Del sentimiento trágico de la vida: III

Del sentimiento trágico de la vida
III
El Hambre de Inmortalidad

de Miguel de Unamuno

Parémonos en esto del inmortal anhelo de inmortali¬dad, aunque los gnósticos o intelectuales puedan decir que es retórica lo que sigue y no filosofía. También el di¬vino Platón, al disertar en su Fedón sobre la inmortali¬dad del alma, dijo que conviene hacer sobre ella leyen¬das, uv0o, oy--i v. Recordemos ante todo una vez más, y no será la última, aquello de Spinoza de que cada ser se esfuerza por perse¬verar en él, y que este esfuerzo es su esencia misma actual, e implica tiempo indefinido, y que el ánimo, en fin, ya en sus ideas distintas y claras, ya en las confusas, tiende a per¬severar en su ser con duración indefinida y es sabedor de este su empeño (Ethice, part. HI, props. VI-1X). Imposible nos es, en efecto, concebirnos como no exis¬tentes, sin que haya esfuerzo alguno que baste a que la conciencia se dé cuenta de la absoluta inconsciencia, de su propio anonadamiento. Intenta, lector, imaginarte en plena vela cuál sea el estado de tu alma en el profundo sueño; trata de llenar tu conciencia con la representación de la inconsciencia, y lo verás. Causa congojosísimo vér¬tigo el empeñarse en comprenderlo. No podemos conce¬birnos como no existiendo. El universo visible, el que es hijo del instinto de con¬servación, me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revue¬los mi alma; fáltame en él aire que respirar. Más, más y cada vez más; quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser ade¬más los otros, adentrarme a la totalidad de las cosas visi¬bles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada! ¡O todo o nada! ¡Y qué otro sentido puede tener el «ser o no ser»! To be or no to be shakesperiano, el de aquel mismo poeta que hizo decir a Marcio en su Coriolano (V, 4) que sólo necesitaba la eternidad para ser dios; he wants nothing of a god but eternity? ¡Eternidad!, ¡eterni¬dad! Este es el anhelo: la sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco es real. Gritos de las entrañas del alma ha arrancado a los poe¬tas de los tiempos todos esta tremenda visión del fluir de las olas de la vida, desde el «sueño de una sombra» óxtas óvap de Píndaro, hasta el «la vida es sueño», de Calderón y el «estamos hechos de la madera de los sueños», de Shakespeare, sentencia esta última aún más trágica que la del castellano, pues mientras en aquella sólo se declara sueño a nuestra vida, mas no a nosotros los soñadores de ella, el inglés nos hace también a nosotros sueño, sueño que sueña. La vanidad del mundo y el cómo pasa, y el amor son las dos notas radicales y entrañadas de la verdadera poe¬sía. Y son dos notas que no pueden sonar la una sin que la otra a la vez resuene. El sentimiento de la vanidad del mundo pasajero nos mete el amor, único en que se vence lo vano y transitorio, único que rellena y eterniza la vida. Al parecer al menos, que en realidad... Y el amor, sobre todo cuando la lucha contra el destino súmenos en el sen¬timiento de la vanidad de este mundo de apariencias, y nos abre la vislumbre de otro en que, vencido el destino, sea ley la libertad. ¡Todo pasa! Tal es el estribillo de los que han bebido de la fuente de la vida, boca al chorro, de los que han gus¬tado del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. ¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!, ¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser Dios! «¡Seréis como dioses!», cuenta el Génesis (111, 5) que dijo la serpiente a la primera pareja de enamorados. «Si en esta vida tan sólo hemos de esperar en Cristo, somos los más lastimosos de los hombres», escribía el Apóstol (1 Cor., XV, 19), y toda religión arranca históricamente del culto a los muertos, es decir, a la inmortalidad. Escribía el trágico judío portugués de Amsterdam que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte; pero ese hombre libre es un hombre muerto libre del re¬sorte de la vida, falto de amor, esclavo de su libertad. Ese pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después, es el latir mismo de mi conciencia. Contemplando el sereno campo verde o contemplando unos ojos claros, a que se asome un alma hermana de la mía, se me hinche la conciencia, siento la diástole del alma y me empapo de vida ambiente, y creo en mi porve¬nir; pero al punto la voz del misterio me susurra ¡dejarás de ser!, me roza con el ala el Ángel de la muerte, y la sís¬tole del alma me inunda las entrañas espirituales en san¬gre de divinidad. Como Pascal, no comprendo al que asegura no