Del amor, del dolor y del vicio/XIII
«¡Ya verás!...»
Plese «había visto», en efecto. Había visto á su pobre amigo, en el banquete preparado por Carlos, sentándose junto á Margot y cortejándola humildemente, como un vulgar mendigo de caricias. Le había visto gozoso cuando ella se mostraba alegre y grave cuando ella se mostraba triste. Le había visto, en fin, marchándose muy tarde para acompañarla... sin duda, hasta su puerta...
Porque el escultor conocía á fondo á todas sus amigas, y estaba seguro de que Robert no era, ni con mucho, hombre capaz de conquistar á esa chiquilla viciosa y calculadora, cuyo singular amor propio consistía en encender ardientes deseos para no satisfacerlos nunca.
Acordábase Plese de la historia lamentable de un joven pintor italiano cuya pasión por Margarita había se hecho popular entre los artistas de Montmartre tres años antes. Todas las noches el pintor y Margot se paseaban juntos por los cafés artísticos de París, dándose el brazo como dos novios. Él iba poniéndose cada día más flaco. Ella, siempre fresca y ruidosa, sonreía eternamente. Una mañana, Plese se encontró con ambos en una calle desierta de la «Montaña Sagrada», y los felicitó por haberse levantado tan temprano. «¡Levantarnos! —exclamó ella escandalizada—. ¿Acaso nos acostamos juntos nunca?» Y él agregó con trágico acento: «¡Nunca!...» Algunos meses más tarde, la misma chica había contado en una taberna de bohemios que «su enamorado» acababa de suicidarse por ella.
Plese recordó las palabras de Margot: «Es un necio; se ha matado porque no le quise amar; ¡como si yo fuera una mujer capaz de amar a nadie!»
Y recordandi esa confesión ingenua y cínica, el escultor de Medusas tuvo miedo de que su amigo, el sutil ironista, pereciera también á causa de aquella morena más menuda que una canéfora de Tanagra y más terrible que una hetaira de la decadencia. «¡Pobre Robert!» —se dijo.
¡Pobre! realmente.
Desde la noche en que, obedeciendo á la voluntad de Carlos, había tratado de dormir con Margot, el terrible y desengañado periodista convirtióse en adorador apasionado de la mujer que antes sólo le inspirara deseos voluptuosos y repugnancias sentimentales.
Al salir de casa de la Muñeca para acompañar á la Chiquilla, su alma era aún un alma fuerte. —Al llegar á Montmartre, después de haberse embriagado con el perfume de los negros cabellos y de haber acariciado, en el fondo del carruaje, las formas diminutas y redondas, su voluntad había menguado ya, y su corazón era un pobre corazón de poeta adolescente.
— ¿En dónde vives tú, Margot?
— En Montmartre.
— Yo también.
— Entonces, te dejaré en tu casa.
— No; déjame en el café de Atenas... si no quieres venir conmigo... Es alegre, ¿sabes?
— ¡Ah!
— Sí, muy alegre...
Y él, que pensaba dar su dirección al cochero, había dado las señas de ese café, y había entrado en él con su compañera, y allí había pasado toda la noche oyendo canciones imbéciles y tomando copas de Champaña, hasta que, por la mañana, cuando la luz del día comenzó ya á revelar las arrugas de las mujeres que reían á su lado, Margot le dijo:
— Acompáñame.
— ¿Á dónde?
— Á casa.
Y una vez en la puerta de su vivienda, Margarita le había dado un beso, diciéndole que se marchase y que volviera á buscarla, para almorzar, al día siguiente.
— ¿Volver? —decía Robert al acostarse—. ¡Pues no faltaba más!
Pero había vuelto al día siguiente y los otros días, siempre muy temprano; y por la noche la había acompañado de nuevo hasta la puerta de su casa, sin atreverse nunca á dar al cochero las señas de la suya propia.
Carlos, que estaba al corriente de todo, decía á su amigo:
— ¡Eres muy tonto, chico, muy tonto! Á esas mujeres es necesario violarlas ó comprarlas. ¿Tú no la quieres comprar? Está bien; pero, entonces, viólala ó déjala tranquila.
— ¿Qué sabes tú? Yo lo haré todo á mi manera.
Las respuestas de Robert eran tan autoritarias, que nadie volvió á hablarle del asunto, hasta que, algunos meses más tarde, él mismo contó su triste aventura en casa de Carlos, ante Liliana y Rimal:
— La del Campo —dijo— se ha burlado de mí más y mejor que nadie en el mundo. ¡Demonio con la niña! ¡Si la hubieran visto Uds. haciéndome mimos; asegurándome que nadie le era más simpático que yo; dejándose acariciar las manos; «encendiéndome», en fin, con un arte refinado y cruel que sólo las malas mujeres poseen! Todos los días figurábame que era llegado el momento de hablar con seriedad; todas las mañanas jurábame que esa noche... Y luego, al salir del café, un nuevo fiasco: un beso ligero, un «hasta mañana», una sonrisa, y yo, ante la puerta ya cerrada, avergonzado, escuchando el ruido de sus pasos en la escalera... Más de una vez tuve celos de todo; pero ella se reía tan francamente de mis cavilaciones, que un momento después de habérselas dado á conocer, sentía vergüenza de mis ideas. ¿Querer á otro?... ¡Pues no faltaba más!... Ella no quería á nadie. Ella no quería más que á la Muñeca como á una hermana, y á mí como á su mejor amigo. Pero yo la quería de otra manera. «Ya veremos —suspiraba ella—; ya veremos... más tarde... Dios sabe... quizá.» ¡Que se la lleve el diablo! Ayer, cuando en un ultimátum apasionado le dije que ó venía á acostarse conmigo ó toda nuestra amistad se acababa, me respondió, riendo á carcajadas: «¿Dormir contigo? ¡Estás chiflado! Yo, que no he querido entregarme á una multitud de chicos que me gustan de veras, menos me he de dar á ti. ¡Ah, no!» Y me volvió la espalda y me dejó plantado en el café, sin decirme siquiera «buenas noches»... ¡Demonio de mujercita!... Pero más vale así, porque algunos meses más de esta existencia de sed nunca saciada y de apetito nunca colmado, de esa existencia horrible de Tántalo del amor, me habrían conducido á la locura ó á la imbecilidad... ¡San se acabó!...»
Cuando Robert hubo narrado, así, la leyenda de su fatal idilio, Carlos y Rimal, que conocían el fondo doliente y fogoso de su alma, pusiéronse tristes. Liliana, en cambio, mostrose satisfecha, y dijo, sonriendo con orgullosa discreción:
— ¡Un diablillo la tal Margot, no hay duda; pero es tan simpática... tan simpática!