Diálogo de los oradores

Diálogo de los oradores (1919)
de Tácito
traducción de Baltasar Álamos de Barrientos, Joaquín Ezquerra y Cayetano Sixto García
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Mucho tiempo ha que deseas saber de mí, Justo Fabio, por qué causa, habiendo florecido en los pasados tiempos en ingenio y fama tantos excelentes oradores, ahora el nuestro, falto de ellos y sin aplauso, apenas conserva el uso del nombre mismo de orador, pues así llamamos únicamente a los antiguos; pero a los elocuentes de estos días, causídicos, abogados, patronos y cualquiera otra cosa menos oradores. A esta tu pregunta no me atreviera yo en verdad a responder y tomar sobre mis hombros el peso de tan grande cuestión en tales términos, que haya de juzgarse mal de nuestros ingenios si a esto no llegan mis alcances, o de mi modo de pensar, si no quiero decir mi parecer, en el caso de que hubiera yo de preferir el mío y no de reproducir cierta conversación de hombres muy discretos, según las circunstancias de ahora, que yo, siendo muy joven, les oí, y en la que estaban tratando esta misma cuestión. Así que el trabajo no está en el ingenio, sino en la memoria, con que poder acordarme de todas aquellas cosas que de boca de estos claros varones escuché, discurridas con sutileza y dichas con gravedad; y declarar con la misma elegancia, con las mismas razones y el mismo orden, las diversas causas que cada uno exponía bastante razonables, manifestando su interior modo de pensar y discurrir; pues no faltó quien, tomando el partido contrario, después de haber censurado y despreciado mucho a los antiguos, antepusiera la elocuencia de nuestro tiempos a la de aquellos.


Porque al día siguiente en que Curiacio Materno había recitado su tragedia de Catón, teniéndose noticia de que había ofendido los ánimos de los poderosos, como que, olvidándose él de sí, sólo había pensado como Catón en el argumento de aquella tragedia, y esparciéndose sobre esto un grande murmurio en la ciudad, vinieron a su casa Marco Aper y Julio Secundo, ingenios entonces los más excelentes de nuestro foro, a los cuales no sólo oía yo con grande afición en los Tribunales, sino que frecuentaba su casa y los acompañaba en público con un vehemente deseo de aprender y cierta viveza juvenil, de suerte, que escuchaba con ansia sus diálogos y discusiones, y aun hasta los sermones de sus reservadas pláticas, y si bien muchos opinaban poco favorablemente, diciendo que Secundo no era expedito en el decir, y que Aper había conseguido la fama de elocuente más por genio y natural, que por instrucción y literatura, no tenían razón; porque ni carecía Secundo de un lenguaje puro, limado y bastante fluido, ni Aper dejaba de estar instruido en las comunes Artes; pero más era en él el desprecio que hacía de las letras, que la falta de instrucción en ellas; aparentando conseguir mayor gloria de su aplicación y trabajo, si daba a entender que su talento no había habido menester de que otras Artes le prestasen sus auxilios.


Luego, pues, que entramos en el aposento de Materno, le hallamos sentado con aquel libro en las manos que el día antes había recitado. Entonces Secundo dijo:

-¿Nada, Materno, te asustan las hablillas de los malévolos, ni te impiden que te embeleses con las picantes expresiones de tu Catón? ¿Por ventura has vuelto a tomar en las manos este libro para reconocerle con más cuidado, y después de corregidas algunas cosas que hayan dado ocasión de una interpretación maligna, publiques a Catón, si no mejor, al menos más confiado?

Entonces Materno:

-En él leerás -dijo- lo que un Materno se debe a sí mismo, y podrás juzgar de lo que has oído; y si algo dejó de decir Catón, lo dirá en la siguiente recitación Thyestes, pues ya he ordenado esta tragedia, y dentro de mí mismo la tengo ya formada, y por eso me doy prisa a dar esotra cuanto antes al público, para que, dejado a un lado este cuidado pueda dedicarme enteramente a este nuevo trabajo.

-¿No te fastidian tanto -dijo Aper- esas tragedias que, olvidando la afición a las oraciones y causas, consumas todo el tiempo, antes en la Medea, y ahora en el Thyestes, puesto que están llamándote al foro las causas de tantos amigos, el patrocinio de tantas colonias y Municipios, a quienes apenas podrías dar abasto, aunque no te cargaras de nueva ocupación con tus tragedias de Domicio y Catón; quiero decir, que agregaras a las tragedias griegas las historias y personajes romanos?


Entonces Materno:

-Me cogería de susto tu severidad, si no se hubiera hecho ya casi costumbre entre nosotros esta repetida y continuada contienda; porque ni tú dejas de acusar e ir contra los poetas, ni yo, a quien echas en cara la desidia de las defensas, de ejercer este patrocinio de defender contra ti el arte de la poesía. Y ahora me alegro más, por habérsenos presentado un juez que, o me mande no hacer ya más versos o, lo que tiempo ha estoy deseando, me precise también con su autoridad a que, saliendo de las estrecheces de las cosas forenses en que sobradamente he sudado, me dedique a cultivar esta más sagrada y más augusta elocuencia.


-Yo, a la verdad -dijo Secundo-, antes que Aper me recuse por juez, haré lo que suelen los buenos y modestos jueces, que es excusarse de conocer en aquellas causas en que se echa de ver, que una de las partes tiene ganada la inclinación de ellos. Porque, ¿quién ignora que ninguno tiene más estrechez conmigo, ya por la amistad, ya por trato de compañeros, que Saleyo Baso, varón no menos bueno que consumado poeta? Y por cierto, si el arte de la poesía se acusa, ninguno otro reo hallo de más consideración.

-Bien descuidado esté -dijo Aper-, tanto Saleyo Baso como otro cualquiera que fomente el estudio de la poética y la gloria de los poemas, si no se dedica a defender causas. Mas yo, puesto que he encontrado un árbitro de esta demanda, no permitiré que sea defendido Materno con acompañamiento de muchos, sino que yo a él mismo ante vosotros le acusaré de que, habiendo nacido para la elocuencia varonil y oratoria, con que poder al mismo tiempo adquirir y defender amistades, ganar relaciones y proteger provincias, abandone un estudio, en comparación del cual no puede imaginarse otro en nuestra ciudad, ni más copioso para la utilidad, ni más fecundo en deleites, ni más decoroso para el honor, ni más lúcido para la fama de la ciudad, ni más ilustre para la celebridad de todo el Imperio y de todas las naciones. Porque, si han de dirigirse a la utilidad de la vida todas nuestras miras y acciones, ¿qué cosa hay más apercibida que ejercitar aquella arte con que siempre armado puedas libremente servir de defensa a los amigos, de auxilio a los extraños, de salud a los que peligran y, al contrario, poner miedo y espanto a los envidiosos y enemigos, y tú mismo estar seguro y como fortalecido con un como perpetuo poder e imperio? Cuya fuerza y utilidad bien se deja ver en la defensa y patrocinio de otros cuando las cosas suceden prósperamente; pero si llega a sentirse el ruido del peligro propio, no en verdad la loriga y la espada es en la batalla parapeto tan fuerte como la elocuencia en favor de un reo que peligra, pues es al mismo tiempo arma defensiva y ofensiva con que igualmente puedes defender y acometer, ya en el Tribunal, ya en el Senado, ya en presencia del príncipe. ¿Qué otra cosa más que su elocuencia, hallando contrarios a los senadores, opuso poco ha Eprio Marcelo, quien, arrestado y sobre sí, dejó burlada la sabiduría de Helvidio, elocuente a la verdad, pero poco experto, y aún tierno en semejantes contiendas? No hablaré más acerca de la utilidad, a cuya parte creo no se oponga en nada mi amigo Materno.


Paso a explicar el gusto que trae consigo la elocuente oratoria, cuyo deleite no se goza por un solo instante, sino casi todos los días y casi a cada hora. ¿Qué cosa más dulce para un ánimo noble y bien educado, criado, digámoslo así, para los más puros deleites, que ver llena y concurrida siempre su casa de los hombres más distinguidos, y saber que esto le viene, no por causa de riqueza u orfandad, ni por la administración civil de algún empleo, sino por sí mismo? Antes bien, concurren los hijos huérfanos y poderosos a ver a un joven y pobre para que tome a su cargo los riesgos de sus amigos o los suyos. ¿Hay, acaso, algún deleite tan grande de las más copiosas riquezas y el más encumbrado poder que mirar a todos, ya ancianos y de mayor edad, ya confiados en la gracia de toda la ciudad, confesando que, en medio de la abundancia de todas las cosas, no tienen en sí un bien, que es el mejor y más principal? Además, ¡qué acompañamientos y despedidas de togados! ¡Qué aspecto en público! ¡Qué acatamiento en los Tribunales! ¡Qué gusto al levantarse a orar, y estar en pie, viéndose rodeado de silencio, y que en él solo fijan todos su vista; apiñarse el pueblo, rodear el circo, y mover al oyente a cualquier afecto de que el orador se revistiere! Mas lo que hasta aquí refiero son los placeres más conocidos y que están a la vista aun de los de pocos alcances; mayores son otros más ocultos y que solamente los conocen los mismos oradores; porque, ora traiga una oración bien limada y pensada, siempre recibe un como contrapeso y balanza constante, así del deleite como del mismo decir; ora traiga nuevo y reciente trabajo, no sin algún sobresalto del ánimo, este mismo afán recomienda el suceso y lisonjea el gusto. Pero cuando se arresta a hablar de repente, esta misma temeridad produce mayor placer; porque sucede en las obras de ingenio lo mismo que en el campo, y es que, aunque se siembren otras muchas veces, y se cultiven por mucho tiempo, son más gratas las que da de sí el suelo.


