Cerca de Valdivia escasea el terreno desmontado; después de cruzar un río a la distancia de unas cuantas millas, nos internamos en el bosque, y en todo él sólo encontramos una miserable choza antes de llegar al sitio en que pasar la noche. La escasa diferencia en latitud, de 150 millas, ha dado un nuevo aspecto al bosque, comparado con el de Chiloe, lo cual se debe a haber variado ligeramente la proporción de las diversas especies de árboles. Los de follaje perenne no parecen ser tan numerosos, y el bosque, en consecuencia, tiene un matiz brillante. Como en Chiloe, las partes bajas están entretejidas de cañas; aquí hay además otra especie (parecida al bambú del Brasil y de cerca de seis metros de altura) que crece en grupos y ornamenta las márgenes de algunas de las corrientes de una manera lindísima. Con esta planta hacen los indios sus chuzos.

La casa donde habíamos de descansar estaba tan sucia, que preferí dormir al aire libre; en estos viajes, la primera noche se pasa de ordinario muy mal, por no estar acostumbrados al cosquilleo y picaduras de las pulgas. A la mañana siguiente amanecí con las piernas acribilladas, y seguramente no había en ellas un espacio del tamaño de un chelín que no tuviera su pequeña roncha, indicadora del sitio en que la pulga había celebrado su festín.

12 de febrero.—Proseguimos nuestro viaje a caballo por la espesura del bosque; sólo de cuando en cuando encontrábamos algún jinete indio o una reata de hermosos mulos que transportaban tablas de alerce y trigo de las llanuras meridionales. Por la tarde uno de los caballos dió una fuerte caída; nos hallábamos entonces en el viso de una montaña desde la que se gozaba una hermosa vista de los Llanos. El panorama de estas llanuras abiertas era confortante después de llevar tanto tiempo sepultados y presos en la salvaje frondosidad de la selva. La uniformidad de un bosque se hace muy pronto pesadísima. Esta costa occidental me trae el grato recuerdo de las libres e ilimitadas planicies de Patagonia; y, con todo eso, por un verdadero espíritu de contradicción, me es imposible olvidar el sublime silencio de la selva. Los Llanos son las partes del país más fértiles y más densamente pobladas, por lo mismo que poseen la inmensa ventaja de carecer casi de árboles. Antes de salir del bosque atravesamos algunos trozos de pradera llana, rodeados de árboles distantes unos de otros como en los parques ingleses; a menudo he notado con sorpresa, en comarcas onduladas de bosque, la falta de arbolado en las planicies. Por estar el caballo cansado, resolví hacer alto en la Misión de Cudico, para cuyo «padre» tenía una carta de recomendación. Cudico es una región intermedia entre el bosque y los Llanos. Hay bastantes buenas quintanas con manchas de trigo y patatas, propiedad casi todas de indios. Las tribus dependientes de Valdivia son de «reducidos y cristianos» [1]. Los indios más al Norte, cerca de Arauco e Imperial, permanecen aún bravos y no convertidos; pero tratan mucho con los españoles. Me dice el «padre» que a los indios cristianos no les gusta mucho venir a misa; pero que, por otra parte, muestran respeto por la religión. La mayor dificultad está en hacerles observar las ceremonias del matrimonio. Los indios salvajes toman tantas mujeres como pueden mantener, y hay caciques que llegan a tener 10; al entrar en la casa puede saberse el número por el de los distintos hogares. Cada mujer vive, por turno, una semana con el cacique; pero todas trabajan para él, tejiendo ponchos, etc. Ser esposa de un cacique es un honor muy anhelado por las mujeres indias.

Los hombres de todas estas tribus usan un basto poncho de lana; los del sur de Valdivia, calzón, y los del norte, una especie de falda como la chilipa de los gauchos. Todos llevan su largo cabello atado con una cinta escarlata y descubierta la cabeza. Estos indios son de buena estatura; tienen pómulos prominentes y en el porte guardan gran parecido con el tipo general de la familia americana, a que pertenecen; pero creo que su fisonomía se diferencia algo de la de alguna otra tribu que he visto anteriormente. Su expresión es generalmente grave y hasta austera, e indica gran fuerza de carácter, que podría traducirse por una honrada testarudez o una arrogante resolución. El negro y largo cabello, el serio y rugoso semblante y la tez morena, me recordaron los antiguos retratos de Jaime I. En el camino observé que nadie hacía los humildes cumplidos tan comunes en Chiloe. Alguno dió su mari-mari! (¡Buenos días!) con sequedad, pero la mayor parte no parecían inclinados a saludar de ningún modo. La independencia de maneras es probablemente una consecuencia de sus largas guerras y de las repetidas victorias que, no solamente ellos, sino todas las tribus de América, han alcanzado sobre los españoles.