dársele un ardite de este asunto, y ese abandono en cosa «en que se trata de ellos mismos, de su eternidad, de su todo, me irrita mas que me enternece, me asombra y me espanta», y el que así siente «es para mí», como para Pascal, cuyas son las palabras señaladas, «un monstruo». Mil veces y en mil tonos se ha dicho cómo es el culto a los muertos antepasados lo que enceta, por lo común, las religiones primitivas, y cabe en rigor decir que lo que más al hombre destaca de los demás animales es lo de que guarde, de una manera o de otra, sus muertos sin entre¬garlos al descuido de su madre la tierra todoparidora; es un animal guardamuertos. ¿Y de qué los guarda así? ¿De qué los ampara el pobre? La pobre conciencia huye de su propia aniquilación, y así que un espíritu animal despla¬centándose del mundo, se ve frente a este y como distinto de él se conoce, ha de querer tener otra vida que no la del mundo mismo. Y así la tierra correría riesgo de conver¬tirse en un vasto cementerio, antes que los muertos mis¬mos se remueran. Cuando no se hacían para los vivos más que chozas de tierra o cabañas de paja que la intemperie ha destruido, elevábanse túmulos para los muertos, y antes se empleó la piedra para las sepulturas que no para las habitaciones. Han vencido a los siglos por su fortaleza las casas de los muertos, no las de los vivos; no las moradas de paso, sino las de queda. Este culto, no a la muerte, sino a la inmortalidad, inicia y conserva las religiones. En el delirio de la destrucción, Robespierre hace declarar a la Convención la existencia del Ser Supremo y «el principio consolador de la inmor¬talidad del alma», y es que el Incorruptible se aterraba ante la idea de tener que corromperse un día. ¿Enfermedad? Tal vez, pero quien no se cuida de la en¬fermedad, descuida la salud, y el hombre es un animal esencial y sustancialmente enfermo. ¿Enfermedad? Tal vez lo sea como la vida misma a que va presa, y la única salud posible la muerte; pero esa enfermedad es el ma¬nantial de toda salud poderosa. De lo hondo de esa con¬goja, del abismo del sentimiento de nuestra mortalidad, se sale a luz de otro cielo, como de lo hondo del infierno salió el Dante a volver a ver las estrellas (Inf., XXXIV, 139).

e quindi uscimmo a riveder le stelle.

Aunque al pronto nos sea congojosa esta meditación de nuestra mortalidad, nos es al cabo corroboradora. Recó¬gete, lector, en ti mismo, y figúrate un lento deshacerte de ti mismo, en que la luz se te apague, se te enmudezcan las cosas y no te den sonido, envolviéndote en silencio, se te derritan de entre las manos los objetos asideros, se te escu¬rra de bajo los pies el piso, se te desvanezcan como en des¬mayo los recuerdos, se te vaya disipando todo en nada y disipándote también tú, y ni aun la conciencia de la nada te quede siquiera como fantástico agarradero de una sombra. He oído contar de un pobre segador muerto en cama de hospital, que al ir el cura a ungirle en extremaunción las manos, se resistía a abrir la diestra con que apuñaba unas sucias monedas, sin percatarse de que muy pronto no se¬ría ya suya su mano ni él de sí mismo. Y así cerramos y apuñamos, no ya la mano, sino el corazón, queriendo apuñar en él al mundo. Confesábame un amigo, que previendo en pleno vigor de salud física la cercanía de una muerte violenta, pen¬saba en concentrar la vida, viviéndola en los pocos días que de ella calculaba le quedarían para escribir un libro. ¡Vanidad de vanidades! Si al morírseme el cuerpo que me sustenta, y al que llamo mío para distinguirme de mí mismo, que soy yo, vuelve mi conciencia a la absoluta inconsciencia de que brotara, y como a la mía les acaece a las de mis hermanos todos en la humanidad, entonces no es nuestro trabajado linaje humano más que una fatídica procesión de fantas¬mas, que van de la nada a la nada, y el humanitarismo lo más inhumano que se conoce. Y el remedio no es el de la copla que dice:

Cada vez que considero que me tengo que morir, tiendo la capa en el suelo y no me harto de dormir.

¡No! El remedio es considerarlo cara a cara, fija la mi¬rada en la morada de la Esfinge, que es así como se des¬hace el maleficio de su alojamiento. Si del todo morimos todos, ¿para qué todo? ¿Para qué? Es el ¿para qué? de la Esfinge, es el ¿para qué? que nos corroe el meollo del alma, es el padre de la congoja, la que nos da el amor de esperanza. Hay, entre los poéticos quejidos del pobre Cowper, unas líneas escritas bajo el peso del delirio y en las cua¬les, creyéndose blanco de la divina venganza, exclama que el infierno podrá procurar un abrigo a sus miserias.