Y en verdad, si he de hablar de mí mismo, aquel día en que se me presentó la vestidura de senador, o en que, siendo yo hombre nuevo y nacido en una ciudad de ningún favor, recibí la cuestura, o el tribunado, o la pretura, no fue para mí más alegre que todos los demás, en que, tal cual es la mediana facultad mía de orar, me toca defender con buen suceso a un reo, o tener algún pleito feliz ante los centunviros, o sacar a paz y a salvo ante el príncipe a sus mismos libertos y procuradores. Entonces me parece a mí subir sobre los tribunados, las preturas y consulados, y aun tener lo que, de no nacer con uno, ni se concede por derecho imperial ni viene por el favor. ¿Qué comparación tiene la fama o nombre de cualquier arte con la gloria de los oradores, que no solamente son ilustres en la ciudad entre los que tienen negocios y cuidados, sino también entre los mozos y jóvenes, que, desde luego, tienen buen natural y dan de sí buenas esperanzas? ¿Cuáles nombres ponen antes los padres a sus hijos? ¿A quién primero y más frecuentemente nombra por su nombre el imperio vulgo y la plebe, y los señala con el dedo? También los forasteros y viajeros, después de haber oído antes hablar de ellos en los Municipios y colonias, apenas se apearon en la ciudad preguntan por ellos, los buscan y quieren conocerlos.


Me atrevería a apostar que este Marcelo Eprio, de quien hablé poco ha, y que Crispo Vibio -porque con más gusto me valgo de ejemplos nuevos y recientes que de los remotos y olvidados- no son menos conocidos en los extremos términos de la tierra que en Verceli o en Capua, de donde se dicen naturales. Ni a esto contribuye el que el primero tenga doscientos millones de sestercios y que el segundo posea trescientos -aunque a esta tan gran riqueza pueda pensarse que han llegado por la utilidad que les viene de la oratoria-, sino la misma elocuencia, cuya divina esencia y celeste poder produjo, a la verdad, muchos ejemplares de todos los siglos, manifestando a qué grado tan alto de fortuna hayan llegado los hombres con la fuerza de su ingenio. Pero, como he dicho arriba, estos ejemplares son más cercanos a nosotros; y tales, que no necesitamos saberlos de oídas, sino que los tenemos ante los ojos. Porque cuanto más bajo y menos conocido nacimiento han tenido, y cuanto más notable ha sido la pobreza y escasez de bienes que los rodeó al nacer, tanto más ilustres y esclarecidos ejemplares son para demostrar la utilidad de la oratoria; pues sin el brillo del nacimiento, y sin patrimonio, ninguno de ellos educado con cuidado, y el uno de figura poco recomendable, han llegado a ser por espacio de muchos años los más poderosos en la ciudad, y mientras quisieron, los príncipes del foro; y ahora los primeros en la amistad del César, casi todo lo gobiernan y son mirados por el mismo príncipe con grande acatamiento. Porque Vespasiano, anciano venerable y varón prudentísimo, bien conoce que los restantes amigos suyos están apoyados sobre aquello que de él recibieron y en lo que está en su mano conceder a ellos mismos y prodigar a los demás; y que, en cambio, Marcelo y Crispo trajeron consigo a su amistad lo que no recibieron ni puede recibirse del príncipe. El menor lugar ocupan entre tantas y tan grandes utilidades los blasones, timbres y estatuas; lo cual, sin embargo, no es de despreciar, ni menos las riquezas y el valimiento; todo lo cual más fácilmente hallará quien lo vitupere que quien lo deseche. Vemos, por cierto, llenas de estos honores, ornamentos y facultades las casas de aquellos que se dedicaron desde su mocedad a las causas forenses y al estudio de la oratoria.


En cuanto a los poemas y versos, en los cuales desea Materno gastar toda su vida -pues desde aquí tomó principio su discurso-, ni acarrean dignidad alguna a sus autores, ni fomentan sus utilidades; a lo más, consiguen un breve deleite y un aplauso hueco y sin fruto. Y si no, dime, Materno -aunque no sea gustoso a tus oídos esto mismo que digo, y adelante diré- , ¿de qué sirve el que Agamenón o Jasón hablen elocuentemente en sus tragedias? ¿Quién por eso ha vuelto a su casa defendido por ti y agradecido a tu defensa? ¿Quién es el ahora o saluda o acompaña a Saleyo, excelente poeta entre nosotros, o, si se le quiere dar un título más honorífico, excelente adivino? Mas si un amigo suyo, si un pariente, si él mismo, en fin, se hallase en algún negocio apurado, acudirá a Secundo, aquí presente, o a ti, Materno; no porque eres poeta, ni para que hagas versos en su favor, ya que estos le nacen a Baso en su casa, y muy bellos y agradables, pero cuyo suceso es que, después de haber gastado un año entero, y empleado todo el día y la mayor parte de la noche el tiempo en forjar un libro, disponerle a la luz pública, tienen que rogar de propio intento y halagar a algunos para que se dignen escucharlo; y esto no de balde, porque tiene que buscar casa prestada, levantar en ella circo para auditorio, alquilar asientos y repartir esquelas; y aunque el éxito de sus recitaciones sea el más feliz, todo aquel aplauso no dura tres días, como sucede en una planta o flor cortada que no llega a cierto y sazonado fruto. Ni de allí saca amistad alguna o clientela, ni lleva a su casa el gusto de haber hecho un beneficio duradero en la memoria de alguno, sino voces vagas y huecas, y un gozo pasajero. Ha poco que alabamos la liberalidad de Vespasiano, como asombrosa y eminente, por haber dado a Baso quinientos mil sestercios; cosa grande, a la verdad, haber merecido con su ingenio el agrado del príncipe; pero ¿cuánto mejor sería, si así lo permitiesen los propios haberes, venerarse a sí mismo, obsequiar su ingenio y probar su liberalidad? Añádase a esto que los poetas, si han de trabajar y hacer algo digno de ellos, tienen que huir del trato de los amigos, privarse de las diversiones de la ciudad y abandonar las demás ocupaciones, y, como ellos dicen, retirarse a los bosques y selvas, esto es, a los desiertos.


Pero ni aun la fama y buena opinión, a la cual únicamente se dedican, afirmando ser el único premio de todo su trabajo, es igual entre poetas y oradores, porque ninguno conoció poetas medianos, y buenos, pocos. ¿Cuándo llega a extenderse por toda la ciudad la fama de unas medianas recitaciones, para que digamos que pueda ser conocida en tantas provincias? ¿Quién hay que, o bien venga de España, o bien de la Asia, dejando en silencio a nuestros galos, y llegando a la ciudad, pregunte por Saleyo Baso? Y si acaso quiere verle, visto una vez, pasa adelante, y con esto se contenta, como si hubiera visto alguna figura o estatua. Ni quiero que estas mis razones se tomen en tal sentido que se entienda que yo quiero espantar de hacer versos a aquellos a quienes la naturaleza les negó el talento oratorio, si es que con este estudio pueden pasar con gusto el tiempo ocioso y conseguir algún nombre y fama; porque yo tengo por cosa sagrada y venerable a toda la elocuencia y a todas sus partes; y no solamente creo que deben anteponerse a los estudios de las demás artes o vuestro coturno o los nobles acentos del poema heroico, sino también la gracia de los versos líricos, los amores de los elegiacos, la acritud de los yambos, las agudezas de los epigramas y cualquiera otra especie que tenga la elocuencia. Sólo las he contigo, Materno; porque, dirigiéndote tu naturaleza al alcázar de la elocuencia, prefieres desviarte del camino; y estando en condiciones de alcanzar lo más arduo, te quedas en lo menos importante. Y del mismo modo que si hubieras nacido en la Grecia, en donde es loable ejercitarse en las artes de la palestra, y los dioses te hubieran concedido las fuerzas y vigor de Nicrostato, no permitiría que aquellos membrudos brazos, hechos a propósito para la lucha, se aflojasen con el tiro ligero del dardo o el disco; así yo, desde los auditorios y teatros, te llamo al foro y a las causas; esto es, a las verdaderas luchas; principalmente cuando no puedes acogerte al efugio que favorece a otros de que está menos expuesto a ofender el estudio de los poetas que el de los oradores; porque hierve en ti el vigor de tu bella naturaleza, y ofendes, no por causa de algún amigo, sino por tu Catón; ni esta ofensa puede paliarse, o con el cumplimiento de la amistad o de la abogacía, o con haberte puesto a orar con ímpetu de repente en un caso fortuito; pues no puede menos de parecer que has elegido bien de pensado un personaje notable, y que hable con el carácter correspondiente a su fama. Bien sé lo que a esto puede responderse: que por esta parte se adquieren aprobaciones; y por la otra, en los mismos auditorios se alaban estas cosas, y se anda luego en boca de todos [...] Deja, pues, a un lado la excusa de la quietud y descuido cuando tomes un contrario superior; bástanos a nosotros conservar las controversias particulares y de nuestro siglo; y si al llevarlas a la práctica nos fuese preciso ofender alguna vez los oídos de los poderosos por causa de algún amigo que peligra, quedará aprobada la fidelidad del oficio y excusada la libertad.


Habiendo dicho esto Aper con bastante acritud, como acostumbraba, y con grave rostro, empezó Materno con voz suave risueña: Heme prevenido -dijo- a acusar a los oradores no menos tiempo del que Aper ha gastado en alabarlos -pues juzgaba que de la laudatoria de ellos hiciese digresión para acusar a los poetas y echar por tierra el estudio de la poesía-; subsanó esto con cierta habilidad, permitiendo que hiciesen versos aquellos que no estuviesen en disposición de ejercitar el foro. Mas yo, así como en el ejercicio de las causas puedo hacer algo, y acaso sobresalir, así también he empezado felizmente a conseguir en la recitación de tragedias alguna fama, principalmente desde que el Nerón quebrantó la maligna potencia de Vatinio, que profanaba, además, el sagrado de los estudios; y hoy creo, si es que tengo alguna celebridad y nombre, haberlo granjeado más por la gloria de los poemas que por las oraciones; y, así, he resuelto quitarme ya de la faena del foro; ni echo de menos esos acompañamientos y séquitos, o las repetidas salutaciones; ni las estatuas y timbres que, aun sin desearlo yo, se me entraron en mi casa. Porque hasta ahora, mejor que con la elocuencia, conservo mi estado y tranquilidad con la inocencia; ni espero tener ocasión jamás de orar en el Senado, sino en defensa de alguno que se halle en peligro.