Pasé la tarde muy agradablemente conversando con el «padre», persona bondadosa y hospitalaria. Como había venido de Santiago, trajo consigo algunos regalos para obsequiar a sus probables huéspedes. Poseía alguna instrucción, y, consiguientemente, se quejaba de la falta de sociedad. No estando animado de gran celo por la religión ni teniendo entre manos negocio o proyecto alguno, ¡qué vida tan mal gastada la de este hombre! Al día siguiente, de regreso, encontramos siete indios de aspecto feroz; algunos de ellos eran caciques, y acababan de recibir del gobierno chileno su pequeño estipendio anual por haber permanecido largo tiempo fieles. Eran hombres de varonil continente, y cabalgaban uno tras otro con torvos semblantes. Un cacique viejo, que caminaba a la cabeza, debía de haber bebido más que los demás, porque iba excesivamente grave y ceñudo. Poco después de esto se nos unieron dos indios que se dirigían desde una misión distante a Valdivia, para asuntos de un pleito. Uno era un viejo de buen humor; pero por su rostro arrugado y barbilampiño, más parecía una vieja que un hombre. A menudo los obsequié con puros, y aunque dispuestos siempre a recibirlos, y de buen grado si no me engaño, difícilmente condescendían a darme las gracias. Un indio chilote se hubiera quitado el sombrero y dicho humildemente: «¡Dios se lo pague!» [2]. La caminata era muy pesada, tanto por el mal estado de la ruta como por los muchos árboles caídos que era necesario saltar o evitar dando largos rodeos. Dormimos en el mismo camino, y a la mañana siguiente llegamos a Valdivia, desde donde me trasladé a bordo.

Pocos días después crucé la bahía con un grupo de oficiales, y desembarqué cerca del fuerte llamado Niebla. Los edificios estaban en ruinosísimo estado, y las cureñas enteramente podridas. Mr. Wickham hizo notar al jefe del fuerte que a la primera descarga se harían todas pedazos. El pobre hombre, esforzándose por disimular, respondió gravemente: «No; estoy seguro de que resistirán dos» (!). Sin dúdalos españoles quisieron hacer este lugar inexpugnable. Todavía hay en medio del patio un montoncito de mortero que rivaliza en dureza con la roca en que yace. Se trajo de Chile y costó 7.000 dólares. La revolución o levantamiento que sobrevino al proclamarse la independencia impidió que se le diera ninguna aplicación., y ahora queda como un monumento de la caída grandeza de España.

Necesitaba ir a una casa distante cerca de milla y media; pero me dijo el guía que era del todo imposible penetrar en el bosque en línea recta. Se ofreció, sin embargo, a guiarme por dudosos senderos de vacas, siguiendo el camino más corto; pero, con todo eso, tuvimos que viajar ¡no menos de tres horas mortales!... Este hombre se ocupa en cazar reses extraviadas, y aunque debe conocer bien el bosque, no hacía mucho que había andado perdido dos días enteros, sin tener nada que comer. Tales hechos dan idea exacta de lo impracticable de las selvas en estas regiones. Una cuestión se me ofreció, y es la siguiente: ¿Cuánto tiempo tardan en desaparecer los vestigios de un árbol caído? El guía me mostró uno cortado hacía catorce años por una partida de fugitivos realistas, y, tomándole por base de un cálculo, creo que un tronco de pie y medio de diámetro se transformaría en treinta años en un montón de mantillo.


20 de febrero.—El día de hoy ha sido memorable en los anales de Valdivia, por el terremoto más terrible de cuantos han visto los habitantes más ancianos. Por casualidad me hallaba en tierra tendido en el bosque descansando, cuando ocurrió el horroroso cataclismo. Se presentó de repente, y duró dos minutos, que se hicieron larguísimos. La oscilación del suelo fue muy sensible. A mi compañero y a mí nos pareció que las ondulaciones habían seguido exactamente la dirección Este-Oeste, pero otros creyeron que había procedido del Sudoeste. Por aquí se ve lo difícil que es a veces precisar con certeza la orientación de las vibraciones. Sin grandes esfuerzos logré mantenerme de pie, pero el movimiento me trastornó casi la cabeza; fué algo parecido al bambolearse de un barco de babor a estribor cuando choca de costado con una pequeña ola, o, mejor aún, la impresión fué como la que se siente al patinar sobre hielo delgado cuando éste cede al peso del cuerpo.

