Del frío al fuego/Capítulo XXIII

Capítulo XXIII

Diciembre 24. -Nochebuena -nos ha dicho hoy el almanaque.

Y es preciso creerlo, ahogado, aquí, viendo este blanco y sutil celaje inmóvil de tormenta, viendo correr por el agua quieta las manadas de delfines que también parecen salir a respirar mientras aguardo como un ansiado bien mi segunda ducha de antes del almuerzo.

El cielo tiene una luminosidad siniestra de amenaza, sobre la calma del mar.

-¡Señorito!

-Hola, Juan. ¿Ya?

-Sí, señorito. No está compuesta la avería, pero pueden bañarse los señores en un baño de señoras. Lo ha dicho el sobrecargo.

Bajo, delante de Juan. Entro en el camarín que se me indica, y cierro. Esto de refrescarse lo solemos tomar despacio, el que le toca, con desesperación de los demás. Noto, sin embargo, que está el cuartito hecho un desastre. Los carpinteros y plomeros han interrumpido su obra, y yace el suelo lleno de aserrín, de clavos, de tacos de madera, hasta de herramientas. Arrancada la percha, sin otra silla, no sé dónde poner las ropas.

Fumo. He colgado la chaqueta en el extremo retorcido de un tubo roto, y no tengo donde soltar el cigarro. De pronto paréceme que la ducha se abre..., vuelvo la cabeza, y no: es en el cuartito vecino; veo sobre la pila, al lado de mi ducha, junto al techo, un boquete de paso de otros tubos arrancados.

Al mismo tiempo siento el resoplar de impresión de quien sufre el agua, y una femenina tos que juraría que es de Aurora... La idea de verla me asalta... a ella... ¡qué demonio!... no hay grandes traiciones de pudor con tal mujer... Y dicho y hecho, velo un tanto con la cortinilla la ventana, subo al borde de la pila y miro...

¡Ah!... está enfrente..., ninfa deliciosa... ¿quién es?... ¡No es la pescadera!... es menos gruesa... ¿Pura?... No, tampoco... menos gruesa, ésta, asimismo... cubre su cara con ambas manos. Una idea me cruza de verdadera traición... Y luego, apártome a un lado del boquete...

Mas, no, no, gran Dios... no es tampoco Lucía... ¡Lucía es más alta!...

Y como ha sido divina la visión... Y como el mal de indiscreción ya estaría hecho... vuelvo a mirar, pensando que será cualquiera de aquellas mujeres o muchachas humildes del pasaje de quienes no ha hecho aprecio nuestro orgullo... Hay, en efecto, una modesta hija de un ex-sargento, de un teniente, vestida de percales, que bien puede tener debajo de ellos esta escultura ideal.

No se mueve la figurita linda, acogida entre los líquidos hilos de la lluvia, entera y recta alzada sobre los pies muy juntos al centro de la pila, como una bella columna simétrica, como una cariátide de fuente. Goteante el pelo en obscuras sierpes que el cristalino varillaje sacude por detrás de los costados, aplástasele a la cabeza erguida para recibir en plena frente el agua, siempre protegida por ambas manos la faz. Las puntas de los codos, separados hacia mí y a la altura de los hombros, déjanme ver y ofrecen también a la frescura las puntas altivas de sus senos...

Me invade la casi casta adoración de la belleza pura, de la belleza intacta y virginal de esta ignota hija del ex-sargento, del teniente...; la noble adoración de la humana forma, en diosa de inocencia, no manchada en mí esta vez ni siquiera por aquellas vagas perspectivas de amantes proyecciones con que fuí por fin envileciendo mi admiración a la rubia desdichada... ¡Oh tú, bella modesta de quien no tengo otro recuerdo que el de tus ojos dulces, sencillos..., nunca sabrás con cuál celeste admiración ha contemplado tus hechizos un hombre!