En cuanto a los bosques, selvas y lugares retirados, que reprendía Aper, a mí me causan tanto placer, que los cuento entre los principales frutos de los versos; porque éstos no se componen en medio del bullicio, ni teniendo de espera al litigante ante la puerta, ni entre el luto y el llanto de los reos, sino que el ánimo se retira a los lugares puros e inocentes y goza de los recintos sacros. Estos fueron los principios de la elocuencia, éstos sus templos; con este hábito y culto se introdujo, para bien de los mortales, en aquellos castos pechos aún no contaminados de vicios; así lo afirmaban los oráculos. Porque el uso de esta interesada y sanguinaria elocuencia es reciente e hijo de la relajación de las costumbres, y como tú, Aper, decías, sustituido en lugar de arma afilada. Mas aquel venturoso, y a nuestro modo de hablar, aquel siglo de oro, escaso de oradores y de delitos, abunda de poetas y adivinos, que cantaban los generosos hechos y no defendían los ruines; ni otros algunos tuvieron mayor honor ni más sagrado; en primer lugar, entre los dioses, cuyas respuestas, según es fama, daban a conocer, y a cuyos banquetes asistían; y en segundo lugar, entre los hijos de los dioses y los sagrados reyes, entre los cuales no hallamos a ningún abogado, sino a Orfeo, a Lino; y si más hondamente quieres apurarlo, al mismo Apolo. Pero si estas cosas te parecen con exceso fabulosas y fraguadas por el capricho, al menos me concederás, Aper, que no logró menor gloria entre los hombres Homero que Demóstenes; ni que se ciñese a más estrechos confines la fama de Eurípides y Sófocles que la de Lisias de Hypérides; aún hoy hallarás muchos que no aprecien tanto la gloria de Cicerón como la de Virgilio; ni tiene tanto nombre ningún libro de Asinio o de Mesala como la Medea de Ovidio o el Tiestes de Vario.


Ni yo, la verdad, temeré comparar la fortuna de los poetas, y aquella feliz cohabitación que he referido, con la vida inquieta y desasosegada de los oradores, aunque a éstos les hayan elevado a los consulados sus contiendas y las defensas de los reos. Para mí es de mayor aprecio el tranquilo y apartado retiro de Virgilio, en el cual, ni estuvo privado de la gracia de Augusto ni de la celebridad para con el pueblo romano. Testigo de esto son las cartas de Augusto; testigo, el mismo pueblo; el cual, oídos en cierta ocasión en el teatro los versos de Virgilio, que, por casualidad, se hallaba presente, y de espectador, le veneró, como hiciera con Augusto. Ni aun en nuestros tiempos habrá crecido Pomponio a Afro Domicio, ni en la dignidad de su carrera, ni en la perpetuidad de su fama. Porque Crispo y Marcelo, ejemplos que me propones, ¿qué tienen en esta su fortuna que desear? ¿Acaso porque temen o porque son temidos? ¿Acaso porque aun los mismos que solicitan sus favores se indignan de tener que debérselos; o porque, atados con la adulación, ni parecen nunca bastante esclavos a los que mandan, ni a nosotros bastante libres? ¿Cuál es este gran poder suyo? Otro tanto suelen poder los libertos. A mí las dulces Musas, como dice Virgilio, apartado de inquietudes y cuidados, y de la necesidad de obrar algo cada día contra mi intención, llévenme a aquellos sagrados recintos y a aquellas fuentes donde no sufra más, lleno siempre de miedo al desatinado y resbaladizo foro y una pálida fama; llévenme donde no me despierte el rumor de los que vengan a saludarme o del anheloso liberto; ni, incierto de lo porvenir, escriba un testamento en lugar de una hipoteca; ni posea más que lo que pueda dejar a quien yo quiera cuando llegue mi hora fatal y el fin de mi vida, y me pongan sobre el túmulo, no triste y espantoso, sino alegre y coronado; ni nadie por mi memoria consulte ni pida.


Aún no bien había concluido Materno, exaltado y como fuera de sí, cuando Vipstano Mesala entró en su aposento, y habiendo sospechado, por la atención de cada uno, que la plática era asunto de gravedad, dijo:

-¿He venido, por ventura, a mala sazón, estando vosotros tratando alguna secreta consulta, o en la meditación de alguna causa?

-Nada de eso -dijo Secundo-; antes bien, me hubiera alegrado que hubieses venido más temprano, pues te hubiera causado placer, no sólo el discurso elegante que ha hecho nuestro Aper, exhortando a Materno a que pusiese todo su ingenio y estudio en orar causas, sino también la oración de Materno en defensa de la poesía festiva, y como convenía defender a los poetas, pero satírica, y con estilo más semejante al de éstos, que al de los oradores.

-A mí -dijo Mesala- me hubiera servido de indecible placer oír semejante discurso, y, a la verdad, me complazco en que vosotros, que sois varones excelentes y los oradores de nuestros tiempos, empleéis vuestros talentos, así en los negocios forenses y en el ejercicio de las declamaciones, como también en unas disputas que alimentan el ingenio y facilitan un gustosísimo recreo de erudición y literatura, no sólo a vosotros que disputáis de estas cosas, sino también a aquellos a cuyos oídos llegare su noticia. Así, por vida mía, no menos veo ser digno de aprobarse en ti o Secundo, el que, habiendo escrito la vida de Julio Africano, hayas dado a todos esperanza de componer más libros de esta especie que plausible en Aper el no haber dejado aún de ejercitarse en las controversias, queriendo más ocupar su tiempo, como acostumbran los nuevos retóricos, que como solían los antiguos oradores.


-Entonces, Aper: ¿No acabas aún, Mesala, de admirar los estudios rancios y antiguos, y ridiculizar y despreciar los de nuestros tiempos? Porque muchas veces oí de ti esto mismo, cuando, olvidado de tu elocuencia y la de tu hermano Aquilio, te empeñabas en probar que ninguno en nuestros días era orador, y esto con tanta mayor arrogancia, según creo, cuanto menos temías la opinión de algún maligno sobre estas cosas, negándote a ti mismo aquella gloria que otros te conceden.

-Ni yo me arrepiento -dijo- de lo que entonces proferí, ni creo tampoco que Materno, o tú mismo, pensáis de otra manera, aunque alguna vez disputéis contrario. Y deseo conseguir de alguno de vosotros que indague y dé la razón de esta enorme diferencia que yo mismo repetidas veces entre mí examino, y lo que para algunos sirve de consuelo, acrecienta en mí la dificultad de la cuestión, porque veo que aun entre los griegos sucedió, que distan más Eschines y Demóstenes de este sacerdote Nicetas, y de todo otro que haya hecho resonar los recintos de Éfeso o Mitilenas con los clamores declamatorios, que lo que Aper o Africano, o vosotros mismos, distáis de Cicerón o Asinio.


-Habéis movido -dijo Secundo- una cuestión muy grande y digna de tratarse; pero, ¿quién podrá explicarla más cumplidamente que tú, a cuya suma erudición y aventajado ingenio se llega el estudio y la meditación?

Y Mesala respondió:

-Propondré mi modo de pensar, si antes hubiere conseguido de vosotros que ayudaréis mi discurso.

-Por parte de los dos -dijo Materno- yo lo prometo, porque Secundo y yo cumpliremos las partes que entendiéremos, no que las hayas omitido, sino dejándolas para nosotros, pues tú poco antes has dicho que Aper suele discordar en esto, y él mismo bastante a la descubierta, ya ha rato que se prepara en contrario, y muestra que no lleva a bien este nuestro unido modo de pensar sobre la excelencia de los antiguos.

-No -dijo Aper- permitiré que nuestro siglo, sin ser oído y defendido, sea con esta vuestra conspiración condenado. Pero, primero os haré una pregunta: ¿quiénes son los que llamáis antiguos? ¿Qué época fijáis de oradores con la significación de este nombre? Porque yo, cuando oigo decir antiguos, entiendo que son ciertos antepasados nacidos en remotos tiempos, y se me representan Ulises y Néstor, cuya edad sobrepuja a nuestro siglo casi en mil trescientos años; mas vosotros sacáis a Demóstenes e Hypérides, los cuales está bien averiguado que florecieron en los tiempos de Filipo y Alejandro, a quienes aún les sobreviven. De lo cual se manifiesta que no median entre nuestra edad y la de Demóstenes más que cuatrocientos años, cuyo espacio de tiempo, si lo refieres a la pequeñez de nuestros años, acaso parecerá largo, si a la naturaleza de los siglos y proporción de esta inmensa duración es muy breve y no hay mucha distancia. Porque si, como escribe Cicerón en su Hortensio, el año magno y verdadero es aquel en que segunda vez volverá a existir la misma constitución de cielo, y aquél comprende doce mil novecientos cincuenta y cuatro años de los que ahora usamos, vuestro Demóstenes, a quien llamáis antiguo, empezó a existir, no sólo en el año en que nosotros, sino casi en el mismo mes.


