​Delescluze​ de Rafael Delorme
Nota: «Delescluze» (19 de noviembre de 1897) Germinal I (29): pp. 1-2.
Delescluze
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 Así como la revolución del 69 fué el advenimiento de la clase media al poder, de la misma manera la revolución comunista de París en el año 1881,[1] fué un relámpago precursor de esa grande y beneficiosa tormenta, que ha de instaurar la igualdad social, emancipando al cuarto estado, á las clases genuinamente populares, victimas hoy de añejos privilegios y de inicuas desigualdades.
 No fué la Commune de París un tejido de crímenes; no estuvo ni de cerca ni de lejos influida por el afán del pillaje, del incendio y del saqueo; hubo crímenes, hubo excesos en la represalia; pero, esto es verdad, ¿y los catorce mil hijos del pueblo que murieron con valoren sus puestos de combate, dando sublime colorido de grandeza á sus excesos? ¿Y el hecho de que las mujeres y los niños fueran los más entusiastas defensores de la insurrección comunista?
 ¿No dicen una y otra cosa que aquel pueblo iba impulsado por una idea grandiosa, la de quitar la explotación y la desigualdad generadoras del hambre?
 Los que tratan de formarse una idea exacta de las cosas—dice Pelletá en su libro Le comité central et la Commune,—saben que los crímenes no constituyen ni forman nunca una doctrina. En el furor de la guerra, en la exaltación de la revuelta ó en el estímulo de las represalias, los partidos pueden dejarse llevar por los crímenes y aun glorificarlos. Mas lo que no se puede sostener es, que el asesinato sea una doctrina católica por el hecho de la Saint Aarthelemy y á que el pillaje perteneza al programa legitimista á causa del blanco. El petróleo no tiene opiniones. Hemos visto ponerse á disposición del César germánico para consumir nuestros pueblos y aldeas; servir á la desesperación de los defensores de la Commune locos de rabia, y ayudar al rey legítimo para tomar posesión con la tea en la mano de su reino de España.
 No, y mil veces no; la Commune no nació al conjuro del crimen y de la destrucción: surgió como una protesta de la Francia, verdaderamente republicana, contra la Asamblea de Febrero, que intentaba restaurar el régimen realista generador de la infamia y de la ruina de la patria. Y por eso, y sólo por eso, no únicamente los hombres, sino hasta las mujeres y los niños, morían contentos en defensa del derecho y de la democracia, amenazados de muerte por aquella Asamblea que, ante todo y sobre todo, después del desastre de Sedan, quería entregar la Francia á discreción de las huestes prusianas, para hacer la paz y matar inmediatamente la República.
 La Commune, repetimos, no fué más sino el resultado del enojo mal comprimido de un pueblo que ve en un cambio de Gobierno hecho, al conjuro de su bien y de su mejora, casi á los mismos hombres que habían vendido la patria por medio de la traición y la infamia; no veía el pueblo de París, que es el cerebro de la Francia, en los hombres del Gobierno de Septiembre, ninguna resolución radical y beneficiosa; los veía inclinarse hacia el grito de ¡Rindámonos! lanzado por la reaccionaria Asamblea; quiso modificar aquel Gobierno, y fueron desoídas y aun escarnecidas las nobles voces de sus legítimos representantes Rochefort y Crémieux; trató el 31 de Octubre de recordar con energía y firmeza sus deberes como republicanos á los individuos del Gobierno de la defensa nacional, y el general Trochú se encargó de ahogar con sus cañones las aspiraciones populares; protestan en su nombre los alcaldes que en Noviembre eligiera, y los insultan y los vejan para después trasladarlos á las prisiones de Mazas.
 No le quedaba, pues, al pueblo heroico de París, que estaba haciendo una resistencia admirable á las bayonetas prusianas, otro remedio que dejarse arrebatar la República ú oponerse á ello de una manera más ó menos enérgica, más ó menos violenta, y optó por esto último.
 No cabe, pues, duda alguna, de que la Commune fué una revolución eminentemente politica; y fué política porque tenía una marcada tendencia social, para lo cual entendió que la soberanía política debía concederse á todas las Asambleas municipales de Francia, principio que llegó á formar casi su único programa.
