Diálogo de los Porteros
Diálogo de los Porteros, de Don Manuel de Salas
Deus Nobis Haec Otia Fecit.
Lo dedica a don Francisco Esteban de Olivera, Teniente de Alguacil Mayor y Fiel Ejecutor de esta capital, su maestro el Reverendo Padre fray José de Erazo, del Orden de Ermitaños.
Mi amado discípulo: ¿A quién podré dirigir estas producciones de mi profundo ocio, sino al que miro como su autor? Tú lo eres, querido Pancho, porque este pensamiento me vino de haberte oído decir la otra siesta que todos debíamos servir a la patria con lo que cada uno tiene. Recorrí en mi memoria cuanto poseo, y hallé que el tiempo era el bien de que más abundaba y que podía consagrar al público sin hacerme falta. Ya tú sabes que el tiempo, que no supo definir Aristóteles, ni pudo nuestro gran padre, es cosa preciosa; y de esto hago homenaje a un público a quien debo tanto favor, pues, según tu sabes, todos me quieren. Con todo, te encomiendo la protección de mi obrita, que se libertará de censura y acaso de ir a la confitería o a la botica, si tu respetable presencia, tu desembarazo y terrible bastón se emplean en defenderla. No extrañes que haya elegido por actores a los porteros: éstos lo huelen todo; son ordinariamente habladores; están a tiro de saber o maliciar cuanto pasa, pues están colocados al fin de sus cuerpos y al principio de la muchedumbre, como uno de los verdaderos linderos, o mojones de la sociedad; son, como dice Marmontel hablando de los grandes, en la corte los hombres del pueblo, y entre el pueblo los hombres de la corte. Tuyo, Erazo
La verdad en campaña, o verdades para gente de campo o campestre, o la verdad traducida a lengua vulgar. Diálogo entre Argote, portero de la Excelentísima Junta, y Quevedo, portero del Ilustrísimo Cabildo.
Argote: Compañero, ¿cómo va?
Quevedo: Mal, compañero: ya no tengo cabeza ni pulmones para oír y contestar cuanto se dice y disparatea sobre las novedades del día. Acabo de presenciar una conversación en los baratillos, que me ha consternado. Don Carlos Cachipuchi ha sostenido con dureza la inutilidad de esta Junta y las malas resultas que nos ha de traer, de modo que no sé qué pensar, ni qué sea usted capaz de responder.
Argote: Y dígame usted ¿sabe Cachipuchi lo que es junta? ¿Sabe si hay necesidad de formarla? ¿Sabe las ventajas buenas o malas que puede proporcionar? Y sobre todo ¿sabe usted si habla sin pasión o interés?
Quevedo: Lo supongo que así.
Argote: Pues supone usted mal; y esta falta de examen que nace de la ignorancia o pereza es el origen por lo común de la diversidad de opiniones, de las disputas, de los errores, y de la mayor parte de nuestras penurias. A esto se agrega que nuestra miseria nos hace juzgar por mejor aquello que de pronto nos acomoda más, sin consultar lo futuro ni el bien de los demás. En este caso están los que usted oye, por ellos se desengañarán.
Quevedo: Pero dígame señor, ¿no estábamos mejor, o a lo menos, no estábamos bien así como estábamos antes? Pues ¿Para qué son estas novedades?
Argote: No, amiguito; no estábamos mejor ni bien, y aún cuando lo estuviésemos, no podía durar ese manejo, y era preciso que se mudasen las cosas.
Quevedo: Esta es mi confusión y mi pregunta ¿qué precisión había de esto?
Argote: Yo se lo diré a usted. Nuestro buen Rey tenía un privado, que, abusando de un favor y confianza que no merecía...
Quevedo: Lo dirá usted por Godoy, que envileció la nación, la empobreció, la desarmó, trató de matar al príncipe nuestro señor, de hacerse Rey de los Algarbes, y, finalmente, vendió a su patria y a su amo al infiel Bonaparte, que hace una cruel guerra de tres años a esta parte, reteniendo en cautiverio a toda la familia real... Bien está, pero ¿por eso debemos aquí quitar a los que mandan en virtud de cédulas reales?
Argote: Cuando usted me quitó la palabra para decirme las maldades de Godoy, creí que concluyese explicando las resultas que ocasionó el ejemplo de este señor, que era Duque de Alcudia, Príncipe de la Paz, Grande Almirante, Generalísimo del ejército y marina y...
Quevedo: Basta, ya sé que era cuanto cabe en lo posible, y que sin tener el título de Rey, lo era en sus facultades y autoridad; pero esto ¿qué tiene que hacer con la junta?
Argote: Escuche usted si quiere saber las cosas a fondo. Pues, este monstruo de la fortuna y del demérito vive entre los franceses, y emplea en servirlos contra su favorecedor una vida que debe a la generosidad de nuestro Rey. A su imitación hacen lo mismo los ministros, generales, grandes, y así todos los que por su nacimiento, empleos, honra, religión, etc., deberían sacrificarse. Provincias enteras se han rendido a los enemigos, muchas ciudades han entregado las llaves, los más pintados admiten gobiernos, títulos y grados del tirano, pelean por él, y...
Quevedo: Allá se las campaneen; pero nosotros, que estamos lejos de la borrasca, estémonos quietos, enviémosles plata, y encomendémoslos a Dios.
Argote: Bueno es eso y muy justo; pero, abramos los ojos, y respecto de que tenemos un alma nacional con tres potencias, obremos de modo que nuestra adhesión al Rey y a la España sea efecto de una voluntad libre, y no de una ciega deferencia a personas que acaso y sin acaso nos entregarían como bestias a Bonaparte o a otro como él, o que se erigirán nuestros dueños, y que para llevar a cabo cualquiera de estos pensamientos, nos tratarían con la última crueldad.
