Diálogo subterráneo
-Vecino..., vecino..., el de Sevilla...
-¿Quién va?
-El de Alcalá.
-¡Ah!, sois vos, eminentísimo... Perdonad, creí que eran los de septiembre.
-De ellos se trata... ¿Por ventura le han removido ya los huesos, hermano?
-Todavía, no; pero cerca le andan. Y los vuestros, reverendísimo, ¿cómo se hallan?
-En paz a la presente.
-Vaya, pues me alegro mucho.
-Parece que las buenas gentes de este pueblo se oponen al desentierro, en gracias siquiera de la Universidad que les di, aunque luego se la quitaron, y me temo que han de dar un disgusto a Ruiz Zorrilla si este patriota insiste en no dejarme en paz, ni más ni menos que si yo hubiera militado bajo las banderas de Narváez.
-Eso me gusta. Yo, hasta la fecha, me encuentro sin protector.
-¿Y por qué no acude a la influencia de su pariente?
-¿De qué pariente, si le place?
-De Guzmanillo, el de la Guerra.
-¡Qué pariente mío ni qué calabazas! ¡Pues bonita es mi sangre para engendrar una cosa por el estilo!
-Pues él lo ha asegurado poco hace.
-Ha dicho tanto que ha salido grilla... Y ya que estamos sobre el terreno, ¿me quiere decir vuestra eminencia, que tanto sabe, qué tenemos que ver nosotros con eso que llaman por el mundo la revolución de septiembre?
-Lo mismo que con la carabina de Ambrosio.
-Pues entonces, ¿a qué conduce el propósito de solemnizar con nuestros huesos la obra más estimada de esas gentes?
-Porque andan así las cosas y los hombres por allá arriba.
-Pero yo soy la más legítima, encarnación de los tiempos bárbaros a que pertenezco, y vuestra eminencia recordará, por la Historia que leyó en vida, antes de entregar la plaza que se me había encomendado por el rey mi señor a mi lealtad, consentí que sacrificasen los moros a mi hijo, por lo cual me ha llamado cafre más de dos veces la sensiblería industrial del siglo que corre..., y si vuestra paternidad eminente ha oído algo de lo que últimamente ha pasado por arriba, sabrá que los hombres que ahora mangonean una nación han hecho todo lo contrario que yo para llegar a los puestos que ocupan. Al uno le había encomendado el soberano las naves; al otro, los soldados, y a todos los había colmado de honores, de riquezas y de distinciones; y llegó un día en que el otro vendió los soldados y el uno los buques, y toda la confianza depositada en ellos, a la revolución que destronó al monarca. Y una de dos: o yo obré mal, en cuyo caso no puede mi recuerdo servir de cosa buena a esta gente, o esta gente no ha obrado bien, en cuyo caso deben huir de mis huesos como el diablo de la cruz. Quiero decir que por cualquier lado que se mire este asunto, todos los partidos tienen más título que el que hoy impera en España para adjudicarse la gloria que me corresponda por mis hechos.
-Pues hágase, hermano, la cuenta de que me hallo en igual caso. Ministro del monarca más absoluto del orbe, y más absolutista que el monarca, mi señor, el crucifijo fue mi única bandera. Con ella gané a Orán, en África, y bajo ella sostuve en España la Inquisición. Ahora dígame si los huesos de un hombre así son los más a propósito, por ilustres, para festejar con su presencia la promulgación de una ley por la cual se declara ateo el Estado y se otorgan a las masas los derechos que se le quitan a Dios... Pero cállese un instante y perdone: ¿no oyó un ruido así como de ¡Brrruuummm!?
-Sí que lo oigo..., y me suena como hacia Burgos...
-¿Apostamos algo a que es el dulcísimo don Rodrigo, porque quizá le están sacudiendo también el polvo...?
-¡Voto a cien legiones de agarenos!
-¿No lo dije?... ¡Eh, don Rodrigo, don Rodrigo!... Cálmese vuesa merced un tantico, que ha de convenirle, y tome lo del desentierro a broma, como nosotros.
