Declaración del Episcopado con motivo de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas (Mayo, 1933)

UN RESUMEN DE LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA editar

1. Promulgada la Constitución de la República, el Episcopado español, en su Declaración colectiva de diciembre de 1931 expuso el hondo sentir de la Iglesia ante los excesos del Estado violadores de la conciencia católica y de los derechos confesionales, elevó a los gobernantes serenos ruegos y pacificadoras advertencias, que debieran haber enfrenado toda tendencia de sectaria persecución, y dictó normas practicas a los católicos, a fin de responder a una legislación injusta, con acción eficaz de pura religiosidad y actitudes rectas de acendrado patriotismo.

Desde entonces no ha podido con razón acusarse a la Iglesia ni a la masa de los fieles, a sus legítimos representantes, ni a sus autorizadas instituciones, de haber establecido desacuerdo entre su conducta y aquella serena, firme y reflexiva orientación, tan objetiva y motivada que aun sus más rudos adversarios no osaron tratarla con desdén ni pudieron derivarla por las interesadas sendas de las discusiones políticas.

Se ha agravado el laicismo agresivo

2. Altamente hemos de lamentar, en cambio, que aquel laicismo agresivo inspirador de la Constitución, en frase de comentadores ajenos a un criterio confesional, no sólo no ha remitido, sino que se ha agravado, y ha seguido proyectándose con animadversión mayor en la aplicación de los preceptos constitucionales, en las leyes y reglamentaciones posteriores y en los actos mismos del Poder ejecutivo, que con la conculcación sucesiva de los derechos eclesiásticos, vienen a confirmar el espíritu y ánimo decidido de hostilidad en que las Cortes se inspiran con evidente injusticia y sin provecho para el bien general de la nación.

Realizada por acto unilateral del Gobierno la ruptura de tratos solemnes con la Iglesia, sin consideración alguna ni a derechos personales adquiridos legítimamente, respetados, por otra parte, en todos los demás órdenes de la vida pública, se ha suprimido el presupuesto de Culto y Clero, que no fue jamás graciosa subvención del Estado a los ministerios eclesiásticos, sino indemnización transaccional entre ambas potestades en exigua compensación por las expoliaciones desamortizadoras, así como por los bienes permutados, cuya cesión la Iglesia otorgó cumplidamente sin que por parte del Estado se haya procedido a la entrega de lo que de común acuerdo fue apreciado límite mínimo compensatorio.

Por la ley del divorcio y las disposiciones secularizadoras del matrimonio se ha negado a la Iglesia la potestad judiciaria en las causas matrimoniales de sus fieles, obligándoles abusivamente a comparecer en causa canónica ante el tribunal civil cuando su confesión religiosa se lo veda en conciencia; se ha pretendido regir el mismo vínculo conyugal de los bautizados, lo que implica una invasión sacrílega en la soberanía espiritual de la Iglesia, por ser para ellos el contrato nupcial inseparable del sacramento, y ha sido desconocido el matrimonio canónico en sus efectos civiles, abrogando las disposiciones del Código civil español en esta materia que, al garantizar la libertad de todos, constituía un verdadero progreso, por cuanto evitaba la duplicidad del acto y reconocía jurídicamente la unidad de forma, soslayando de esta suerte, sin perjuicio alguno para los efectos legales y la intervención legítima de la autoridad del Estado, el llamado matrimonio civil, que para los católicos no pasará jamás de mera formalidad, de forzosa simulación, externa al mutuo consenso y al rito sacramentario intrínsecamente inseparables y generadores de su unión conyugal indisoluble.

Nuevos excesos contra la Iglesia

3. Los cementerios eclesiásticos, que la Iglesia había construido en gran número, con fondos propios y que forman parte integrante de su patrimonio cultural, han sido violados y se procedió a su incautación laica sin aguardar siquiera la reglamentación del propio Estado, con la que se debían establecer las indispensables normas procesales. Ni a los objetos sagrados y símbolos religiosos se ha tenido con frecuencia el más elemental respeto, especialmente a las capillas de dichos cementerios, cuya desafección, como santos lugares de culto, está sometida en todo caso a la jurisdicción eclesiástica.

Añádase a todo ello las interpretaciones tendenciosas y actos singulares de autoridades subalternas con respecto a personas, cosas y derechos eclesiásticos, que exorbitando por completo el derecho y contradiciéndolo, aun en relación a las mismas leyes promulgadas, no han sido objeto de sanción ni siquiera de desaprobación. Si quisiéramos todavía mentar los vandálicos excesos de plebe enfurecida, incendiaria de templos y conventos, demoledora de santas cruces y otras venerandas imágenes, perturbadora de actos de culto externo debidamente autorizados, sin que la acción de las leyes y de las autoridades se haya dejado sentir siquiera para que con la impunidad no creciese la audacia y el contagio de tales desafueros sacrílegos e inciviles, aparecería con mayor e insólita gravedad la indefensión en que se ha dejado a la Iglesia, aun respecto de aquellas mínimas garantías constitucionales de que goza todo ciudadano y toda persona moral en la propia República española.

En documentos públicos, cuando se realizó la disolución de la meritísima Compañía de Jesús y la incautación de sus bienes y fue promulgada la ley del divorcio; en otras formas no menos oportunas y convenientes, según los casos, la Representación Pontificia y el Episcopado no han cesadode recurrir y protestar ante los poderes del Estado para evitar nuevos excesos contra la Iglesia o disminuir los efectos de las leyes y disposiciones adversas, cuando, desoída su razón, revestían ya fuerza externa legal.

La ley de Congregaciones

4. Nuevamente, y por modo público y solemne, debe el Episcopado español levantar su voz en nombre de la Iglesia, cuyo gobierno, en íntima unión y obediencia con el Pontífice Romano, le está confiado, ante la ley de Confesiones y Congregaciones religiosas que las Cortes acaban de votar.

Pretende ser esta ley el estatuto jurídico que establezca definitivamente el régimen a que se habrá de ajustar el ejercicio de los derechos confesionales de los ciudadanos españoles y la actividad pública de la Iglesia y de sus instituciones. Han puesto en ella sus esperanzas los corifeos del laicismo agresivo, que la tienen como la obra maestra de la nueva legislación y la más eficaz arma de combate y de opresión contra la Iglesia católica. Con profunda tristeza y justificada oposición la miran los creyentes, viendo vejados los derechos de su religiosa ciudadanía en la órbita del orden jurídico y de las libertades públicas de su patria. No dejan de reprobarla como atentatoria a los derechos internacionales del hombre y del ciudadano y lesiva de los principios fundamentales de la verdadera civilización y cultura política moderna, aun los hombres ajenos a la profesión católica, dotados empero de noble ánimo y sano criterio jurídico, que quisieran para la República española el soberano imperio de toda justicia y libertad y el más alto prestigio en la comunidad internacional de los pueblosfieles al derecho.

¿Cómo, pues, permanecerían en silencio los Obispos, que ven y sienten además en dicha ley el duro ultraje a los derechos divinos de la Iglesia, la negación de su libertad, la coacción a su apostolado, la hostilidad a su obra civilizadora consagrada a sostener la más alta espiritualidad delpueblo español?

SE NIEGA O SE CERCENA LA LIBERTAD DE LA IGLESIA editar

5. La ley de Confesiones y Congregaciones religiosas aprobada por las Cortes somete a la Iglesia a condición legal tan notoriamente injusta, que ello sólo hubiera debido hacer reflexionar y contener a cualquier legislador atento al bien público, si no fuera ya de todo punto recusable por su desviación del derecho contemporáneo, desafectada del propio texto constitucional, injusta y agresiva en sus preceptos, perturbadora en sus consecuencias aun para el buen régimen del Estado.

Inmerecido es el trato durísimo que se da a la Iglesia en España. Se la considera no como personal moral y jurídica reconocida y respetada debidamente dentro de la legalidad constituida, sino como un peligro, cuya comprensión y desarraigo se intenta con normas y urgencias de orden público.

No es exagerado afirmar que el ámbito de las libertades confesionales, cuyo disfrute se garantiza en la Constitución, aparece restringido en los preceptos de esta ley, claros y terminantes en todo lo que se niega o cercena a la Iglesia, anfibológicos y amenazadores en la mayor parte de lo que se le reconoce o tolera, y frecuentemente dejados a la arbitrariedad gubernativa en su concreta aplicación, con quebranto de lo que debieran ser normas jurídicas precisas y resolutorias.

Por su propia Constitución, el Estado "garantiza", es decir, no sólo tolera o permite, sino que afianza, asegura y protege, contra todo riesgo o necesidad, la práctica libre de la religión, no circunscrita solamente al culto, sino extensiva al mismo culto, a la profesión dogmática, al criterio ético y a la disciplina jerárquica, que en el Catolicismo constituyen la esencia indivisible de la religión misma.

Esta ley, en cambio, ya no garantiza, con excepción de los militares, y aun ello condicionado a las necesidades del servicio; sólo concede al Estado, con carácter potestativo, la facultad de autorizar la prestación de servicios religiosos en sus dependencias, sujetándola a doble condición: petición de los interesados y que el Estado, o su representante —es decir, un criterio externo tanto al interesado como a la Iglesia a que pertenece y a cuyos preceptos debe someterse—, aprecien justificada la oportunidad de tales servicios religiosos. Ello implica, con respecto a la libertad de conciencia y a los derechos confesionales, una indebida subordinación y restricción, en todo tiempo y en todo léxico consideradas como muy ajenas al significado de la palabra “garantía” de libertad que el legislador español empleó porque quiso, y en el límite mínimo de aquello mismo que venía obligado a respetar.