Hell might afford my miseries a shelter

Este es el sentimiento puritano, la preocupación del pe¬cado y de la predestinación; pero leed estas otras mucho más terribles palabras de Sénancour, expresivas de la de¬sesperación católica, no ya de la protestante, cuando hace decir a su Obermann (carta XC): «L'homme est périssa¬ble. íl se peut; mais, périssons en résistant, et, si le neant nous est resérvé, ne faisons pas que ce soit une justice.» Y he de confesar, en efecto, por dolorosa que la confesión sea, que nunca, en los días de la fe ingenua de mi moce¬dad, me hicieron temblar las descripciones, por truculen¬tas que fuesen, de las torturas del infierno, y sentí siem¬pre ser la nada mucho más aterradora que él. El que sufre vive, y el que vive sufriendo ama y espera, aunque a la puerta de su mansión le pongan el «¡Dejad toda espe¬ranza!», y es mejor vivir en dolor que no dejar de ser en paz. En el fondo, era que no podía creer en esa atrocidad de un infierno, de una eternidad de pena, ni veía más ver¬dadero infierno que la nada y su perspectiva. Y sigo cre¬yendo que si creyésemos todos en nuestra salvación de la nada seríamos todos mejores. ¿Qué es arregosto de vivir, la joie de vivre, de que ahora nos hablan? El hambre de Dios, la sed de eterni¬dad, de sobrevivir, nos ahogará siempre ese pobre goce de la vida que pasa y no queda. Es el desenfrenado amor a la vida, el amor que la quiere inacabable, lo que más suele empujar al ansia de la muerte. «Anonadado yo, si es que del todo me muero -nos decimos-, se me acabó el mundo, acabóse, ¿y por qué no ha de acabarse cuanto antes para que no vengan nuevas conciencias a padecer el pesadumbroso engaño de una existencia pa¬sajera y aparencial? Si deshecha la ilusión de vivir, el vi¬vir por el vivir mismo o para otros que han de morirse también no nos llena el alma, ¿para qué vivir? La muerte es nuestro remedio.» Y así es como se endecha al reposo inacabable por miedo a él, y se le llama liberadora a la muerte. Ya el poeta del dolor, del aniquilamiento, aquel Leo¬pardi que, perdido el último engaño, el de creerse eterno

Peri l'inganno estremo ch'etemo io mi credei,

le hablaba a su corazón de l'infinita vanitá del tutto, vio la estrecha hermandad que hay entre el amor y la muerte y cómo cuando «nace en el corazón profundo un amoroso afecto, lánguido y cansado juntamente con él en el pecho, un deseo de morir se siente». A la mayor parte de los que se dan a sí mismos la muerte, es el amor el que les mueve el brazo, es el ansia suprema de vida, de más vida, de pro¬longar y perpetuar la vida lo que a la muerte les lleva, una vez persuadidos de la vanidad de su ansia. Trágico es el problema y de siempre, y cuanto más queramos de él huir, más vamos a dar en él. Fue el sereno -¿sereno?- Platón, hace ya veinticuatro siglos, el que, en su diálogo sobre la inmortalidad del alma, dejó esca¬par de la suya, hablando de lo dudoso de nuestro ensueño de ser inmortales, y del riesgo de que no sea vano aquel profundo dicho: ¡hermoso es el riesgo! Ka,ós yáp ó xív¬óvvoS hermosa es la suerte que podemos correr de que no se nos muera el alma nunca, germen esta sentencia del ar¬gumento famoso de la apuesta de Pascal. Frente a este riesgo, y para suprimirlo, me dan racioci¬nios en prueba de lo absurda que es la creencia en la in¬mortalidad del alma; pero esos raciocinios no me hacen mella, pues son razones y nada más que razones, y no es de ellas de lo que se apacienta el corazón. No quiero mo¬rirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siem¬pre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia. Yo soy el centro de mi universo, el centro del universo, y en mis angustias supremas grito con Michelet: «¡Mi yo, que me arrebatan mi yo!» ¿De qué le sirve al hombre ga¬nar el mundo todo si pierde su alma? (Mat. XVI, 26). ¿Egoísmo decís? Nada hay más universal que lo indivi¬dual, pues lo que es de cada uno lo es de todos. Cada hombre vale más que la humanidad entera, ni sirve sacri¬ficar cada uno a todos, sino en cuanto todos se sacrifi¬quen a cada uno. Eso que llamáis