Pero paso a los oradores latinos, entre los cuales soléis anteponerme, no a Menenio Agripa, según creo, que puede parecer antiguo a los elocuentes de nuestro tiempo, sino a Cicerón, César, Celio, Calvo, Bruto, Asinio y Mesala, a los cuales no veo, a la verdad, por qué los aplicáis más bien a los tiempos antiguos que a los nuestros, porque, hablando de Cicerón, fue muerto a 9 de diciembre, según escribe su liberto Tirón, siendo cónsules Hircio y Pansa, en cuyo año el divino Augusto se sustituyó a sí mismo y a Q. Pedio por cónsules en el lugar de Pansae Hircio. Pon cincuenta y seis años que después el divino Augusto gobernó la República; añade veintitrés de Tiberio; próximamente cuatro de Cayo; veintiocho de Claudio y de Nerón; aquel largo y único año de Galba, Otón y Vitelio, y, en fin, seis que llevamos de este feliz principado en que Vespasiano dirige la República, y suma ciento veinte años desde la muerte de Cicerón hasta hoy día, que es la vida de un hombre. Porque yo en la Britania vi un anciano que aseguraba haberse hallado en aquella batalla en que intentaron apartar y arrojar de sus playas a César, que metía la guerra en los Britanos. Así que, si el cautiverio, o la voluntad, o la suerte, hubiera traído a Roma a este hombre, que, armado, resistió a César, eso mismo pudo oír a César y Cicerón y asistir a nuestras acciones. En el último reparto, vosotros mismos visteis a muchos viejos que contaban haber recibido más de una vez el congiario de manos del divino Augusto, de lo cual puede inferirse que pudieron ellos oír a Corvino y Asinio. Porque Corvino duró hasta la mitad del principado de Augusto, y Asinio, hasta casi el fin de él. Ni dividáis tampoco el siglo, y llaméis añejos y antiguos oradores a los que el oído de unos mismos hombres pudo conocer, y como unir y atar.


He dicho esto de antemano, a fin de que, si alguna alabanza se adquiere en los tiempos por la fama y gloria de estos oradores, pueda yo mostrar que es común a las dos épocas, y aun más cercana a nosotros que a Sergio Galba, C. Lelio, C. Carbón y cualesquiera otros que con razón podríamos llamar antiguos. Porque son oscuros, ásperos, toscos e inelegantes, y tales, que ojalá no los hubieran imitado ni vuestro Calvo, ni Celio o el mismo Cicerón. Pero ya quiero tratar el asunto con más fuerza y aliento, exponiendo también de antemano que con los tiempos se mudan los caracteres y modos de decir; así como comparado Cayo Graco con Catón, el viejo es más lleno y copioso, así también es más pulido y adornado que Graco, así Cicerón más claro y de un gusto más fino y elevado que los dos, y Corvino más suave, más dulce y más estudiado que Cicerón. Ni examino quién es el más elocuente; me contentaré por ahora con haber probado que no es uno mismo el carácter de la elocuencia; que en esos mismos que vosotros llamáis antiguos, se hallan muchas especies de ella, y que no se sigue inmediatamente ser malo lo que es diverso, sino que por causa de malignidad humana lo viejo siempre se alaba, y lo presente nos fastidia. ¿Dudamos, por ventura, que hubo quien admirase más a Appio Ceco que a Catón? Bien sabido es que Cicerón tuvo también algunos que le mordiesen, a los cuales le parecía hinchado, hueco y no bastante exacto, redundante y superfluo con exceso, y poco ático. Tú bien has leído las cartas de Calvo y Bruto a Cicerón, de las cuales fácil es comprender que Calvo pareció a Cicerón sin jugo y deshecho, y Bruto lento y frío, y que, al contrario, Calvo habló mal de Cicerón, pareciéndole dislocado y sin nervio, y Bruto le motejó -direlo con sus palabras- de quebrado y sin fuerza. Si preguntas mi dictamen, todos me parece que dijeron la verdad; pero luego trataré de cada uno en particular, que ahora hablo solamente de todos en general.


Porque en cuanto a que los admiradores de los antiguos suelen establecer por término de la antigüedad hasta Casio Severo, del cual dicen que fue el primero que se desvió de aquel antiguo y recto camino de orar, yo insisto en que él, no por debilidad de talento, ni por falta de literatura, se mudó a este género de decir, sino con mucho juicio y discreción. Pues vio -como poco antes decía- que la forma y aspecto de la elocuencia debía mudarse con el estado de los tiempos y la diversidad de oídos; escuchaba fácilmente con paciencia este antiguo pueblo, como poco sabio e instruido, la duración larga de unas oraciones insustanciales, y aun se reputaba por digno de alabanza el que uno se estuviese orando todo el día. Así se tenía en mucha estima una larga preparación en los exordios, el tomar desde muy al principio el hilo de la narración, la vana ostentación de dividir el asunto en muchas partes, mil grados de argumentos y todo cuanto enseñan los aridísimos preceptos de los libros de Hermágoras y Apolodoro; y si alguno había gustado un poco la filosofía, e introducía en ella algún lugar en su oración, le levantaban hasta el cielo con sus alabanzas. Ni es de extrañar: todas estas cosas eran nuevas y desconocidas, y aun había poquísimos entre aquellos oradores que hubiesen saludado los preceptos de los retóricos ni las doctrinas filosóficas. Pero, en verdad, hechas ya vulgares estas cosas, hallándose apenas uno de los que asisten al circo que no esté, si no del todo instruido en los principios de estos estudios, al menos tinturado, es ya necesario tentar otras sendas de elocuencia nuevas y exquisitas por las cuales evite el orador el fastidio del oído, y, principalmente, en presencia de unos jueces tales, que más bien conocen en las causas por violencia o poder, que por ley ni derecho; que no reciben término de tiempo, sino que lo prescriben; que no tienen que esperar al orador a que hable del asunto por el espacio que parezca, sino que muchas veces le amonestan a su arbitrio, y que si se desvía del asunto, le hacen volver a él y le insinúan a que se dé prisa.


¿Quién aguantará ahora a un orador que en su exordio hable sobre su quebrantada salud, cuyo género de exordios es frecuente en Corvino? ¿Quién escuchará con paciencia los cinco libros contra Verres? ¿Quién sobre la excepción y fórmula sufrirá aquellos inmensos volúmenes que leemos en favor de M. Tulio o A. Cecina? Ahora, en estos tiempos, el juez va delante del que ora, y si no se ve halagado y sobornado con la velocidad de los argumentos, colorido de las expresiones o brillantez y adorno de las descripciones, le odia. También el vulgo de los concurrentes, y el abundante y vago oyente, está acostumbrado ya a exigir gracia y belleza en la oración, ni en las causas puede sufrir ya la triste y desgreñada antigüedad, al modo que si en el teatro quisiera alguno imitar el gesto de Roscio o de Turpion Ambivio. Y aun los jóvenes que están al yunque de los estudios, y que para aprender acompañan a los oradores, quieren, no solamente oírlos, sino también volver a su casa instruidos con alguna cosa digna de atención y memoria. Y se lo comunican mutuamente, y lo escriben muchas veces a sus colonias y provincias, ora hayan visto brillar algún pensamiento con alguna aguda y breve sentencia, ora sobresalir con algún adorno exquisito y poético. Porque ya se pide a un orador también la elocuencia poética, no manchada con lo rancio de Atio o Pacuvio, sino sacada del divino tesoro de Horacio, Virgilio y Lucano. Condescendiendo, pues, con los oídos y juicios de estos los oradores de nuestra edad, resulta la elocuencia de ésta más hermosa y adornada. Mas no por eso son menos persuasivas nuestras oraciones, porque llegan con más deleite a los oídos de los que juzgan. ¿Acaso creerías que son menos fuertes los templos de estos días, porque no están construidos con piedras toscas y disformes tejas, sino porque brillan en mármol y en oro relumbran?


Porque os diré llanamente lo que siento. Yo apenas puedo tener la risa con alguno de los antiguos, y en otros ni aun impedir el sueño. Ni nombraré a uno del pueblo, como Canutio, o Arrio, o los Furnio, o los Toranios, o cualesquiera otros que están pudriendo huesos y esqueletos en el mismo hospital. El mismo Calvo, que dejó escritos veintiún libros, según creo, apenas me gusta en una que otra oracioncilla, ni veo que otros sean de distinto parecer que el mío; porque, ¿quién hay que lea la de Calvo contra Asitio, o la que hizo contra Druso? Y en verdad que andan en manos de curiosos las acusaciones tituladas contra Vatinio, especialmente la segunda; está adornada de palabras y expresiones acomodadas a los oídos de los jueces; tanto, que conocerás que el mismo Calvo entendió lo que era mejor, y que no le faltó voluntad para hablar con estilo magnifico y adornado, sino el ingenio y las fuerzas. ¿Qué diremos de las oraciones de Celio? Es claro, agradan por el artificio en general, ya por el de algunas de sus partes, en las cuales reconocemos la gracia y alteza de nuestros tiempos; pero la poca elección de palabras, la interrumpida composición y las frases sin arte huelen a antigüedad; ni reputo a nadie por tan amigo de lo rancio que alabe a Celio por la parte que es antiguo. Concedamos enhorabuena a C. César que en la elocuencia, por causa de la grandeza de las cosas a que tenía que atender y por sus ocupaciones, hubiese hecho menos de lo que requería su divino ingenio, del mismo modo que a Bruto, a quien dejamos en su filosofía, pues que en sus oraciones es inferior a su fama, como lo confiesan hasta sus mismos admiradores, a no ser que alguno lea la de César en favor de Decio Samnita, o la de Bruto en favor del rey Deyotaro, y los demás en quienes se observa la misma lentitud y tibieza o admire alguno de sus versos, pues los hicieron y los entregaron en las bibliotecas, no mejor que Cicerón, pero con más facilidad, porque muy pocos saben que aquéllos los compusieron. También Asinio, aunque nació en tiempos más cercanos a nosotros, me parece que estudió entre los Menenios y los Apios; él, ciertamente, imitó a Pacuvio y Attio, así en las tragedias que hizo como en sus oraciones: tanto es duro y seco. A la manera del cuerpo del hombre, es hermosa aquella oración en la que no se ven sobresalir las venas ni se le cuentan los huesos, sino bien contemperada la sangre, llena los miembros, y se releva en los morcillos, y a los mismos nervios cubre el rosor, y la gracia los recomienda. No quiero reprender a Corvino, porque no estuvo de su parte el que expresase el placer y brillo de nuestros tiempos y cuanto hubiera correspondido, a su juicio, la energía del ánimo o del ingenio.