En virtud del despojo de esta garantía constitucional, cualquier autoridad inferior puede privar a los asilos infantiles de toda asistencia religiosa, al funcionario de toda actividad confesional, y al pobre enfermo hospitalizado de un auxilio espiritual que está habituado a que se le ofrezca y se le preste, y cuyo valor podrá ser desconocido por los acatólicos, pero que para el creyente representa, cuando menos, la voluntad de toda su vida religiosa, explícitamente manifestada por el hecho mismo de profesar y practicar la religión.

Restricción del ejercicio del culto

6. Una nueva lesión a la práctica libre de la Religión, garantizada plenamente en los países más civilizados, es de ver en la restricción del ejercicio del culto en el interior de los templos y en la sujeción, en cada caso, de las manifestaciones externas del mismo a la especial autorización gubernativa, de la cual un criterio hostil no quiso eximir siquiera la administración de auxilios religiosos a los enfermos y la misma conducción y sepelio cultuales de cadáveres, como si no fuera ya bastante opresiva para la libertad del creyente la impuesta y burocráticamente reglamentada declaración explícita de su voluntad de enterramiento religioso. Tales preceptos de la ley colocan evidentemente a la Iglesia en situación de inferioridad respecto a las demás actividades del espíritu que la convivencia humana obliga a respetar, y cuya externa ostensión amparan las leyes, con la sola restricción de las exigencias del orden público, no subjetivamente interpretadas ni parcialmente aplicadas, como generalmente acontece con respecto a las manifestaciones externas del culto católico.

7. En la misma parte correcta de la ley, como es el reconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia y de su libertad de régimen interno, el afán de reducir a su mínima expresión el Derecho Canónico, no desconocido en ningún Estado por el carácter jurídico internacional de que está revestido, silencia la existencia del Supremo Pontificado como cabeza jerárquica de la Iglesia en España, y se desborda en intromisiones de todo punto indebidas e inadmisibles, por las cuales se deja sin efecto aquel reconocimiento, al parecer leal y generosamente proclamado. Tales son la subordinación al conocimiento previo del Gobierno de toda alteración en las demarcaciones territoriales de la Iglesia, la condición expresa de que deban ser españoles todos los ministros, administradores y titulares de cargos y funciones eclesiásticas, y por modo más opresivo el derecho que el Estado se reserva de no reconocer en sus funciones a cualquiera de aquéllos cuando su nombramiento recaiga en persona que pueda ser peligrosa para el orden o seguridad del mismo. Triple modo de comprimir la autonomía jurisdiccional de la Iglesia, sin precedentes en la normalidad jurídica de las mismas naciones que viven bajo un régimen de separación, y que jurídicamente sólo en forma concordada puede existir, y de hecho existe, pero con extremas limitaciones, en algún Estado en virtud del principio de autolimitación de la propia soberanía, con que todo poder independiente renuncia o condiciona sus legítimos derechos por razones superiores del bien espiritual o temporal cuyo gobierno o custodia le están sometidos.

El veto en el nombramiento de los cargos

8. Singularmente es abusivo y anormal el verdadero veto “a posteriori” del Estado en el nombramiento de todos los titulares de cargos y funciones eclesiásticas, puesto que resulta de hecho ilusorio el libre nombramiento de sus ministros, derecho propio y exclusivo de la Iglesia, reconocido en principio por la misma ley, y que para aquéllos lleva consigo condiciones de libre acceso y de segura permanencia en su función. Dado el amplio texto y comprensión de esta disposición de la ley, la eficacia del ministerio sacerdotal en todos sus grados queda, en realidad, subordinada a una declaración que formulará el Estado, cuando quiera y como quiera, en virtud de su propio criterio, pendiente en definitiva de informaciones, fácilmente tendenciosas, de simples subalternos, y fuera de todo amparo legal y de un procedimiento jurídico de defensa. Disposición verdaderamente excepcional, que se separa por modo manifiesto del derecho común aplicable a toda suerte de funcionarios y que se hace tanto más odiosa cuanto que afecta exclusivamente a los titulares de cargos eclesiásticos, quienes, al ser doblemente independientes del Estado por la naturaleza de su misión y por el régimen de separación absoluta que el Gobierno y las leyes españolas, por su unilateral voluntad, han establecido en relación con la Iglesia, sólo pueden estar sometidos a las leyes generales del país que rijan para todos los españoles, aun en virtud de su condición religiosa, que para nadie puede ser constitucionalmente motivo de privilegio o excepción.

Todavía aparece burlado y desconocido en realidad el proclamado principio del derecho de la Iglesia a ordenar libremente su régimen interno y aplicar sus normas propias a los elementos que la integran, si consideramos las condiciones y restricciones infligidas a las Órdenes y Congregaciones Religiosas para su existencia y funcionamiento legales. En la Declaración Colectiva del Episcopado afirmábamos que no creíamos, que no queríamos creer que el Estado español llegara a desconocer las excelencias de las Órdenes Religiosas y las sometiera a una ley que pudiese ser triste recuerdo de las despóticas legislaciones creadoras del llamado delito de Congregación. Nuestra generosa esperanza ha sido defraudada.

La potestad de la Iglesia, suplantada

9. Como un verdadero y gravísimo peligro nacional, aquéllas aparecen vigiladas y constreñidas a una inspección minuciosa, casi policíaca, no impuesta siquiera a organizaciones que son una amenaza comprobada para el orden y la seguridad del Estado; y mal podrá la Iglesia aplicarles libremente las normas y ordenaciones de su propio derecho, cuando, por la ley de que venimos lamentándonos, no se les consiente la plenitud de sus fines y les son negados o restringidos varios de sus medios de subsistencia y apostolado. A fin de condensar nuestro juicio sobre punto de tal importancia, sólo diremos que es a todas luces injusto tratar a las Órdenes y Congregaciones Religiosas como si no fueran parte integrante y meritísima del cuerpo social y jerárquico de la Iglesia, benéficas para la Nación, y dignas de condición legal no inferior, a lo menos, al de toda corporación cuya existencia esté consagrada a los más altos fines del espíritu humano y del bien común. Someterlas a un régimen de excepción, que en muchos aspectos constituye un medio de extinción paulatina, bajo apariencias de legalidad, no sólo es daño para ellas y grande aflicción para la Iglesia, sino perturbación y quebranto para la prosperidad del país, muy especialmente respecto de la enseñanza, cuyo ejercicio únicamente a aquéllas es vedado, y habrá de ser rápida y dispendiosamente sustituido, lo cual añadirá efectos desoladores a tal medida, ya de suyo injusta y odiosa.

Y más que lamentarnos, hemos de protestar de que el Estado se haya arrogado una autoridad de que carece para inmiscuirse en la vida interna de las Congregaciones y llegar a atribuirse su administración, que a ello equivale el sistema fiscalizador a que se les ha sometido. Las Órdenes y Congregaciones Religiosas, por lo que de religiosas tienen, sólo están sometidas a la Iglesia, por cuya autoridad subsisten, por cuyas leyes se rigen y bajo cuya soberanía espiritual y disciplina funcionan y realizan su fecundo y benéfico apostolado. Esta potestad sagrada, esta autoridad inalienable de la Iglesia a regirlas con carácter privativo no puede ser jamás desconocida, ni mucho menos suplantada, por ningún Estado justo, buen ordenador de los intereses generales de sus ciudadanos, puesto que, siendo la Iglesia una sociedad perfecta, jurídicamente organizada, jerárquica y soberana en el dominio espiritual, dentro de cuya órbita existen y se mueven las Órdenes Religiosas, sólo por alguna manera de concordato puede establecerse, legal y eficazmente, su ordenación respecto del Poder público. Legislar por modo unilateral acerca de ellas es una intromisión abusiva en la vida de instituciones que sobrepasan los límites de la jurisdicción civil; negarles la legalidad a que tienen derecho como personas morales y jurídicas consagradas a los más altos intereses de la sociedad, y someterlas a odiosas normas de excepción, como se ha realizado por el Estado español, constituye enorme injusticia y viene a situar esta ley en la categoría de leyes ya caídas en desuso en otros países, que por autoridades jurídicas independientes y aun por criterios políticos nada afectos a la Iglesia han sido calificadas de atentatorias a los principios esenciales del derecho humano y merecedoras de infamia.

Intervencionismo en la docencia

10. El afán comprensivo de esta ley y su desmedido intervencionismo en todas las actividades de la Iglesia alcanza efectos insospechados con sus preceptos severísimos, en lo que se refiere al mismo ejercicio de la caridad y de la beneficencia por parte de la Iglesia, título glorioso de su misericordiosa y evangélica maternidad sobre los afligidos, menesterosos y abandonados, que ni aun sus más ciegos y enfurecidos detractores se atreven a discutirle como excepcional ejecutoria de su benéfico influjo en las sociedades humanas. Y la ley española ha podido llegar a tan temeraria y dura actitud de menosprecio. Por esta ley el Estado pone su mano opresora, penal y, tal vez, depredadora—por el derecho que proclama de prescindir de los mismos Estatutos fundacionales—, sobre todas las Instituciones y fideicomisos de beneficencia particular que tengan carácter confesional o, en alguna manera, sean intervenidas por elementos confesionales; con el oprobio mayor que para ellas representa la excepción de inspección administrativa, otorgada por decreto de 9 de noviembre de 1932, a las asociaciones cuyo patronato, gobierno, dirección o administración no corresponda, directa ni indirectamente, a autoridades, corporaciones, instituciones o personas jurídicas religiosas.