Un terremoto fuerte destruye en un instante nuestras asociaciones más inveteradas; la tierra, verdadero emblema de solidez, se mueve bajo nuestros pies como una delgada costra sobre un flúido; un segundo de tiempo ha engendrado en el ánimo una extraña idea de inseguridad, que no hubieran producido largas horas de reflexión. En el bosque, como la brisa movía los árboles, sólo sentí temblar la tierra, pero no vi los demás efectos. El capitán Fitz Roy y algunos oficiales estaban en la ciudad al ocurrir la sacudida, y allí la escena fué más emocionante, porque aunque las casas, por ser de madera, no cayeron, oscilaron con brusco y violento vaivén, crujiendo las tablas y chocando unas con otras. La gente se precipitó a buscar la salida, dando gritos de suprema alarma. Todos estos pormenores concomitantes son los que engendran el horror del terremoto, sentido por cuantos le han presenciado sufriendo sus efectos. En el interior del bosque fué, sin duda, un fenómeno interesante, pero de ningún modo terrorífico. El flujo del mar fué afectado muy curiosamente. La gran sacudida ocurrió en la hora de bajamar, y una vieja que estaba en la playa me dijo que el agua subió en breves intantes, pero no en grandes olas, a la altura de pleamar, volviendo luego al punto a recobrar su propio nivel; así podía verse patentemente en la línea de arena mojada. Esta misma clase de rápido y tranquilo movimiento de la marea ocurrió pocos años antes en Chiloe durante un ligero temblor de tierra, produciendo gran alarma, que resultó infundada. Durante la tarde entera se sintieron muchas débiles sacudidas, que parecieron originar en el puerto corrientes complicadísimas, y algunas de gran energía.


4 de marzo.—Hemos entrado en el puerto de Concepción. Mientras el barco ganaba el fondeadero, desembarqué en la isla de Quiriquina. El mayordomo de la finca vino corriendo a caballo a darme la noticia terrible del gran terremoto del 20: «Que ni una casa había quedado en pie en Concepción ni en Talcahuano (el puerto); que 70 aldeas habían sido destruídas, y que una gran ola había arrasado las ruinas de Talcahuano.» De esta última afirmación tuve luego abundantes pruebas, pues toda la costa estaba sembrada de maderos y muebles, como si allí hubieran naufragado mil navíos. Además de las sillas, mesas, estantes, etc., que había en gran número, veíanse varias techumbres de casas transportadas casi enteras. Los almacenes de Talcahuano habían sido abiertos violentamente, y grandes pacas de algodón, hierba mate y otras mercancías de valor yacían esparcidas por la playa. Durante mi paseo alrededor de la isla observé que habían sido lanzados a la costa numerosos fragmentos de rocas que debieron estar sepultados en el mar a gran profundidad, según indicaban las plantas y animales a ellos adheridos; uno de esos fragmentos tenía cerca de dos metros de largo, uno de ancho y medio de grueso.

La isla misma denunciaba el empuje irresistible del terremoto, así como la playa patentizaba los efectos de la gran ola. El terreno en muchos puntos estaba agrietado de Norte a Sur, tal vez por haber cedido los lados paralelos y verticales de esta angosta isla. Algunas de estas fisuras, próximas a los acantilados, tenían cerca de un metro de anchas. En la playa habían caído también muchas y enormes rocas, y los habitantes creían que cuando llegaran las lluvias se abrirían nuevas grietas. El efecto de la vibración en la dura pizarra primaria de que se componen los cimientos de la isla era todavía más curioso: las partes superficiales de algunas estrechas arrugas habían quedado tan trituradas como si contra ellas hubiera estallado un barreno de pólvora. Este efecto, que se manifestaba en las fracturas frescas y en el suelo desplazado, debió quedar limitado junto a la superficie, porque de otro modo no hubiera quedado un bloque sólido de roca en todo Chile. El supuesto anterior no tiene nada de improbable, porque sabido es que la superficie de un cuerpo vibrante es afectada de modo diferente que la parte central. Tal vez por esta razón precisamente los terremotos no producen en las minas profundas trastornos tan terribles como podría esperarse. Abrigo la creencia de que esta convulsión ha contribuido de una manera más eficaz a reducir la extensión de la isla de Quiriquina que el prolongado desgaste causado por el mar y los fenómenos atmosféricos en el transcurso de una centuria entera.