Vengo a Cicerón, quien tuvo la misma disputa con los de su tiempo, que la que yo ahora tengo con vosotros, pues ellos admiraban a los antiguos, y él anteponía la elocuencia de sus tiempos, ni en otra cosa excede él a los oradores de aquella edad sino en el juicio. Porque él fue el primero que pulió el modo de orar; él fue el primero que echó mano de la elegancia de las palabras y dio arte a la composición, introdujo las digresiones gustosas, e inventó algunas sentencias de afectos, particularmente en aquellas oraciones que compuso ya viejo y cercano al fin de su vida, esto es, después que había hecho mayores progresos, y aprendido, por práctica y experiencia, el mejor género de orar. Porque sus primeras oraciones no carecen de los defectos de los antiguos: pesado en las digresiones, conmuévese lánguidamente, rara vez entra en calor, y tiene pocos afectos. Escasas son las sentencias que están dispuestas armónicamente y rematadas con brillantez; nada podrás escoger, nada notar, y como en un edificio tosco son firmes, a la verdad, y duraderas las paredes; pero no bastante amoldado y lucido. Mas yo quiero que el orador, como un rico y buen padre de familia, esté a cubierto de un edificio que, no sólo le defienda de las lluvias y vientos, sino también que agrade a la vista y a los ojos; que esté alhajado, no solamente de las precisas alhajas, sino que en sus aparadores haya también oro y piedras preciosas que por recreo puedan tomarse en las manos, y mirarse muchas veces, y algunas otras se guarden como gastadas y añejas; no hay palabra como amohecida, ni la sentencia esté formada con pesadez y pereza a la manera de los Anales; huya la fea e insulsa chocarrería, varíe la composición, y no acabe de una misma manera todos los periodos.


No quiero motejar aquello de rueda de la fortuna y el caldo de Verrino, y a cada tres sentencias aquel esse videatur, que en boca de todos anda como estribillo, porque he traído todo esto bien a mi pesar, y he omitido otras cosas, las cuales únicamente admiran y las repiten los que se lisonjean de llamarse oradores antiguos. A nadie nombraré; me contento con notar el carácter de los hombres. Mas a vuestra vista están aquellos que leen a Lucilio en vez de Horacio, y a Lucrecio en vez de Virgilio; aquellos a quienes les da asco la elocuencia de Aufidio Baso o Servilio Noniano, en comparación de Sisena o Varrón; aquellos que repugnan y aborrecen los comentarios de nuestros retóricos, y admiran los de Calvo; aquellos a quienes, charlando ante los jueces a la usanza antigua, no tienen oyentes, no los escucha el pueblo, y apenas pueden sufrirlos los mismos litigantes, tan tristes y desaliñados, consiguen con la debilidad y ayuno aquella misma sanidad de que se glorian. A la verdad, los médicos no aprueban aquella salud que se adquiere con angustia de ánimo, ni basta que uno no esté enfermo; le quiere robusto, alegre y animoso; poco dista de la enfermedad aquel en quien sólo se alaba la mera sanidad. Mas vosotros, que sois elocuentísimos, ilustrad, como podéis y lo hacéis, a nuestro siglo con el más elegante género de orar. Porque veo, Mesala, que tú imitas lo más gustoso de los antiguos, y a vosotros, Materno y Secundo, que mezcláis con la gravedad lo más brillante y culto de la expresión que hay en vosotros: elección de la invención, orden de las cosas y copiosa dicción cuando la causa lo pide; brevedad cuando se requiere, decoro en la composición y claridad en los pensamientos, que de tal suerte expresáis los afectos y templáis la libertad, que aun cuando la malevolencia y la envidia impidan reconocer nuestro modo de pensar, os harán justicia nuestros venideros.


Habiendo dicho esto Aper, replicó Materno:

-¿No habéis reconocido la vehemencia y ardor de Aper? ¡Con qué torrente, con qué ímpetu defiende nuestro siglo! ¡Con qué verbosidad y variedad censuró a los antiguos! ¡Con cuánto ingenio y espíritu, erudición y arte, tomó de ellos mismos aquellas mismas cosas con que los acometía! Ahora, Mesala, no debes dejar de cumplir tu promesa: no queremos ya defensores de los antiguos, ni comparamos con ninguno de los nuestros -aunque poco ha los alabamos- a aquellos que Aper ha motejado. Ni éste, a la verdad, lo siente como lo dice, sino que, a la usanza antigua, y por otra parte celebrada de vuestros filósofos, se tomó la parte de decir en contrario. Decláranos, pues, no la alabanza de los antiguos, a quienes bastante elogia su propia fama, sino las causas por que nos hemos alejado tanto de su elocuencia, principalmente cuando desde la muerte de Cicerón, hasta hoy día, no van más que ciento veinte años, como resulta por la serie de los tiempos.


Entonces, Mesala:

-Seguiré, oh Materno, la propuesta que me has hecho, ni he de detenerme mucho en refutar a Aper, que primeramente movió cuestión de nombre, como se llamasen con poca propiedad antiguos a los oradores que, según es sabido, vivieron hace cien años. No voy a discutir las palabras; llámeseles, pues, antiguos, antepasados o con cualquier otro nombre, con tal que quede sentado que en aquellos tiempos fue más sobresaliente su elocuencia. Tampoco me opongo a aquella parte de su discurso, en que se afirma que hubo muchas formas de elocuencia, no sólo en los mismos siglos, sino en diversos. Pero al modo que entre los áticos se da el primer lugar a Demóstenes, y obtienen el próximo Hypérides, Lisias y Licurgo, y por consentimiento general se celebra particularmente esta edad de los oradores, así entre nosotros Cicerón sobresalió entre todos los demás elocuentes del mismo tiempo. Mas Calvo, Asinio, César, Celio y Bruto, con razón son antepuestos a los que le siguieron más o menos cerca de nosotros, ni obsta que entre sí se diferencien en especie con tal que convengan en género. Calvo es más cortado; Asinio, más numeroso; César, más brillante; Celio, más mordaz; Bruto, más grave; Cicerón, más vehemente, más lleno, más enérgico; pero todos tienen la misma sanidad de elocuencia; de suerte que, si tomas en las manos juntamente los libros de todos, verás que aun en diversos talentos hay cierta semejanza y parentesco de juicio y voluntad; y en cuanto a que unos motejaron a otros, y quedan cartas suyas en que se nota algo por donde se descubre su recíproca malevolencia, es vicio, y no de oradores, sino de hombres. Porque creo que Calvo y Asinio y aun el mismo Cicerón, acostumbraron a tener envidia y malevolencia, y fueron poseídos de otros vicios de la humana debilidad. Solo Bruto, entre éstos, pienso que no estuvo tocado del odio ni envidia, sino que descubrió, llana e ingenuamente, lo interior de su ánimo. ¿Acaso tendría envidia de Cicerón, cuando, a mi parecer, no la tenía ni aun de César? En cuanto a Servio Galba, a Lelio y a todos los restantes antiguos que Aper censuró, no necesitan de defensor, confesando yo que faltaron algunas cosas a su elocuencia, como que aún estaban en su infancia y no era bastante adulta.


Pero si, dejando aparte aquel mejor y más perfecto género de elocuencia, se ha de escoger una forma, quisiera, en verdad, más la vehemencia de C. Graco, o la madurez de Craso, que los afeites de Mecenas o el retintín de Galión; por tanto, deseara más vestir al discurso con una toga recia, que adornarle con vestidos brillantes y de mujer prostituida. Ni tampoco es oratorio, o, más bien, no es varonil, ese culto de que usan los más de los abogados de nuestros tiempos, expresando aires teatrales con la afectación de las palabras, poca gravedad en las sentencias y licencia en la composición, y jactándose los más de lo que debe causar vergüenza escuchar, reputando por alabanza, gloria e ingenio, el que se canten y dancen sus Comentarios. De donde tiene origen aquel feo e impropio, pero frecuente aplauso, con que se dice que nuestros oradores hablan con soltura, y los histriones danzan con elocuencia. No negaré que Casio Severo, al cual sólo se atrevió a nombrar nuestro amigo Aper, puede ser llamado orador, aunque en la mayor parte de sus libros haya más energía que vigor real. Fue, en efecto, el que, desentendiéndose del orden de las cosas, dejados a un lado la escrupulosidad y decoro de las palabras, mal vestido aun de las mismas armas de que usa, y descubierto su flanco, las más veces con el deseo de herir, no pelea con regla, sino que riñe sin arte. Pero, como he dicho, comparado con los que después vinieron, excede en mucho a los demás, ya en la variedad de la dicción, ya en el chiste urbano, y ya, en fin, en el nervio de la expresión; a ninguno de aquellos nombró Aper, ni se atrevió a sacarlos como a campo de batalla. Yo esperaba que, censurados Asinio, y Calvo, y Celio, nos presentase otro escuadrón, y citase muchos más, o siquiera otros tantos, con que pudiésemos oponer uno a Cicerón, otro, a César, y, en fin, a cada cual el suyo. Contento, por ahora, en nombrar a cada uno de por sí a los antiguos, no se atrevió a alabar a ninguno de los posteriores sino en general y en común, temiendo, a lo que creo, no ofendiese a muchos si escogía a pocos; porque, ¿quién hay entre los que concurren a las ejercitaciones, que no esté persuadido en nombrarse antes de Cicerón o después de Gabiniano? Mas yo no recelaré nombrarlos a cada uno de por sí para que, más fácilmente puestos a la vista los ejemplos, se vea con qué grados se ha ido debilitando y se ha disminuido la elocuencia.


-Date prisa -dijo Materno-, y cuida más bien de cumplir lo prometido, pues no deseamos concluir que los antiguos fueron más elocuentes, porque por mí, en verdad, no lo niego; sólo buscamos las causas que tú poco antes dijiste que acostumbrabas a tratar con más apacible elocuencia, y admirando la de nuestros tiempos antes que te irritase Aper impugnando la de tus antepasados.

