Del frío al fuego/Capítulo XII

Capítulo XII

Resulta Pascual un reflexivo que tiene su originalidad. No ejecuta un solo acto sin compulsar su entera ramificación de consecuencias. Revolviendo en la exuberancia de sus chismes de tocador, de la mitad de los cuales desconoce el uso, evidentemente, ha tirado de no sé qué estuche, en la perchilla de red de sobre su litera, y ha hecho caer tres bayas de unas frutas que compró en Aden. Coge dos, galante, y me las brinda. Yo estoy aún tumbado en mi colchoneta, recibiendo con placer la fresca brisa que me enfoca la manguera del redondo ventanillo. Pero Pascual contiene su ademán de morder la fruta que se ha reservado para sí.

Está en camiseta, en babuchas. Tiéndeme el brazo:

-Oh, no coma... ¡no sé!... guárdelas... Con este diablo de no hablar nadie español, no pude preguntarle al moro si hacen daño con la leche.

Queda perplejo. Su mayor tormento es que nadie le entiende por los puertos. Luego dice:

-Hemos tomado café con leche... más leche que café... Y esto es agrio... Parecen guindas gordas... aunque no son guindas... El hueso, más bien de níspero... ¿Harán daño con leche?... ¡Tal vez no hagan daño!

Viendo que ya he tirado al mar los huesos de una y que la emprendo con la otra, continúa:

-Encima de la leche, menos mal... es peor tomar antes lo aceo...; sin embargo, no las como, por si acaso... Yo soy fuerte... mas ¿quién dice que una in digestión en estos climas no traiga detrás la fiebre, el mal del hígado... ¡Oh! ¡oh!... he visto en Salamanca a un primo que volvió de Cuba hinchado, de comer bananas y aguardiente... ¡Era más fuerte que yo!

Tira la fruta a la percha. Quítase de los dedos los anillos, para enjabonarse.

Mirando uno de los anillos, pienso que vale más que las reflexiones de Pascual le estorben casi siempre decidirse, porque cuando se decide, es peor. Tras dos horas de imposible y regateado ajuste por señas, le dio en Aden al judío quince duros y el mazacote medallón de la cadena, en forma de caja de caudales, que bien valdría otros quince, por esta sortija de oro que luce un grueso topacio. Es tan incoloro, que él lo creyó un brillante. Vale seis duros, a todo tirar. Cuando se lo dijimos al día siguiente, Pascual se desesperó. No hay mañana que no hable del anillo.

En efecto, al enjugarse y ponérselos, se acerca:

-¿Pero de verdad, capitán, no es brillante?

-Reluciente, nada más. Un topacio.

-¡Caramba!

-Han engañado a usted.

-¡Me caso con el moro!... Y la cuestión es que... él no me engañó... él no me dijo que fuese brillante... Fuí yo que... ¡con este no hablar español!

Hace en seguida un fragmentario discurso entre dientes, acerca de la ventaja que reportaría el que hablasen español todos los franceses, los ingleses, los moros... (para él son moros cuantos vamos encontrando en el camino)... Saca brocha, polvos de jabón y navaja, y pónese a afeitarse. A cada movimiento, pide perdones. Va llenando el diván, su litera, la de Enrique, de trastos. Es respetuoso como un guardia civil, limpio como un guardia civil, torpe como un guardia civil.

Y en el fondo un infelizote que se cae de bueno. Aunque los dos compañeros hemos simpatizado con él, Enrique es quien cultiva predilectamente su amistad. Convencido éste de que no puede ser sino Lucía la dueña de la horquilla, dedícase a la pescadera con empeño. En efecto, el capitán, desocupado a todas horas por este golfo de Bengala, que no obstante su fama hallamos tan amable después de haber cruzado una noche entre la isla Socotora y el faro de Guardafuí, permanece en la tertulia largos ratos sin cuidarse de la hermosota Aurora..., cruzando apenas con ella tal sonrisa y cuál mirada en recuerdo de los pasados flirteos -más bien atento a conversar y a parecerles cortés a Charo y a Lucía.

No muestra la más leve inquietud al ver al húsar junto a Aurora... ¡No es ella, pues!... La idea de que sea Lucía, sigue pareciéndome absurda, sin embargo... ¿por qué no Charo...?

Charo cuádrale al fin mejor a su edad, a su responsabilidad del orden, a su probable deseo de no empeñarse en aventuras de posible escándalo... -Charo es la mujer más libremente suelta del Reus.

¿Por qué no, Charo?

Hemos hecho con rigor nuestro servicio de espías, en las dos últimas noches, Enrique y yo. Al camarote 15 no ha bajado nadie. Ni el capitán.

Sí, sí, ¡absurdo!... Mirándole yo en la mesa, no he podido concebir que una mujer como Lucía se le entregue -con sus cincuenta y tantos años, con su pelo gris... no obstante sus finas maneras y sus restos de una pasada arrogancia.