Al día siguiente desembarqué en Talcahuano, y después fui, a caballo, a Concepción. Ambas ciudades presentaban el más espantoso aspecto y a la vez el espectáculo más interesante que en mi vida he contemplado. El que las hubiera conocido antes de la catástrofe no podría menos de sentirse profundamente conmovido, porque las ruinas estaban tan entremezcladas unas con otras y la escena toda tenía tan pocas apariencias de lugar habitable, que apenas era dable imaginar su antigua condición. El terremoto comenzó a las once y media de la mañana. Si hubiera ocurrido a media noche habría perecido el mayor número de habitantes, que en esta provincia suben a muchos millares, en lugar de los ciento escasos que murieron; así y todo, lo único que los salvó fué la costumbre tradicional de salir corriendo de las casas al sentir el primer estremecimiento del suelo. En Concepción, cada casa y cada fila de casas formaban un montón o una línea de ruinas; pero en Talcahuano, a causa de la gran ola, no podía distinguirse apenas mas que una capa de ladrillos, tejas y vigas, con tal cual parte de pared que continuaba en pie. Por esta circunstancia, Concepción, aunque no tan completamente derruída, presentaba una vista más terrible, y, si se me permite la expresión, más pintoresca. El primer choque fué súbito. El mayordomo de Quiriquina me dijo que la primera noticia que recibió fué hallarse rodando por el suelo con el caballo. Se levantó, y volvió a ser derribado. También me contó que algunas vacas habían sido precipitadas al mar, adonde bajaron rodando desde las laderas de la isla. La gran ola mató mucho ganado; en una isla baja, cerca de la parte más abrigada de la bahía, el mar arrebató 70 animales, que se ahogaron. Créese generalmente que éste ha sido el peor terremoto de que hay memoria en Chile; pero como los más fuertes ocurren sólo tras largos intervalos, no puede saberse fácilmente. En realidad, cualquier otro trastorno sísmico de mayor intensidad no hubiera causado más estragos en esta localidad, porque la ruina era completa. Innumerables temblores de escasa importancia siguieron al gran terremoto, y en los primeros doce días se contaron nada menos que 300. Cuando vi el estado en que se hallaba Concepción, no acierto a explicar cómo pudo escapar ileso el mayor número de habitantes. Las casas, en muchas partes se desplomaron hacia fuera; de modo que formaron en el centro de las calles montículos de ladrillos y escombros. Míster Rouse, el cónsul inglés, nos dijo que estaba almorzando cuando la primera sacudida le hizo salir corriendo. No bien había llegado a la mitad del patio, cuando un lado de su casa se vino abajo con espantoso estruendo. Tuvo la serenidad suficiente para reflexionar que si lograba encaramarse a la parte superior de lo que había caído se salvaría. No pudíendo mantenerse en píe, a causa de los movimientos del suelo, trepó a gatas, y en cuanto hubo ganado la pequeña eminencia, se desplomó el otro lado de la casa, pasándole las grandes vigas por muy cerca de la cabeza. Con los ojos ciegos y la boca tapada por la nube de polvo que obscurecía el aire, llegó por fin a la calle. Como los choques se sucedían con intervalos de pocos minutos, nadie se atrevía a acercarse a las deshechas ruinas, aun ignorando si alguno de sus más caros amigos y parientes se hallaría a punto de perecer por falta de auxilio. Los que habían salvado algunos bienes se veían obligados a vigilarlos constantemente, porque los ladrones merodeaban de un sitio a otro, y a cada pequeño temblor del suelo, mientras con una mano se golpeaban el pecho, clamando: «¡Misericordia!», con la otra hurtaban de las ruinas lo que podían. Los techos de bardas cayeron sobre los hogares y estallaron incendios en todas partes. Las familias que quedaron arruinadas se contaban por centenares, y pocos tuvieron medios con que procurarse el sustento del día.

Los terremotos por sí solos bastan para destruir la prosperidad de todo país. Si las fuerzas subterráneas que ahora permanecen inertes debajo de Inglaterra desplegaran el poder que seguramente han ejercitado en las antiguas épocas geológicas, ¡qué espantosa transformación se operaría en el país! ¿Qué sería de los elevados palacios, ciudades de densísimo caserío, grandes fábricas y hermosos edificios públicos y privados? Y en el caso de que el nuevo período de perturbación empezara por algún gran terremoto en el silencio de la noche, ¡qué horrenda sería la carnicería! En un instante Inglaterra se hallaría en plena bancarrota, y todos los papeles, documentos y relaciones se perderían. Impotente el Gobierno para cobrar los tributos y mantener su autoridad, la violencia y el robo imperarían en todos los condados de la nación. En las grandes ciudades arreciaría el hambre, y en pos de ella seguirían la pestilencia y la muerte.