-No me he ofendido -dijo- con la disputa de Aper, ni tampoco será decente que os ofendáis vosotros si alguna cosa por casualidad disonase a vuestros oídos, puesto que sabéis bien que es ley de este género de pláticas decir su parecer sin que trascienda el daño a la amistad.

-Pasa adelante -dijo Materno-, y puesto que has de hablar de los antiguos, usa de la antigua libertad, de la cual hemos degenerado más que de la elocuencia.


Y Mesala:

-No escondidas causas quieres saber, Materno, ni de ti mismo, ni de este Secundo, o de este Aper ignoradas, aunque me dais el cargo de sacar a plaza lo mismo que nosotros todos sentimos. Porque, ¿quién ignora que, no solamente la elocuencia, sino también las demás artes, se desviaron de esa antigua gloria, no por falta de hombres, sino por desidia de la juventud, descuido de los padres, ignorancia de los maestros y olvido de la usanza antigua?, cuyos males, teniendo su primer origen en Roma, difundidos después por Italia, ya corren por las provincias, si bien los nuestros están más a nuestra vista. Yo hablaré sólo de la ciudad y de estos defectos propios y nacidos en nuestras casas, los cuales pasan inmediatamente a nuestros hijos, y se van amontonando por todos los grados de la vida. Pero antes hablaré de la severa disciplina de nuestros antepasados sobre el modo de educar a los hijos y formarles el corazón. En primer lugar, desde el principio, el hijo que le daba a cada uno su casta madre, no en la choza de una alquilada nodriza, sino en el seno, y entre los brazos de la buena madre, era educado, cuya principal loa era saber cuidar de su casa y mirar por sus hijos. Escogíase alguna parienta de anciana edad, a cuya probidad y acreditada conducta era encargado el gobierno de toda la familia, en cuya presencia, ni era permitido hablar cosa que fuese notada de torpeza, ni hacer lo que pudiese parecer indecoroso; y no solamente templaba con cierta santidad y modestia los estudios y tareas, sino también los recreos y juegos de los muchachos. Así sabemos que se gobernaban en su educación Cornelia, madre de los Gracos; Aurelia, de César; y Atia, de Augusto; cuya enseñanza y severidad tenían por mirar el que el natural de cada uno, sencillo y puro, y no viciado con ninguna maldad, recibiese en lo íntimo de su ánimo las artes liberales, y que ya se inclinase a la milicia, ya a la jurisprudencia, ya al estudio de la elocuencia, sólo en esto se ocupase, y todo entero lo aprendiese.


Pero ahora el niño recién nacido es entregado a alguna criaduela griega y se el agrega uno que otro esclavo, el más vil de todos los de la casa, y de los que nada valen para servicio alguno serio; el tierno ánimo del niño se empapa desde luego de las patrañas y prejuicios de éstos; ni a nadie de los de la casa se le da nada de lo que se diga o haga delante del amo niño, puesto que si aun los mismos padres avezan a sus hijos a la bondad ni a la modestia, sino a la lascivia y a la burla perversa, por cuyo medio se introduce la desenvoltura y el menosprecio de lo propio y de lo extraño. Aun más; me parece que los vicios peculiares de esta ciudad se engendran en el vientre de la madre, el aprecio que se hace de los histriones y la pasión por los gladiadores y luchadores a caballo, en cuyas diversiones, ocupado y poseído el ánimo, ¿cuánto lugar deja para las buenas artes? ¿A quién hallarás que en las casas hable de otra cosa? ¿Qué otras conversaciones de los jóvenes oímos, si alguna vez entramos en los auditorios? Ni aun los maestros gastan otras pláticas con sus oyentes más frecuentes que éstas; acarrean los discípulos, no por haber examinado ellos la buena conducta y el talento, sino el atractivo de sus cortesías y la añagaza de la adulación.


Dejo aparte el estudio de las primeras letras, en las cuales se pone poco esmero: ni se gasta mucho tiempo en la gramática, en entender los autores, y en estudiar la antigüedad, ni en el conocimiento filosófico e histórico de las cosas, ni del hombre, ni de los tiempos, sino que se apresuran para ir a oír a los que llaman retóricos, cuya influencia mostraré bien pronto cuán escasa haya sido al introducirse en Roma, y cuán poca autoridad haya tenido entre nuestros antepasados. Para esto es menester volver los ojos a aquella enseñanza, que hemos oído haber usado a aquellos oradores, cuyo inmenso trabajo y cotidiana meditación y ejercicio en todo género de estudios se deja ver en sus libros. Bien conocido tenéis el tratado de Cicerón intitulado Bruto, en cuya parte última -porque la primera se emplea en la narración de los oradores antiguos- refiere sus propios principios, sus pasos, y como cierta educación de su elocuencia, que aprendió el Derecho civil bajo la dirección de Q. Mucio, que recibió la instrucción en todas partes de la filosofía, ya de Filón, Académico, ya de Diodoro Estoico; y que no contento con estos maestros, que había tenido la proporción de oír en Roma, viajó por la Acaya y Asia para aprovecharse de todos los conocimientos de las varias artes. Así que, por vida mía, en los libros de Cicerón es fácil advertir que no les faltó la instrucción científica ni en la geometría, ni en la música, ni en la gramática, ni en ninguna arte liberal. Él tuvo conocimiento de su sutileza dialéctica, él de la utilidad de la parte moral, él de las causas físicas de las cosas y sus movimientos. Así la admirable elocuencia de este varón esclarecido, abunda y rebosa de mucha erudición, de la instrucción en muchas artes y de todas las ciencias; ni la energía del discurso se ciñe en tan breves y estrechos límites como la de las demás artes, sino que es orador, aquel que sobre toda cuestión puede hablar con lucimiento y adorno, con disposición a persuadir, según el decoro de las cosas y ocasión de los tiempos, con deleite de los oyentes.


De esto estaban persuadidos aquellos antiguos oradores. Para conseguirlo, conocían que era menester no declamar en las escuelas de los retóricos, ni ejercitar su lengua y voz en controversias fingidas, apartadas enteramente de la verdad, sino embeber su ánimo de aquellas artes en que se disputa de los bienes y males, de lo honesto o lo torpe, de lo justo e injusto. Esta es la materia en que se ejercita el orador, porque en las causas judiciales frecuentemente hablamos de la equidad, en las deliberativas, de lo útil; en las demostrativas, de lo honesto; pero de forma que, a veces, todas estas cosas se mezclan recíprocamente, acerca de las cuales ninguno puede tratar copiosamente y con variedad y ornato, sino el que tiene conocimiento de la humana naturaleza, de la fuerza de las virtudes, de la malicia de los vicios y la inteligencia de aquellas cosas que no se colocan ni entre los vicios ni las virtudes. De estas fuentes también nace el que pueda instigar o suavizar más fácilmente la ira del juez aquel que sabe lo que es ira, y con más presteza le impela a la compasión aquel que sepa qué es misericordia y con qué afectos del ánimo se conmueve. Versado el orador en estas artes y ejercicios, aunque tenga que hablar en presencia de jueces airados o codiciosos, envidiosos o tristes, será dueño de los resortes todos de sus espíritus, y según lo requiriese la naturaleza de cada uno de ellos, echará mano y templará la oración con los instrumentos prevenidos y aparejados para la obra. Hay jueces a quienes hace mayor impresión cierto género de decir apretado y recogido, y que con prontitud cierra cada argumento; para con éstos aprovechará haberse ejercitado en la Dialéctica. A otros deleita más la oración extendida e igual y sacada de los comunes conocimientos. Para mover a éstos nos prestarán algo los peripatéticos; éstos nos darán lugares convenientes y ya dispuestos para toda disputa; los académicos, la contienda; Platón, la alteza; Xenofonte, el gusto. Ni desdirá del orador tomar algunas exclamaciones honestas de Epicuro y Metrodoro, y usar de ellas según lo pidiere el asunto. Mas no instruimos a un sabio virtuoso o a un compañero de los estoicos, sino a aquel que debe conocer a fondo determinadas artes y gustarlas todas. Y por esto los antiguos oradores, además de comprender la ciencia del Derecho civil, al mismo tiempo estaban bien instruidos en la gramática, música y geometría. Porque en las causas que frecuentemente ocurre, o en muchas o en casi todas, es menester el conocimiento del derecho, y en las más son necesarias estas otras ciencias.


Ni valga la réplica de que basta que para la ocasión nos enseñen algo sencillo y uniforme. Porque, en primer lugar, de un modo usamos de lo que es propio, y de otro, de lo que es prestado; y es claro que hay mucha diferencia en proferir uno lo que posee, de lo que otro le preste. En segundo lugar, el poseer la instrucción en muchas artes, aun cuando trate otra cualquier cosa, sirve de adorno, y cuando uno menos se piensa, sobresale y se aventaja. Y esto lo entiende no sólo el docto y erudito oyente, sino que hasta el pueblo lo conoce; y de tal suerte le alaba, que le reputa por hombre que ha estudiado con solidez, que ha corrido toda la carrera de la elocuencia, y que es orador del todo; mas yo afirmo que éste, ni puede existir, ni ha existido, sino cuando, a la manera del que sale al combate, armado de pies a cabeza, haya quien se presente en el foro preparado con el conocimiento de las artes todas, lo cual, de tal modo se tiene en poco precio por los elocuentes de este tiempo, que dan lugar en sus causas a que se le noten la hez de nuestra habla cotidiana, y otros defectos feos y vergonzosos, por donde se conoce que, ignorando las leyes, no tienen noticia de los decretos del Senado; se burlan de intento del derecho de los ciudadanos y miran con horror el estudio de la sabiduría y los consejos de los prudentes. De este modo arrojan a la elocuencia como echada de su reino al pequeño recinto de pocos conocimientos y sentencias, de suerte que la que en otro tiempo señora de todas las artes, llenaba el espíritu con una brillante comitiva, ahora escatimada y cercenada, sin aparato, sin honor, y me atreveré a decir sin nobleza, se aprende como uno de los oficios más viles. Luego esta es, a mi parecer, la primera y principal causa de habernos desviado tanto de la elocuencia de los antiguos oradores. Si se quieren testigos, ¿cuáles nombraré más fidedignos que, entre los griegos, a Demóstenes, de quien se sabe que fue muy frecuente en oír a Platón? No dice Cicerón, si bien me acuerdo, con estas mismas palabras, «que cuanto había adelantado es la elocuencia lo había adquirido no en las oficinas de los retóricos, sino en los espacios de la Academia». Otras causas hay grandes y de mucho peso, las cuales es justo que vosotros declaréis; porque, en verdad, yo he satisfecho ya mi cargo, y según es costumbre mía, ya habré defendido a muchos, que si por casualidad oyeran esto, tengo por cierto que dirían haberme yo recreado en mis necedades, alabando como necesaria al orador la ciencia del derecho y la filosofía.


