Degeneración
Escudriñad bajo la selva: descubriréis un fardo que camina. Mirad bajo el fardo: descubriréis una criatura agobiada en que se van borrando los rasgos de su especie. Aquello no es ya un hombre; es todavía un peón yerbatero. Hay quizás en él rebelión y lágrimas. Se ha visto a mineros llorar con el raido a cuestas. Otros, impotentes para el suicidio, sueñan con la evasión, pensad que muchos de ellos apenas son adolescentes.
Su salario es ilusorio. Los criminales pueden ganar dinero en algunos presidios. Ellos, no. Tienen que comprar a la empresa lo que comen y los trapos que se visten. En otro artículo daré a conocer los precios. Son tan exorbitantes que el peón, aunque se mate trabajando, no tiene probabilidad de saldar su deuda. Cada año la esclavitud y la miseria se afirman más irremediablemente en una maldición sola. El 90% de los peones del Alto Paraná son explotados sin otra remuneración que la comida. Su suerte es idéntica a la de los esclavos de hace dos siglos.
¡Y qué comida! Por lo común se reduce al yopará, mezcla de maíz, porotos, charque (carne vieja) y sebo. Yopará por la mañana y por la noche, toda la semana, todo el mes, todo el año. Alimento tan ruin y tan exclusivo bastaría por sí a dañar profundamente el organismo más robusto. Pero además se trata, sobre todo en el Alto Paraná, donde los horrores que cuento llegan a lo inaudito, de alimentos medio podridos. El charque, elaborados en el sur paraguayo, contiene tierra y gusanos. El maíz y los porotos son de la peor calidad y transportados a largas distancias se acaban por corromper. Esta es la mercadería reservada especialmente a la gleba de los yerbales, y pasada de contrabando de una república a otra por los honorables bandoleros de la alta banca. Así se come en la mina; ninguna labradora civilizada consentirá en cebar con semejante bazofia a sus puercos.
La habitación del obrero del yerbal es un toldito para muchos, cubierto de rama de pindó. Vivir allí es vivir a la intemperie; se duerme en el suelo, sobre plantas muertas. Como hacen los animales. La lluvia lo empapa todo. El vaho mortífero de la selva penetra hasta los huesos.
Al hambre y a la fatiga se añade la enfermedad. Esta horda de alcohólicos y de sifilíticos tiembla continuamente de fiebre. Es el chucho de los trópicos. La tercera parte se vuelve tísicos bajo la carga de mulo que les echan encima.
¡Ay!, ¿y las delicias menudas? El yarará, víbora rapidísima y mortal; las escolopendras y los alacranes que caen del techo; el cuí, pique imperceptible que abraza la epidermis; el yatehi pytá, garrapata colorada que produce llagas incurables; la ura de los yerbales, mosca grande y velluda, cuyos huevos, abandonados sobre las ropas, se desarrollan en el sudor y crían bajo la piel vermes enormes que devoran el músculo; la legión terrible de los mosquitos, desde el ñatihú cbayú al mbarigüi y al mbigüi microscópico que se levanta en nubes de los charcos y provoca accesos de locura en los infelices privados hasta del leve bálsamo del sueño... Comprenderéis que el mosquitero es demasiado caro para el esclavo de los yerbales; es el negrero financista de la capital el que lo usa.
El peón yerbatero, ¿con qué intentará consolar sus dolores? ¿La mujer...? En las zonas del norte la Industrial no la permite. En las del sur, sí. Por un lado le conviene tener nuevas bocas a quienes vender el hediondo engrudo del yopará. Por el otro lado le fastidia que el trabajador se distraiga. En unos sitios es negocio traer hembras; en otros, no. Las gallinas se prohíben siempre. Pretexto: causan trastornos en las mudanzas de los barbacuás. Motivo real: evitar a toda costa que el siervo goce de propiedad alguna.
El 90% de las mujeres de la mina son prostitutas profesionales; a pesar del hambre, de la fatiga, de la enfermedad y de la prostitución misma, estas infelices paren, como paren las bestias en sus cubiles. Niños desnudos, flacos, arrugados antes de haber aprendido a tenerse en pie, extenuados por la disentería, hormiguean en el lodo, larvas del infierno a que vivos aún fueron condenados. Un 10% alcanza la virilidad. La degeneración más espantosa abate a los peones, a sus mujeres y a sus pequeños. El yerbal extermina una generación en quince años. A los 40 años de edad el hombre se ha convertido en un mísero despojo de la avaricia ajena. Ha dejado en él la lona de su carne. Caduco, embrutecido hasta el extremo de no recordar quiénes fueron sus padres, es lo que se llama un peón viejo. Su rostro fue una lívida máscara, luego tomó el color de la tierra, por último el de la ceniza. Es un muerto que anda. Es un ex empleado de la industrial.
Su hijo no necesita ir a los yerbales para adquirir los estigmas de la degeneración. La descendencia se extingue prontamente. Se ha hecho algo más con el obrero que sorberle la médula: se le ha castrado.
Pero el peón viejo es una rareza. Se suele morir en la mina sin hacerse viejo. Un día el capataz encuentra acostada a su víctima habitual. Se empeña en alzarla a palos y no lo consigue. Se le abandona. Los compañeros van a la faena y el moribundo se queda solo. Está en la selva. Es el empleado de la Industrial, devuelto diabólicamente por la esclavitud a la vida salvaje. ¡Grita, miserable! Nadie te oirá. Para ti no hay socorro. Expirarás sin una mano que apriete la tuya, sin un testigo. ¡Solo, solo, solo! Los reos tienen asistencia médica, y antes de subir al patíbulo se les ofrece un vaso de vino y un cura. Tú no eres ¡ay!, un criminal; no eres más que un obrero. Expirarás en la soledad de la selva como una alimaña herida.
Desde la guerra, 30 ó 40 mil paraguayos han sido beneficiados y aniquilados así en los yerbales de las tres naciones. En cuanto a los que actualmente sufren el yugo, muchos de ellos menores, según expliqué, un dato será suficiente a pintar su estado. Son muy inferiores a los indios en inteligencia, energía, sentimientos de dignidad y en cualquier aspecto que se les considere. He aquí lo que las empresas yerbateras han hecho de la raza blanca.
Entremos ahora en lo monstruoso: el tormento y el asesinato.
Publicado en "El Diario", Asunción, 23 de junio de 1908.