Poco después del choque se vió una gran ola que, desde la distancia de tres o cuatro millas, avanzaba hacia la bahía con un perfil alisado, y todo a lo largo de la costa arrancó de cuajo viviendas y árboles, mientras seguía su camino con arrollador empuje. Al fondo de la bahía se desató en una espantosa línea de blancos rompientes, que subieron a la altura de 23 pies verticales sobre las mayores mareas del equinoccio. Su fuerza debió de ser prodigiosa, porque en el fuerte hizo retroceder 15 pies un cañón con su cureña, cuyo peso se calculaba en cuatro toneladas. Una goleta fué trasladada en medio de las ruinas, a unos 200 metros de la playa. A la primera ola siguieron otras dos, que en su retirada barrieron una infinidad de objetos, que quedaron flotando. En cierto sitio de la bahía esas olas levantaron en alto una embarcación y la sacaron a tierra, dejándola en seco; la llevaron nuevamente, para volver a arrojarla a la playa, y por fin la arrastraron al mar. En otra parte, dos grandes navíos que estaban anclados uno junto a otro dieron vueltas todo alrededor, y sus cables se engancharon y retorcieron por tres veces; aunque tenían las áncoras a 36 pies de profundidad, estuvieron tocando el fondo por algunos minutos. La gran ola debió de avanzar lentamente, porque los habitantes de Talcahuano tuvieron tiempo de huir a las alturas allende la ciudad. Algunos marineros bogaron en un bote hacia el mar, confiando en que si alcanzaban la crecida antes de romper, navegarían con toda seguridad sobre ella, y así sucedió, por fortuna. Una anciana con un muchacho de cuatro o cinco años corrió a meterse en un bote; pero no habiendo quien remara, la pequeña embarcación se estrelló contra un ancla y se partió en dos; la vieja se ahogó, pero el muchacho fué recogido algunas horas después agarrado a una tabla. Entre las ruinas de las casas quedaron charcos de agua de mar, y los niños, construyendo botes con mesas y sillas, parecían tan alegres como tristes sus padres. Sin embargo, era en extremo interesante observar cuán animados y ecuánimes se mostraban todos, contra lo que hubiera podido esperarse. No faltó quien lo explicara, con bastante fundamento, por la circunstancia de haber sido tan general el estrago que nadie pudo considerarse más arruinado que los demás ni sospechar retraimiento o desvío por parte de sus amigos, una de las consecuencias más penosas que acompaña a la pérdida de las riquezas. Mr. Rouse y un grupo numeroso que tomó bajo su protección vivieron la primera semana en un huerto, debajo de unos manzanos. En un principio el tiempo se pasó tan alegremente como en una jira campestre; pero a poco un copioso aguacero les causó graves incomodidades, por carecer de todo abrigo.

En la excelente descripción que el capitán Fitz Roy hizo de este terremoto se dice que en la bahía hubo dos explosiones: una semejante a una columna de humo, y otra como el ruido que hace una gran ballena al lanzar su surtidor. El agua parecía, además, hervir por todas partes, «se puso negra y exhalaba un olor a azufre muy desagradable». Esta última circunstancia se observó en la bahía de Valparaíso durante el terremoto de 1822; a mi juicio, puede explicarse por el hecho de revolverse en el fondo del mar el cieno, que contiene materias orgánicas en descomposición. En la bahía del Callao, durante un día de calma, noté que al arrastrar un barco su cable por el fondo se señalaba su curso por una línea de burbujas. La clase pobre y menos instruída de Talcahuano atribuía el terremoto al maleficio de unas viejas indias que dos años antes, en venganza de una ofensa recibida, habían tapado el volcán de Antuco. Esta necia superstición es curiosa, por demostrar que la experiencia ha hecho observar al pueblo indígena cierta relación entre la suprimida actividad de los volcanes y los temblores de tierra. Fué preciso invocar la magia para suplir el desconocimiento de la relación entre causa y efecto, y así, se recurrió al cierre de los respiraderos de los volcanes. Dicha creencia es más curiosa en este caso particular, porque, según el capitán Fitz Roy, hay fundamento para dar por cierto que Antuco no experimentó la menor alteración.