Quevedo: Eso, y perdone usted, no es creíble de los señores que nos gobernaban.
Argote: No sólo es muy creíble, sino muy natural y casi preciso.
Quevedo: ¡Válgame Dios! Me asombra, me descalabra usted con sus proposiciones, que a ser verdaderas ya no había que tratar. Aún en ese caso falta que se manifieste que la Junta es la precaución contra esos males.
Argote: Oiga usted. En España eran señores que gobernaban Godoy, Azanza, O' Farril, Morla, Mazarredo, Obregón, Hermosilla, Salcedo, Urquijo, y en Buenos Aires también lo era el Marqués de Sobremonte; pues todos los primeros, con otros mil, se pasaron a los franceses, entregaron a Madrid y la mitad de la España, y enviaron órdenes para que nosotros les obedeciésemos; el otro entregó la capital de su virreinato a los ingleses. Todos daban por razón que no podían defenderse, y el motivo es que son unos pícaros, que sólo tratan de conservar sus empleos, aunque los mande el diablo y perezcan los pobres pueblos y los hombres de bien.
Quevedo: Vuelvo a decir que estos malvados están allá; aquí, gracias a Dios, estamos libres de tan mala ralea.
Argote: Compañero, usted es muy bueno, o me tiene por tonto, o no habla de buena fe, porque al cabo, al cabo...
Quevedo: No, compañero, no me crea usted sarraceno. Hace muchos años que como el pan de Chile, tengo ojos y conozco la gente.
Argote: Pues, amigo, ¿será posible que usted crea que todos los malévolos se han quedado en la Península y que tasadamente han venido los buenos? Aún cuando así fuese y los hubiesen separado con un harnero, si rigen en éstos los mismos principios que en aquellos, parece muy racional el desconfiar.
Quevedo: Eso sí que no me persuadirá usted.
Argote: Pues véalo con los ojos. Todos los empleados conocen que sólo ejercen sus ocupaciones por nuestra tolerancia; que por la renuncia de Carlos IV quedaron vacilantes, pues sólo dura una autoridad sustituida, mientras existe aquel de donde dimana. ¿Entiende usted?
Quevedo: Si, ya caigo. ¿Y cómo, cuando murió Carlos III, siguieron todos en sus oficios sin novedad? Yo estaba entonces en Málaga.
Argote: Eso fue porque se expidió una cédula en que el Rey nuevo les nombró a todos; y esto se ha hecho siempre en iguales ocurrencias.
Quevedo: Conque, si nuestro buen Fernando VII no tuvo tiempo de hacerlo, están todos en el aire. Ya... Ya...
Argote: A más de eso, ya sabe usted que los más empleados son y deben ser temporales, amovibles a la voluntad del Soberano, y que ordinariamente con el nombre de ascenso se trasladan los que sirven de unas provincias a otras, para evitar los inconvenientes de la perpetuidad. También sabe usted que los retenía en sus obligaciones el recelo de los recursos del trono: con que, no habiendo nada de esto, debían estudiar cómo mantenerse en el caso de que la España sea totalmente dominada de los enemigos, y el arbitrio más fácil era hacer que estas tierras siguiesen la misma suerte de la Península, con lo que labraban mérito para Bonaparte, quien envió muchos sujetos españoles a proponer esto mismo a los virreyes, presidentes, intendentes, etc.; y esto no me lo han contado, porque yo he visto con estos ojos las listas encima de la mesa del patrón, y que las envió al señor Carrasco un don Luis Onís, Ministro de España en las colonias inglesas o Estados Unidos de América. ¿Qué tal?
Quevedo: En hora buena; lo creo porque es muy natural; pero eso será bueno para los empleados. ¿Y qué me dirá usted de los españoles europeos, que tanto repugnan la Junta? Estos no tienen empleos que sostener y son muy fieles.
Argote: Sí, lo serán; pero advierta usted que los que no tienen empleos, tienen una opción declarada a ellos, tienen derecho a la preferencia en todo sobre los naturales, y quieren conservar aquel predominio que les han dado nuestra moderación y la indiscreta hospitalidad. Por no perderla, desearían que nos sometiésemos a los franceses, para que siempre pendiésemos de la tierra santa. Sienten que con este motivo se haya aclarado que nosotros somos vasallos del Rey de España, pero no de la España sin su Rey, que ellos han vendido; juramos a Fernando y no a José, ni a otro que ocupe violentamente el solio. Miran con dolor una reforma que fijará el gobierno en manos nacidas en el país, y que necesitarán para hacerse dignos de la confianza pública de un patriotismo, instrucción y demás virtudes que ellos no tienen. Observan que la variación en el comercio va a privarlos de aquel monopolio que los enriquecía a costa de hacernos andar desnudos, o de poner la ley al fruto de nuestro sudor y de mantenernos en la ignorancia, pereza y vil sumisión.
Quevedo: Todo eso es así; pero ¿no hay una real orden que arregla la sucesión en los mandos de Indias?
Argote: Maldita orden, contraria a la voluntad del Rey y a los intereses de la nación, dictada en una posdata por el mal Godoy, al tiempo, sin duda, que le esperaban en la comedia; orden que con el mayor desprecio nos exponía a ser mandados por un inepto, por un infame como Carrasco. Vaya... no hable Ud. de eso.
Quevedo: Conque, no debiendo gobernarnos ni los antiguos por caducos y sospechosos, ni los comprendidos en la real orden, porque no tengamos otro Carrasco, ¿quién debe mandar?
Argote: La Junta, la Junta, la Junta.