-¿Quién me habla?
-Fray Francisco Jiménez de Cisneros.
-Don Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno.
-Agradezco el consejo; pero pónganse en mi caso...
-Ya lo estamos.
-¡Qué han de estar, santos varones! Reparen que hace tres meses me limpiaron el cofre que tenía en la catedral, o me lo incautaron, que tanto monta, y ahora me quieren barrer el polvo de los huesos.
-Pues cómo ha de ser.
-¿Y por qué ha de ser, digo yo? ¿Quién es ese letradillo ramplón para hacer esas cosas conmigo, ni qué tengo yo que ver con él ni con todos los de su ralea? ¿De cuándo acá somos de una mesnada ellos y nosotros, ni en qué bodegón hemos comido juntos para que se me trate como de familia? ¿De dónde deducen esos héroes de similor que pudieran ponerse delante del Cid, Ruy Díaz, sin sacar los huesos molidos, como mi Colada? ¿Qué tienen de parecidas mis empresas con las de los voluntarios de la Libertad?... ¿A que salgo de aquí y, molido como estoy, me los como todavía de una dentellada?... ¡Juro a Dios una y mil veces...! Pero, Señor, ¿no es cosa que irrita considerar que esos hombrecillos no han de mencionar nuestros siglos sino para llenarlos de oprobio y de barbarie, y que cuando llega el caso de tener que honrar algo de lo que intentan hacer, necesitan acudir a esas mismas épocas para buscar los nombres y las virtudes de que ellos carecen?
-Eso es hablar como un libro, don Rodrigo.
-Eso es la pura verdad, fray Francisco.
-Casualmente tratábamos de eso mismo don Alonso y yo cuando vuesa merced se dejó sentir.
-¿Y habrá muchos en nuestro caso?
-Sospecho que todas las celebridades históricas.
-¿Y se resistirán?
-¿Cómo hacerlo?
-¡Ira de Dios! Con los dientes que nos queden sueltos, y nos sobra.
-Una idea me ocurre. Está muy en boga ahora el derecho de petición.
-No entiendo otro derecho que el de moler las costillas al que se separe de la ley de Dios, que es la única justicia.
-Ahora han variado los tiempos y ya no se guerrea: se discute.
-Pues bien se desbandullan a cada triquitraque, según el ruido que se oye por arriba.
-Es verdad; pero... oigan mi parecer. Debemos hacer una reverente solicitud a las Cortes...
-¿Y cómo escribirla?
-La gritaremos recio, y quizá no falte un alma caritativa que la oiga y la copie a la vez.
-Pues vaya gritando, fray Francisco, y que se asocien a ella los compañeros que nos oigan desde sus sepulcros.
-¡Ea!, pues mucha atención, que allá va:
«Los que suscriben, moradores de las tumbas que eligieron, o que les cupieron en suerte, al rendir el alma a su Hacedor, declaran:
»Que no conocen, ni quieren conocer a los héroes del motín de septiembre;
»Que rechazan toda participación que quiera dárseles en el actual estado de cosas, diametralmente opuesto sus ideas y aspiraciones;
»Que protestan contra los propósitos sacrílegos del ministro que pretende atropellar el sagrado de las tumbas en que yacen, como católicos y creyentes a puños cerrados, para amontonarlos en un lóbrego rincón semipagano, por rendir culto a una ridícula pretensión revolucionaria.
»Y, finalmente, protestan también contra cualquier acto contrario a esta manifiesta voluntad a que pudiera ser conducido alguno de sus descendientes por una vanidad mal entendida». Ahora las firmas por el orden en que vayan llegando: F. Francisco Jiménez de Cisneros, Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno; El Cid Campeador..., Quevedo, Alfonso X, el Sabio; Murillo, Gravina, Churruca, Ercilla, Juan de Herrera, Lope de Vega, Pelayo, Mariana, Moreto, Calderón, Hernán Cortés, etc., etc.
De cuyo acuerdo participa
(De El Tío Cayetano, núm. 30.)
13 de junio de 1869.