Nota: Se respeta la ortografía original de la época


IX


La casa de la Muñeca fue convirtiéndose poco a poco en un verdadero centro de reunión artística. Atraídos los unos por la amabilidad inteligente de Carlos o por la belleza de Liliana, y llevados los otros por el deseo de cenar bien, todos los miembros del Club de los intransigentes se daban cita casi a diario en el hotelito de las inmediaciones de París.

—Los hombres —decía la marquesa— pueden venir todos, cuando quieran y como quieran, pues siendo amigos de Carlos, también lo son míos. No así las mujeres, porque no deseo que mis salones se conviertan en sucursales del café Americano. Que vengan las que son artistas de verdad y las que viven con franca honradez al lado de uno de nuestros amigos; pero no las que tienen “un viejo” y “un joven” o muchos jóvenes y muchos más viejos. No. Nada de cocotas, nada de leonores de Alençon ni de bellas Otero que acudirían con la esperanza de hacer conquistas. ¿No les parece a ustedes que tengo razón?

Robert contestaba en nombre de los demás:

—¡Perfectamente! Una mujer bonita tiene siempre razón. Los que no dispongan de una “novia” que sea por lo menos tan honesta como su excelencia la princesa de Chimay, que dejen a sus chicas poniéndoles puntos y comas a sus manuscritos, como Colline dejaba a su mujer. Por mi parte, vendré solo mientras no pueda robarme a la otra hija de D. Carlos.

De las mujeres sólo fueron, pues, admitidas las “casadas”, es decir, las que tenían un amante fijo y responsable. “¡Las bellas y honestas damas!”, exclamaba Plese. Fue admitida Laura, la de Rimal; fue admitida Flora de Lys con su banquero; fue admitida Marieta, de Jorge Delmonte; fueron admitidas tres o cuatro más, con sus “responsables”, y también Margarita del Campo, la chiquilla vivaracha a quien la Muñeca había rega lado cierta noche un prendedor de esmeraldas y que, aunque desprovista de “marido”, recibió una invitación especial.

— Esa morenita endiablada me gusta mucho por su gracia parisiense y algo canallesca, por su ruda franqueza y por su modo de mirar —decía Liliana.

—A mí también me gusta —replicaba Robert—, pero yo estoy demasiado viejo para ser su “joven”, y soy demasiado pobre para ser su “viejo”.

— Y a mí también —suspiraba Plese—. ¡Ya lo creo que me gusta!

El único que no parecía tener grandes simpatías por ella era Carlos.

Una noche, Margarita llegó más tarde que de costumbre, vestida con un trajecillo de seda clara, ligero y ajustado, que atraía voluptuosamente las miradas, revelando formas perfectas y sugiriendo la visión de la carne desnuda. En el índice de su mano izquierda resplandecía una corona de duquesa incrustada de diamantes muy pequeños y diminutos rubíes. Mientras los artistas le decían bromas a propósito de su “impudor en el trajear”, el banquero de Flora de Lys aproximose a ella y, después de examinar la sortija con una minuciosidad que hacía ver su instinto judío, preguntole de dónde la había sacado.

— ¡La gané! —repuso ella orgullosamente.

—¿En justa lid de amores? —interrogó Jorge Delmonte.

No. En un concurso. Figúrense ustedes que el duque de Filieiro, un viejo loco que tiene cara de sanguijuela y que se ha gastado más de cinco millones entre comprar su título en Roma y comprar besos en París, nos invitó hoy a almorzar en el café Inglés. Toda la “alta cocotería” estaba allí, desde su excelencia la princesa Susana de Pibrac, hasta la sucia Tortuga. Todas estaban verdes “porque no hemos dormido”, decían ellas. En realidad, estaban verdes porque ya son viejas y necesitan de la luz artificial para parecer guapas. Yo se lo dije a Marta du Ranz y poco faltó para que me comiera viva. Luisa Valori también me quiso matar porque le aseguré que se parecía a mi abuela. ¡Y yo que le hablaba seriamente! La más curiosa de todas era la mujer de Tiriel, que se levantaba a cada instante las faldas, con objeto de enseñarnos sus medias rosadas, bordadas, satinadas, doradas, blasonadas, caladas: “¿Qué te parecen?” Y así habría continuado todo el día, levantando la pata, si yo no hubiese tenido la amistosa franqueza de contestarle que “me parecían dignas de mejor suerte”. Un periodista propuso entonces que me echasen al agua por insolente, y como yo comprendí que lo hacía por consejo de la Tortuga, que comía a su lado, y que no me puede ver, le repuse, sin empacho, que la que necesitaba tomar un baño era su vecina. ¡Si la hubieras visto, mi querido Plese, tú que estás esculpiendo una cabeza de Medusa te habrías entusiasmado y la habrías querido tomar como modelo! Al fin del almuerzo, el duque tuvo una idea excelente: improvisar un concurso de pechos, y dar una sortija a la que, según la opinión general, presentase los más lindos senos. No hay de qué estar orgullosa. Entre aquellas dueñas, aquí no ganaría, en fin... Gané este anillo.

—¡Bravo! —gritó Robert—, ¡bravísimo! Pero estoy seguro, en efecto, de que aquí, en este salón, en donde, sin embargo, apenas hay cinco mujeres, no ganarías con tanta facilidad un concurso análogo.

—¡Oh, no! ¡Aquí no ganaría nunca! ¡Ya lo he dicho que no! —replicó con vivacidad ingenua la chiquilla, clavando su mirada de fuego en el cuerpo esbelto de Liliana.

Eres una buena muchacha —prosiguió Robert—, una deliciosa mujercita más guapa que todas las que te quieren mal y más inteligente que el periodista que quiso echarte al río. Pero no eres caritativa, porque nunca me has dado un beso. ¿Por qué no me has dado nunca un beso? ¿Porque te figuras que no soy guapo? Está bien, aunque ese sea un error imperdonable, que, sin embargo, te perdono. Estás perdonada, hija mía, y puedes morir sin remordimientos; pero antes es necesario hacer una penitencia.

¿Cantar tres veces como gallo?

No.

¿Rezar un rosario?

Tampoco. La penitencia consistirá en hacer gratis, ante nosotros, el mismo milagro de divinas exhibiciones que te produjo una corona de diamantes en el almuerzo de la noble sanguijuela pontifical.

Margarita del Campo se puso de pie, ruborizada, y dispuesta a ofrecer a todo el mundo el espectáculo de su dorado y redondo seno. Sus manos ligeras e inconscientes habían ya desabrochado el primer botón de su talle, repleto de carne victoriosa, cuando Carlos, desde su sitio, con visible mal humor, dijo en alta voz a Robert:

— Me parece que esta noche tus ocurrencias son algo groseras...

Un relámpago de cólera brilló en los ojos de la chiquilla, que permaneció inmóvil, sin atreverse a seguir desnudándose, y sin querer, tampoco, darse francamente por ofendida.

Liliana comprendió el enfado de su amiga, y, por primera vez en su vida, mostrose en desacuerdo con su amante, yendo hacia Margarita, ayudándola a desabrocharse y diciéndole antes que nadie:

— ¡Eres perfecta como una rosa, Margot!