Quevedo: Pero ¡válgame Dios! esta Junta es una cosa de que no se habla en ningún libro, y si fuera materia tan llana como usted dice, estarían dadas disposiciones para hacerla, así como lo demás, y esto lo he oído decir a varios doctores y a buenos abogados.
Argote: No serán muy buenos. Querrán encontrar en Febrero, Elizondo, Colón, o la Curia Filípica citada una ley del Fuero Juzgo que diga: “Si aconteciese que los francos o galos viniesen de allende de los montes Pirineos y con mano desacatada arrebatasen a nuestros hijos y descendientes de nuestra real alcurnia y los encerrasen en cautiverio contra el derecho divino y humano, y si en esta cuita nuestros ricos homes, castellanos y favoritos hiciesen la follonería de pasarse a su bando, entonces los pocos que se digan leales y honrados hidalgos harán juntas para gobernar a nombre de los susodichos, y guardarles su heredad y patrimonio para cuando Dios sea servido mejorar sus horas”.
Quevedo: Yo no digo tanto, pero a lo menos quisiera una cosa parecida.
Argote: Pues la hay, y muy clara para los que no tienen cataratas en los ojos o en el corazón; y si no, oiga usted y tenga paciencia; mire, compadre, que los hombres deben saber lo que les compete, para que no los manejen como bestias, ni los hagan creer en brujas.
Quevedo: Vaya... Diga usted, que se me ha despabilado el sueño.
Argote: Supuesto que es preciso que haya quien nos gobierne, porque nunca faltan hombres aviesos entre nosotros o entre nuestros vecinos, han convenido en todas partes en nombrar alguno o algunos que administren justicia y que manden a los que pelean por defender la tierra y bienes de los demás. En muchos pueblos nombraban a los más ancianos, en otros a los más virtuosos y valientes, y así según la costumbre de cada tierra, y de aquí tomaron su principio los reyes. Ahora, pues, como éstos se habían de morir por fuerza, advirtieron que era mejor, o menos malo, que entrasen en su lugar sus hijos, que no padecer las tropelías que había al tiempo de elegir sucesor, así como las hay cuando se eligen provinciales, alcaldes, y ahora en las elecciones de diputados, que se arden los capitulares.
Quevedo: Eso dígamelo usted, que me lleva el diablo de ver tanta mentira, enredo y simpleza como se cometen en esos días, sin qué ni para qué.
Argote: Pues por eso el pueblo o común de las gentes resolvió este orden de sucesiones y dio facultad a sus príncipes para que, cuando se ausentasen o dejasen hijos pequeños, nombrasen quienes gobernasen el reino; y estos mismos reyes dispusieron que, cuando no tuviesen tiempo de nombrar o no pudiesen hacerlo por muerte, enfermedad, etc., se juntasen los principales y eligiesen cinco o tres sujetos para que gobernasen.
Quevedo: Ya entiendo, ¿con que esto será lo que llaman Consejo de Regencia?
Argote: Eso mismo, pero, se entiende, cuando está bien hecho y con arreglo a la ley; que en sustancia es lo propio que volver el pueblo a hacer lo que hizo al principio y nombrar quien lo gobierne ínterin crece, sana o vuelve el que nombró para que gobernase en propiedad.
Quevedo: Entre paréntesis ¿luego el pueblo hace al Rey? ¿Y cómo yo he oído siempre que los reyes vienen de Dios?
Argote: Todo viene de Dios, así como, v.g., los obispos, lo curas y los demás; pero los primeros por mano del Rey, y los otros por mano de los mismos obispos. Los reyes vienen de Dios por mano del pueblo y para bien del pueblo. Lo que Dios permite es diferente de lo que Dios ordena; y si no, es preciso que usted confiese que José Bonaparte reina por Dios, y que el socarrón de Carrasco gobernaba por Dios; pero nos separamos del asunto, volvamos.
Quevedo: Conque ¿y qué tacha le pone usted al Consejo de Regencia de Cádiz?
Argote: El ser de Cádiz. Pero éste no es el asunto precisamente; no nos apartemos de la Junta. Yo le traeré a usted un estudiantito de Buenos Aires, vivo como una chispa, que le explicará a usted la cosa de modo que no deje respuesta. Este dice, a lo que me acuerdo, que no se juntaron los que debían, y en prueba de ellos trae que no fueron de su tierra, y menos de ésta, y que no somos moco de pavo para que se nos mire tan abajo, y que, pues no concurrimos, no debemos tener parte en sus cosas, y que si no nos avisaron y esperaron, hay gato encerrado, y que en cama angosta me meto en medio, y en caso de duda, la mujer sea la cornuda. Es gracioso; yo lo traeré una noche de éstas. Volvamos a la Junta.
Quevedo: Ya estoy enterado de que en España pudieron y debieron hacer Junta; y no entiendo, si he de decir verdad, por qué los mismos que las hicieron allá las repugnan tanto aquí. ¿Pues no somos todos unos?
Argote: Me hace acordar esto de lo que en días pasados oí hablando uno de huevos. Ahí verás lo que son pasados por agua. Confieso, amigo, que esta preguntita me hace olvidar toda la frialdad que saqué de mi tierra y la pachocha que cultivé al lado de mi difunto patrón; y también le prevengo a usted, acá para entre los dos, que esta terquedad maliciosa, estos dicharachos injuriosos, este empeño en fomentar noticias falsas, y este conato en separarse de nosotros, al tiempo mismo que les tratamos con amor y con franqueza, que les brindamos con los bienes que ofrece la tierra y los que le procuramos; tanta ingratitud y dureza pueden al cabo, al cabo... ya usted sabe que tantas veces va el cántaro al agua... tanto se ortiga al buey manso... Dios nos libre: sólo deseo la paz, y que vivamos como hermanos, amigos, conciudadanos, parientes, y... tiemblo... tiemblo...