La ciudad de Concepción estaba construída al antiguo estilo español, con las calles trazadas en cuadrícula rectangular; una de las series iba de SO. a O., y la otra, de NO. a N. Las paredes que seguían la primera dirección se sostuvieron mejor que las de la segunda; el mayor número de bloques de ladrillo fueron arrojados hacia el NE. Ambas circunstancias concuerdan perfectamente con la idea general de que las ondulaciones habían procedido del SO., y en la dirección de este mismo cuadrante se oyeron también los ruidos subterráneos; porque es evidente que los muros que seguían la dirección SO. y NE., presentando sus extremos hacia el punto de donde venían las ondulaciones, tenían muchas menos probabilidades de caer que los orientados en las líneas del NO. y SE., pues éstas, en toda su longitud, debieron ser sacadas de nivel a un mismo tiempo, ya que las ondulaciones venidas del SO. hubieron de extenderse en olas NO. y SE. al pasar por debajo de los cimientos. Esto puede ilustrarse colocando libros de canto sobre una alfombra, y luego, en la forma indicada por Michell, imitando las ondulaciones de un temblor de tierra; si se practica la experiencia, se verá que caen con mayor o menor prontitud, según que su dirección coincida más o menos próximamente con la línea de las ondas. Las grietas del terreno, por regla general, aunque no de un modo uniforme, se extendían en las direcciones SE. y NO., y, por tanto, correspondían a las líneas de ondulación o de flexión principal. Teniendo presentes todas estas circunstancias, que tan claramente señalan el SO. como principal foco de perturbación, es interesantísimo el hecho de que la isla de Santa María, situada en ese cuadrante durante la general elevación del suelo, subiera a una altura tres veces mayor que cualquier otra parte de la costa.

La diferente resistencia ofrecida por los muros, según su dirección, se puso bien de manifiesto en el caso de la catedral. El ala que miraba al NE. no era mas que un informe montón de ruinas, en medio de las que se alzaban marcos de puertas y aglomeraciones de vigas, como si flotaran en una corriente. Algunos de los bloques angulares de ladrillo eran de grandes dimensiones, y la sacudida los hizo rodar a distancia en el llano de la plaza, semejando fragmentos de roca al pie de una alta montaña. Los muros laterales (orientados al SO. y NE.), aunque excesivamente fracturados, permanecieron en pie; pero los enormes contrafuertes (perpendiculares a los anteriores y paralelos a los que cayeron), en muchos puntos habían sido cortados como con un cincel y derribados. Ciertas partes ornamentales del coronamiento de estos mismos muros habían sido desplazadas por el terremoto y puestas en dirección diagonal. Una circunstancia semejante se observó después de un temblor de tierra en Valparaíso, Calabria y otros lugares, incluso algunos en varios de los antiguos templos griegos [3]. Este movimiento de torsión parece a primera vista indicar un remolino o vórtice debajo de cada punto así afectado; pero tal hipótesis es muy improbable. ¿No podrían haber sido causados esos desplazamientos por la tendencia de cada piedra a colocarse en alguna posición particular con respecto a la línea de vibración, de un modo análogo a lo que sucede con los alfileres al sacudirlos en una hoja de papel? Por regla general, los arcos de puertas y ventanas se sostuvieron mucho mejor que las demás partes. Sin embargo, un pobre cojo que durante los pequeños temblores había tenido la costumbre de arrastrarse debajo de cierto arco de una portada, murió esta vez aplastado.

No ha sido mi intento describir minuciosamente el aspecto de Concepción, porque creo imposible dar idea exacta de los variados sentimientos que experimenté. Varios oficiales visitaron las ruinas antes que yo, y sus palabras no eran bastante enérgicas y expresivas para dar una exacta idea de las escenas de desolación. Es penoso y deprimente ver obras que han costado al hombre tantos años de labor derribadas en un minuto. Pero este sentimiento de compasión a los habitantes de la ciudad derruida cedía muy luego el puesto a la sorpresa y asombro de ver producida en cortos minutos una transformación que se suele atribuir a la acción lenta de los siglos. En mi opinión, desde mi partida de Inglaterra, difícilmente hemos contemplado un espectáculo de tan profundo interés.