Si el Protectorado estatal de la beneficencia particular no tiene otra misión que la de velar por la higiene y la moral en las asociaciones benéficas sostenidas con las cuotas de sus asociados o con bienes de su libre disposición, ¿cómo podrá ser razonable y justo que a instituciones y fideicomisos, que a la normalidad jurídica de sus títulos fundacionales y a la solvencia de su eficacia social añaden la garantía y el prestigio seculares del ministerio colectivo de la caridad ejercida por la Iglesia, se les imponga un desconfiado y cauteloso régimen de inspección administrativa a riesgo de que intervenga cambiando su funcionamiento y finalidad institucionales? Por este camino podría llegarse a alterar y desviar la misma organización caritativa y a cohibir el espíritu de suprema abnegación en que se inspira la expansión salubérrima de las nunca bastante estimadas y aun excepcionales Órdenes Religiosas de beneficencia.

Severísimo habrá de ser el juicio que esta parte de la ley merezca a todo recto criterio, no avenido con tan extremado estatismo y a toda persona un tanto informada de lo que ha sido y es en la actualidad la beneficencia ejercida en España por la Iglesia v sus ejemplares Instituciones. Posibles abusos en este o en cualquier otro orden de las actividades humanas no justificarán jamás oprobio semejante a toda una colectividad, mucho menos si se trata de una verdadera sociedad organizada, como es la Iglesia, y con leyes propias reguladoras de esta actividad de sus miembros; en todo caso, sobrados medios ofrece la propia legislación del Estado para corregirlos en aquello que le compete dentro del orden jurídico de la vida pública. Y menos, por ésta ni por cualquier otra razón, será jamás lícito subvertir el carácter y finalidades de lo que ubérrimamente establecieron los fundadores de tales instituciones y fideicomisos, con perfecto derecho a disponer de sus bienes y darles el destino benéfico que les plugo, mientras no se oponga a la ley moral. El derecho a hacer el bien a nuestros prójimos, libremente y según los dictados del propio espíritu y querer, en vida o después de muerte, debiera ser el derecho menos coercible de todos, porque sólo se nutre de generosidad y sacrificio y es fruto de nobles arranques del corazón. Y el respeto a la santidad testamentaria, como expresión de la libre disposición póstuma de los hombres, nunca debiera ser quebrantado, si no se pretende destruir toda estabilidad jurídica y cegar las fuentes mismas de la iniciativa privada de todos los órdenes del bien social.

VULNERACIÓN DEL INVIOLABLE DERECHO DOCENTE editar

11. Más serias y graves animadversiones hemos de oponer a esta ley. Por ella aparece la Iglesia católica limitada y maltratada en lo que constituyen centros vitales de sus derechos y actuaciones. Y por lesivo que pueda considerarse cuanto hemos puesto de relieve hasta ahora, lo es más aun la parte dispositiva que se refiere a la misión docente de nuestra santa Religión.

Tres rigurosas restricciones, de todo punto injustificadas, circundan y constriñen la libertad de actuación docente en orden a las doctrinas y elementos religiosos.

La Iglesia como tal sólo podrá fundar y dirigir establecimientos destinados a las enseñanzas de sus propias doctrinas y la formación de sus ministros, habiéndosele negado el derecho a la formación integral de todos sus miembros, que fue reconocido lógico y concomitante con sus características confesionales en eí proyecto ministerial; y todavía aquella facultad aparece recelosamente concedida, por someterla a una inspección abusiva e injustificada, que lleva consigo la acusación ofensiva de ser la Iglesia un peligro real o probable para el orden y seguridad de la República, suspicacia con que constantemente es considerada por esta ley en orden a todas sus actividades.

La misión docente de la Iglesia

12. Negado así en principio el reconocimiento de la misión y derecho docentes de la Iglesia con carácter general para la información religiosa de la entera educación de sus miembros, se aniquila luego implacablemente la compleja, esforzada y metódica organización de las instituciones de enseñanza, las Órdenes religiosas, instrumento importantísimo de su actuación en este orden ministerial del régimen educativo de los fieles, que libremente a Ella acuden para inspirarse en su espíritu y doctrina y recibir del modo más eficaz la plena formación de su carácter, no divisible en zonas de religiosidad y de cultura humana que puedan subsistir en el creyente sin una armoniosa y vital compenetración.

Y para que ningún reducto quede reservado a la Iglesia en el ejercicio de este su soberano imperio educativo de sus fieles —utilizando Ella los legítimos medios profesionales del mismo elemento laical competentemente autorizado por el Estado—, se nos amenaza ya con la temida interpretación rigorista de la Constitución, por la que se pretende desterrar aún de la escuela privada toda enseñanza religiosa.

De esta suerte el cerco es completo, y la tiranía laicista, que pretende imponer por el rigor de las leyes aun su propia concepción individualista de la Religión contra lo que ésta es en sí misma y tal como es profesada por los creyentes, aspira todavía a confinarla a lo íntimo de las conciencias, al santuario de la familia y al sagrado de los templos, a fin de poder constreñirla más en sus modos de influencia personal y colectiva, hacer arduo el proselitismo cristiano, especialmente en la juventud, y dar más fácil acceso al ateísmo social, que es la fórmula imperativa del nuevo cesarismo espiritual del Estado erigido en director de las conciencias y soberano de la cultura pública.

Derecho inviolable a la libertad de enseñanza

13. Sólo con odiosa tiranía puede el Estado poner limitaciones a la función docente de la Iglesia, cuyo origen radica en una ley divino-positiva, y a su expansión cultural, que constituye una exigencia ineludible de su esencial carácter educativo, sin el cual se desvirtuarían su naturaleza y personalidad propias. Por su realidad de sociedad perfecta y absolutamente suprema en su esfera propia, la Iglesia es independiente de toda potestad terrena tanto en el origen como en el ejercicio de su misión educadora, así en el desarrollo de sus fines como en la adopción de los medios necesarios y aptos para cumplirlos.

Por el objeto directo de su misión docente, o sea la propagación de la fe y formación de costumbres, como partícipe que es la Iglesia del magisterio divino, lleva en sí misma arraigado el derecho inviolable a la libertad de enseñanza.

Por ser Ella custodio, intérprete y maestra infalible de las verdades religiosas, toda la formación cristiana de la juventud en cualquier escuela pública o privada está sometida a su vigilancia e inspección. Este derecho intransferible de la Iglesia, que es a la vez indispensable deber suyo, no abarca sólo la enseñanza religiosa, sino que se extiende a toda otra disciplina y organización docente en cuanto se refieren a la reIigión y a la moral.

Por tener la verdad religiosa la primacía sobre todo conocimiento, por su universalidad orientadora de la cultura y de la vida, y porque las disciplinas y enseñanzas humanas consideradas en sí mismas son patrimonio de todos, individuos y sociedades, compete a la Iglesia el derecho propio e independiente de crear y regir establecimientos escolares de cualquier grado y materia.

Por los graves deberes que la profesión de cristiano impone a los padres de familia en orden a la educación religiosa y moral de sus hijos, cuyo ejercicio constituye un elemento esencial de la libertad de las conciencias, así como es la dirección y salvaguardia de los mismos por parte de la Iglesia uno de los más incontrastables derechos confesionales, tienen los padres de familia, y con mayor razón la Iglesia, la facultad y el derecho, ante el Estado, de reclamar y asegurarse de que en las escuelas, así públicas como privadas, no se dará a lo menos ninguna enseñanza contra las convicciones y creencias de los católicos.

Tales son los esenciales derechos docentes de la Iglesia, que las legislaciones modernas de los países más civilizados y la orientación del derecho internacional, no sólo respetan y reconocen, sino que, en formas diversas o de plena libertad, o por medio de concordatos, y aun por el reparto proporcional escolar, aplican y amparan con grande provecho para la cultura y el bien social de los pueblos.

Mas el Estado español, no sólo no respeta y ampara esta libertad docente de la Iglesia, sino que la niega y coarta, haciendo más patente e injusta su oposición a ella por la actitud contra las Órdenes y Congregaciones, parte importantísima de su magisterio organizado en el orden religioso y en la actividad cultural. La enseñanza de las Congregaciones

14. Nada, ni el más obstinado sectarismo, justifica la radical y fulminante exclusión de la función docente que se acaba de promulgar contra aquéllas. Las razones invocadas para tan violenta e injusta prohibición vuélvense contra sus promotores. No podrán jamás ser borrados de la historia de la cultura y de la pedagogía los nombres y los hechos de fundadores y de instituciones que se adelantaron a nuestros tiempos en la instauración de métodos y organizaciones ejemplares, y de generosas empresas encaminadas a la perfección cultural y a la democratización de la enseñanza. A la fecunda actividad docente de las Órdenes religiosas debe Europa uno de los principales fundamentos de su actual civilización, que por ellas se ha propagado, aun en nuestros tiempos, a lejanos y bárbaros países, y, con gloria del nombre español, incluso a inhospitalarios distritos del remoto continente australiano. Y la sociedad española, cuya cultura popular está sostenida en gran parte por el esfuerzo abnegado de los religiosos, muy pronto habrá de sentir lo que significa la desaparición de las instituciones congregacionistas, que en eficacia instructiva, en vocación profesional y, sobre todo, en integralidad educadora y desinterés expansivo en bien del pueblo, no fueron ni serán igualadas por las escuelas oficiales, ajenas al doble aliento sobrenatural y humano por el cual aquéllas son inspiradas y movidas. Y ello es más aleccionador por cuanto debieron ejercer la enseñanza en condiciones de competencia y de notoria inferioridad de medios económicos respecto a las del Estado.