egoísmo, es el principio de la gravedad psíquica, el postulado necesario. «¡Ama a tu prójimo como a ti mismo!», se nos dijo presuponiendo que cada cual se ame a sí mismo; y no se nos dijo, ¡ámate! Y, sin embargo, no sabemos amarnos. Quitad la propia persistencia, y meditad lo que os di¬cen. ¡Sacrifícate por tus hijos! Y te sacrificarás por ellos, porque son tuyos, parte prolongación de ti, y ellos a su vez se sacrificarán por los suyos, y estos por los de ellos, y así irá, sin término, un sacrificio estéril del que nadie se aprovecha. Vine al mundo a hacer mi yo, y ¿qué será de nuestros yos todos? ¡Vive para la Verdad, el Bien, la Be¬lleza! Ya veremos la suprema vanidad, y la suprema in¬sinceridad de esta posición hipócrita. «¡Eso eres tú!» -me dicen con las Upanisadas-. Y yo les digo: sí, yo soy eso, cuando eso es yo y todo es mío y mía la totalidad de las cosas. Y como mía la quiero y amo al prójimo porque vive en mí y como parte de mi concien¬cia, porque es como yo, es mío. ¡Oh, quién pudiera prolongar este dulce momento y dormirse en él y en él eternizarse! ¡Ahora y aquí, a esta luz discreta y difusa, en este remanso de quietud, cuando está aplacada la tormenta del corazón y no me llegan los ecos del mundo! Duerme el deseo insaciable y ni aun sueña; el hábito, el santo hábito reina en mi eternidad; han muerto con los recuerdos los desengaños, y con las esperanzas los temores. Y vienen queriendo engañarnos con un engaño de en¬gaños, y nos hablan de que nada se pierde, de que todo se transforma, muda y cambia, que ni se aniquila el menor cachito de materia ni se desvanece del todo el menor gol¬pecito de fuerza, ¡y hay quien pretende darnos consuelo con esto! ¡Pobre consuelo! Ni de mi materia ni de mi fuerza me inquieto, pues no son mías mientras no sea yo mismo mío, esto es, eterno. No, no es anegarse en el gran Todo, en la Materia o en la Fuerza infinitas y eternas o en Dios lo que anhelo; no es ser poseído por Dios, sino pose¬erle, hacerme yo Dios sin dejar de ser el yo que ahora os digo esto. No nos sirven engañifas de monismo; quere¬mos bulto y no sombra de inmortalidad. ¿Materialismo? ¿Materialismo decís? Sin duda; pero es que nuestro espíritu es también alguna especie de ma¬teria o no es nada. Tiemblo ante la idea de tener que des¬garrarme de mi carne; tiemblo más aún ante la idea de te¬ner que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia. Si, acaso esto merece el nombre de mate¬rialismo, y si a Dios me agarro con mis potencias y mis sentidos todos, es para que Él me lleve en sus brazos allende la muerte, mirándome con su cielo a los ojos cuando se me vayan estos a apagar para siempre. ¿Que me engaño? ¡No me habléis de engaño y dejadme vivir! Llaman también a esto orgullo; «hediondo orgullo» le llamó Leopardi, y nos preguntan que quiénes somos, vi¬les gusanos de la tierra, para pretender inmortalidad; ¿en gracia a qué? ¿Para qué? ¿Con qué derecho? ¿En gracia a qué?, preguntáis, ¿y en gracia a qué vivimos? ¿Para qué?, ¿y para qué somos? ¿Con qué derecho? ¿Y con qué dere¬cho somos? Tan gratuito es existir, como seguir exis¬tiendo siempre. No hablemos de gracia, ni de derecho, ni del para qué de nuestro anhelo que es un fin en sí, porque perderemos la razón en un remolino de absurdos. No re¬clamo derecho ni merecimiento alguno; es sólo una nece¬sidad, lo que necesito para vivir. ¿Y quién eres tú?, me preguntas, y con Obermann te contesto: ¡para el universo nada, para mí todo! ¿Orgullo? ¿Orgullo querer ser inmortal? ¡Pobres hombres! Trágico hado, sin duda, el tener que cimentar en la movediza y deleznable piedra del deseo de inmortalidad la afirma¬ción de esta; pero torpeza grande condenar el anhelo por creer probado, sin probarlo que no sea conseguidero. ¿Que sueño...? Dejadme soñar; si ese sueño es mi vida, no me despertéis de él. Creo en el inmortal origen de este anhelo de inmortalidad que es la sustancia misma de mi alma. ¿Pero de veras creo en ello...? ¿Y para qué quieres ser inmortal?, me preguntas, ¿para qué? No entiendo la pre¬gunta francamente, porque es preguntar la razón de la ra¬zón, el fin del fin, el principio del principio. Pero de estas cosas no se puede hablar. Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que a donde quiera que fuese Pablo se concitaban contra él los celosos judíos para perseguirle. Apedreáronle en Iconio y en Listra, ciudades de Licaonia, a pesar de las maravillas que en la última obró; le azotaron en Filipos de Macedo¬nia y le persiguieron sus hermanos de raza en Tesalónica y en Berea. Pero llegó a Atenas, a la noble ciudad de los intelectuales, sobre la que velaba el alma excelsa de Pla¬tón, el de la hermosura del riesgo de ser inmortal, y allí disputó Pablo con epicúreos y estoicos, que decían de él, o bien: ¿qué quiere decir este charlatán (óZepuo¬~óyos)?, o bien: ¡parece que es predicador de nuevos dio¬ses! (Hechos, XVII, 18), y «tomándole le llevaron al Are¬ópago, diciendo: podremos saber qué sea esta nueva doctrina que dices, porque traes a nuestros oídos cosas peregrinas, y queremos saber qué quiere decir eso» (ver¬sículos 19-20), añadiendo el libro esta maravillosa carac¬terización de aquellos atenienses de la decadencia, de aquellos lamineros y golosos de curiosidades, pues «en¬tonces los atenienses todos y sus huéspedes extranjeros no se ocupaban de otra cosa sino en decir o en oír algo de más nuevo» (v. 21). ¡Rasgo maravilloso, que nos pinta a qué habían venido a parar los que aprendieron en la Odi¬sea que los dioses traman y cumplen la destrucción de los mortales para que los venideros tengan algo que contar! Ya está, pues, Pablo ante los refinados atenienses, ante los graeculos, los hombres cultos y tolerantes que admi¬ten toda doctrina, toda la estudian y a nadie apedrean ni azotan ni encarcelan por profesar estas o las otras; ya está donde se respeta la libertad de conciencia y se oye y se escucha todo parecer. Y alza la voz allí, en medio del Are¬ópago, y les habla como cumplía a los cultos ciudadanos de Atenas, y todos, ansiosos de la última novedad, le oyen, mas cuando llega a hablarles de la resurrección de los muertos, se les acaba la paciencia y la tolerancia, y unos se burlan de él y otros le dicen: «¡ya oiremos otra vez de esto!», con propósito de no oírle. Y una cosa pare¬cida le ocurrió en Cesarea con el pretor romano Félix, hombre también tolerante y culto, que le alivió de la pe¬sadumbre de su prisión, y quiso oírle y le oyó disertar de la justicia y de la continencia; mas al llegar al juicio veni¬dero, le dijo espantado (éu(poOos y--vouévos): «¡Ahora vete, te volveré a llamar cuando cuadre!» (Hechos, XXIV, 22-25). Y cuando hablaba ante el rey Agripa, al oírle Festo, el gobernador, decir de resurrección de muer¬tos, exclamó: «Estás loco, Pablo; las muchas letras te han vuelto loco» (Hechos, XXVI, 24). Sea lo que fuere de la verdad del discurso de Pablo en el Areópago, y aun cuando no lo hubiere habido, es lo cierto que en este relato admirable se ve hasta dónde llega la tolerancia ática y dónde acaba la paciencia de los intelectuales. Os oyen todos en calma, y sonrientes, y a las veces os animan diciéndoos: ¡es curioso!, o bien, ¡tiene ingenio!, o ¡es sugestivo!, o ¡qué hermosura!, o ¡lástima que no sea verdad tanta belleza!, o ¡eso hace pensar!; pero así que les habláis de resurrección y de vida allende la muerte, se les acaba la paciencia y os atajan la palabra diciéndoos: ¡dejadlo, otro día hablarás de esto!; y es de esto, mis pobres atenienses, mis intolerables inte¬lectuales, es de esto de lo que voy a hablaros aquí. Y aun si esa creencia fuese absurda, ¿por qué se tolera menos el que se les exponga que otras muchas más absur¬das aún? ¿Por qué esa evidente hostilidad a tal creencia? ¿Es miedo? ¿Es acaso pesar de no poder compartirla? Y vuelven los sensatos, los que no están a dejarse en¬gañar, y nos machacan los oídos con el sonsonete de que no sirve entregarse a la locura y dar coces contra el agui¬jón, pues lo que no puede ser es imposible. Lo viril, dicen, es resignarse a la suerte, y pues no somos inmortales, no queramos serlo; sojuzguémonos a la razón sin acongojar¬nos por lo irremediable, entenebreciendo y