 Y la garantía de que la revolución comunista de París era sinceramente republicana y no anarquista, como muchos pretenden, lo demuestra el hecho de formar parte de ella los hombres más ilustres de la democracia, aquellos adalides enérgicos y firmes del sentido genuinamenle revolucionario del 89, tales como Félix Pyat, Blarqui, Flourens, Courdet, Longuet, Ranc, Vallés, Rochefort, y, sobre todo, Luis Carlos Delescluze, último ministro de la Guerra de la Commune y mártir del deber y de sus ideas republicanas.
 No era Delescluze un advenedizo de esos que en todas las revoluciones surgen de la misma manera que el relámpago resulta de las atracciones eléctricas de la nube; venía siendo republicano desde el año 30; tomó parte activísima en las sociedades tituladas de los Amigos del Pueblo y de los Derechos del Hombre, cuyo único objetivo era la sustitución de la monarquía de Luis Felipe, por una República esencialmente democrática y radical; se asoció á todas las tentativas republicanas del reinado del hijo de Felipe Igualdad; combatió en las calles de Paris el 5 y 6 de Junio de 1832; estuvo varias veces emigrado y otras tantas preso, porque en aquella época en que el velo de la reacción había cubierto la estatua de la libertad, en que no se respetaba el derecho, en que el capricho y el antojo tanta intervención llegaron á adquirir en los negocios públicos, no existia más que un camino abierto á los defensores de la libertad y de la justicia, para trabajar por su advenimiento: el camino de la revolución.
 Así lo comprendió el entonces joven Delescluze, y llegado á París á continuar sus estudios de Derecho, no titubeó en entregarse por completo á la defensa de sus ideales, y ya en 1830 luchó contra el despótico Gobierno de Carlos X, llenando de asombro á sus enemigos por el valor verdaderamente legendario de que dió pruebas en los tres días que duró el combate encarnizado, en que el pasado se defendía con rabia de las justas pretensiones de la democracia.
 No era Delescluze sólo un hombre de acción; su pluma brillante y enérgica, su palabra de fuego y sus poderosos talentos é iniciativas fecundas, estaban siempre yá todo momento al servicio de la causa del progreso, y durante toda su generosa vida, el ardoroso revolucionario arrastró cadenas, expuso mil veces su existencia, pero no dejó un momento de sentir la República á que en su alma de temple genuinamente romántico, prestaba culto con esa mágica y arrebatadora pasión con que la fantasía adora el amor y la belleza.
 Delescluze, como todos los que á aquella generación progresiva del año 30 pertenecieron, era un espíritu esencialmente ideal: su alma, entusiasta de las ideas y de los hombres de gran revolución, quería á todo trance la solidaridad y el derecho, no cabiendo en ella ninguna mezquina reminiscencia de ambición personal.
 Olvidábase de si mismo, y si en la Commune ocupó elevados puestos, si fué individuo de las comisiones ejecutivas y de la salvación pública y ministro de la Guerra, aceptó uno y otros, porque su presencia en ellos podía ser beneficiosa á la causa santa á que había consagrado la vida.
 Era el representante de una generación de ideas y de principios altruistas, que en medio de los hombres del día, adoradores del egoísmo y del Dios éxito, presentaba un contraste tan original y simpático, que infundía admiración y respeto aun á los más ciegos defensores del individualismo asqueroso y salvaje que nos domina.
 Su retirada de la Asamblea, á la que le llevaron 135.000 votos parisienses, su enérgica actitud, contraria á rendirse á las armas alemanas sin hacer defensa alguna, y su muerte heroica, indican que aquel hombre era del temple de los Dantón, de los Robespierre y de los Vergniaud.
 !Tuez nous sans céla nous recommencerons! ¡matadnos, que si no, volveremos á empezar! Ultimas palabras que pronunciara segundos antes de morir acribillado á balazos, en una barricada, demuestran el carácter de Luis Carlos de Delescluze, alma de fuego consagrada á la democracia y á la República, espíritu valiente, voluntad de hierro, ante cuyos hechos ha de enmudecer la Historia, para no turbar la elocuencia sublime, que por sí solos entrañan.

      Rafael Delorme

Notas editar

  1. Se trata de un errata, se refiere al año 1871.