Quevedo: He oído decir que en España se trataba de hacer una nueva constitución, y que para ese fin se juntaban las Cortes y pensaban en presentar al Rey, cuando volviese, este plan de reforma. Ojalá así sea para que no vuelvan a suceder tantas desgracias y que todo se aquiete.
Argote: Así es, y tanto, que el Marqués de Ustariz, anciano respetable y miembro de la Junta Central, decía al tiempo de morirse: “Nada hemos hecho, si no formamos una constitución que asegure nuestra libertad y nos ponga a cubierto de favoritos”. Esto se puso en la gaceta impresa, esto se miró como un rasgo de una virtud sublime; y porque en Indias les imitamos, porque queremos hacer presentes los engaños con que se alucinaba al Rey, porque queremos concurrir del modo posible a esa misma reforma, que se considera como el último bien, por eso Cachipuchi y otros de su jaez...
Quevedo: Valga la razón; no son sólo los Cachipuchis, hay muchos de la tierra. Yo los conozco; son peores.
Argote: Yo también, y todos sabemos que esto mismo ha sucedido en otras partes. No pueden todos en un propio día pensar de un mismo modo. Las prevenciones de la niñez; aquel vano terror que se les ha inspirado desde la cuna; la natural pereza que prefiere el momentáneo y efímero interés presente a la felicidad que cuesta trabajo, gasto, o riesgo; la ignorancia de sus derechos y de su dignidad en que se les ha educado; en fin, tantas razones que no me deja proferir la cólera...
Quevedo: Consuélese, compañero, con que es corto y se disminuye el número de los neófitos y menor el de los infieles a la patria y a ellos mismos: ya van olvidando las erradas ideas que les habían inspirado. El ejemplo de los hombres de probidad, aún de los mismos europeos de juicio y rectitud, los va poniendo en el camino de la razón. Yo habría hecho lo mismo, si desde mi niñez se hubiese tratado de engañarme y si en el tiempo presente escuchase a las personas de mi confianza que acordes me intimidaban con razones que antes no había oído contradecir, principalmente con unos hechos que me contaban tan contrarios a la verdad.
Argote: Esta política infame debería bastar para desengañarnos y descubrirnos el fin que se proponen los mandones y sus secuaces. Aseguro a usted que si, como soy el último, fuese el primero de mi Junta, les hubiera cargado sobre esto la romana; pero, bien pueden variar de conducta por el mal que pueden hacer y el que pueden recibir. Acuérdese usted de aquel refrán: Se curan llagas, pero no malas palabras.
Quevedo: En todo el mundo hay hombres caprichudos, majaderos, interesados, sediciosos; pero son pocos, como los caimanes, tigres y lobos. Todo hasta ahora va saliendo bien y se verificará, espero en Dios, lo que oí leer el otro día en una gaceta o carta escrita por los bostoneses a los de Caracas, en que les decían: “Y vosotros, que por las dichosas circunstancias en que os habéis hallado recogéis palmas que no están regadas con sangre... os deseamos unión y fraternidad”. En otra escrita en Cartagena se dice: “Su situación es semejante a la de los niños: hacen pininos, se asustan y caen; hacen esfuerzos y vuelven a levantarse. Discuerdan en sus opiniones sobre las cosas llanas y evidentes. Será algo difícil vencer las malas ideas a que se les ha acostumbrado por tan largo tiempo y las preocupaciones adquiridas en sus primeros años. Se debe esperar que la verdad y los principios sanos encontrarán sucesivamente aceptación. Parece que, como la luz progresa de oriente a poniente, se sentirán los mismos efectos en el mundo moral e intelectual”. Yo encomendé esto a la memoria, porque me pareció muy bonito y chusco.
Argote: ¡Ah! Compañero de los diablos... Esto me saca de paciencia. Así han pensado los que nos han gobernado, y lo peor es que nos han enseñado a pensar como ellos.
Quevedo: Pues ¿qué hay, compañero, para tanto enojo? Yo le sigo a usted la corriente.
Argote: Ahí está el daño. Conque ¿le parecen a usted esas cosas bonitas y chuscas? No son sino unas verdades como unas casas. Con ese mismo estilo de usted nos han mantenido en la oscuridad y miseria; pero buenos pensamientos que leíamos en los pocos escritos útiles que dejaban por descuido pasar a nuestras manos, los tachaban de quimeras y cuentos, o los llamaban proyectos sólo buenos para libros, como si los libros no enseñasen lo mismo que se hace en todo el mundo. Estoy cansado, podrido de oírles decir a boca llena y arqueando las cejas, esto no es adaptable; no lo permiten las circunstancias locales. ¡Ah cabrones! Y si trataba de algo benéfico algún amigo del país, o venía alguna orden de nuestros buenos reyes para adelantamiento nuestro, se apolillaba en la secretaría, o se empantanaba en un expediente eterno, en lo que eran maestros.
Quevedo: Bueno está; ahora veremos esos primores. Lo cierto es que hace muchos días que oigo esto mismo, y todavía...
Argote: Esta es otra cantinela con que los díscolos aburren a los que emprenden cualquiera cosa nueva, por buena que sea. Afectando ignorar, o ignorando realmente las dificultades que hay en la ejecución de las cosas, la falta de medios para verificarlas, el tiempo que es necesario para prepararlas, las oposiciones que ellos mismos hacen, y otros mil inconvenientes que es preciso vencer a fuerza de constancia, paciencia, sigilo, actividad y valor, quisieron que se hiciesen en el día por encanto torres en el aire. Con todo, amigo, se ha hecho mucho y se hará seguramente a pesar del muerto y quien lo vela.