entristeciendo la vida. Esa obsesión, añaden, es una enfermedad. Enfer¬medad, locura, razón... ¡el estribillo de siempre! Pues bien: ¡no! No me someto a la razón y me rebelo contra ella, y tiro a crear en fuerza de fe a mi Dios inmortali¬zador y a torcer con mi voluntad el curso de los astros, porque si tuviéramos fe como un gramo de mostaza, di¬ríamos a ese monte: pásate de ahí, y se pasaría, y nada nos sería imposible (Mat. XVII, 20). Ahí tenéis a ese ladrón de energías, como él llamaba torpemente al Cristo, que quiso casar al nihilismo con la lucha por la existencia, y os habla de valor. Su corazón le pedía el todo eterno, mientras su cabeza le enseñaba la nada, y desesperado y loco para defenderse de sí mismo, maldijo de lo que más amaba. Al no poder ser Cristo, blasfemó del Cristo. Henchido de sí mismo, se quiso inacabable y soñó con la vuelta eterna, mezquino remedio de la inmortalidad, y lleno de lástima hacia sí, abominó de toda lástima. ¡Y hay quien dice que es la suya filosofía de hombre fuerte! No; no lo es. Mi salud y mi fortaleza me empujan a perpetuarme. ¡Esa es doctrina de endebles que aspiran a ser fuertes; pero no de fuertes que lo son! Sólo los débiles se resignan a la muerte final, y sustituyen con otro el anhelo de inmortalidad personal. En los fuer¬tes, el ansia de perpetuidad sobrepuja a la duda de lograrla y su rebose de vida se vierte al más allá de la muerte. Ante este terrible misterio de la inmortalidad, cara a cara de la Esfinge, el hombre adopta distintas actitudes y busca por varios modos consolarse de haber nacido. Y ya se le ocurre tomarla a juego, y se dice con Renán, que este universo es un espectáculo que Dios se da a sí mismo, y que debemos servir las intenciones del gran Co¬rega, contribuyendo a hacer el espectáculo lo más bri¬llante y lo más variado posible. Y han hecho del arte una religión y un remedio para el mal metafísico, y han in¬ventado la monserga del arte por el arte. Y no les basta. El que os diga que escribe, pinta, es¬culpe o canta para propio recreo, si da al público lo que hace, miente; miente si firma su escrito, pintura, estatua o canto. Quiere, cuando menos, dejar una sombra de su es¬píritu, algo que le sobreviva. Si la Imitación de Cristo es anónima, es porque su autor, buscando la eternidad del alma, no se inquietaba de la del nombre. Literato que os diga que desprecia la gloria, miente como un bellaco. De Dante, el que escribió aquellos treinta y tres vigorosísi¬mos versos (Purg. XI, 85-117), sobre la vanidad de la glo¬ria mundana, dice Boccaccio que gustó de los honores y las pompas más acaso de lo que correspondía a su ínclita virtud. El deseo más ardiente de sus condenados es el de que se les recuerde aquí, en la tierra, y se hable de ellos, y es esto lo que más ilumina las tinieblas del infierno. Y él mismo expuso el concepto de la Monarquía, no sólo para utilidad de los demás, sino para lograr palma de gloria (lib. I, cap. 1). ¿Qué más? Hasta de aquel santo varón, el más desprendido, al parecer, de vanidad terrena, del Po¬brecito de Asís cuenta los Tres Socios que dijo: adhuc adorabor per totum mundum! ¡Veréis cómo soy aún ado¬rado por todo el mundo! (11 Celano, 1, 1). Y hasta de Dios mismo dicen los teólogos que creó el mundo para mani¬festación de su gloria. Cuando las dudas invaden y nublan la fe en la inmorta¬lidad del alma, cobra brío y doloroso empuje el ansia de perpetuar el nombre y la fama. Y de aquí esa tremenda lu¬cha por singularizarse, por sobrevivir de algún modo en la memoria de los otros y los venideros, esa lucha mil ve¬ces más terrible que la lucha por la vida, y que da tono, color y carácter a esta nuestra sociedad, en que la fe me¬dieval en el alma inmortal se desvanece. Cada cual quiere afirmarse siquiera en apariencia. Una vez satisfecha el hambre, y esta se satisface pronto, surge la vanidad, la necesidad -que lo es- de imponerse y sobrevivir en otros. El hombre suele entre¬gar la vida por la bolsa, pero entrega la bolsa por la vani¬dad. Engríese, a falta de algo mejor, hasta de sus flaque¬zas y miserias, y es como el