Feliz pereza de edén, esta delicia de diosa en el baño. Su cuerpo, maravillosamente lineado, maravillosamente azul a la luz que entra oblicua y directa del cielo por la redonda ventana; su cuerpo lavado en gracia, absuelve sin embargo a la mujer que es, bien mujer, la hechicera, sumiendo sus rincones de amor, tocados de obscuro musgo, en discretas sombras que le dan la limpia pureza morena de una estatua. Sin la negrura intensa del cabello, sería perfecta la ilusión.

Ya que les quitan uno, para nosotros, han tenido al menos en el barco la atención de guardar para las damas los cuartos menos trastornados en la obra. Aquí no hay martillos por el suelo. Todo en orden. La roja colgadura de la puerta, frente al ventanillo, refleja su fulgor de sangre sobre la mitad izquierda del cuerpo gentilísimo, así repartido entre dos caricias de luz... Y humilla ahora la frente, ella, curvada un poco a recibir la lluvia en la espalda. Sus manos adelantan soñosas el pelo por encima de un hombro, y durante un segundo le oculta el vientre un roto velo de madejas deshechas y temblantes en el raudal de agua... Un seno de éstos, que no son en el marmóreo busto más que leves gracias henchidas, parte una de las guedejas negras, negras, que se ciñen a la carne al erguirse ella otra, vez, y queda asomando... Y... y... ¡qué veo!... ¡oh qué miro!... ¡por Dios!... ¡ella!... ¡ella!!

¡¡Es Sarah!!

¡Es Sarah!

La magia, el escamoteo en mis ojos, resulta incomprensible... ¡Sarah!... ¡Sarah!... y sí, bien, Sarah... la niña... ¡esta mujer!... La estoy viendo sonriosa, con los labios apretados, con los ojos cerrados, entregada libre ahora la faz a la violenta frescura... Su cuerpo harto me ha dicho con rizosas falacias de inocencia cuánto es flor, madura fruta su joven carne tropical..., cuánto es injusto el tormento de máscara infantil a que la tiene forzada por no confesarse declarada vieja la condesa.

¡Ah, cuerpo de lumbre, linda y pequeña ninfa ardiente por mitad celeste, por mitad encarnada, cómo te besa enamorada la luz de arriba abajo con pálidos clarores azules en las sombras purpúreas de las rosas! ¡Cómo me enciendes al fin todo en llama del fuego recordado de tus besos!

De pronto, Sarah... ¡mi novia!... cierra la ducha. Salta de la tina.

Yo he huido la cabeza... temiendo ser visto.

¡Mi novia!

¿Por qué dice el corazón la frase de otro modo?

Cuando vuelvo a mirar, la veo envuelta en un esponjoso ropón como un manto de níveos crisantemos. Con los brazos fuera, se enjuga el pelo en la toalla. Luego, veloz, se coge, se anuda el pelo, como quien espera en su camarote arreglarse más despacio; tira el ropón, se ciñe el blanco y breve corsé sobre la carne, mojada en perlas: se pone por toda ropa una falda, sin camisa, sin enaguas, y en seguida una blusa de batista..., y sale.

Bajo yo.

Mis ojos, mi sangre están fulminados.

No debo ver más hoy a esta chiquilla... a esta preciosa mujercita... ¡ya sí que no lo dudo!... si no he de invitarla yo mismo a... un disparate.

Poco después, alguien pasa, al contiguo baño.

«¿Aquí, señora?»

«Aquí. Ésa es el agua caliente. Y la ducha.»

«No, no, Yo quiero baño, a placer... Hasta luego.»

El gran Pascual.

Maldita la gana que tengo ahora de asomarme.

Me desnudo todo lo aprisa que puedo; tomo mi ducha, todo lo larga posible, para calmar mi interna y loca sed de Sarah- y voy a mi camarote.

El húsar, que acaba de despertar, quiere referirme el coloquio de anoche, y yo le corto manifestándole que lo escuché... Tengo una gana rabiosa, cuando él me pregunta qué hacía detrás del torno, de contárselo y de contarle la visión del baño..., pero me domino.