Quevedo: Quisiera tener un apuntito de uno y otro para chafar a unos tontarrones que me muelen sobre esto.
Argote: Yo se lo prometo a usted, y mientras tanto, sepa usted que ya se han hecho considerables ahorros en la Real Hacienda; que se han establecido cuerpos de artillería, caballería, granaderos; que se han empezado a formar nuevas milicias, las que se disciplinarán cuando lo permitan las ocupaciones de que subsisten los soldados; que se trata de traer armas y aún de hacerlas aquí; que se han empezado a dar pasos para mejorar los colegios y la educación de la juventud; que se ha pedido una imprenta; que se ha prohibido la matanza de yeguas, tan perjudicial para la agricultura y defensa del reino; que se ha franqueado el comercio a los extranjeros, con lo que nos vestiremos barato, tendrán giro nuestros hijos, y saldrán los frutos de la tierra que se pierden, y otros que cultivaremos con ocasión de tener a quien venderlos. Se han mandado poner escuelas en todos los conventos; se ha quitado a los pobres indios el tributo que los hacía unos vagos y nuestros enemigos; se ha...
Quevedo: Vaya, vaya, esto es otra cosa, y ya creo que debemos esperar mucho si continúan así. Dios lo quiera.
Argote: Sí lo querrá, porque quiere y protege todo lo justo. Deje usted que las cosas se afirmen; que las gentes se apliquen a pensar en su bien y que vean acogidos con benignidad sus pensamientos; que vean honrados sus discursos, y que cada uno pueda lisonjearse de ser autor de alguna cosa útil a sus paisanos. Deje usted que se tranquilicen las cosas, y que se sustituya el honor y espíritu público a la ratería, al empeño de tirar para su raya, y verá aquí verificado lo que dicen los libros; verá usted reinar la franqueza, la abundancia y las comodidades; crecerá la población; estarán todos ocupados, y no habrá tantas muertes, embriagueces y robos; seremos felices. Sí, amigo, contribuyamos todos, que todos podemos, y si no, no sirvamos de embarazo. Criemos a nuestros hijos en estos sentimientos; ayudemos a la Junta, que ha tenido la generosidad de excitarnos a que le digamos cuanto se dirija a nuestro bien.
Quevedo: Créame, compañero, que estoy convencido y que seré un apóstol de la Junta. En verdad que se puede esperar mucho de estos señores y de los que ocupan su lugar en adelante. Ellos saben las necesidades del país; han de desear por fuerza el remediarlas, por amor a sus hijos y descendientes. Con este fin averiguarán lo que se hace en otras tierras; y como tomarán a punto el distinguirse por este camino, así como antes se distinguían por hacer daño (la verdad sea dicha), será una mamada el tenerlos de superiores. La confianza, el desinterés, la moderación, la frugalidad, la beneficencia, se arraigarán, porque estarán en estimación y porque yo le oí decir muchas veces a un viejo, mi maestro, que hasta los vicios y las virtudes entraban en las modas, y que así ha habido ciudades enteras de soldados, de estudiantes y de otras cosas, como ladrones, etc., y lo que es más, que hoy se veían hombres salvajes en las mismas tierras en que antes eran todos grandes oradores, arquitectos, etc., y que esto provenía, de su constitución.
Argote: Ahora que dice usted constitución; pues, esto es lo que se va a hacer aquí, Dios mediante.
Quevedo: ¡San Telmo me valga! Pues eso lo oí decir que era tan difícil, que casi en ninguna parte se había acertado, y traía a colación a un tal Licurgo, Solón, Dracón, y a un inglés Locke y que la de una tierra no servía para otra, y muchas cosas más.
Argote: Es muy cierto, pero no por eso nos hemos de abandonar ni echar de barriga. Hay, amigo, ciertas cosas que están reservadas para determinado tiempo, como ahora digamos, la vacuna, ¿quién lo creería? También hay otras que las ha dificultado la misma sabiduría de los que las emprenden, y su propia perspicacia les hace ver por todas partes mil embarazos que no hay. No hablo de la verdadera sabiduría, sino de los que quieren hacer creer que son unos zahoríes, o que ven debajo de tierra.
Quevedo: Ya entiendo. Conque, dígame usted ¿qué es preciso para acertar? Porque si se yerra, saldremos todos por un cuerno.
Argote: Buena intención; aplicación a leer y consultar; renuncia al amor propio por el amor de la patria; docilidad para ceder a la razón, aunque se oiga en boca de un enemigo o inferior; pausa para no precipitar su concepto y generosidad para confesar su engaño; firmeza para resistir a la seducción o peligro; dulzura y paciencia para persuadir, sin orgullo de querer primar; respetar las preocupaciones y combatirlas con sagacidad; en suma, sacrificar sus pasiones al bien general y proponerse la consecución de esto a toda costa.
Quevedo: Difícil es, pero posible, cuanto usted dice, y yo no lo veo lejos por el conocimiento que tengo de los que están nombrados. Dios quiera que sean todos así.
Argote: Sí serán: la Providencia protege visiblemente los sucesos presentes, y se confundiría usted si supiese lo que esto ha costado en otras partes.
Quevedo: Es así, y yo lo atribuyo a la bondad de las gentes, y también a que aquí hay aquellos grandes estorbos que en otras partes: considero esto como un edificio que va a construirse en suelo llano, a excepción de tal cual matorral o peñasco que se quita con la hacha o un poco de pólvora; y así dicen que los pobres diablos de los bostoneses y otros que hay en San Martín han hecho unas buenas ordenanzas, que no han podido los mismos franceses, ingleses, etc.; pero, amigo, las cosas se mudan con el tiempo, y entonces no servirá todo lo hecho, aunque sea muy bueno... Dígame, ¿y será posible mudar también esa ordenanza que dice usted?