niño, que con tal de hacerse notar se pavonea con el dedo vendado. ¿Y la vanidad qué es sino ansia de sobrevivirse? Acontécele al vanidoso lo que al avaro, que toma los medios por los fines, y olvidadizo de estos, se apega a aquellos en los que se queda. Al parecer algo, conducente a serlo, acaba por formar nuestro objetivo. Necesitamos que los demás nos crean superiores a ellos para creernos nosotros tales, y basar en ello nuestra fe en la propia per¬sistencia, por lo menos en la de la fama. Agradecemos más el que se nos encomie el talento con que defendemos una causa, que no el que se reconozca la verdad o bondad de ella. Una furiosa manía de originalidad sopla por el mundo moderno de los espíritus, y cada cual la pone en una cosa. Preferimos desbarrar con ingenio a acertar con ramplonería. Ya dijo Rousseau en su Emilio: «Aunque estuvieran los filósofos en disposición de descubrir la verdad, ¿quién de entre ellos se interesaría en ella? Sabe cada uno que su sistema no está mejor fundado que los otros, pero le sostiene porque es suyo. No hay uno solo que en llegando a conocer lo verdadero y lo falso, no pre¬fiera la mentira que ha hallado a la verdad descubierta por otro. ¿Dónde está el filósofo que no engañase de buen grado, por su gloria, al género humano? ¿Dónde el que en el secreto de su corazón se proponga otro objeto que dis¬tinguirse? Con tal de elevarse por encima del vulgo, con tal de borrar el brillo de sus concurrentes, ¿qué más pide? Lo esencial es pensar de otro modo que los demás. Entre los creyentes es ateo; entre los ateos sería creyente.» ¡Cuánta verdad hay en el fondo de estas tristes confesio¬nes de aquel hombre de sinceridad dolorosa! Nuestra lucha a brazo partido por la sobrevivencia del nombre se retrae al pasado, así como aspira a conquistar el porvenir; peleamos con los muertos, que son los que nos hacen sombra a los vivos. Sentimos celos de los ge¬nios que fueron, y cuyos nombres, como hitos de la histo¬ria, salvan las edades. El cielo de la fama no es muy grande, y cuantos más en él entren, menos toca a cada uno de ellos. Los grandes hombres del pasado nos roban lugar en él; lo que ellos ocupan en la memoria de las gen¬tes nos lo quitarán a los que aspiramos a ocuparla. Y así nos revolvemos contra ellos, y de aquí la agrura con que cuantos buscan en las letras nombradía juzgan a los que ya la alcanzaron y de ella gozan. Si la literatura se en¬riquece mucho, llegará el día del cernimiento y cada cual teme quedarse entre las mallas del cedazo. El joven irre¬verente para con los maestros, al atacarlos, es que se de¬fiende: el iconoclasta o rompeimágenes es un estilita que se erige a sí mismo en imagen, en icono. «Toda com¬paración es odiosa», dice un dicho decidero, y es que, en efecto, queremos ser únicos. No le digáis a Fernández que es uno de los jóvenes españoles de más talento, pues mientras finge agradecéroslo, moléstale el elogio; si le decís que es el español de más talento... ¡vaya!... pero aún no le basta; una de las eminencias mundiales es ya más de agradecer, pero sólo le satisface que le crean el pri¬mero en todas partes y de los siglos todos. Cuanto más solo, más cerca de la inmortalidad aparencial, la del nom¬bre, pues los nombres se menguan los unos a los otros. ¿Qué significa esa irritación cuando creemos que no roban una frase, o un pensamiento, o una imagen que creíamos nuestra; cuando nos plagian? ¿Robar? ¿Es que acaso es nuestra, una vez que al público se la dimos? Sólo por nuestra la queremos, y más encariñados vivi¬mos de la moneda falsa que conserva nuestro cuño, que no de la pieza de oro puro de donde se ha borrado nuestra efigie y nuestra leyenda. Sucede muy comúnmente que cuando no se pronuncia ya el nombre de un escritor es cuando más influye en su pueblo desparramado y en¬fusado su espíritu en los espíritus de los que le leyeron, mientras que se le citaba cuando sus dichos y pensamien¬tos, por chocar con los corrientes, necesitaban garantía de nombre. Lo suyo es ya de todos y él en todos vive. Pero en sí mismo vive triste y lacio y se cree en derrota. No