Lo más lamentable, empero, de tal prohibición es que con ella vienen vulnerados varios derechos: el de libertad confesional, una de cuyas actividades es la docente, ejercida por medio de las Congregaciones; el de libertad individual, puesto que se obliga al que siente vocación religiosa a optar entre la vocación evangélica y la vocación docente; el de libertad profesional, ya que para el desempeño de una función sólo puede exigirse moralidad y la competencia necesaria; finalmente, el de igualdad de los ciudadanos y de las personas morales, con derecho perfecto a la actividad docente todos ellos, individuos y colectividades, que, mientras se respeta a los demás por antisocial que resulte su ejercicio, se niega a una de las fases principales de la actuación católica. La verdadera calificación que merece en derecho tal actitud del Estado español es que infiere una profunda ofensa a la autonomía de la persona humana, puesto que en definitiva niega a unos ciudadanos el derecho de enseñar porque han hecho unos votos y contraído determinadas obligaciones dependientes exclusivamente de su fe y de su conciencia, sin quebranto alguno para el bien común.

Los derechos de los padres de familia

15. Se equivocan quienes en la actual orientación de las leyes españolas ven únicamente el combate encarnizado del laicismo contra la Iglesia y sus instituciones. Tan íntima y conexa es la relación entre la verdad y el hecho religioso y las prerrogativas y derechos de la naturaleza humana, que, cuando aquéllos aparecen vulnerados, crujen asimismo éstos. Así, negada la libertad docente de la Iglesia por esta ley, recibe golpe certero y decisivo el derecho natural de los padres de familia a regir la educación e instrucción de sus hijos, que implica sustancialmente la libre educación conforme a sus ideas y preferencias y la elección de escuelas y maestros. Dura, injusta y odiosa agresión a uno de los principales fundamentos del derecho humano.

Este derecho natural del padre de familia es anterior a los derechos legítimos del Poder público en el orden docente y cultural y, en sí mismo, independiente de aquél, por cuanto tiene un origen común con la vida de los hombres, quienes entran en la sociedad civil, no inmediatamente, sino por intermediación de la comunidad doméstica en que han nacido. Los hijos, antes que pertenecer al Estado como ciudadanos, pertenecen a la familia como una extensión de la personalidad paterna; y los que por naturaleza tienen el deber directo de alimentarles, dirigirles y educarles en todos los órdenes de la vida física y moral, son los que están amparados por el derecho correlativo e inviolable de prepararles para su formación aun social y cívica.

Por ello, arrogarse el Estado un derecho exclusivo, ni siquiera preferente, en esta materia; pretender el ejercicio de una misión directa y tutelar propia sobre los hijos, que no son criatura del Estado, y cuyos derechos no pueden dejar de ser inmediatamente representados por sus padres; todavía más, organizar la enseñanza y dirigirla con menosprecio y oposición a los explícitos derechos y voluntades de estos últimos, supone la supresión y suplantación de la potestad paterna, ajena, en su origen y en su naturaleza, a toda dependencia del Estado, y engendra una subversión violenta del orden natural de las cosas, que a una repudian y condenan el sentido común y la legislación de las naciones respetuosas con el derecho natural y humano en su organización civil.

Cuando tan graves trastornos se producen en el orden jurídico de un pueblo, nadie puede mostrarse indiferente ni inactivo, a no ser que haya desaparecido la conciencia de la solidaridad social en que se anuda y fortifica el vínculo íntimo del consorcio civil y político. Y menos, en este caso, pueden ser apáticos los católicos que al mismo tiempo y en un mismo ataque ven vulnerados los derechos sagrados de su religión y los de su personalidad civil como padres de familia.

A ellos recordamos, por tanto, las graves palabras con que León XIII y Pío XI les amonestan: "Los padres tienen de la misma naturaleza el derecho de educar a sus hijos, pero tienen además el deber de poner su instrucción y educación de acuerdo perfecto con el fin para el cual han recibido su prole por beneplácito de Dios. Los padres deben, pues, emplear todas sus fuerzas y una perseverante energía en rechazar toda suerte de injusticias en este orden de cosas, en hacer reconocer, por modo absoluto, su derecho a educar a sus hijos cristianamente, según es su deber, y sobre todo en apartarlos de las escuelas en que corren peligro de recibir el veneno de la impiedad."

Prohibición canónica de asistir a las escuelas laicas

16. No es difícil precisar las obligaciones serias y urgentes que en las presentes circunstancias imponen a los católicos españoles las enseñanzas pontificias y los preceptos del Derecho Canónico.

Primero. Deben los padres de familia mandar a sus hijos únicamente a las escuelas católicas.

Segundo. Prohibida severamente la asistencia a las escuelas acatólicas, neutras o mixtas, o sea las que están destinadas también a los no creyentes; sólo al Ordinario del lugar corresponde juzgar si puede tolerarse la referida asistencia en determinadas circunstancias y con las debidas cautelas.

Tercero. Cuando el Ordinario haya estimado prudente la anterior tolerancia, por existir causa razonada a tenor de las instrucciones de la Santa Sede, los padres y tutores vienen obligados gravemente a guardar las siguientes cautelas: a) inspeccionar por sí mismos o por personas idóneas los libros que se ponen en manos de sus hijos y las doctrinas que se les inculcan; b) procurar que fuera de la escuela sean sus hijos o menores sólidamente instruidos en la doctrina cristiana y estimulados celosamente a la práctica de los deberes religiosos; c) apartarles del trato y amistad de los compañeros escolares que puedan poner en peligro su fe y costumbres cristianas.

Cuarto. Todos los fieles se esforzarán a prestar su auxilio moral y material a la fundación y sostenimiento de escuelas católicas y en particular los padres de familia habrán de ejercitar su derecho a organizarse, reivindicando su libertad docente y la creación de escuelas católicas homogéneas en conformidad con sus creencias. No han de cejar hasta conseguir que sea cumplida realidad este ideal y derecho a la Iglesia: toda la enseñanza católica para la juventud católica en escuelas católicas.

17. Hecha esta declaración de principios en este orden capitalísimo de nuestro deber pastoral, y dadas las normas precisas a que habrán de atemperarse los fieles, es obvio cuál será nuestra actitud en relación con la política escolar. Contra la agresión a uno de los más fundamentales derechos de la Iglesia, como es su función docente, que radica en el mandato divino de su misión evangelizadora, que se fortifica en su autoridad materna de engendradora sobrenatural de la vida cristiana de sus fieles, y que tiene por ejecutoria de su misma eficacia humana el testimonio de los siglos, reivindicando para Ella la transmisión de la cultura antigua y la creación del patrimonio civilizador de las naciones de Europa, mantendremos firme y operante nuestra protesta imprescriptible, una disconformidad reformadora y el esfuerzo por la restauración íntegra de las normas del derecho docente. Los Obispos con tal actitud y con la actuación concorde de todos los fieles y de cuantos sientan la noble independencia del espíritu y de la cultura, reivindicaremos no sólo cuanto a la Iglesia injusta y sectariamente se niega o arrebata, sino también el derecho natural de los padres de familia, que la misma Constitución reconoce, a regir la educación de sus hijos, la liberación de la conciencia juvenil de falsos neutralismos deformadores y su libre acceso a la escuela íntegramente humana y educadora, así como la debida libertad de enseñanza, sin la cual la elevación popular se entorpece, los nobles combates del espíritu y las múltiples aportaciones del saber se rarifican, las culturas se empobrecen, y no es posible substraerse a la tiranía moral e intelectual de un tipo cesarista y uniforme de mentalidad impuesta, que no respeta la dignidad de la persona humana.

LA IGLESIA, DESPOJADA DE SUS BIENES editar

18. Por secundarios que considere la Iglesia los bienes materiales, no le pueden ser indiferentes los medios necesarios para la libre y digna sustentación del culto y de sus ministros y para la conservación de su legítimo patrimonio, depósito venerando de su historia ennoblecedora de los pueblos y honor de su civilizador influjo en todos los órdenes de las más altas actividades, que Ella ha orientado hacia la suprema expresión espiritual de los destinos humanos y la reverencial ofrenda de las sublimes creaciones del genio a honra y gloria de Dios.

19. Plástica y simbólica síntesis de todo ello son los templos, de cuya libre y plena posesión la Iglesia no puede desentenderse, porque son las mansiones sagradas de la Ciudad de Dios en la tierra, y constituyen la heredad incomunicable a todo poder y uso profanos, donde radican la gloria y estabilidad de la viviente ciudadanía cristiana en la alabanza y servicio divinos.

De ahí la impresión de sacrilegio producida en todo ánimo religioso por la presente ley, que pone mano aprehensora y dispersadora en el patrimonio eclesiástico con increíble audacia y sorprendentes motivaciones sofísticas, con las cuales quisiera cohonestar el sonrojo de ilegitimidad que debe de haber sentido el propio legislador al hacerlo.