Argote: La misma facultad y más ilustración habrá entonces, salvo que adoptemos aquella máxima de los tiranos, de que la autoridad se degrada revocando sus providencias, aunque sean bárbaras. Ningún pueblo puede renunciar a la facultad de mejorar su pacto social.
Quevedo: Ya usted se me ha remontado; basta. Pero, dígame antes. Yo doy por hecho todo, y diera mi vida porque se verificase luego, luego; y si el diablo mete la cola, y alguno de estos virreyes nos desbarata nuestros proyectos o paraísos, como dicen los colegiales, ¿qué haremos entonces? Quid erit nobis?
Argote: Entonces nuestra suerte y la de nuestros hijos será peor que la muerte y el infierno. Nos tratarán como pueblos conquistados: esto es, se harán dueños de nuestras vidas y haciendas. ¿Oye usted lo que hacen los franceses en España? ¿Ya sabe usted lo que hicieron los moros en la Península? Ya veo lo que hicieron y hacen los españoles en estas tierras con los indios y...
Quevedo: Sí, lo sé por mi desgracia, y tiemblo de cólera, ¿pero con nosotros?
Argote: Con nosotros harían algo más, por dos razones: la primera, porque éstos son peores, y mientras la causa es más mala, necesita medios más violentos para sostenerse; la segunda, porque ésta será una guerra civil, que es la mayor calamidad que puede padecerse de tejas abajo.
Quevedo: Demos caso que así sea. Luego que se aquieten las cosas, volveremos a nuestro sosiego y al estado antiguo con corta diferencia.
Argote: Respira usted por la herida, compadre de mi alma, pero se engaña. Oiga usted lo que sucedería, y es lo mismo que ha sucedido siempre. Si un tirano de éstos llegase a sojuzgarnos, empezaría por degollar a los más ricos, para tener tierras y plata conque premiar a sus soldados; después se seguiría con todos aquellos que por su respeto, valentía o habilidad, pudieran hacer algo contra él. Para mantenerse con opulencia, había de hacernos pagar a todos, así como para tener gente de su facción; si éstos nos hacen algo, o nos arrebatan algo, será de balde el quejarnos, porque ha de querer más tenerlos contentos que hacer justicia. Después querrá guerrear con los de Buenos Aires o Lima, y para esto embarcará por fuerza a nuestros hijos, que morirán allá lejos, de lo que se alegrará mucho; en fin...
Quevedo: Cuando así sea, que todo es muy natural, lo hará con los que han andado en estas novedades, pero no con los que las hemos repugnado.
Argote: Esa misma cuenta se han hecho en todos los reinos divididos en partidos: el más débil llama un vecino que le ayude; viene éste, y aprovechándose de la desunión, se apodera, saquea, mata y apalea a los unos después de los otros, y hace lo que el león de la fábula. Después lloran su necedad cuando no tiene remedio, y conocen que los ha puesto en tal estado el no haberse acercado a tratar entre sí de sus verdaderos intereses, el haberse dejado llevar de malos consejos y arrastrar de odios pueriles y de sentimientos tontos y frívolos, y que, si hubieran cedido racionalmente cada uno de su parte y se hubieran unido, estuvieran libres, ricos y respetados de los mismos que los oprimen, los desprecian y azotan.
Quevedo: Se me hace tan difícil creer que ninguno de estos señores tenga tal pensamiento y que su intento no sea guardar estas tierras para el Rey.
Argote: Mejor las guardaremos los que tenemos interés en guardarlas, y por lo que toca a que no tengan tales pensamientos, yo no me fío; amigo, esto de mandar es muy dulce, y tenga usted entendido que siempre que se puede cometer un delito sin riesgo y con grande esperanza, se comete sin falta; fuera de que la experiencia enseña que en iguales casos cada uno agarra lo que puede. Sepa usted que cuando hubo en España, ahora años, otra guerra parecida a ésta entre Felipe V y el Emperador de Alemania, el mismo abuelo de Felipe quiso quitarle un pedazo de su corona, y los gobernadores de Indias pensaron en quedarse de reyes en sus gobiernos, porque decían que con la muerte de Carlos II debía suceder lo mismo que con la de Alejandro Magno, en que sus capitanes se quedaron cada uno con un pedazo de las tierras de su amo... ¡Cáspita! Aquí no somos legos... ya se acordará usted como hablaban de Napoleón ahora tres años, que lo ponían en los cuernos de la luna y vea usted la que nos ha jugado. Dejémonos de lesuras y asegurémonos; cerremos los oídos a los que nos quieren engañar y dividir. Nuestra intención es buena, y Dios la ha de amparar, y caiga el que cayere.
Quevedo: No lo dudo. ¿Y si Fernando VII se escapara, o lo dejaran venir?
Argote: Lo recibiríamos con el alma y la vida, y sería el monarca más sinceramente amado de sus vasallos; entonces, vería grabados en nuestros corazones los motivos de nuestra conducta... Las lágrimas no me dejan hablar.
Quevedo: ¿Y si viniese una orden del Consejo de Regencia para obedeciésemos a Napoleón José, porque así convenía al servicio el Rey?
Argote: Eso tememos; pero, aunque lo mandase el Papa y todos los consejos del mundo, no lo haríamos; porque el Rey no lo puede querer, y esa sería una tramoya, o una orden que darían de miedo y sin facultad. El modo de evitarla es cerrarnos a la banda, y no salir de lo dicho: Fernando VII, o nadie. Y de aquí no nos saca ni la Bula... Bien pueden llover órdenes, Elíos y Carrascos.