oye ya los aplausos ni tampoco el latir silencioso de los corazones de los que le siguen leyendo. Preguntad a cual¬quier artista sincero qué prefiere, que se hunda su obra y sobreviva su memoria, o que hundida esta persista aque¬lla, y veréis, si es de veras sincero, lo que os dice. Cuando el hombre no trabaja para vivir, e irlo pasando, trabaja para sobrevivir. Obrar por la obra misma es juego y no trabajo. ¿Y el juego? Ya hablaremos de él. Tremenda pasión esa de que nuestra memoria sobre¬viva por encima del olvido de los demás si es posible. De ella arranca la envidia a la que se debe, según el relato bí¬blico, el crimen que abrió la historia humana: el asesinato de Abel por su hermano Caín. No fue lucha por pan, fue lucha por sobrevivir a Dios, en la memoria divina. La en¬vidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual. Resuelto el que llamamos problema de la vida, el del pan, convertiríase la tierra en un infierno, por surgir con más fuerza la lucha por la sobrevivencia. Al nombre se sacrifica no ya la vida, la dicha. La vida desde luego. «¡Muera yo; viva mi fama!», exclama en Las Mocedades del Cid Rodrigo Arias, al caer herido de muerte por don Diego de Ordóñez de Lara. Débese uno a su nombre. «¡Ánimo, Jerónimo, que se te recordará largo tiempo; la muerte es amarga, pero la fama eterna!», ex¬clamó Jerónimo Olgiati, discípulo de Cola Montano y matador, conchabado con Lampugnani y Visconti, de Ga¬leazzo Sforza, tirano de Milán. Hay quien anhela hasta el patbulo para cobrar fama, aunque sea infame: avidus malae famae, que dijo Tácito. Y este erostratismo, ¿qué es en el fondo, sino ansia de in¬mortalidad, ya que no de sustancia y bulto, al menos de nombre y sombra? Y hay en ellos sus grados. El que desprecia el aplauso de la muchedumbre de hoy, es que busca sobrevivir en re¬novadas minorías durante generaciones. «La posteridad es una superposición de minorías», decía Gounod. Quiere prolongarse en tiempo más que en espacio. Los ídolos de las muchedumbres son pronto derribados por ellas mis¬mas, y su estatua se deshace al pie del pedestal sin que la mire nadie, mientras que quienes ganan el corazón de los escogidos recibirán más largo tiempo fervoroso culto en una capilla siquiera recogida y pequeña, pero que salvará las avenidas del olvido. Sacrifica el artista la extensión de su fama a su duración; ansía más durar por siempre en un rinconcito, a no brillar un segundo en el universo todo; quiere más ser átomo eterno y consciente de sí mismo que momentánea conciencia del universo todo; sacrifica la infinidad a la eternidad. Y vuelven a molernos los oídos con el estribillo aquel de ¡orgullo!, ¡hediondo orgullo! ¿Orgullo querer dejar nombre imborrable? ¿Orgullo? Es como cuando se habla de sed de placeres, interpretando así la sed de riquezas. No, no es tanto ansia de procurarse placeres cuanto el terror a la pobreza lo que nos arrastra a los pobres hom¬bres a buscar el dinero, como no era el deseo de gloria, sino el terror al infierno lo que arrastraba a los hombres en la Edad Media al claustro con su acedía. Ni esto es or¬gullo, sino terror a la nada. Tendemos a serlo todo, por ver en ello el único remedio para no reducirnos a nada. Queremos salvar nuestra memoria, siquiera nuestra me¬moria. ¿Cuánto durará? A lo sumo lo que durase el linaje humano. ¿Y si salváramos nuestra memoria en Dios? Todo esto que confieso son, bien lo sé, miserias; pero del fondo de estas miserias surge vida nueva, y sólo apu¬rando las heces del dolor espiritual puede llegarse a gus¬tar la miel del poso de la copa de la vida. La congoja nos lleva al consuelo. Esa sed de vida eterna apáganla muchos, los sencillos sobre todo, en la fuente de la fe religiosa; pero no a to¬dos es dado beber de ella. La institución cuyo fin pri¬mordial es proteger esa fe en la inmortalidad personal del alma es el catolicismo; pero el catolicismo ha que¬rido racionalizar esa fe haciendo de la religión teología, queriendo dar por base a la creencia vital una filosofía y una filosofía del siglo XIII. Vamos a verlo y ver sus con¬secuencias.