Del amor, del dolor y del vicio/IV
Cuando Carlos entró en el salón, vestido de negro, con el sombrero en la mano, muy pálido y muy grave, Liliana no pudo menos de sonreir con una malicia visible.
— Señor de Llorede —le dijo,— siéntese Ud. aquí, á mi lado.
En seguida, sin darle tiempo para recitar el discurso de condolencias que su buena educación iba sin duda á dictarle, continuó:
— Seguramente le habrá parecido á Ud. extraño que le haya hecho llamar hoy mismo; pero estoy tan aturdida y tengo tan pocos amigos verdaderos, capaces de servirme en estas circunstancias, que no pude menos de recurrir desde luego á Ud. Hay instantes en los cuales las mujeres tenemos derecho á molestar á los que nos han demostrado siempre alguna simpatía, y hasta ahora, la única persona que me ha dado pruebas de amistad sincera es Ud.... Sin embargo, si tiene Ud. algún compromiso, no quiero detenerle...
Carlos se apresuró á decir que «de ningún modo», que «estaba á sus órdenes», que su «amistad era inquebrantable». Sus frases entrecortadas y balbucientes, denotaban en él una emoción profunda.
— Mi marido —prosiguió Liliana— era un hombre metódico, que lo preveía todo y que todo lo arreglaba de antemano, como un reloj. Su testamento debe de estar hecho desde hace tiempo, y aunque yo ignoro sus últimas voluntades, supongo que una parte de su fortuna me pertenece desde ahora; ¿no le parece á Ud.?
— Toda su fortuna, estoy seguro de ello —respondió el antiguo secretario.
— Está bien; supongamos que todos, ó parte de sus bienes, sean míos; ¿cree Ud. que puedo yo misma ser capaz de manejarlos? No; yo no entiendo de negocios, y apenas sé lo que significa un título al portador. Para no tener miedo que alguien me arruine en pocos años, necesito, pues, que una persona verdaderamente honrada se encargue de ser mi administrador general, de decirme á menudo lo que tengo, lo que puedo gastar, que me guíe, en fin, y que me aconseje.
Carlos creyó que la viuda del marqués iba á ofrecerle á él ese puesto, y se apresuró á decirla:
— En efecto; los que no hemos nacido con el don particular de saber hacer cálculos, necesitamos de alguien que nos ayude cuando tenemos una gran fortuna. Por mi parte, si yo fuese rico, creo que me encontraría en el mismo caso de Ud. Pero ese «hombre de negocios» no es difícil de encontrarse... un notario antiguo, el notario del marqués, por ejemplo...
— Eso era lo que yo quería que Ud. me dijese: si le parecía que nuestro notario es capaz, y, en ese caso, hablar con él en mi nombre... ¿me hará Ud. ese favor, Carlos?
Al oirse llamar por su nombre, Llorede sintióse contento y humillado á la par. Esa mujer, cuyo marido acababa de morir y que le hablaba fríamente de negocios, á él, que sólo la había hablado de amor en su vida, parecíale un ser incomprensible, hecho de gracia malsana, de frialdad inquebrantable y de ligereza frívola. «Es un monstruo adorable», se dijo á sí mismo.
Liliana sintió el insulto en la mirada de Carlos. Lo sintió sin enojo, con esa resignación orgullosa de la mujer que está segura de su triunfo definitivo y que goza viéndose despreciada, por estar seguro de que, aun despreciada, aun odiada, hará un esclavo del hombre que la odia, que la desprecia y que al mismo tiempo la adora.
Cambiando el tono de la conversación, Liliana comenzó á hablar de lo que ella llamaba el fondo de su vida.
— ... Yo me he sacrificado durante algunos años —decía— y hubiera continuado sacrificándome, porque era mi deber... Ud. sabe que mi marido no fué nunca para mí sino un amigo... Y Ud. sabe que ni siquiera fué un modelo de esposos, puesto que, de vez en cuando, alquilaba bailarinas... sí, «alquilaba»; no se espante Ud. de mi manera de hablar; yo soy muy franca, muy franca... Pero sus faltas no me hacían ningún daño, ni me inspiraban celos ningunos. Yo cumplía con mi deber, renunciando á mis deseos más íntimos, resistiendo á mis vehementes inclinaciones, y haciéndolo siempre con confianza... Créame Ud., Carlos: yo no tengo nada de que arrepentirme... Ud. mismo es testigo de que mi conducta fué lo que debía ser, ni más ni menos... Ahora me creo libre, completamente libre; libre de todo lazo social, de toda convención hipócrita, y estoy dispuesta á no vivir sino guiada por mi corazón y por mi instinto... Tal vez no hago bien, pero, en verdad, me siento incapaz de obrar de otro modo... Por otra parte, necesito vivir, necesito dar libertad á mi alma y dejarla que respire el ambiente ideal que hasta hoy le ha faltado... ¿No me aprueba Ud.?
— ¡Oh! sí, señora, sí.
— ¿Por qué me llama Ud. señora? En otro tiempo...
— En otro tiempo —dijo Carlos con energía melancólica— yo estaba loco y llegué á figurarme que un hombre sincero podía decir á una mujer lo que siente... Luego he comprendido que un artista, un hombre que tuvo necesidad, como yo, de ser secretario de un magnate cualquiera, no puede entrar en ciertos salones sin exponerse á que se rían de él... No me diga Ud. que me equivoco. Estoy seguro, enteramente seguro de lo que digo... Mire Ud., por ejemplo, á ese pobre Maupassant, que no murió de locura, sino de decepciones, de sonrisas irónicas, de burlas de grandes damas!... Nosotros, cuando tenemos la desgracia de enamorarnos de una gran dama... como... como... sí, como yo, señora! debemos sacrificarnos desde luego, para que nuestro amor no envenene toda nuestra vida.
— ¿Quiere Ud. ser mi mejor amigo? —le preguntó Liliana, con una entereza llena de discreción y de ternura.
— El más humilde y el más sincero...
— No; el mejor...
— El mejor...
— ¿De veras?
— ¿Es necesario jurar?
— Deme Ud. la mano...
Al sentir su mano acariciada por la de Liliana, Carlos se estremeció ligeramente y tuvo la visión neta y clara de su futuro.
— Liliana —dijo en un supremo esfuerzo de habilidad y de altanería—, yo haré lo posible por ser únicamente un amigo fiel; pero estoy seguro de que no lo conseguiré, y de que á veces mi pasión desbordante me hará decir á Ud. muchas locuras iguales á las que un día, hace ya mucho tiempo, le fueron á Ud. desagradables.
— Ahora —concluyó sonriendo Liliana— ya puedo oírlo todo.