Quevedo: ¿Y si el Rey volviese a Madrid, o vencedor de sus enemigos o por un don del cielo, o por muerte de Bonaparte u otro accidente?
Argote: ¡Ah compadre de mi alma! moriría de gusto yo y cuantos le aman como yo: entonces, aunque fuese rodando sobre cubierta, o pidiendo limosna, iría sirviendo a los enviados de Chile a presenciar el acto más grande que me he figurado muchas veces cuando he estado con calentura y se ha exaltado mi imaginación y mi amor hasta hacerme llorar.
Quevedo: Vaya ¿y cómo se figura usted que sería eso? ¿Y qué es lo que dirían?
Argote: Entrarían a un salón, cuyas venerables murallas estarían despojadas de los preciosos tapices que robaron los infieles aliados, pero adornadas con la sangre de aquellos pocos heroicos españoles que perecieron el funesto 2 de Mayo, víctimas de su lealtad; la guardia sería un pueblo de hombres mutilados por sus malos conciudadanos, y cuyas cicatrices les honrarían más que las encomiendas y bordados con que se suplía antes la falta de mérito. En medio de este conjunto de hijos y amigos del Soberano, estaría el bueno, el desgraciado Fernando, que, extendiendo sus brazos, abriría campo a nuestros chilenos; llegarían éstos, harían ademán de posternarse y serían levantados con benignidad. La ternura y los sollozos causarían un silencio interesante. Al fin tomaría la palabra alguno de los diputados, y diría...
Quevedo: Aquí te quiero ver, escopeta mal cargada: ya me parece que lo escucho.
Argote: Diría: “Señor, la Providencia te destinó para regir aquellos vastos y preciosos terrenos. Los hijos de los que los conquistaron para vuestros abuelos los han conservado con más riesgo y contra mayores dificultades que tuvieron que combatir sus antepasados. Sufrieron por espacio de tres siglos la insultante política con que se postergaban sus personas y se debilitaba el país. Sólo se les concedía un comercio de monopolio, pasivo y destructor aún para la madre patria. Aguantaron el imprudente despotismo de un privado de vuestro padre, que, abusando de la confianza, prostituyó la nación y saqueó los pueblos. Ya que la enorme separación les imposibilitó de venir a morir en vuestra defensa, se han despojado de lo único que podía contribuir a vuestro servicio; y nada habrían reservado, si los mismos vasallos predilectos que los mandaban a vuestro nombre los hubiesen excitado o dado ejemplo. Finalmente, en la violenta crisis en que puso a la España la inicua prisión de vuestra sagrada persona, los americanos todos a un mismo tiempo y con la misma resolución declararon que, o eran de Fernando VII o de nadie, y desecharon con horror las más lisonjeras seducciones a que concurrieron vuestros propios ministros, los órganos mismos de vuestras determinaciones. Aunque esta felonía debió hacerlos más cautos, obedecieron a cuantos tomaron vuestro respetable nombre en diversas provincias de la Península. Aunque divisaron la falta de conformidad entre la instalación de estas autoridades y las disposiciones para tales casos, cerraron los ojos en obsequio de la buena causa y en la esperanza de veros así restituido al solio. Con igual paciencia disimulaban que aquellos cuerpos no tenían la confianza de la nación y que todos los días le sustituían otros. Notaban un empeño visible en desfigurar las noticias de vuestra suerte, exagerando unos y disminuyendo otros las ventajas nacionales, o sus desgracias; lo que les anunciaba que entre vuestros vasallos había variedad de deseos o intenciones. Sabía que muchos de éstos (entre ellos algunos de opinión que os debían gran favor) os habían vendido abiertamente. Se les anunciaba que muchos dependientes de éstos estaban comisionados para persuadir a los inocentes americanos, y que vivían entre ellos. Observaban en los mandones y sus satélites aquellos rasgos de despecho con que la autoridad vacilante y caduca suele imponer terror, por no hermanarse a usar de la generosidad y prudencia que habrían estimulado el amor y respeto de los pueblos. Sus misteriosas resoluciones, sus medidas equívocas, sus inconsecuencias, su procaz altanería, su descuido en uniformar las opiniones y establecer la confianza recíproca, su estudio en irritar y dividir los ánimos que habían de conciliar; todo manifestaba que sólo cuidaban de mantener sus facultades en medio de la ruina de la nación, o a costa de ella, preparándose para ser árbitros de nuestra suerte en caso de perderse la España, o de quedar en una languidez que la imposibilitase de contener su audacia. Veían nuestros fieles americanos con inexplicable dolor que los negocios se complicaban más cada momento; que las naciones enemigas y aún las aliadas podían formar pretensiones a que hiciesen acceder las angustias; que la distancia, la guerra y la malicia de vuestros mandatarios estorbaban el conocimiento del verdadero estado de las cosas; que se les impedía precaver e indagar los intentos contra vuestros sagrados derechos. Por esto, y a imitación de sus buenos hermanos los buenos españoles, desconfiaron de todo el mundo y principalmente de los que podían abusar de vuestro real nombre, y tomando sobre sí toda la responsabilidad y todo el riesgo, y haciendo justicia a su propia lealtad, íntimamente unida a su felicidad, formaron la única resolución capaz de conservaros en todo evento aquellos dominios. Sus personas, sus fortunas y su honor, inherentes a aquellos terrenos, y su anterior irreprensible conducta, fueron una garantía que no podían prestar las sanguijuelas advenedizas, que sólo valían por un accidental carácter que querían perpetuar a fuerza de engaños, violencias, y tal vez traiciones. Si acaso no fue precisa y absolutamente necesaria esta determinación, tened presente, amado Príncipe, que fue la más segura; que el éxito ha correspondido y declarado la intención; que desde entonces se administró rectamente la justicia en vuestro augusto nombre; que se economizó vuestro erario; y que aquellos países se han puesto en el feliz estado que desearon vuestros progenitores y que no consiguieron por la sabida crueldad de sus oficiales. En fin, si erraron aquellos remotos vasallos en el modo, sus fines eran laudables, y tolerarán con resignación la desgracia de haberos desagradado por la gloria de haberos servido...”. Me parece ver a Fernando con los ojos arrasados de lágrimas, descender del trono, y con la misma majestad con que Fernando el Católico quitaba los grillos al que descubrió el Nuevo Mundo, abrazar a los que lo conservaren, y que mostraba el mismo horror a los Abascales, Elíos y Cisneros, que tuvo aquél a los Bobadillas, Aguados, Cañetes, etc.
