Del álbum de un padre

Almanaque de las porteñas (1898)
de valor desconocido
ilustración de Carlos Clérice
Del álbum de un padre de Edmundo de Amicis
DEL ÁLBUM DE UN PADRE

¡Qué grandes niveladores del corazón humano son los niños!

Hay una pobre mujer con un niño en brazos sentada en el escalón de una puerta, que ve pasar una señora en coche con otro niño sobre las rodillas. El niño de la señora está vestido de terciopelo, el suyo cubierto de andrajos: aquel lleva un bulto de juguetes, el suyo no ha visto jamás ninguno; aquel come confites, el suyo un pedazo de pan negro. Sin embargo, de las miradas que las dos mujeres cambiaron sobre sus propios hijos, las que expresaban un sentimiento de envidia, eran las de la señora. La pobre mujer lo advirtió, y exclamó con estremecimiento de orgullo:

— ¡El mío es más hermoso!

A esa edad, nada más bello que verlo correr.

La carrera del niño tiene algo parecido á los saltos de la pelota de goma, del bamboleo del borracho y de los movimientos de la hoja arrastrada por el viento. La criaturita se escapa de la sillita, se lanza fuera de la habitación, tropieza con el gato, derriba una silla, enfila un corredor, y patalea revolviendo todo con las manos, de cuarto en cuarto, seguido de la madre, hasta el rincón más lejano de la casa, donde se refugia detrás de un sato de viaje, y allí intenta la última resistencia, para arrancar una concesión al enemigo...

¡Ah, todo en vano!

¡Es preciso dejarse lavar la cara!

¡Qué gran deleite aquel de maltratar á un niño y cubrirlo de vitúpenos! Eres un muñeco, eres pesado, eres rechoncho, eres feo; comes como un buey y duermes como un topo; eres un ignorantón y un infame que me robas la paz y me haces condenar el alma: el mejor (ó mejor dicho el peor) día te doy una paliza, que... no te quiero, te echo fuera de la casa, tendrás mal fin, eres un presidario en estado de canuto, malvado, pérfido, eres... ¡mi vida! ¡Te adoro!

También el cariño hacia los niños tiene su furia. Un verdadero padre siente en ocasiones algo de antropófago y querría habitar en casa aislada, para poder saciar su hambre sin que acudieran los vecinos á los gritos de la víctima. ¿No chilles, has entendido?

— Mi deber es amarle, y el tuyo dejarle besar en la cabeza, en los ojos, en la boca, en el pecho, en el cuello, mientras me quede aliento. ¡Grita, grita! ¿Qué me importa? Con tal que yo me sacie...

— ¡Ah! ¡Si no tuviera miedo de ahogarte! ¡Bah, está estrito: un día ú otro te mato!

Esta mañana paseaba por la habitación con el extendido sobre los brazos, como en una cuna. Tenia los ojos cerrados y dejaba colgar la cabeza y las piernas. La criada exclamó: — Parece muerto. — Estas palabras me helaron la sangre en las venas. Me puse á pensar qué seria de mí si se muriese. Me volvería loco. Y permanecí largo rato sumido en estos pensamientos.

Tomaría en brazos el niño muerto, — pensaba, —saldría de casa, atravesaría la ciudad, saldría al campo, y de prisa, de sendero en sendero, de pueblo en pueblo, de día, de noche, al aire, á la lluvia, mudo, infatigable, estrechando con las manos rígidas aquel cuerpecito frío, hasta llegar en medio de una llanura inmensa y siniestra donde lanzaría al viento en seguida tal sollozo, que se rompería mi existencia en pedazos, estallando de dolor.

E. de Amicis.