«No es, no puede ser Lucía» me he afirmado mirándola también tan descuidada y noblemente serena cerca de él. Por mucha maña que quepa en el talento de una hembra, es imposible reprimir en todo momento un gesto, una furtiva mirada de gratitud, de recelo..., de afecto disimulado en la galante sonrisa con que se acoge otra pequeña galante atención de un dulce, de un helado... Y yo respondo de haberla observado bien... Lo sabe Sarah... ¡qué chiquilla!... Sí, ¡oh, qué chiquilla!, me odia, no me miran ya más que con odio sus sombríos ojos de eterna silenciosa...; ¡no podrá perdonarme jamás mi olvido, por cualquier cosa, de aquellas mis pasadas cortesías que le daban en sí misma honores de mujer!...

He visto a Sarah, a la triste niña de trenza larga y falda corta, saltársele las lágrimas..., partir repentinamente de la mesa, estar leyendo sola y esquivada en cualquier rincón sin que nadie la haga caso. -Ni yo mismo. Ayer, encontrándola alejada en la cubierta, según iba yo en mi inquisición de los peinados, la he dicho inadvertidamente: «¿Qué haces, Sarita?».. Advirtiéndolo, corregí tardíamente llamándola de usted y pidiéndole disculpa... «¡Oh no, no, por qué... soy tan niña, señor Serván!...» -me replicó...

Yo seguí mi busca. Pura tenía horquillas de carey, la mujer del coronel, también... pero, ¡bah!... distintas, ¡y por diversas razones, es tan necio pensar que una u otra...!

Tras una conferencia, cansados, le propuse a Enrique enseñar la horquilla por los corros. Diciendo que acabábamos de hallarla, preguntaríamos de quién pudiera ser, y no tardaría alguna en decir ¡mía! -que fuera como si nos dijese: «¡Yo!»... ¿No era un medio bien sencillo?... Pero Enrique aborrece en estas cosas lo sencillo y me hizo notar su riesgo: si la propietaria, que harto habría advertido la pérdida, había advertido además nuestras investigaciones, callaríase y daríase únicamente por avisada para multiplicar en adelante sus secretos... ¡sus secretos ya no pocos ni insagaces para haber podido lograr tanto misterio en la estrechez del Reus, en perfecta ignorancia del marido, de la gente que lo llena todo a todas horas!

Así se supo la intención de este torpe Pascual apenas meditada; así se supo la aventura de la francesa, de máscara mejor o peor la verdad, apenas realizada.

Y lo cierto es que, por exclusión, vuelvo también a la sospecha de Lucía. Desde que está llano el mar, hase revelado en el celoso Alberto un defecto más grande aún: es jugador; pero jugador ambicioso. La partida de tresillo, cara, haciéndole perder cerca de dos mil pesetas, le absorbe en el desquite. Antes, a las once subía por su mujer e iban ambos a acostarse. Ahora también, pero la deja abajo y vuelve a su partida con don Lacio hasta el baldeo... Pura condescendencia del capitán esta del tresillo, pues está prohibido jugar desde las once.

¡Oh!

Al menos, la mujer de este guardia civil a quien sigo aquí viendo afeitarse está descontada. Toda la torpeza de él y todo el pasado descoco de ella con el capitán, no destruyen el hecho: Pascual, que no la deja a sol ni a sombra en el día, aunque sólo sea para hacerle la muda guardia junto a Enrique, a las once y media, cada noche, con puntualidad militar, la levanta, la acompaña hasta su celda, espera a sentir que suene por dentro el picaporte, y viene a su vez a encerrarse.

Fue la última observación de Enrique. Bajando anoche por la escalilla del antepuente, mientras ellos por la escalera, y apostados contra la jaula de los pavos, los vio llegar pasillo adelante y dejarla en su camarote, quince o veinte más allá del nuestro, en la misma banda. Un cuarto de hora después, Pascual, que había llegado hasta éste mohíno y cabizbajo roncaba con la rica variedad de órgano que nos ha hecho a nosotros, más todavía que el calor, preferir el sueño en la cubierta. Lo comprobó Enrique; había tenido la bizarra ocurrencia de pensar si el buen Pascual nos la estaría dando de bobo, incluso al capitán, usurpándole su cámara de alternativa preferencia, sin más cuidado que volver la pescadera a hacer la cama antes de salir y sin perjuicio de dejarse en ella alguna horquilla.

¡Ah, pobre Pascual! Todo reglamentista, no ha vuelto a pensar el desdichado en más intentos de aventura con su mujer a bordo... Si no hubiese sido suficiente aquel célebre artículo que Enrique le leyó, habría sobrado el escándalo y la reclusión de la francesa.

Helo aquí, que acaba de afeitarse, que limpia sus trebejos, y que suspira todavía:

-¡Qué demonio, no hablar todo el mundo español!... créame usted, es un demonio para los que no sabemos otra lengua.