Quevedo: Me parece esto cosa viva. Daría un mes de sueldo por que hubiesen oído esta conversación todos los demás porteros; yo los traeré para que se persuadan, y desengañen a otros de que la Junta es absolutamente necesaria y por consiguiente justa; que debemos esperar de ella bienes que no tendríamos de otro modo; que si por nuestra desgracia se arruina, nos vendrían con su destrucción males horribles, y esto a todos sin distinción, y que el remedio es nuestra unión, franqueza, desinterés y cautela contra los revoltosos; que hacen muy mal los que siembran especies contrarias a ella, porque, si antes tuvieron disculpa en opinar cuando se examinaba su importancia, después de establecida y recibida por la mayor parte es un delito grave, una traición, un pecado, es gana de incomodarse inútilmente el andar alborotando y hablando sin saber contra una resolución que ha necesitado y aún forzado su misma conducta... Ya sobre esto hemos hablado, y verá usted en lo que paran estas tonterías malignas.-- A Dios: a barrer y cortar las plumas. Volveré.
(Entra apresuradamente un joven oficial de Granaderos)
Oficial: Argote, estás aquí romanceando muy despacio, cuando te andan buscando para que abras la sala de la Excelentísima Junta.
Argote: ¿Pues qué hay?
Oficial: Acaba de llegar un expreso de Buenos Aires, avisando que el furioso Elío trata de bombardear aquella ciudad, y que acaso hará un desembarco.
Quevedo: ¡Jesús mil veces! ¿No lo decía yo? ¡Tiemblo de oírlo! ¿y con qué carácter viene este señor Elío?
Oficial: De Virrey y Capitán General
Argote: ¿Y sabe usted si han nombrado virreyes para Pamplona y Valencia?
Quevedo: No, porque allá gobiernan las juntas.
Argote: Muy bien, ¿con que aquí sólo son malas? Vaya, vaya.
Oficial: Vendrá nombrado por el Rey. Basta, chitón.
Quevedo: Ni aún eso; se sabe que sólo trae una media firma de un sujeto no conocido, y que lo envía el comercio de Cádiz.
Argote: ¡Malditos cartagineses, esponja de nuestra sangre! Esta es la gloriosa defensa con que nos acatarran; por eso nos aseguran que Bonaparte no los conquistará. Ya se ve pues, así nos chupan la sustancia para pasarla al tirano de quien son de corazón. Esta es la religión, el patriotismo y la política mercantil. Venga Aníbal, que no faltarán Fabios y tal vez Escipiones.
Quevedo: ¿Y qué quieren los de Buenos Aires?
Oficial: Que vayan de aquí tropas a socorrerlos.
Quevedo: Ni por pensamiento. Las que hay aquí son pocas; las necesitamos, y esto sería romper con Lima. ¡Jesús!
Argote: No confunda usted a Lima con el Virrey de Lima.
Oficial (Poniéndose el sombrero y terciando el cuerpo): Ese idioma pérfido e hipócrita es el que usan los aleves que tratan indirectamente de destruirnos y reducirnos a la servidumbre, igualmente que a sus propios hijos, a quienes detestan en su corazón. De este modo hacen vacilar a las almas cobardes; malvados esteliones, enemigos irreconciliables del hombre, que so pretexto de desear nuestro bien y con una reserva inicua nos llevan al precipicio. Deben ir tropas al auxilio de Buenos Aires. Yo soy el primero que marcharé, y ya lo he pedido como una gracia; lo mismo harán mis compañeros, y esto debe hacerse por mil razones: 1ª. Porque así manifestamos que somos hombres de bien y que reinan en nosotros el honor y valor que son la verdadera base de un pueblo digno de figurar en el mundo; 2ª. Porque Buenos Aires es una fortaleza avanzada que nos cubre, es la primera obra de nuestra fortificación, y allí debemos empezar nuestra defensa; 3ª. Porque si Buenos Aires es tiranizado, lo seremos nosotros precisamente y cuanto se diga en contra no es ignorancia, es picardía; 4ª. Porque de este modo los obligamos a que nos correspondan en caso igual; 5ª. Porque ésta es la única escuela en que podemos formarnos para ser útiles a la patria; 6ª. Porque así adquirirá Chile el concepto que merece y que lo ponga a cubierto de intentos hostiles de los extranjeros y de los españoles aliados de Bonaparte; 7ª. Porque...
Argote: Basta, basta. El lorito es una alhaja. ¡Joven gallardo! Dios te guarde y te colme de bendiciones, para que seas honor de tu patria y consuelo de tu anciano y venerable padre, a quien tengo envidia. ¡Digo renuevo!
- De aquellos españoles esforzados
- Que la cerviz de Arauco no domada no domada
- Pusieron duro yugo por la espada (Ercilla).
Fin del libro 1º. Impreso en la Villa de las Juntas, casa de Patricio Vera, calle del Pópulo. H.P.M.S.C.S.D.C.C.M.