Declaración de Arthur Rimbaud ante el juez de instrucción
Conocí a Verlaine hace aproximadamente dos años, en París. El año pasado, luego de varios conflictos con su esposa y la familia de ésta, Verlaine me propuso acompañarlo al extranjero; iríamos a ganarnos la vida de una manera o de otra, ya que yo no poseo ninguna fortuna personal, y Verlaine no tiene más que el producto de su trabajo y algo de dinero que le da su madre... Venimos juntos a Bruselas el mes de julio del año pasado y nos quedamos aquí por alrededor de dos meses; viendo que no había nada que pudiéramos hacer en esta ciudad, fuimos a Londres. Allá vivimos juntos hasta hace poco, ocupando el mismo alojamiento y compartiendo todo.
Luego de una discusión que tuvimos al comienzo de la semana pasada, discusión nacida de los reproches que yo le hacía por su indolencia y su manera de actuar respecto a personas conocidas, Verlaine me dejó casi de improviso, sin decirme el lugar al que se dirigía; yo supuse empero que él iba a Bruselas, o que al menos por allí pasaría, ya que tomó el barco de Anvers... Luego recibí de su parte una carta fechada “en el mar”, que ya le entregué a usted, en la cual me anunciaba que hablaría con su esposa pidiéndole que volviera con él, y que, si ella no respondía a su llamado, en tres días se mataría; también me dijo que le escribiera al correo de Bruselas. Yo le escribí de inmediato dos cartas, en las cuales le pedía que volviera a Londres conmigo o que al menos consintiera que yo fuera a reunírmele en Bruselas; ya que yo deseaba que nos reuniéramos de nuevo, pues no había motivo alguno para separarnos.
Dejé Londres y llegué a Bruselas la mañana del martes, donde me reencontré con Verlaine; su madre estaba con él. No tenía ningún proyecto determinado, mas no quería quedarse en Bruselas porque temía aburrirse en esta ciudad; yo, por mi lado, no quería aceptar el regresar a Londres, como él me proponía, pues nuestra partida debió haber producido un efecto demasiado colérico en la mente de nuestros amigos, así que resolví regresar a París. Unas veces Verlaine me manifestaba su intención de acompañarme, para ir, como él decía, a hacer justicia con su esposa y sus suegros; otras se negaba a venir conmigo, porque París le traía a la mente recuerdos demasiado tristes; en fin, Verliane estaba en un estado de gran exaltación; y sin embargo me insistía sin cesar en que me quedara con él, unas veces desesperado, otras furioso. No había coherencia en sus ideas. La noche del miércoles tomó hasta emborracharse. La mañana del jueves, salió a las seis de la mañana y no regresó hasta el medio día, nuevamente en estado de embriaguez; luego me mostró una pistola que había comprado, y, cuando le pregunté lo que pensaba hacer, él respondió en tono de broma: “¡Es para ti, para mí, para todo el mundo!” Se encontraba extremadamente exaltado.
Mientras estábamos juntos en nuestra habitación, todavía fue varias veces a beber algo de licor; Verlaine quería impedir a toda costa que ejecutara mi proyecto de regresar a París. Yo permanecí inquebrantable en mi decisión y también le pedí dinero a su madre para el viaje; luego, en un momento dado, cerró con llave la puerta que daba a los escalones, y se sentó en una silla que puso contra la puerta. Yo estaba de pie apoyado contra el muro opuesto. Entonces él me dijo: “¡Para ti, ya que te marchas!”, o algo con el mismo sentido. Dirigió su pistola hacia mí y me dio un tiro que me alcanzó el puño izquierdo. El primer tiro fue seguido casi instantáneamente por un segundo, pero esta vez el arma ya no estaba dirigida hacia mí, sino que apuntaba al suelo.
Verlaine expresó inmediatamente la más viva desesperación de su vida; se precipitó a la habitación contigua, ocupada por su madre, y se tiró sobre la cama; estaba como loco, me puso la pistola entre las manos y me gritaba que le disparara en la sien. Su actitud era de un profundo arrepentimiento. A eso de las cinco de la tarde, su madre y él me trajeron para hacerme vendar. De vuelta al hotel, me propusieron que me quedara con ellos hasta mejorarme, o que volviera al hospital hasta estar completamente recuperado; pero la herida me parecía poco grave, por lo que manifesté mi intención de irme esa misma tarde hacia Francia, a Charleville, con mi madre. Esta noticia volvió a sumir a Verlaine en la desesperación; su madre me dio 20 francos para el viaje y salieron conmigo para acompañarme hasta la estación de Midi.
Verlaine actuaba como desquiciado, usó todos los medios posibles para retenerme; y por otra parte, colocaba constantemente su mano en el bolsillo de su traje, en el que estaba la pistola. Llegados a la plaza Rouppe, se nos adelantó unos pasos y se volteó hacia mí; su actitud me hizo temer que de nuevo se entregaría a su locura; por lo que me volví y empecé a huir corriendo; y fue entonces cuando le rogué a un agente de policía que lo detuviera.
La bala en mi muñeca aún no ha sido removida, el doctor me dijo que no será posible hacerlo por al menos dos o tres días más.