20. Injustas e inmotivadas son cuantas restricciones a la capacidad legal adquisitiva y a la libre disposición de los bienes, aun en calidad de propiedad privada, se impone a una Iglesia como la española; rica, ciertamente, en su patrimonio histórico y artístico, que la constituye madre de nuestra civilización y la más fiel conservadora de las glorias nacionales, pero pobre, en verdad, en cuanto se refería a los bienes destinados al mantenimiento del culto y de sus ministros, cuyo levantamiento voluntario por parte de los fieles habrá de ser en lo por venir todo su sostén austero, a costa, más aun que de sacrificios personales, siempre aceptados con ánimo generoso, de limitaciones funestas para el culto debido a Dios y para la expansión del apostolado.

21. Más injusto, humillante y abusivo es todavía que el Estado, a la manera josefinista de no remota historia, se erija en árbitro y regulador de cuanto sea necesario al normal servicio religioso de la Iglesia española, a fin de imponer límites arbitrarios a su propiedad, en otros conceptos ya convertida en una institución precaria, como si una norma económica establecida y aplicada por un poder laico e incompetente pudiera dirigir el ritmo social de toda una Iglesia divina en la ordenación de su culto y en la órbita espiritual y civilizadora de su actividad apostólica.

22. Ello se agrava extraordinariamente, si se atiende a todo el sistema de régimen patrimonial que se impone a la Iglesia en forma singularísima, a la que no se puede dar el nombre de figura jurídica clasificable en Derecho con normal nomenclatura. Interesa que en este documento de no transitoria significación quede registrado el esquema de las vejaciones e injusticias infligidas a la propiedad de la Iglesia en España, lo que, ciertamente, equivale a doblar las ya mencionadas restricciones impuestas al ejercicio del culto.

El dominio del patrimonio eclesiástico

El reconocimiento de la personalidad jurídica de las Confesiones en su régimen interno, declarado teóricamente en la ley, viene invalidado o restringido arbitrariamente en este orden por la apropiación estatal del dominio de todo el actual patrimonio de la Iglesia afecto al servicio del culto o de sus ministros; por la prohibición de enajenar cualquier cosa considerada Tesoro Artístico Nacional, aunque fuese con sujeción a las leyes tuteladoras de dicho Tesoro, prohibición no impuesta a los particulares, inferiores a las instituciones eclesiásticas en garantía y responsabilidad; por la intromisión indebida del Estado a determinar qué cosas y derechos del actual patrimonio eclesiástico deban ser consideradas bienes de propiedad privada de la Iglesia; por la mera posibilidad en que se deja a la misma con respecto a su patrimonio cultural, de recibir en cesión total o parcial, determinada por el Estado, las cosas carentes de valor económico, interés artístico o importancia histórica; por el solo otorgamiento de uso y usufructo, para los fines cultuales, del actual patrimonio de la Iglesia, cuyo dominio se le ha arrebatado; por la privación absoluta para la Iglesia, regidora y señora única de las cosas sagradas, de disponer de ellas según sus leyes y la alta inspiración de su supremo dominio sobre su naturaleza y destinaciones; por la facultad exclusiva que el Estado, de por sí, se atribuye de disponer por necesidad pública de los bienes cultuales y de todo el patrimonio eclesiástico para otros fines que los derivados de su destino y naturaleza; por la severa limitación, en este caso, del derecho de intervenir con la plena autoridad, que por razón de dominio y del carácter sagrado de dichos bienes, no desafectables por profanas jurisdicciones, corresponde a la Iglesia, que sólo será oída en el expediente para poner cosas sagradas en disponibilidad de la administración civil; por la falta, en todo caso, de compensación garantizada cuando sean substraídos al culto edificios u objetos a él adscritos: finalmente, por la incertidumbre de auxilio estatal en la conservación del tesoro artístico religioso, y por la imposición de cargas tributarias a todas las edificaciones anejas a los templos y otras destinadas al servicio de los ministros del culto, cuyo dominio el Estado se apropió por sí mismo y sin compensación posible.

Contra todas las razones históricas y jurídicas

23. Basta esta simple enumeración para poderse afirmar que en este punto, contra todas las razones históricas y jurídicas, la Iglesia ha sido tratada como un departamento administrativo del Estado, disponiéndose arbitrariamente de su patrimonio, necesario a toda sociedad bien organizada y con estabilidad jurídica, como lo es incomparablemente la Iglesia Católica.

Por su alta espiritualidad religiosa y civilizadora, la Iglesia ha acumulado en sus templos las más sublimes manifestaciones de la piedad, de la ciencia y del arte y tal cuidado ha puesto en su guarda, que los egregios e imperecederos frutos de todas las artes han podido ser conservados por el Catolicismo en cantidad y en calidad no comparables a análogas manifestaciones del espíritu humano en los otros órdenes de su actividad, por ser un hecho histórico que ni éstas se han producido tan intensamente, ni han sido promovidas con tanto celo, ni el espíritu social ha respondido a ellas con tanta eficacia. En cambio, los monumentos eclesiásticos, catedrales espaciosas o templos humildes, monasterios célebres o conventos exiguos, que, por los azares de los tiempos han pasado a manos del poder no eclesiástico, han sido envilecidos o han quedado por completo arruinados. Las mismas bibliotecas del Estado español, a pesar de la nota de incultura que siempre se ha pretendido arrojar sobre la Iglesia católica, están formadas con los fondos de los conventos, los cuales, por lo menos, tuvieron la virtud de reunir y de conservar, en todo tiempo accesible a la cultura pública, lo que el Estado considera ahora como motivo de orgullo y no supo o no quiso atesorar.

La posterior tutela del imponente patrimonio artístico, histórico y arqueológico, que la secular influencia civilizadora de la Iglesia en el pueblo español ha creado y transmitido a nuestra generación para gloria y honor suyos a la faz de todas las naciones, ¿hace necesario, conveniente y justo desposeer a la Iglesia de su legítima y plena propiedad?

Su derecho ejemplar inspirado por conciencia religiosa y por tradición de cultura, patente en las normas actuales de la Santa Sede en esta materia, que pueden sostener, aun técnicamente, la comparación con las de todo Estado moderno, basta para hacer innecesarios los modos de salvaguardia civil que impone la presente ley, y en todo caso, a nadie escapa que la coincidencia de un mismo interés civilizador entre Iglesia y Estado permitía, exigía decorosamente a éste el diálogo y la concordia para alcanzar un fin nobilísimo, que lo sería también en sus medios si no lesionase los derechos y no ofendiese los méritos de la única sociedad universal, como es la Iglesia, que, a pesar de vicisitudes y errores inevitables de los tiempos y de los hombres, puede reivindicar ante la historia y el mundo contemporáneo su grandeza y superioridad sobre los Estados en la creación y conservación del arte monumental, que es gloria de todos ellos.

Si ia Iglesia con sus leyes y la conducta de sus Instituciones no hubiese logrado aun en nuestros días, mejores resultados que el Estado con su tesoro cultural propio o arrebatado a la misma Iglesia, muy poco quedaría por conservar o defender. Si el sistema de expoliación establecido por esta ley, saliéndose de la órbita de la misma Constitución, y aun contradiciéndola, fuese el mejor o el único medio de salvaguardar el patrimonio histórico, artístico y arqueológico, no aparecería como exclusiva ejecutoria, ciertamente no envidiable, de Gobiernos y Parlamentos hostiles y perseguidores.

24. Además, la Iglesia edificó y adquirió por títulos legítimos y propios sus catedrales, templos y monasterios, y todo cuanto en ellos y para ellos se contiene y a su servicio y esplendor está destinado. Por los mismos títulos organizó y conservó sus archivos, museos y bibliotecas, convirtiéndolos en sustancia del país, donde ejercía su ministerio. Y hoy se la priva de esta propiedad, declarándola pública nacional, y condicionándose su dominio y aun su uso eclesiástico en forma que no respeta debidamente su carácter sagrado.

¿Por qué se ha querido olvidar que toda la tradición histórica y jurídica de España condena esta apropiación y ratifica admirablemente el espíritu y los preceptos del Derecho eclesiástico que, no siendo, como no es, singular teoría de la Iglesia, sino parte no despreciable del mismo derecho humano objetivo, permanecerá erguido ante la conciencia jurídica del mundo civilizado para condenar el falso e injusto sistema jurídico de esta ley y reclamar su derogación?

Contra el criterio legal de todos los siglos

25. Los templos y todas las cosas consagradas al servicio del culto determinan un dominio “sui generis”, revisten un especial carácter que las afecta a un destino imprescriptible y sagrado, y por ello quedan fuera del usual comercio de los hombres y están favorecidos con especiales franquicias por los legisladores, porque cuanto está destinado a satisfacer una necesidad del espíritu o una exigencia social no tiene base contributiva ni es fundamento de impuestos, por no rendir productos lucrativos y por ser de orden superior la utilidad que representa.