Dícese que en casi todos los grandes terremotos se ha notado una gran agitación en las vecinas aguas del mar. El movimiento parece haber sido, en general, de dos clases, como en el caso de Concepción: primeramente, en el momento del choque, el agua sube e invade la playa en una crecida suave, y después se retira tranquilamente; en segundo lugar, algún tiempo después, la masa total del mar se retira de la costa, y vuelve luego en olas de empuje irresistible. El primer movimiento parece ser una consecuencia inmediata del terremoto, que afecta a la parte sólida de la tierra diversamente que a la masa líquida del mar, alterando un poco sus respectivos niveles; pero el segundo caso constituye un fenómeno más importante. En la mayoría de los terremotos, y especialmente en los ocurridos en la costa occidental de América, es cierto que el primer gran movimiento de las aguas ha sido de retirada. Algunos autores han intentado explicarlo suponiendo que el agua conserva su nivel mientras la tierra oscila hacia arriba; pero seguramente el agua cercana a la tierra, aun en una costa algo escarpada, debería participar del movimiento del fondo; y, aparte esto, según ha observado Mr. Lyell, tales movimientos del mar han ocurrido en islas muy distantes de la línea principal de perturbación, como sucedió en la de Juan Fernández durante este terremoto, y en la de Madeira durante el famoso de Lisboa. Sospecho (pero el asunto es de los más obscuros) que las olas grandes de invasión, aunque engendradas por la sacudida, atraen en el primer momento el agua a la costa, haciéndola retirarse, y a la vez avanzan hacia tierra para romper; así he observado que sucede en las pequeñas ondas producidas por las ruedas de paletas de los remolcadores. Es notable que mientras Talcahuano y El Callao (cerca de Lima), situados ambos en grandes bahías superficiales, han sufrido en los terremotos fuertes las consecuencias de las grandes olas, Valparaíso, que se halla junto al borde de un mar muy profundo, nunca ha sido anegado, no obstante haber recibido los choques de durísimas sacudidas. Del hecho de no aparecer la gran ola en el momento de sobrevenir el terremoto, sino mucho después, a veces hasta pasada media hora, y del de ser afectadas islas distantes, análogamente a las costas inmediatas al foco de perturbación, parece deducirse que dicha ola se forma primeramente en alta mar; y como así sucede de ordinario, la causa debe ser general. Presumo que el punto de origen de la mencionada ola se halla en la línea en que las aguas menos perturbadas del profundo océano se unen a las más cercanas a la costa, que han participado de la sacudida de la tierra. De aquí se seguiría que la ola será mayor o menor según la extensión del agua superficial que haya sido agitada, a la vez que el fondo en que descansaba.


El efecto más importante de este terremoto fué la elevación permanente de la tierra; acaso fuera más correcto hablar de ella como de la causa del fenómeno. No cabe dudar de que todo el terreno alrededor de la bahía de Concepción se elevó de dos a tres pies; pero merece notarse que, a causa de haber sido borradas por la ola todas las antiguas líneas de la acción de las mareas sobre las inclinadas playas arenosas, no pude descubrir pruebas de este hecho mas que en el testimonio unánime de los habitantes, quienes aseguraron que un pequeño bajío rocoso ahora visible estaba anteriormente cubierto de agua. En la isla de Santa María (a unas 30 millas de distancia) la elevación fué mayor; en cierto sitio el capitán Fitz Roy halló bancos de mejillones pútridos adheridos aún a las rocas a la altura de 10 pies sobre la de la pleamar, y los naturales de la isla habían buceado en otro tiempo, durante las bajas mareas equinocciales, en busca de las citadas conchas. La elevación de esta comarca encierra un interés particularísimo, por haber sido teatro de varios otros terremotos violentos y por la enorme cantidad de conchas esparcidas sobre el terreno, hasta la altura de 180 metros, seguramente, y creo que hasta la de 300. En Valparaíso, según dejo dicho, se encuentran conchas análogas a 400 metros de altura, y apenas cabe dudar de que esta gran elevación se ha efectuado por sucesivos y pequeños levantamientos, como el que acompañó o causó el terremoto de este año, y asimismo por un lento e insensible movimiento ascensional, que con toda certeza aumente en algunas partes de esta costa.