¿Qué ha estado pensando en tanto pasaba por su cara la navaja?... El tocador es sensual; yo apostaría que en su mujer. -Además, hay indudablemente una sugestión hipnótica del pensamiento en el silencio, y he debido transmitirle el mío. Quiero cerciorarme:

-¿Piensan ustedes bajar en Colombo?

Se vuelve, con el estuche en la mano:

-Oh, sí... no... No sé, sí, ¡ya veremos!... Precisamente lo ando meditando. Con tal que arrime el capitán... Pero ya ve usted, luego en Port-Said... tanto francés... después de costarle a Colón conquistar a estos salvajes... ¡Si yo supiese francés!

Me acude la idea del papel y del lápiz que no osó entregarme aquella noche este geógrafo.

-Hay vocabularios -le digo-, diálogos de conversación, con respuestas...

No me entiende. Tengo que explicarle. Él ve el cielo abierto... pero en sus ojos se nubla la súbita esperanza cuando sabe que yo no puedo darle un 1ibro así, que no lo tengo.

De pronto, conmovido, abierto ya para mí en sus más caras y hondas ansiedades, siéntase en la litera de Enrique, y exclama:

-¡Sí, sí, señor!... es intolerable, insoportable; tiene cosas tremendas, como decía nuestro amigo el húsar, esta tiranía con los casados... ¿Por qué razón?... Ustedes, jóvenes, libres, llegan a un puerto y... ¡vamos!, no es que yo sea un vicioso, usted dispense... pero un matrimonio es un matrimonio... Y uno... Y hasta por la misma señora... ¡usted dispense!.... ¿Comprende usted?

-Comprendo, amigo Pascual.

Por el ventanillo veo un buque que cruza. En fuerza de repetirse, el espectáculo no me llama la atención. Además, me divierte y me da pena Pascual, que continúa:

-Y usted dirá: «¿por qué no aprovecharon Port-Said?»... En primer lugar, por el tonto del relojero, que se nos pegó... Mire que no le di una trompada por milagro... ¡gentes que no se hacen cargo de nada!... luego, porque... ya ve usted, pensaba yo: ¿cómo decir en un hotel por señas... ésta... yo... un rato... acostarnos?... ¿Nos entenderían?... ¿Y si el hotel no era más que simple restorán?... ¿Y si se reían de nosotros?... vaya, parecía feo... ¡una cosa, sin embargo, tan natural!... El hotel, por lo demás, podían cerrarlo de noche, y dejarnos sin salir... El barco podía marcharse antes si acababa la carga de carbón... Y qué canastos, nosotros en Port-Said y nuestros baúles y maletas por estos mares danzando! ¿Podría servirnos siquiera el billete al paso de otro vapor?... Ya ve usted, perdido el pasaje del Gobierno... ¡mil durazos por un gusto, la señora y yo!

Lo dicho. Pascual llega siempre a la última consecuencia. Está en perenne diálogo de ingenuidades consigo propio, cuando no puede con cualquiera -y con su mujer, ni delante de su mujer, no puede jamás. Ella le violenta en esta ficción de señorío, y me ha dicho Enrique que estuvo a punto de arañarle porque una vez aludió ante ella a su conserjería de Salamanca.

-Si usted quisiera ponerme en un papel... para Colombo... -me dice de improviso, levantándose.

Es práctico, a más de ingenuo. Me está mirando con la fervorosa súplica que a Dios Todopoderoso. Le aturde mi sonrisa. Se ha mirado las manos. Tal vez duda y medita si ganar mi suprema voluntad con la ofrenda del topacio...

-¡Sí, hombre, sí! -le digo decididamente.

Y se lanza a su cartera, y me da el papel, el lápiz... Yo escribo bilingües preguntas y respuestas, que él lee y guarda al fin como un tesoro -cogiéndome después ambas manos:

-¡Gracias, capitán, mil gracias!... ¡y usted dispense!... Es por la señora mayormente, ¿sabe?... aunque también a uno... Pero no es que uno sea un vicioso, ¡créalo, capitán!... Y perdone si las circunstancias me han hecho suplicarle una intervención algo... ¡vamos!... algo indecente... ¡Por la señora más que nada!

¡Oh!.. estoy por quitarle el papel. No habría querido estimar así mi oficio. Ya está hecho. Allá se las avenga Pascual.

Aprecio, mientras él con los brazos abiertos se mete la camisa, cómo hay injurias que son el colmo de la admiración o el encomio. No estoy cierto de que un libro es excelente, hasta que plegándolo un momento contra los dedos, me obliga a exclamar del autor:

«¡Qué bárbaro!»

Mentalmente le he aplicado a Pascual con plena admiración este mismo elogio mío, reservado para los genios...

«¡Qué bárbaro!»