El reconocimiento pleno de la capacidad jurídica de la Iglesia y la firmeza de sus derechos sobre el dominio total de su patrimonio legítimo no ha sido jamás desmentido en las antiguas leyes españolas. Sus fórmulas, verdadero cuerpo jurídico tradicional, que da testimonio en razón y derecho en favor de la Iglesia, como argumento histórico, social y espiritual de los orígenes y desarrollo del patrimonio eclesiástico español, establecen que "todas cosas que son o fueren dadas a las Iglesias por los Reyes o por otros fieles cristianos, de cosas que deben ser dadas derechamente, sean siempre guardadas y firmadas en juro de la Iglesia y en su poder". Exquisita manera arcaica de proclamar la perpetuidad de las donaciones hechas a la Iglesia, que se junta irrevocablemente a la inviolabilidad de su sagrado destino, afirmado por esta ley de Partida: "Lo que es dado para servir a Dios no debe ser tornado a otro servicio". Y todo ello por el motivo religioso de que los bienes eclesiásticos no se han de malbaratar, a fin de que "la Iglesia no sea empobrecida y, por ende, se amengüe el servicio de Dios, que se ha de cumplir con ellos".

Ante este criterio legal y sentimiento social de todos los siglos, que significa el carácter de completo desapoderamiento, de renunciamiento perpetuo de toda donación religiosa en favor del servicio divino y de la propiedad de la Iglesia, ¿qué pueden valer las artificiosas teorizaciones alegadas para justificar esta ley, como "la necesidad de liquidar un pasado histórico, durante el cual la Iglesia católica ha estado viviendo dentro de la órbita del Estado y bajo la protección del poder público", la peregrina sutileza de que la confesionalidad tradicional del Estado español daba al culto católico el carácter de un servicio público situado en los fines estrictos del derecho administrativo, o la arbitraria sugestión de que los bienes de la Iglesia fueron donados directamente a la nación y librados a aquélla a sólo título de administradora o usufructuaria? Asentir a estas vanas aseveraciones equivaldría a sostener que la historia religiosa de España y el criterio jurídico de su legislación se desenvolvieron y plasmaron en la medida precisa para servir de justificativo, en plena revolución anticlerical, al actual despojo del patrimonio eclesiástico, que no es otra cosa en definitiva esta nacionalización de sus bienes, injustificada por el texto constitucional, en que se precisan las posibles limitaciones legales de la propiedad, o mejor una verdadera confiscación de su dominio patrimonial, prohibido en todo caso por la Constitución misma.

EL MENOSPRECIO A LA SOBERANÍA DEL PONTÍFICE editar

26. La forma razonada y amplia con que hemos preferido presentar nuestro juicio acerca de la presente ley, antes que oponer a ella la recia y severa protesta que merece, sitúa plenamente el criterio y la actitud del Episcopado español.

Por graves y reveladores que fuesen los precedentes constitucionales y los actos de gobierno que han conducido a la elaboración de esta ley, no debía esperar la Iglesia el porvenir que se le depara. Si el espíritu de la ley fundamental de la República ha sido justamente calificado de laicismo agresivo, este pretendido Estatuto legal de la Iglesia ha de ser considerado como abiertamente persecutorio, pues, inspirado más bien en el viejo cesarismo, todavía agravado, que no en el criterio de libertad y justicia que informa el derecho común, tal como de la Constitución se deriva, llega a constituir una verdadera ley de excepción—ya sólo por ello recusable—opresora, ofensiva e injusta.

Contra las normas internacionales del Derecho público

27. Siendo, como es, evidente que la población católica constituye una mayoría en España, ciertamente la verdadera e imponente mayoría religiosa, todo lo que no sea tratarla en relación con el Estado laico, a lo menos, como una minoría confesional con todos los derechos inherentes a su carácter de persona moral perfecta, subsistente por sí misma y no criatura del Estado, o sea reconocerle todos los aspectos de la autonomía cultural, jurisdiccional, docente y patrimonial, dimanantes de su plena personalidad de derecho público, es ponerse extramuros de la conciencia jurídica del mundo civilizado, y en nuestro caso, contrariar incluso el propio precepto constitucional que declara derecho positivo español las normas internacionales del derecho público.

Estas normas universales, o constituyen la fuente primaria de la interpretación de sus leyes, o forzosamente habrán de ser consideradas meras afirmaciones verbales desprovistas de toda realidad. El derecho público moderno en su doble calidad de inspirador del derecho peculiar de cada Estado y de regulador de la conciencia internacional—en este concepto verdadero “jus gentium”—, ofrece el mérito trascendente de haber proclamado el derecho objetivo de las personas morales anteriores y en sí mismas independientes del Estado, pero coexistentes con él. Su existencia y carácter no pueden menos de ser reconocidos tal como son por realidad indestructible, por cuanto aquellas personas morales, lo propio que la persona física, aparecen subsistentes por sí mismas y con características determinadas y propias y con relaciones jurídicas bien definidas, a las cuales es preciso, reconociéndolas, adaptar el derecho positivo. Dejar de hacerlo, más aun, contrariarlo, como lo verifica la presente ley, en relación con la Iglesia católica, cuya libertad es además divina por su origen y por ser obra perfecta de universalidad sobrenatural y humana, constituye el punto máximo de la antijuridicidad de esta ley y significa en sus autores ir contra derecho y contra Dios.

En lugar de este pleno y natural reconocimiento, que hubiera sido incorporación nobilísima de España a la ciudad ecuménica del derecho moderno, esta ley ha preferido cohibir la libertad de la Iglesia para hacerla jurídica, según expresión de su preámbulo, sometiendo sin ambages la persona Iglesia a la soberanía y buen placer del Estado, sin oír siquiera a la parte interesada, cuyos derechos son inmanentes y existentes por sí mismos, no hechura de la soberanía civil, por ser la actividad religiosa también una parte fundamental del derecho humano, que ciertamente ha sido desconocido por algunas legislaciones, pero siempre antijurídicamente, como en la presente ley.

El menosprecio para el Jefe de la Iglesia

28. No podemos tampoco los Obispos dejar de señalar otro aspecto gravísimo de la tantas veces mencionada ley, y es la desconsideración y menosprecio que de ella resultan para el Jefe de la Iglesia católica. Sería injusto presumir que los Poderes del Estado español, ignoren o quieran ignorar que el Catolicismo universal, llamado precisamente por eso, Catolicismo, existente en todos los países, y coexistente con todos los Estados, tiene un Jerarca Supremo que no pertenece a ninguna nación, porque es Pontífice en todas, o sea, el Pontífice Romano, y que por ello es un soberano interior en todas, según frase de eminente hombre de Estado, bien conocido primero por su obcecado laicismo, y después por su acción reconciliadora para con la Iglesia. Grave, gravísimo es que, no ignorándolo, no se mencione ni una sola vez en esta ley el nombre del Sumo Pontífice de la Iglesia católica, dejando a ésta, por tanto, como comunidad existente en España, en un estado de ambigüedad y confusión que no puede considerarse satisfactorio, desde el momento en que la organización de la Iglesia católica no permite acuerdo alguno, por lo menos sin el asentimiento del Romano Pontífice.

Y esta gravedad se acentúa más y más, y representa un peligro manifiesto para la Iglesia católica, habida cuenta del precedente sentado por el mismo Gobierno de la República, o sea, la interpretación dada al artículo 26 de la Constitución, al disolver la Compañía de Jesús, precisamente por su voto de obediencia al Pontífice romano, que, en conciencia, practican todos los católicos del universo, puesto que en su unión y obediencia al Sumo Pontífice estriba su carácter jurídico de católicos. Es, por tanto, consecuencia ineludible en derecho, si éste ha de ser traducción de los principios de justicia, que los Obispos y los fieles católicos españoles no pueden como tales aceptar en el fuero de su conciencia una ley ordenadora de la vida legal de la Iglesia, en cuya génesis y articulado se prescinde del Romano Pontífice, afectando ignorancia de su misma existencia y autoridad suprema. Por ello la mención, todavía estrechamente condicionada y confusa, de que se respetará la organización interna de las Confesiones, no implica para los católicos residentes en España una garantía seria ni eficaz.

LA ACTITUD DEL EPISCOPADO ESPAÑOL editar

29. Por lo expuesto, el Episcopado español proclama su hondo pesar por la presentación, voto y aprobación de esta ley, declarando que nunca podrá ser alegada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia; deplora que a lo menos no se le haya dejado la plena libertad y el uso del derecho común de que gozan todos los ciudadanos y sociedades honestas; reprueba, condena y rechaza todas las injerencias y restricciones con que esta ley de agresiva excepción pone a la Iglesia bajo el dominio del poder civil; reclama la nulidad y la carencia de valor legal de todo lo estatuido en oposición a los derechos integrales de la Iglesia; y exhorta a los fieles a que cifren su mayor anhelo en eliminar de las leyes todo cuanto esté en desacuerdo con aquéllos, todo cuanto disminuya su libertad de acción y obstaculice la libre profesión del Catolicismo, y a que se esfuercen constantemente para obtenerlo por el ejercicio de todos los derechos ciudadanos y por todos los medios justos y honestos, procurando a la vez, mientras la ley esté en vigor, que sus efectos perjudiquen lo menos posible a los sagrados intereses de la Iglesia y de las almas.