XXXIII

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Pero Materno replicó:

-No solamente me parece que no has cumplido con tu encargo, sino que apenas lo has empezado, y sólo has mostrado ciertos embozos y primeros trazos. Porque has dicho en qué cosas solían instruirse los oradores antiguos, y has mostrado la diferencia entre nuestra desidia e ignorancia en contraposición de sus laboriosísimos y amenos estudios; mas ahora de ti espero lo que resta, y es, que así como me has hecho ver lo que ellos sabían y lo que nosotros no sabíamos, hagas también que oiga en qué ejercicios los jóvenes ya introducidos en el foro solían robustecer y alimentar sus talentos; porque tú, según creo, no negarás que la elocuencia no se encierra sólo en saber el arte y la ciencia, sino que también, y aun esto es más necesario, es menester facilidad y experiencia, y esto mismo parece que aprueban éstos con su semblante.

En efecto; habiendo asentido a esto mismo Aper y Secundo, Mesala, como tomando de nuevo el hilo, dijo:

-Puesto que he demostrado bastante, según mi juicio, los principios y semillas de la antigua elocuencia, haciendo ver en cuáles artes los antiguos oradores solían instruirse e informarse, proseguiré ahora hablando de sus ejercicios, aunque, en verdad, las mismas artes ya tienen su ejercicio, porque ninguno puede comprender cosas tan variadas y recónditas, si no agrega a la ciencia, la meditación; a la meditación, el vigor intelectual, y a éste, la práctica de la elocuencia; por todo lo cual se colige que es uno mismo el cambio de percibir lo que se dice y de expresar lo que se percibe. Y si a alguno pareciesen estas cosas más oscuras, y separando la ciencia del ejercicio, al menos concederá que un ánimo aparejado y lleno de estas artes vendrá más dispuesto a aquellos ejercicios que parecen propios de los oradores.


Así que entre nuestros antepasados, el joven que se preparaba al foro y a la elocuencia, instruido ya en la enseñanza doméstica, lleno también de los estudios liberales, era conducido por el padre o pariente a aquel orador más visible en la ciudad. Acostumbrábase a seguir a éste, a acompañarle, estar presente a sus oraciones, ya fuese en los tribunales, ya en las arengas al público; de suerte, que aprendía a oír las confutaciones, a verse en las competencias, y, digámoslo así, a pelear en batalla. Inmediatamente adquirían así los jóvenes grande práctica, mucha firmeza y mucho más juicio estudiando en medio de la claridad y entre los mismos riesgos en donde ninguno dice algo sin conocimiento, o en contradicción que pueda tachar el juez, o echar en cara al contrario, o con que sean despreciados los mismos abogados. Así eran instruidos, desde luego, en la verdadera y pura elocuencia, y aunque imitasen a uno solo, conocían a todos los patronos de aquellos días en la mayor parte de las causas y juicios. Tenían a la vista la varia concurrencia del pueblo, de cuyos diversísimos oídos podía escucharse fácilmente qué cosa era en cada uno, o digna de alabanza, o que mereciese el desagrado. Así no faltaba tampoco un escogido y excelente maestro que presentase, no una falsa imagen, sino el aspecto real de la elocuencia, ni contrarios, ni émulos que peleasen no con varas de esgrimir, sino con arma blanca, ni un auditorio siempre lleno, siempre nuevo, compuesto de envidiosos y favorecedores, dispuestos a no pasar en silencio ni los defectos ni los aciertos. Porque bien sabéis que esa grande y duradera fama de la elocuencia se adquiere no menos en los bancos de la parte adversa que en los propios; antes bien, se levanta allí con más vigor y se corrobora de modo más duradero. Y a la verdad, bajo la dirección de semejantes maestros, aquel joven de que hablamos, discípulo de los oradores y del foro, presenciando las causas, instruido y acostumbrado con la experiencia ajena, y a quien, con la continuación de oír, le eran conocidas las leyes, no le asustaban los nuevos semblantes de los jueces, era frecuente a su vista la costumbre de las asambleas, y le eran muchas veces conocidos los oídos del pueblo; entonces, ora emprendiese una acusación, ora una defensa, él solo y por sí era desde luego hombre para cualquier causa. A los diez y nueve años de edad, acusó L. Craso contra C. Carbón; a los veintiuno, César contra Dolabela; a los veintidós, Asinio Polión contra C. Catón; Calvo contra C. Vatinio, no muy desiguales en tiempo; y esto con tales oraciones, que aun hoy día les leemos con asombro.


Pero nuestros jóvenes ahora son conducidos a las escuelas de esos que se llaman retóricos, cuyo género de hombres existió aun antes de Cicerón, y no agradaron a nuestros antepasados, como lo prueba el que los censores Craso y Domicio les mandaron que cerrasen, como dice Cicerón, la palestra del descaro. Pero, como yo decía antes, son llevados ahora los jóvenes a las escuelas, en las cuales no sabré decir si traen más daño a los ingenios, o el mismo lugar, o los condiscípulos, o el género de los estudios. Porque en el lugar no hay respeto alguno; y, además, nadie entra en él sino otro ignorante como ellos. En los discípulos no hay algún aprovechamiento; pues muchachos entre muchachos, y aun entre mozuelos, hablan y son escuchados con igual descuido. El género de los ejercicios es, por lo general, contrario al fin que con ellos se persigue. Porque entre estos retóricos ser trazan dos especies de materias: las suasorias y las controversias. Las suasorias se destinan a los muchachos, como de menor momento y que requieren menos inteligencia. Las controversias se señalan a los más robustos; ¡pero tales son ellas, por vida mía, y tal es su composición llena de cosas increíbles! Y se sigue que, así como la materia dista mucho de la verdad, tal se forja la declamación. Así, sucede que los premios de los tiranicidas, o las elecciones de las prostitutas, o los remedios de las pestes, o los incestos de las madres, o cualquier cosa de aquellas que cada día se controvierten en la escuela, y que rara vez o nunca se tratan en el foro con tanto ahínco; y cuando llega el caso de venir ante los verdaderos jueces [...]

[Materno:] [...] pensar la cosa; no podía hablar nada con bajeza, nada con abatimiento. La magnífica elocuencia es como la llama: con el material, se fomenta; con el impulso, se aviva, y, enardeciéndose, brilla. El mismo medio también adelantó en nuestra ciudad la elocuencia de los antiguos. Porque aunque los oradores de aquellos tiempos consiguieron aquellas cosas que era justo se concediesen a una República pacífica, quieta y feliz, no obstante, con esa perturbación y desenfreno les parecía haber conseguido muchas cosas cuando, mezclado todo y careciendo de una cabeza que dirigiese, tanto sabía cualquier orador cuanto podía persuadir a un pueblo desenfrenado. De aquí tanta multitud de leyes a nombre del pueblo; de aquí las arengas de los magistrados, que duraban en los rostros hasta bien entrada la noche; de aquí las acusaciones de reos poderosos y las enemistades vinculadas en las familias; de aquí las facciones de los principales, y las frecuentes contiendas del Senado contra la plebe; todo lo cual, aunque traía dividida la República, daba motivo a ejercitar la elocuencia de aquella edad, y parecía ser colmada de grandes premios. Porque cuanto más podía cada uno en orar, tanto más fácilmente lograba empleos, tanto más sobresalía en los mismos empleos sobre sus compañeros, tanto más favor se adquiría de los magnates, más autoridad entre los padres, más conocimiento y fama para con la plebe. Veíanse llenos de clientes, aun de las naciones extranjeras; mirábanlos con acatamiento los magistrados al mismo tiempo de partir a las provincias; obsequiábanlos éstos mismos después de vueltos de ellas. A éstos parece que voluntariamente convidaban las preturas y los consulados; éstos, aun estando sin empleo, no estaban sin mando; pues manejaban con su consejo y autoridad al pueblo y al Senado. Antes bien: se habían persuadido ellos mismos que ninguno podía conseguir o conservar en la ciudad puesto alguno visible y eminente sin la elocuencia; ni hay que maravillarse, pues eran sacados aun contra su voluntad a orar en presencia del pueblo: y era poco decir brevemente en el Senado su parecer, si no lo defendía con ingenio y elocuencia; y también cuando tuviesen que responder por sí mismos si eran acusados por envidia o por algún delito; cuando eran precisados a ser testigos y dar su declaración en público, sin que valiese la excusa de ausencia o el darla por escrito, sino que eran obligados a orar en propia persona y delante del concurso. Así, a los más altos premios de su elocuencia se agregaban grandes conexiones y utilidades; y se tenía por gran cosa, y de mucha gloria, ser elocuente; y, al contrario, por de menos valer, parecer mudo y sin lengua.