La isla de Juan Fernández, 360 millas al Nordeste, fué en la época del gran choque del día 20 violentamente sacudida; de tal suerte, que los árboles se daban unos contra otros, y apareció un volcán bajo del agua, cerca de la costa; estos hechos son notables porque la citada isla también experimentó con mayor violencia que otros lugares a igual distancia de Concepción las consecuencias del terremoto de 1751, y esto pone de manifiesto alguna conexión subterránea entre los dos puntos. Chiloe, unas 340 millas al sur de Concepción, parece haber sido afectado de un modo más intenso que la región intermedia de Valdivia, donde el volcán de Villa-Rica no presentó la menor señal de alteración, mientras en la Cordillera frente a Chiloe dos de los volcanes entraron al mismo tiempo en violenta actividad. Estos dos volcanes y algunos otros cercanos continuaron por largo tiempo en erupción, y diez meses después sufrieron de nuevo la influencia de un terremoto en Concepción. Algunos hombres que cortaban leña cerca de la base de uno de estos volcanes no percibieron el choque del 20, a pesar de que todo el territorio de los alrededores temblaba a la sazón; aquí tenemos el caso de una erupción que atenúa o reemplaza a un terremoto, como hubiera sucedido en Concepción, según la creencia de la gente baja, si el volcán de Antuco no hubiera sido tapado por arte de hechicería. Dos años y nueve meses más tarde, Valdivia y Chiloe volvieron a sentir un terremoto más violento que el del 20, y una isla del Archipiélago de Chonos se elevó permanentemente más de ocho pies. Adquiriremos una idea más clara de las proporciones de estos fenómenos si (como en el caso de los glaciares) los suponemos realizados en Europa, a distancias correspondientes. En tal supuesto, la sacudida se hubiese extendido desde el mar del Norte al Mediterráneo, y a la vez se hubiera elevado una ancha faja de la costa oriental de Inglaterra, junto con algunas islas adyacentes, y esto de un modo permanente; una serie de volcanes en la costa de Holanda hubiera entrado en actividad y producídose una erupción en el fondo del mar, cerca del extremo septentrional de Irlanda; y, por último, los antiguos cráteres de Auvergne, Cantal y Monte de Oro hubieran lanzado a la atmósfera negras columnas de humo y permanecido en violenta actividad. A los dos años y nueve meses Francia hubiera sido arrasada por un terremoto, desde el Centro hasta el Canal de la Mancha, y hubiera surgido en el Mediterráneo una isla permanente.

El área en que se efectuó la erupción de materias volcánicas el día 20 se extiende 720 millas en una dirección y 400 en otra, perpendicular a la primera; de aquí, pues, según todas las probabilidades, que haya en esta región un lago subterráneo de lava, de una extensión casi doble de la del mar Negro. Por la íntima y complicada manera con que las fuerzas elevatorias y eruptivas se mostraron relacionadas durante la serie de los fenómenos, podemos llegar confiadamente a la conclusión de que las fuerzas que elevan lentamente y por pequeñas impulsiones los continentes, y las que en períodos sucesivos arrojan materias plutónicas por orificios abiertos, son idénticas. Tengo muchas razones para creer que los frecuentes temblores de tierra en esta línea de la costa son causados por la ruptura de los estratos, desgarrados por la tensión de las capas terrestres al ser levantadas, y por la inyección de roca en estado flúido. Estos desgarramientos e inyecciones, si se repiten con frecuencia suficiente (y sabemos que los terremotos afectan repetidas veces a las mismas áreas y del mismo modo), forman una cadena de montañas, y la isla lineal de Santa María, que ha sido elevada a triple altura del territorio circunvecino, parece estar pasando por este proceso. Creo que el eje sólido de una montaña se diferencia, en cuanto al modo de su formación, de una montaña volcánica sólo en que la roca fundida ha sido inyectada repetidas veces en lugar de haber sido eyectada en sucesivas erupciones. Además, creo que es imposible explicar la estructura de las grandes cadenas de montañas como la de la Cordillera, en la que los estratos, tendidos sobre el eje inyectado de roca plutónica, han sido volteados sobre sus bordes a lo largo de varias líneas de elevación, paralelas y próximas, salvo en esta hipótesis de que la roca del eje ha sido inyectada repetidas veces en intervalos suficientemente largos para permitir a las partes superiores, o cuñas, enfriarse y solidificarse, porque si los estratos hubieran sido empujados violentamente para darles las posiciones, inclinadas, verticales y hasta invertidas, que ahora tienen, mediante un solo golpe, habría sido preciso que la tierra se hubiera conmovido hasta sus mismas entrañas, y en lugar de ver hoy abruptos ejes montañosos solidificados bajo grandes presiones, diluvios de lava habrían fluído de puntos innumerables en toda línea de elevación [4].


  1. En español en el original.
  2. En español en el original.
  3. M. Arago, en L'Institut, 1839, pág. 337. Véase también Miers, Chile, vol. I, pág. 392, y además, los Principles of Geology, de Lyell, libro II, cap. XV.
  4. En cuanto a la descripción completa de los fenómenos volcánicos que acompañaron el terremoto del 20, y a las conclusiones que de ellos se deducen, debo remitir al lector al volumen V de las Geological Transactions.