Tal es la actitud del Episcopado frente a la ley de Confesiones y Congregaciones religiosas. Nos la impone el deber de nuestra misión pastoral, inseparable de cuanto constituye el patrimonio sagrado de la Iglesia, cuya promoción y custodia Nos están encomendadas. Nos fortifica en ella, como "defensores civitatis", el mismo celo que debemos tener por los intereses de la sociedad, cuyo progreso y espiritualidad, aun en sus avances humanos, sabemos están íntimamente solidarizados con la libre y fecunda expansión de la verdad y de la vida católicas. Unidos ambos sentimientos en Nuestra espiritual ciudadanía romana y de Nuestra temporal civilidad patria, experimentamos el grande consuelo de haber realizado con esta Nuestra actitud un acto saludable en defensa de los inviolables derechos de la Iglesia y en beneficio de la anhelada paz y prosperidad de la nación, que no podrá existir sin la restauración plena del Derecho por esta ley vulnerado. El mayor mal para un pueblo es rechazar de su vida pública a Jesucristo y a su Iglesia. Lo mejor que puede desearse para el bien común es promover el movimiento concorde de las dos sociedades establecidas por Dios en el mundo a fin de conducir a los hombres a su perfeccionamiento espiritual y terreno. Cuanto más el gobierno temporal sepa coordinar su acción con la del gobierno espiritual, cuanto más lo favorezca y sostenga, tanto más trabaja por la conservación del Estado.

30. "Dios —dice admirablemente León XIII— ha dividido el gobierno del linaje humano entre dos poderes: el poder eclesiástico y el poder civil. El primero ha sido puesto al frente de las cosas divinas, el segundo de las cosas humanas. Ambos son supremos, cada uno en su orden respectivo; ambos tienen determinados los límites en que están contenidos, límites bien definidos por su naturaleza y fin propios, por donde se delinea una como esfera, en cuyo interior se desarrolla, con derecho propio la acción de cada uno. Empero, puesto que uno y otro ejercen su soberanía sobre unos mismos súbditos, y como puede acontecer que una e idéntica cosa, aunque en diversos aspectos, caiga bajo la competencia y el discernimiento de ambos, Dios providentísimo, por quien las dos potestades han sido constituidas, ha debido coordenar sus propios caminos recta y ordenadamente. "Las potestades que son, están por Dios ordenadas." Por ello debe reinar entre ambas potestades un orden armónico, que no impropiamente ha sido comparado al que existe entre el alma y el cuerpo. Cuál sea este orden y su ámbito sólo puede colegirse atendiendo a la naturaleza de ambos y a la excelencia y nobleza de sus fines, estando uno destinado directa y principalmente a procurar los bienes de las cosas temporales, el otro a proporcionar los bienes celestes y eternos. Cuanto haya, pues, en alguna manera sagrado en las cosas humanas, cuanto se refiere a la salud de las almas y al culto de Dios, o por su naturaleza o en razón de su fin, todo ello está sometido a la potestad y juicio de la Iglesia; lo demás, que abarca lo civil y político, justamente depende de la autoridad civil, puesto que Jesucristo ordenó "dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios".

La armonía de los dos Poderes

El soberano imperio de tales verdades, que a una la razón y la experiencia abonan y justifican, Nos ha guiado en Nuestra actitud, ordenada últimamente a rehacer, en lo que de Nosotros dependa, este benéfico consorcio y armonía de dos poderes que nunca debieran haber dejado de dialogar y de concertarse para alcanzar el mayor bien espiritual y temporal de nuestra patria. Pero alto, muy alto, hemos de proclamar los Obispos que todo esfuerzo, toda generosidad, aun todo dolor pacientísimamente sufrido, hemos puesto de Nuestra parte para secundar los anhelos de la Santa Sede en pro de la paz religiosa y la concordia civil en la nueva situación política creada en España por la instauración del régimen que preside sus destinos. De ello dan fe pública y notoria la anterior Declaración Colectiva del Episcopado, cuya doctrina, criterios y normas prácticas mantenemos en su integridad y vigor, así en lo que a los Poderes públicos se refieren, como por lo que en conciencia a todos los católicos obligan; de ello además son testimonio irrecusable las actuaciones autorizadas de la Iglesia y de sus fieles, cuya elevación de espíritu y rectitud de conducta vindicamos al principio de este documento.

No se culpe, pues, a la Iglesia de la situación anómala a que se ha llegado, en méritos de una ley que rebasa los propios límites de un régimen de separación, del cual no está excluido el concierto necesario entre Iglesia y Estado en aquello que sea de fuero mixto, y que es ilógico y aun contradictorio consigo mismo, si no se funda en la mutua y plena libertad de ambas sociedades, distintas en sí, ahora de hecho separadas, pero a lo menos obligadas siempre a considerarse con el debido respeto exigido aun por el propio decoro y dignidad. Ni se pretenda imputar al carácter o a la actuación de la potestad eclesiástica las dificultades que por las consecuencias perturbadoras de esta ley quedan planteadas entre el poder espiritual y el poder civil, que, si por un lado habrán de ser dolorosísimas y funestas para el normal desarrollo de la vida de la Iglesia, mucho más a la postre serán funestas para la verdadera paz y prosperidad de la nación.

La verdadera paz y concordia

31. Porque muy claro lo hemos de proclamar —haciendo nuestras estas palabras del proyecto de Constitución Dogmática sobre la Iglesia presentado en el Concilio Vaticano—: "La verdadera paz y la concordia entre una y otra potestad, que la Iglesia anhela tanto y pide sin cesar a Dios con devota y humilde plegaria, no serán jamás posibles si es oprimida la libertad de la Esposa de Jesucristo, si son violados sus derechos y su inefable dignidad, que la Iglesia no solamente puede, sino que debe ejercer y mantener intactos, porque forman cuerpo con los deberes que le ha impuesto su Divino Fundador en bien de las almas".

Forman, en efecto, un todo perfecto e indisoluble, los derechos y los deberes de la Iglesia; y sus actitudes responden siempre a ese espíritu sagrado que divinamente le ha sido infundido. Por la salvación de las almas, por la difusión de la verdad y por la prosperidad de los pueblos, su sobrenatural maternidad muéstrase generosa y efusiva con entrañas de divina misericordia. Por la defensa religiosa de las conciencias, por la salvaguardia de los derechos supremos de la verdad y del bien, por el libre ejercicio de la soberanía de la potestad espiritual, sus vindicaciones serenas y pacientes revelan el temple de su invencible independencia, en que alienta, no la ambición terrena de poder, sino aquel mismo anhelo de fecundidad sobrenatural con que se da toda para todos, a fin de alcanzar la salvación de las almas.

Cuando la Iglesia afirma el carácter absoluto y preeminente de la ley de Dios, cuando denuncia los escándalos, cuando reivindica, perseguida o amordazada, los supremos e imperecederos derechos de las almas, y por ellas sufre generosa, o cede magnánima; cuando amonesta o amenaza, cuando pone en sus ademanes la severidad robusta o nutre en sus fieles el ardor heroico, cumple siempre deberes inseparables de sus derechos y demuestra, lo mismo en sus posturas de suavidad que en sus gestos de energía, que su aspiración suprema se cifra en conquistar individuos y sociedades para el imperio de la verdad y el triunfo del bien. Toda su historia es la ilustración elocuentísima de que las reivindicaciones de su espiritual soberanía obedecen sólo a las exigencias saludables de su deber de universal maternidad para la formación del Cuerpo místico y viviente del Divino Salvador, para la elevación del mundo sobrenaturalizado, que es Jesucristo mismo dilatado y continuado, a través de todas las generaciones y de todos los siglos.

32. Si el Estado en el ejercicio de sus funciones, no olvidase estas verdades, si pensase siempre en la trascendencia moral de sus actos y se inspirase en un espíritu generoso de paternidad social, en lugar de moverse por ambiciones de prepotencia terrena, vacilaría mucho antes de traspasar las fronteras de lo espiritual, buscaría el concierto necesario de todo aquello que a ambas sociedades interesa, a cada una en su respectiva esfera, y vería entonces que la armonía y la concordia vigorizan y dan prestancia, estabilidad v eficacia a su mismo derecho público. Cuando, empero, se pierde la noción fundamental para la paz y prosperidad de los pueblos, que en la historia y en el derecho introdujo el Cristianismo, o sea la distinción y concordia de las dos potestades, reaparecen las exorbitantes tiranías de la antigüedad pagana o del mundo incivil. La existencia y libre expansión de una potestad espiritual, enfrenando por ello sólo los excesos del Estado, es la máxima garantía de la libertad individual, de la verdadera libertad de las conciencias, sin la cual toda libertad y respeto humanos desaparecen. Con su alta y completa doctrina de la distinción y armonía de los dos poderes que deben regir a las sociedades humanas, la Iglesia ha hecho más que otra potestad o sistema por la expansión de esas ideas de progreso, de libertad y de justicia, de que se envanecen como únicos progenitores tantos Estados civilizados.