XXXVII

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Así, que no menos eran estimulados por su propio honor que por los premios; ya para que las amistades heredadas de sus mayores no pasasen a otros, ya por no padecer la nota de que, reputados por desidiosos, y que no valían para llenar los empleos, se viesen privados de ellos; o, conseguidos, no supiesen conservarlos. No sé si habrán llegado a vuestras manos estas noticias antiguas, que se conservan todavía en las bibliotecas de los antiguos, y se recopilan con especialidad por Muciano; y creo que ya tiene compuestos y publicados once libros de Actas y tres de Cartas sobre estos asuntos. De ellos puede entenderse bien que Cn. Pompeyo y M. Craso fueron excelentes, no sólo en el valor y armas, sino en ingenio y elocuencia; que los Léntulos, los Metelos, los Lúculos, los Curiones y demás próceres colocaron mucho trabajo y cuidado en estos estudios, y que ninguno en aquellos tiempos llegó a gran valimiento sin la elocuencia. A todas estas cosas se agregaban el esplendor de los reos y la grandeza de las causas, lo cual contribuye mucho para la elocuencia. Porque va mucho en que tengas que orar, o sobre causa de hurto, o sobre fórmula y entredicho, o de soborno de comicios, o sobre aliados saqueados y ciudadanos asesinados; cuyos delitos, aunque es mejor que no sucedan, y se ha de tener por mejor aquel estado de la ciudad en que nada de esto padezcamos; no obstante, cuando acontecían, suministraban abundantísima materia a la elocuencia; pues crece la valentía del ingenio con la grandeza de los asuntos; ni puede hacer alguno una oración esclarecida y de lucimiento, si no se le presenta una causa apropiada. No a Demóstenes, según creo, hicieron brillar las oraciones que compuso contra sus tutores; ni hicieron a Cicerón grande orador las defensas en favor de P. Quintio o de Licinio Archias; colmáronle de esta fama Catilina, Milón, Verres y Antonio. No porque el Estado tuviese interés en producir malos ciudadanos, para que tuviesen los oradores abundante materia para orar, sino que digo esto para que -como a cada paso repito- tengamos presente el punto de la cuestión y sepamos que me refiero a aquellos casos que sucedieron más fácilmente en tiempos revueltos de inquietud. ¿Quién ignora ser más útil y mejor disfrutar de la paz que ser atormentados en guerra? Y, sin embargo, más excelentes guerreros da de sí la guerra que la paz. Semejante es la condición de la elocuencia, porque cuantas más veces se presente el orador como en batalla, cuantos más ataques diere y sostuviere, y cuanto mayor fuere el contrario, tanto más esforzado será quien tome sobre sí las luchas fuertes; y será tenido por tanto más eminente y ensalzado, y condecorado con aquellas causas públicas, y andará en boca de los hombres: cuya índole es tal, que no quieren las cosas de seguras y aman las inciertas.


XXXVIII

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Paso a la forma y costumbre de los antiguos juicios, la cual, aunque ahora está más en consonancia con las exigencias de la justicia, es indudable que en el antiguo foro se ejecutaba en mayor grado la elocuencia, pues en él ninguno era precisado a perorar dentro de poquísimas horas, eran libres las prórrogas de las sentencias, cada uno se prescribía la duración de su oración, y no se tasaba el número de los días ni de los Patronos. Cn. Pompeyo fue el primero que en su tercer Consulado restringió y puso como freno a la elocuencia, de tal suerte, no obstante, que todo se tratase en el foro, según las leyes, y a presencia de los Pretores, ante los cuales eran mayores los negocios que antes se acostumbraban a ejercer; de lo cual es la más cierta prueba que las causas Centunvirales, que ahora obtienen el principal lugar, eran en tal extremo deslumbradas con la brillantez de aquellos juicios, que no se lee ningún discurso escrito de César, ni de Bruto, ni de Celio, ni de Calvo, ni, en fin, de ningún orador célebre, dicho ante los Centunviros, excepto las oraciones de Asinio, que se intitulan a favor de los herederos de Urbinia, dichas por Polión hacia el medio tiempo de Augusto, después que el largo sosiego de los tiempos, el continuado ocio del pueblo, tranquilidad del Senado y el gobierno de este gran Príncipe habían apaciguado, así como todas las demás cosas, a la elocuencia.


De poco momento, y acaso digno de risa, parecería lo que voy a decir; pero lo diré por lo mismo, y para reír. ¿Cuánta vileza podremos pensar que atrajeron a la elocuencia esos ropones, en que, como metidos en saco, y como embutidos, hablamos con los Jueces? ¿Cuánto vigor podremos creer que quitaron a la elocuencia los auditorios y los archivos, en los cuales se exponen ya, por lo común, las principales causas? Porque, así como los caballos generosos son probados en la carrera y largo espacio, así vienen a ser de algún modo el campo de los oradores; por lo cual, si no corren libres y desembarazados, se debilita y quiebra la elocuencia; aun en el mismo cuidado y anhelo del cuidadoso estilo obtenemos un sentido contrario al que deseábamos, pues muchas veces pregunta el Juez: «¿Cuándo va a empezar?», y a su pregunta tiénese que empezar. Frecuentemente el muy importuno manda callar a los documentos y testigos; ya uno, ya otro, entre estas cosas, se presenta, y se trata de la cosa como en desierto. Mas al orador le es precisa la aclamación y el aplauso, como si estuviese en un teatro; cosas que acontecían todos los días a los antiguos oradores, cuando tantos y tan nobles no cabían en el foro; cuando asistían a los que estaban en riesgo las clientelas, las tribus, los Comisarios de los Municipios y departamentos de Italia; cuando en los más de los juicios creía el pueblo romano ser cosa de su inspección ver lo que se decretase. Es cosa sabida que C. Cornelio, M. Escauro, T. Milón, L. Bestia y P. Vatinio fueron acusados y defendidos delante de la concurrencia de toda la ciudad, de suerte que podía avivar y enardecer a los más fríos oradores la misma contienda del pueblo apasionado por unos o por otros. Existen escritos de tal naturaleza, que aquellos que los pronunciaron no necesitan otros títulos de gloria para ser juzgados.


Además de esto, las oraciones continuas al pueblo, y el derecho que le era concedido de oponerse a cualquier poderoso, y la jactancia misma de la enemiga, cuando muchos de los oradores no se las ahorraban ni aun con P. Scipión, o con Sula, o con Cn. Pompeyo, e introduciéndose los histriones en los oídos del pueblo, según es condición de la envidia, para provocar a los varones más principales, ¡cuánto ardor estimulaba a los ingenios, cuánto fuego a los oradores!

No hablamos de asuntos pacíficos y sosegados, y que necesiten suavidad y moderación; esa grande y eminente elocuencia es hija de aquel desahogo que los necios llaman libertad, compañera de las turbulencias, aguijón de un desenfrenado pueblo sin sumisión, sin esclavitud, contumaz, temerario, arrogante, que no se cría en las bien arregladas ciudades. ¿Qué orador hemos oído citar a Lacedemonia?, ¿cuál es de Creta?, cuyas ciudades se reputan de una severísima educación y rigurosísimas leyes, Tampoco hemos conocido la elocuencia ni de los macedonios, ni de los persas, ni de alguna otra nación que estuviese gobernada con cierto supremo imperio. Algunos oradores hubo entre los rodios, muchísimos entre los atenienses; entre los cuales, todas las cosas, el pueblo, todos, los no instruidos, todos, por decirlo así, lo podían todo. También nuestra ciudad, mientras anduvo suelta; mientras se acaloraba en partidos, en disensiones y discordias; mientras no hubo paz en el foro, ninguna unión en el Senado, ninguna rienda en los juicios, ningún obsequio a los superiores, ni restricción en los magistrados, dio, sin duda, la más valiente elocuencia, así como el campo inculto produce ciertas hierbas más lozanas. Pero ni importó tanto a la República la elocuencia de los Gracos para sufrir sus leyes, ni Cicerón compensó con su muerte su fama de orador.


Así, la parte de antiguo que queda a los oradores, es buena prueba de no ser enmendada la elocuencia, ni a deseo de la ciudad bien arreglada; porque ninguno nos llama a la defensa, sino algún delincuente o infeliz. ¿Qué Municipio viene a nuestro patrocinio, sino es algún pueblo cercano agitado de una doméstica disensión? ¿A qué provincia defendemos, sino saqueada y maltratada? Y, en verdad, hubiera sido mejor no querellarse, que buscar la defensa. Y si se hallase alguna ciudad en que ninguno delinquiese, sería entre los inocentes ocioso el orador, como entre los sanos el médico. Porque así como el arte de curar tiene menos ejercicio y hace menores progresos en aquellos pueblos que gozan de una salud robustísima y perfecta, así entre las buenas costumbres, y entre aquellos que están dispuestos a la sujeción de un príncipe, es menor y más oscura la gloria de los oradores. Y ¿qué necesidad hay de largos pareceres en el Senado, puesto que los buenos prontamente se uniforman? ¿Qué necesidad hay de larga arengas al pueblo, cuando acerca de la República no deliberan muchos, ni la plebe poco instruida, sino uno, el más sabio? ¿Qué necesidad hay de espontáneas acusaciones, cuando tan pocas veces y tan escasamente se delinque? ¿Qué necesidad hay de unas defensas encarnizadas y desmedidas, cuando la clemencia del que ha de sentenciar sale al paso a los que padecen? Creedme, ¡oh buenos y elocuentísimos varones, dentro de lo que procede!, si vosotros hubierais nacido en aquellos siglos, o esos a quienes admiramos hubieran florecido en éstos, y algún numen hubiera mudado de repente vuestras vidas y vuestros tiempos, ni a vosotros os habría faltado aquel extremado aplauso y gloria, ni a ellos medida y equilibrio. Pero ahora, por cuanto ninguno a un mismo tiempo puede gozar de una grande fama y sosiego, goce cada cual del bien de su siglo, sin murmurar del otro.


Había dado fin Materno. Entonces Mesala dijo:

-Cosas hay de que quisiera se hablase más si hubiese más día.

-Harase después -replicó Materno- a tu gusto; y, si algo te ha parecido oscuro en este mi discurso, conferenciaremos otra vez sobre ello.

Y levantándose inmediatamente y abrazando a Aper, dijo: «Yo te delataré a los poetas». Mesala le replicó: «Y yo a los anticuarios». «Y yo a vosotros, a los retóricos y declamadores».

Riéronse, y nos despedimos.