En la mesa encuentro a Sarah, niña en su disfraz infantil, que ahora hasta con la expresión la place completar... Tiene aún el pelo húmedo, suelto desde un lacito verde en la nuca... -Se ríe, se charla de cien cosas, y ni me mira... Sólo al final habla de que siendo la fiesta esta noche, esta noche sí, tendrá que vestirse de mujer... la dama del Chateau Margaux.

Y yo no sé qué chispa de sus ojos parece suplicarme que la quiera así, prometiéndome que así habré de tenerla, con galas de mujer, en el camarote 15, esta noche...



Paso el día más inquieto de mi vida. He recorrido el barco diez veces, de proa a popa. He ido observando cómo poco a poco se turba la serenidad del mar, se trueca en conchas, en espumas, en un movido oleaje, al anochecer, que nos mece bajo el cielo lleno de cirros.

El viento que iba levantándose, se calma; pero el leve balanceo sigue, a la hora de la colación con que, a ruegos del capellán, se ha sustituido la comida, a fin de celebrar la función hasta las doce, y servir después el banquete sin pecar comiendo carne.

Sarah viene a la mesa «de mujer»... Está provocadora, bellísima con su artístico peinado y su gran bata de encajes... Es tal su aspecto, que involuntariamente la llaman de usted algunos..., el capitán... Alberto... -Perdónala su madre en gracia a que se le ha ocurrido ponerse sobre el pelo una diadema de brillantes de la cual se hacen elogios... Es de Charo, también; sin esto no hubiéramos sabido que tiene tan rica joya, tan rica bata... «para andar por casa en Cuba»...

-¡Ah, yo podría vestir con mis baúles diez comedias!...

Y sin embargo, un desastre, la función. Menos a la francesa, se ha invitado al pasaje entero, que desborda en la cubierta donde se está celebrando... porque al ir esta tarde a quitar las mesas del comedor, se vio que había que desatornillar además las sillas, y prefirió el capitán que se subiese el piano. El mar se mueve, y hay mucha gente que, si no mareada, está angustiosa. Además, en el escenario improvisado con lonas junto al puente, y adornado con banderas, arrojan los balances a los actores y actrices unos contra otros.

Unido esto a su torpeza y sosería, no se puede oír a Pura. A lo mejor se interrumpe para quejarse en alta voz de los balances... Viene después la parte lírica. A Sarah se le aplaude la intención de su

«Ma fenêtre, helas, est fermée,
et ne s'ouvrirá que pour lui...»


Yo, pienso que esta ovación picaresca es una sanción anticipada de todos mis insensatos antojos... Decididamente hay una idiotez general que nos empuja a lo enorme. -Luego aplauden a Lucía calurosamente. Gusta también el relojero. Y se entra en la segunda parte con Chateau Margaux, deslucida, a pesar de la gracia infinita de Sarah, por Enrique, medio mareado... Yo detrás de la escena, donde hago las veces de transpunte, según van subiendo las actrices vestidas por la escalilla de proa, siento de pronto que Sarah, al salir, me da un beso ávidamente, en un momento de propicia soledad...

Vuelve la segunda parte musical y duran todavía al dar las doce los pobres juegos de manos del doctor... del doctor Roque, que aburre a todos, y a quien se abandona al fin, camino del banquete. Y es aquí, es ahora cuando el buque se serena, lo cual al fin desborda la alegría mal tenida en la función... ¡Todo un festín!... Se vota un pláceme al jefe de cocinas... Los corchos del champaña, saltan... Se bebe, se brinda, se grita... Al amanecer hay alegres grupos por todos lados, por el comedor, por el fumadero, por la cubierta en plena extraordinaria iluminación... allí también, junto a la saleta.

No ha podido Sarah decirme su rabia de no hablarnos esta noche, más que con una frase del brindis de Traviata, copa en alto, cantándola y llenándose de espuma..., entre la confusión de alegrías:

Il segreto per esser felice
so io per prova
Pinsegno agle amici...


¡Ah, la osada!... Mas, ¡qué importa!... de quienes la escuchamos, de quienes la aplaudimos... dos nada más la hemos comprendido su audacia; Lucía y yo, que nos miramos de un modo singular... de sorpresa... de vergüenza...