Penas canónicas para los perseguidores de la Iglesia

33. Mas la presente condición de cosas no hace perder a los Pastores de la Iglesia su caridad evangélica, tan viva y sentida como su energía apostólica. Grande es el dolor de Nuestras almas al ver quebrantado por el Estado español el respeto patrio, quince veces secular, a la Iglesia, a su actividad y a sus Instituciones, violados sus derechos, cohibida su libertad. Pero bien sabemos la verdad de aquella sentencia de un Santo Padre: "Ubi Ecclesia, ibi Spiritus Dei", y en segura y serenísima esperanza estamos de que el Espíritu de Dios la levantará de la opresión para que vuelva al esplendor de su libertad y a la recuperación de todos sus derechos para el bien de las almas y la salud de nuestro pueblo. Duro es el deber que a Nuestro corazón benigno de Pastores impone el ministerio que ejercemos teniendo que recordar las sanciones canónicas señaladas en los cánones 2.334, 2.346, 2.209, 2.231 del Código de Derecho Canónico (1), que la Iglesia inflige a cuantos conscientemente han atentado contra su divina libertad y derechos sagrados; pero no dudamos que las fervorosas oraciones de todos los fieles habrán de mover a Cristo Jesús, Cabeza de la Iglesia, que también por aquéllos murió, a fin de que por su gracia y con la intercesión de la Santísima Virgen María, de la cual España ha sido siempre tan devota, vuelvan a buen camino y ayuden con su ejemplo y reparación al triunfo próximo de la Iglesia. Violenta y dolorosísima es la prueba a que está sometida la Iglesia en España por la gravísima e injusta situación a que la somete la tiranía del sectarismo imperante. Mas la asistencia indefectible de Dios, que de mayores y más duros combates y persecuciones la ha librado en otros países, no la dejará humillada y abandonaba, antes le infundirá aquella pacientísima y operante eficacia con que el dolor santifica y renueva el espíritu de los buenos con pujanza mayor de un apostolado más puro y abnegado.

Las palabras del Papa

34. Y vosotros, V. H. y q. H. N., los Sacerdotes y fieles todos de nuestra Patria, aprestaos a realizar con el mayor celo y la necesaria prudencia la obra ardua que por la restauración cristiana Dios y la Iglesia esperan de vosotros. Durante el largo proceso y tramitación de esta ley, digno ha sido vuestro comportamiento, haciendo llegar hasta los Poderes públicos el criterio y los sentimientos católicos, y cooperando a los beneméritos esfuerzos que en defensa de los derechos atropellados se han hecho en la Prensa y en el Parlamento, y que han sido tanto más ejemplares cuanto mejor respondieron a las enseñanzas pontificias y a las directivas del Episcopado. Alentadores son, asimismo, los primeros síntomas del renacimiento espiritual y civil que entre los buenos ha producido la definitiva votación de la ley. Y augurio feliz de lo que ha de ser este renacimiento vigoroso lo tenemos en las amorosas palabras con que Su Santidad el Papa se ha dirigido a todos nosotros en reciente audiencia a peregrinos españoles, que llegan oportunas para cerrar augustamente esta nuestra pastoral exhortación. "Enviamos—dice el Papa—una muy especial bendición al Episcopado de España, que nuestro querido hermano el Obispo de Cádiz se encargará de transmitir, para que esta Nuestra bendición les sirva de consuelo y les conforte en estos momentos de prueba y les obtenga del Señor la fortaleza necesaria y les dé luces para poder defender los intereses de las almas y para que, por medio de los Prelados, llegue a todos los fieles, con objeto de que éstos, con la obediencia debida a las disposiciones de sus Pastores, vayan trabajando en la necesaria regeneración hasta llegar a la pacificación y reparación de las grandes ofensas que al Redentor del mundo se le han hecho."

No os desaniméis, pues, V. H. y q. H. N., ni caigáis en la tentación de la ira por una vindicta que corresponde sólo a Dios, o en la desesperanza inactiva que busca el remedio de los males de la Iglesia por caminos demasiado humanos. No olvidéis las palabras proféticas y alentadoras del Apóstol: “Omne quod natum est ex Deo, vincit mundum; et haec est victoria quae vincit mundum, fides vestra." Sobre todo lo temporal está lo espiritual, todo lo que viene de Dios triunfa siempre del mundo, y lo que alcanza sobre el mundo la victoria, es nuestra fe. Espíritu de fe y de unión

35. Manteneos unidos estrechamente con la Iglesia en esas sus horas dolorosas y obscuras, y siempre tanto más confiados cuanto mayor sea la prueba; conservad más viva que nunca la concordia entre vosotros, la fidelidad y obediencia a vuestros obispos, al Sumo Pontífice y por ellos a Jesucristo, nuestro amabilísimo Salvador, que volverá glorioso a su divina Esposa, la Iglesia nuestra Santa Madre. Más que nunca sea ardiente vuestro celo por todas las obras de misericordia corporal y espiritual, y acudid presurosos a cooperar en el apostolado jerárquico de la Iglesia, que esto es la Acción Católica. Y por la Religión y por la Patria no cejéis hasta alcanzar, en la realidad de los hechos y en la renovación de las leyes, aquella vigorosa y soberana independencia de la Iglesia, sin la cual no volverá la paz de los espíritus en nuestra sociedad, ni serán restablecidos en el derecho público los eternos e inmutables principios de la justicia que hace dignos y dichosos a los pueblos.

Pero, sobre todo, trabajad, velad y orad incesantemente, poniendo en vuestros corazones y en vuestros labios el esperanzado aliento de energía santa y de eficacia intercesora con que la Sagrada Liturgia nos hace pedir, en este tiempo pascual, esta gracia tan concorde con la situación presente de nuestro país.

"Os rogamos, Señor, que aceptéis aplacado las plegarias de vuestra Iglesia, a fin de que, desvanecidos todos los errores y adversidades, os sirva con estable libertad."

Por Nuestro Señor Jesucristo, Pastor y Obispo Supremo de las almas, por quien, en quien y con quien a todos efusivamente os bendecimos.

Dada en la festividad de la Ascensión del Señor, 25 de mayo de 1933.

En nombre y representación de las respectivas provincias eclesiásticas.

+ F. Cardenal Vidal y Barraquer, Arzobispo de Tarragona.— + E. Cardenal Ilundain y Esteban, Arzobispo de Sevilla.— + Ramón, Patriarca de las Indias. + Remigio, Arzobispo de Valladolid.— + Prudencio, Arzobispo de Valencia.— + Rigoberto, Arzobispo de Zaragoza.— + Fr. Zacarías, Arzobispo de Santiago.— + Manuel, Arzobispo de Burgos.— + Manuel, obispo de Jaén.— + Eustaquio, Obispo de Sigüenza.


(1) Cánones que se citan para la sanción

Canon 2.334:

Incurren en la excomunión latae sententiae, reservada especialmente a la Santa Sede: 1.° Los que dan leyes, órdenes o decretos contra la libertad o los derechos de la Iglesia. 2.º Los que impiden directa o indirectamente el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica, tanto del fuero Interno como del externo, recurriendo para ello a cualquier poder secular.

Canon 2.346:

Si alguno se atreviese a destinar a usos propios o a usurpar bienes eclesiásticos de cualquier clase, ya muebles, ya inmuebles, ya corporales, ya incorporales, bien lo haga por sí mismo o por otros, o se atreviese a impedir que los frutos de estos bienes vayan a parar a aquellos a quienes de derecho corresponden, quedará sujeto a excomunión hasta que restituya íntegramente esos bienes, haya removido dicho impedimento, y, además, haya obtenido la absolución de la Santa Sede. Y si fuese patrono de la Iglesia o de los bienes quedará privado ipso facto del derecho de patronato. Y el clérigo que cometa este delito o consienta en él, quedará privado, además, de todos los beneficios, será inhábil para adquirir otros nuevos y será suspendido a juicio del ordinario del ejercicio de sus órdenes, aun después de entera satisfacción y absolución.

Canon 2.209:

1.° Los que de común concierto concurren físicamente a cometer un delito, todos se considerarán igualmente culpables, a no ser que las circunstancias aumenten o disminuyan la culpabilidad de alguno.

2.º Tratándose de un delito que por naturaleza reclame cómplice, las dos partes son igualmente culpables, a no ser que de las circunstancias aparezca otra cosa.

3.º No sólo el que manda, el cual es el principal autor del delito, sino también los que incitan a la comisión del delito o concurren a ella de cualquier manera, incurren en una culpabilidad no menor que la del ejecutor material del delito en el caso de que el delito no se hubiera podido cometer sin el concurso de los mismos.

4.º Mas si el concurso de éstos no hizo sino facilitar la ejecución del delito, la culpabilidad será menor.

5.º El que oportunamente hubiere retirado el concurso que prometió para la ejecución del delito queda exento de toda responsabilidad, aunque el ejecutor material realice el delito por otras causas de índole personal. Si no hubiese retirado del todo el concurso, la retractación disminuye la culpabilidad, pero no la suprime del todo.

6.° El que contribuye al delito solamente descuidando el cumplimiento de su deber incurrirá en una responsabilidad proporcional a la obligación, que tenía de impedir el delito.

7º El elogio del delito cometido, la participación en las ganancias, la ocultación y amparo prestado al delincuente y los demás actos posteriores al delito consumado, pueden constituir delitos nuevos en el caso de que la ley los castigue con penas especiales, pero, a no ser que hubiesen concertado con el delincuente la ejecución de aquellos actos antes del delito, no les será éste imputable.

Canon 2.231:

Si concurren muchos a la comisión de un delito, aunque uno solo se mencione en la ley también incurrirán en la misma pena, si la ley no dispone lo contrario, aquellos de quienes se habla en el canon 2.209, párrafos 1-3. Los demás no serán castigados en igual forma, sino con otra que parezca justa al Superior, salvo el caso de que la ley señale una pena especial.


Fuente editar

 : "Colección de Encíclicas y otras Cartas...", Junta Central de Acción Católica, Madrid, 1935


Ver también editar

Declaración colectiva del Episcopado, dolido ante varios preceptos constitucionales (Dic. 1931)